Primer día

VÍSPERAS

Donde se visita el resto de la abadía, Guillermo extrae algunas conclusiones sobre la muerte de Adelmo, y se habla con el hermano vidriero sobre los vidrios para leer y sobre los fantasmas para los que quieren leer demasiado.

En aquel momento llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a abandonar sus mesas. Malaquías nos dio a entender que también nosotros debíamos marcharnos. Él y su ayudante, Berengario, se quedarían para poner todo en orden y (así se expresó) preparar la biblioteca para la noche. Guillermo le preguntó si después cerraría las puertas.

—No hay puertas que impidan el acceso al scriptorium desde la cocina y el refectorio, ni a la biblioteca desde el scriptorium. Más fuerte que cualquier puerta ha de ser la interdicción del Abad. Y los monjes deben utilizar la cocina y el refectorio hasta completas. Llegado ese momento, para impedir que algún extraño o algún animal, para quienes no vale la interdicción, pueda entrar en el Edificio, yo mismo cierro las puertas de abajo, que conducen a las cocinas y al refectorio, y a partir de esa hora el Edificio queda aislado.

Bajamos. Mientras los monjes se dirigían hacia el coro, mi maestro decidió que el Señor nos perdonaría que no asistiéramos al oficio divino (¡el Señor tuvo que perdonarnos muchas cosas en los días que siguieron!) y me propuso que recorriéramos la meseta para familiarizarnos con el sitio.

Salimos por la cocina y atravesamos el cementerio: había lápidas más recientes, y otras signadas por el paso del tiempo, que hablaban de las vidas de monjes desaparecidos hacía siglos. Las tumbas, con sus cruces de piedra, no llevaban nombres.

El tiempo empezaba a ponerse feo. Se había levantado un viento frío y un velo de niebla cubrió el cielo. El ocaso se adivinaba detrás de los huertos y la oscuridad invadía ya la parte oriental, hacia la que nos dirigimos pasando junto al coro de la iglesia para llegar al fondo de la meseta. Allí, casi contra la muralla, donde ésta tocaba el torreón oriental del Edificio, se encontraban los chiqueros, y vimos a los porquerizos que estaban tapando la tinaja donde habían vertido la sangre de los cerdos. Advertimos que detrás de los chiqueros la muralla era más baja y permitía asomarse al exterior. Al pie de la muralla, el terreno, cuya pendiente era muy pronunciada, estaba cubierto por un terrado que la nieve no lograba disimular totalmente. Comprendí que se trataba del estercolero: desde donde estábamos se arrojaban los detritos, que llegaban hasta el recodo donde empezaba el sendero por el que se había aventurado Brunello en su huida. Digo estiércol porque se trataba de un gran vertedero de materia hedionda, cuyo olor subía hasta el parapeto por el que me asomaba. Sin duda, los campesinos accedían al estercolero por la parte inferior y utilizaban aquellos detritos en sus campos. Además de las deyecciones de los animales y de los hombres, había otros desperdicios sólidos, todo el flujo de materias muertas que la abadía expelía de su cuerpo para mantenerse pura y diáfana en su relación con la cima de la montaña y con el cielo.

En los establos de al lado los arrieros estaban llevando los animales hacia sus pesebres. Recorrimos el camino bordeado, del lado de la muralla, por los distintos establos, y, a la derecha, a espaldas del coro, por el dormitorio de los monjes y, después, por las letrinas. Donde la muralla doblaba hacia el sur, justo en el ángulo, estaba el edificio de la herrería. Los últimos herreros estaban acomodando sus herramientas y apagando las fraguas, para acudir al oficio divino. Guillermo mostró curiosidad por conocer una parte de los talleres, separada casi del resto, donde un monje estaba acomodando sus herramientas. En su mesa se veía una bellísima colección de vidrios multicolores. Eran de dimensiones pequeñas, pero contra la pared había hojas más grandes. Ante él había un relicario, todavía sin acabar, pero en cuya armazón de plata ya había empezado a engastar vidrios y otras piedras, valiéndose de sus instrumentos para reducirlos a las dimensiones de una gema.

Así fue como conocimos a Nicola da Morimondo, el maestro vidriero de la abadía. Nos explicó que en la parte de atrás de la herrería también se soplaba el vidrio, mientras que en la parte de delante, donde estaban los herreros, se unían los vidrios con tiras de plomo para hacer vidrieras. Pero, añadió, la gran obra de vidriería, que adornaba la iglesia y el Edificio, ya se había realizado hacía más de dos siglos. Ahora sólo se hacían trabajos menores, o reparaciones exigidas por el paso de los años.

