VÍSPERAS
Donde Alinardo parece dar informaciones preciosas y Guillermo revela su método para llegar a una verdad probable a través de una serie de errores seguros.
Después, Guillermo bajó del scriptorium. Estaba de buen humor. Mientras esperábamos que fuese la hora de la cena, fuimos al claustro, donde nos encontramos con Alinardo. Recordando el pedido que me había hecho, ya el día anterior había pasado por la cocina para conseguir garbanzos, y se los ofrecí. Me dio las gracias y los fue metiendo en su boca desdentada y llena de baba.
—¿Has visto, muchacho? —me dijo—. También el otro cadáver yacía donde el libro lo anunciaba… ¡Ahora espera la cuarta trompeta!
Le pregunté por qué creía que la clave para interpretar la secuencia de los crímenes estaba en el libro de la revelación. Me miró asombrado:
—¡En el libro de Juan está la clave de todo! —y añadió con una mueca de rencor —. Yo lo sabía, hace mucho que lo vengo anunciando… Fui yo, ¿sabes?, el que le propuso al Abad… al de aquella época, reunir la mayor cantidad posible de comentarios del Apocalipsis. Yo iba a ser el bibliotecario… Pero luego el otro logró que lo enviaran a Silos, donde encontró los manuscritos más bellos, y regresó con un espléndido botín. Oh, sabía dónde buscar, hablaba incluso la lengua de los infieles… Así fue como obtuvo la custodia de la biblioteca, en mi lugar. Pero Dios lo castigó haciéndole entrar antes de tiempo en el reino de las tinieblas. Ja, ja… —rió con malignidad aquel viejo que hasta entonces, hundido en la calma de la senectud, me había parecido inocente como un niño.
—¿A quién os estáis refiriendo? —preguntó Guillermo.
Nos miró desconcertado.
—¿De quién hablaba? No recuerdo… Eso fue hace tanto tiempo… Pero Dios castiga, Dios borra, Dios ofusca incluso la memoria. Se han cometido muchos actos de soberbia en la biblioteca. Sobre todo desde que cayó en manos de los extranjeros. Pero Dios no deja de castigar…
No logramos que dijera nada más, de modo que lo dejamos entregado a su pacífico y rencoroso delirio. Guillermo dijo que aquella conversación le había interesado mucho:
—Alinardo es un hombre al que conviene escuchar. Siempre que habla dice algo interesante.
—¿Qué ha dicho esta vez?
—Adso —dijo Guillermo—, resolver un misterio no es como deducir a partir de primeros principios. Y tampoco es como recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general. Equivale más bien a encontrarse con uno, dos o tres datos particulares que al parecer no tienen nada en común, y tratar de imaginar si pueden ser otros tantos casos de una ley general que todavía no se conoce, y que quizá nunca ha sido enunciada. Sin duda, si sabes, como dice el filósofo, que el hombre, el caballo y el mulo no tienen hiel y viven mucho tiempo, puedes tratar de enunciar el principio según el cual los animales que no tienen hiel viven mucho tiempo. Pero piensa en los animales con cuernos. ¿Por qué tienen cuernos? De pronto descubres que todos los animales con cuernos carecen de dientes en la mandíbula superior. Este descubrimiento sería muy interesante si no fuese porque, ay, existen animales sin dientes en la mandíbula superior, que, no obstante, también carecen de cuernos, como el camello, por ejemplo. Finalmente, descubres que todos los animales sin dientes en la mandíbula superior tienen dos estómagos. Pues bien, puedes suponer que cuando se tienen pocos dientes se mastica mal y, por tanto, se necesita otro estómago para poder digerir mejor los alimentos.
—Pero ¿a qué vienen los cuernos? —pregunté con impaciencia—. ¿Y por qué os ocupáis de los animales con cuernos?
—Yo no me he ocupado nunca de ellos, pero el obispo de Lincoln sí que se ocupó, y mucho, siguiendo una idea de Aristóteles. Sinceramente, no sabría decirte si su razonamiento es correcto; tampoco me he fijado en dónde tiene los dientes el camello y cuántos estómagos posee. Si te he mencionado esta cuestión, era para mostrarte que la búsqueda de las leyes explicativas, en los hechos naturales, procede por vías tortuosas. Cuando te enfrentas con unos hechos inexplicables, debes tratar de imaginar una serie de leyes generales, que aún no sabes cómo se relacionan con los hechos en cuestión. Hasta que de pronto, al descubrir determinada relación, uno de aquellos razonamientos te parece más convincente que los otros. Entonces tratas de aplicarlo a todos los casos similares, y de utilizarlo para formular previsiones, y descubres que habías acertado. Pero hasta el final no podrás saber qué predicados debes introducir en tu razonamiento, y qué otros debes descartar. Así es como estoy procediendo en el presente caso. Alineo un montón de elementos inconexos, e imagino hipótesis. Pero debo imaginar muchas, y gran parte de ellas son tan absurdas que me daría vergüenza decírtelas. En el caso del caballo Brunello, por ejemplo, cuando vi las huellas, imaginé muchas hipótesis complementarias y contradictorias: podía tratarse de un caballo que había huido, podía ser que, montando ese hermoso caballo, el Abad hubiera descendido por la pendiente, podía ser que un caballo, Brunello, hubiese dejado los signos sobre la nieve y que otro caballo, Favello, el día anterior, hubiera dejado las crines en la mata, y que unos hombres hubiesen quebrado las ramas. Sólo supe cuál era la hipótesis correcta cuando vi al cillerero y a los sirvientes buscando con ansiedad. Entonces comprendí que la única hipótesis buena era la de Brunello, y traté de probar si era cierta apostrofando a los monjes en la forma en que lo hice. Gané, pero del mismo modo hubiese podido perder. Ahora, a propósito de los hechos ocurridos en la abadía, tengo muchas hipótesis atractivas, pero no existe ningún hecho evidente que me permita decir cuál es la mejor. Entonces, para no acabar haciendo el necio, prefiero no empezar haciendo el listo. Déjame pensar un poco más, hasta mañana, al menos.
En aquel momento comprendí cómo razonaba mi maestro, y me pareció que su método tenía poco que ver con el del filósofo que razonaba partiendo de primeros principios, y los modos de cuyo intelecto coinciden casi con los del intelecto divino. Comprendí que, cuando no tenía una respuesta, Guillermo imaginaba una multiplicidad de respuestas posibles, muy distintas unas de otras. Me quedé perplejo.
—Pero entonces —me atreví a comentar—, aún estáis lejos de la solución…
—Estoy muy cerca, pero no sé de cuál.
—O sea que no tenéis una única respuesta para vuestras preguntas…
—Si la tuviera, Adso, enseñaría teología en París.
—¿En París siempre tienen la respuesta verdadera?
—Nunca, pero están muy seguros de sus errores.
—¿Y vos? —dije con infantil impertinencia—. ¿Nunca cometéis errores?
—A menudo —respondió—. Pero en lugar de concebir uno solo, imagino muchos, para no convertirme en el esclavo de ninguno.
Me pareció que Guillermo no tenía el menor interés en la verdad, que no es otra cosa que la adecuación entre la cosa y el intelecto. Él, en cambio, se divertía imaginando la mayor cantidad posible de posibles.
Confieso que en aquel momento desesperé de mi maestro y me sorprendí pensando: «Menos mal que ha llegado la inquisición». Tomé partido por la sed de verdad que animaba a Bernardo Gui.
Con la mente ocupada en tan culpables pensamientos, más turbado que Judas la noche del Jueves Santo, entré con Guillermo en el refectorio para consumir la cena.