—Y a duras penas —añadió—, porque ya no se consiguen los colores de antes, sobre todo el azul, que aún podéis admirar en el coro, cuya transparencia es tan perfecta que cuando el sol está alto derrama una luz paradisíaca. Los vidrios de la parte occidental de la nave, renovados hace poco, no tienen aquella calidad, y eso se ve en los días de verano. Es inútil, ya no tenemos la sabiduría de los antiguos, ¡se acabó la época de los gigantes!

—Somos enanos —admitió Guillermo—, pero enanos subidos sobre los hombros de aquellos gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de su horizonte.

—¡Dime en qué los superamos! —exclamó Nicola—. Cuando bajes a la cripta de la iglesia, donde se guarda el tesoro de la abadía, verás relicarios de tan exquisita factura que el adefesio que miserablemente estoy construyendo —y señaló su obra encima de la mesa— ¡te parecerá una burda imitación!

—No está escrito que los maestros vidrieros deban seguir haciendo ventanas y los orfebres relicarios, si los maestros del pasado han sabido producirlos tan bellos y destinados a durar muchos siglos. Si no, la tierra se llenaría de relicarios, en una época tan poco prolífica en santos de donde obtener reliquias —dijo bromeando Guillermo—. Y no se seguirá eternamente soldando vidrios para las ventanas. Pero he visto en varios países cosas nuevas que se hacen con vidrio, y me han sugerido la idea de un mundo futuro en que el vidrio no sólo esté al servicio de los oficios divinos, sino que se use también para auxiliar las debilidades del nombre. Quiero que veas una obra de nuestra época, de la que me honro en poseer un utilísimo ejemplar.

Metió las manos en el sayo y extrajo sus lentes, que dejaron sorprendido a nuestro interlocutor.

Nicola cogió la horquilla que Guillermo le ofrecía. La observó con gran interés, y exclamó:

—¡Oculi de vitro cum capsula![*] ¡Me habló de ellas cierto fray Giordano que conocí en Pisa! Decía que su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han transcurrido otras dos desde aquella conversación.

—Creo que se inventaron mucho antes —dijo Guillermo—, pero son difíciles de fabricar, y para ello se requieren maestros vidrieros muy expertos. Exigen mucho tiempo y mucho trabajo. Hace diez años un par de estos vitrei ab oculis ad legendum[*] se vendieron en Bolonia por seis sueldos. Hace más de una década, el gran maestro Salvino degli Armati me regaló un par, y durante todos estos años los he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son, parte de mi propio cuerpo.

—Espero que uno de estos días me los dejéis examinar. No me disgustaría fabricar otros similares —dijo emocionado Nicola.

—Por supuesto —consintió Guillermo—, pero ten en cuenta que el espesor del vidrio debe cambiar según el ojo al que ha de adaptarse, y es necesario probar con muchas de estas lentes hasta escoger la que tenga el espesor adecuado al ojo del paciente.

—¡Qué maravilla! —seguía diciendo Nicola—. Sin embargo, muchos hablarían de brujería y de manipulación diabólica…

—Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos —admitió Guillermo—. Pero hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre, y que sirve para transformar la naturaleza, y uno de cuyos fines es el de prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es santa, y los sabios deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para descubrir cosas nuevas, sino también para redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas maravillosas de óptica y ciencia de la visión se encuentran en los libros de estos últimos!). Y la ciencia cristiana deberá recuperar todos estos conocimientos que poseían los paganos y poseen los infieles tamquam ab iniustis possessoribus[*].

—Pero, ¿por qué los que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo de Dios?

—Porque no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos, y a menudo ha sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron confundidos con magos que habían pactado con el diablo, pagando con sus vidas el deseo que habían tenido de compartir con los demás su tesoro de conocimientos. Yo mismo, durante los procesos en que se acusaba a alguien de mantener comercio con el diablo, tuve que evitar el uso de estas lentes, y recurrí a secretarios dispuestos a leerme los textos que necesitaba conocer, porque, en caso contrario, como la presencia del demonio era tan ubicua que todos respiraban, por decirlo así, su olor azufrado, me habrían tomado por un amigo de los acusados. Además, como advertía el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.

—¿Temes, pues, que los simples puedan hacer mal uso de esos secretos? —preguntó Nicola.

—En lo que se refiere a los simples, sólo temo que se espanten, al confundirlos con aquellas obras del demonio que con excesiva frecuencia suelen pintarles los predicadores. Mira, he conocido médicos habilísimos que habían destilado medicinas capaces de curar en el acto una enfermedad. Pero suministraban su ungüento o infusión a los simples, pronunciando al mismo tiempo palabras sagradas, o salmodiando frases que parecían plegarias. No lo hacían porque estas últimas tuviesen virtudes curativas, sino para que los simples, creyendo que la curación procedía de la plegaria, tragasen la infusión o se pusiesen el ungüento, y se curasen sin prestar excesiva atención a su fuerza efectiva. Y además para que el ánimo, estimulado por la confianza en la fórmula devota, estuviese mejor dispuesto para acoger la acción corporal de la medicina. Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las que algún día te hablaré, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza. Pero, ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión. Me han dicho que en Catay un sabio ha mezclado un polvo que, en contacto con el fuego, puede producir un gran estruendo y una gran llama, destruyendo todo lo que está alrededor, a muchas brazas de distancia. Artificio prodigioso para desviar el curso de los ríos o deshacer la roca cuando hay que roturar nuevas tierras. Pero, ¿y si alguien lo usase para hacer daño a sus enemigos?

—Quizá fuese bueno, si se tratara de enemigos del pueblo de Dios —dijo devotamente Nicola.

—Quizá —admitió Guillermo—. Pero, ¿cuál es hoy el enemigo del pueblo de Dios? ¿El emperador Ludovico o el papa Juan?

—¡Oh, Señor! —dijo asustado Nicola—, ¡no quisiera tener que decidir yo solo un asunto tan doloroso!

—¿Ves? A veces es bueno que los secretos sigan protegidos por discursos oscuros. Los secretos de la naturaleza no se transportan en pieles de cabra o de oveja. Dice Aristóteles en el libro de los secretos que cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que no significa que no haya que revelar nunca los secretos, sino que son los sabios quienes han de decidir cuándo y cómo.

—Por eso es bueno que en sitios como éste —dijo Nicola—, no todos los libros estén al alcance de todos.

—Ésa es otra historia —dijo Guillermo—. Se puede pecar por exceso de locuacidad y por exceso de reticencia. No quise decir que haya que esconder las fuentes del saber. Pienso, incluso, que está muy mal hacerlo. Lo que quise decir es que, tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el sabio tiene el derecho y el deber de utilizar un lenguaje oscuro, sólo comprensible para sus pares. El camino de la ciencia es difícil, y es difícil distinguir en él lo bueno de lo malo. Y muchas veces los sabios de estos nuevos tiempos sólo son enanos subidos sobre los hombros de otros enanos.

La amable conversación con mi maestro debía de haber predispuesto a Nicola para las confidencias, porque, haciéndole un guiño (como para decirle: tú y yo nos entendemos porque hablamos de lo mismo), dijo a modo de alusión:

—Sin embargo, allí —y señaló el Edificio—, los secretos de la ciencia están bien custodiados mediante artificios mágicos…

—¿Sí? —dijo Guillermo aparentando indiferencia—. Puertas atrancadas, severas prohibiciones, amenazas, supongo.

—¡Oh, no! Más que eso…

—¿Qué, por ejemplo?

—Bueno, no lo sé con exactitud, yo no me ocupo de libros sino de vidrios, pero en la abadía circulan historias… extrañas…

—¿Qué tipo de historias?

—Extrañas. Por ejemplo, acerca de un monje que durante la noche quiso aventurarse en la biblioteca, para buscar un libro que Malaquías se había negado a darle, y vio serpientes, hombres sin cabeza, y otros con dos cabezas. Por poco salió loco del laberinto…

—¿Por qué hablas de magia y no de apariciones diabólicas?

—Porque aunque sea un pobre maestro vidriero no soy tan ignorante. El diablo (¡Dios nos proteja!) no tienta a un monje con serpientes y hombres bicéfalos. En todo caso lo hace con visiones lascivas, como las que asaltaban a los padres del desierto. Y, si es malo acceder a ciertos libros, ¿por qué el diablo impediría que un monje obrase mal?

—Me parece un buen entimema —admitió mi maestro.

—Por último, cuando ajusté las vidrieras del hospital me entretuve hojeando algunos de los libros de Severino. Había un libro de secretos, escritos, creo, por Alberto Magno. Me atrajeron algunas miniaturas curiosas, y leí ciertas páginas donde se describía el modo de untar la mecha de una lámpara de aceite para que el humo que de ella se desprenda provoque visiones. Habrás advertido, o todavía no, porque éste es tu primer día en el monasterio, que durante la noche el piso superior del Edificio está iluminado. En algunos sitios se percibe una luz muy tenue a través de las ventanas. Muchos se han preguntado qué puede ser, y se ha hablado de fuegos fatuos, o de las almas de los monjes bibliotecarios que después de muertos regresan para visitar su reino. Aquí hay muchos que aceptan esta explicación. Yo pienso que se trata de lámparas preparadas para provocar visiones. ¿Sabes?, si tomas grasa de la oreja de un perro y untas con ella la mecha, el que respira el humo de esa lámpara creerá que tiene cabeza de perro, y si alguien se encuentra a su lado lo verá con cabeza de perro. Y hay otro ungüento que hace sentir grandes como elefantes a los que están cerca de la lámpara. Y con los ojos de un murciélago y de dos peces cuyo nombre no recuerdo, y la hiel de un lobo, puedes hacer que la mecha al arder te provoque visiones de los animales que has utilizado. Y con la cola de la lagartija provocas visiones en las que todo parece de plata, y con la grasa de una serpiente negra y un trozo de mortaja la habitación parecerá llena de serpientes. Estoy seguro. En la biblioteca hay alguien muy astuto…

—Pero, ¿no podrían ser las almas de los bibliotecarios muertos las que hacen esas brujerías?

Nicola quedó perplejo e inquieto:

—En eso no había pensado. Quizá sea así. Dios nos proteja. Es tarde, ya ha empezado el oficio de vísperas. Adiós.

Y se dirigió hacia la iglesia.

Seguimos caminando hacia el sur: a la derecha el albergue de los peregrinos y la sala capitular con el jardín; a la izquierda los trapiches, el molino, los graneros, los almacenes, la casa de los novicios. Y todos a toda prisa hacia la iglesia.

—¿Qué pensáis de lo que ha dicho Nicola? —pregunté.

—No sé. En la biblioteca sucede algo, y no creo que sean las almas de los bibliotecarios muertos…

—¿Por qué?

—Porque supongo que han sido tan virtuosos que ahora están en el reino de los cielos contemplando el rostro de la divinidad, si esta respuesta te satisface. En cuanto a las lámparas, si las hay, ya las veremos. Y en cuanto a los ungüentos de que hablaba nuestro vidriero, existen maneras más fáciles de provocar visiones, y Severino las conoce muy bien, como pudiste comprobar esta misma tarde. Lo cierto es que en la abadía se desea que nadie entre por la noche en la biblioteca, y que, en cambio, muchos han intentado, o intentan, hacerlo.

—¿Y qué tiene que ver nuestro crimen con este asunto?

—¿Crimen? Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que Adelmo se suicidó.

—¿Por qué lo haría?

—¿Recuerdas esta mañana cuando reparé en el estercolero? Al subir por la vuelta del camino que pasa bajo el torreón oriental había observado signos de un derrumbamiento: o sea que una parte del terreno, más o menos en el sitio donde se acumula el estiércol, estaba derrumbada hasta el pie de dicho torreón. Por eso esta tarde, cuando miramos desde arriba, vimos el estiércol poco cubierto de nieve, o apenas cubierto por la última de ayer, y no por la de los días anteriores. En cuanto al cadáver de Adelmo, el Abad nos ha dicho que estaba destrozado por las rocas, y al pie del torreón oriental los pinos empiezan justo donde acaba la construcción. En cambio, sí hay rocas en el sitio donde acaba la muralla: forman una especie de escalón desde el que cae el estiércol.

—¿Entonces?

—Entonces piensa si acaso no sería más… ¿cómo decirlo?… menos oneroso para nuestra mente pensar que Adelmo, por razones que aún debemos averiguar, se arrojó sponte sua[*] por el parapeto de la muralla, rebotó en las rocas y, ya muerto o herido, se precipitó hacia el montón de estiércol. Después, el huracán de aquella noche provocó un derrumbamiento que arrastró el estiércol, parte del terreno y también el cuerpo del pobrecillo hasta el pie del torreón oriental.

—¿Por qué decís que ésta es una solución menos onerosa para nuestra mente?

—Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menos número de causas.

—Pero, ¿por qué se habría matado?

—Pero, ¿por qué lo habrían matado? En cualquiera de los dos casos, hay que buscar las razones. Y no me cabe la menor duda de que existen. En el Edificio se respira un aire de reticencia, todos nos ocultan algo. Por de pronto ya hemos recogido algunas insinuaciones, en realidad bastante vagas, acerca de cierta relación extraña que existía entre Adelmo y Berengario. O sea que hemos de vigilar al ayudante del bibliotecario.

Mientras hablábamos, acabó el oficio de vísperas. Los sirvientes regresaban a sus viviendas antes de retirarse a cenar; los monjes se dirigían al refectorio. El cielo ya estaba oscuro y empezaba a nevar. Una nieve ligera, de pequeños copos blandos, que continuaría, creo, durante gran parte de la noche, porque a la mañana siguiente toda la meseta, como diré, apareció cubierta por un manto de blancura.

Tenía hambre y acogí con alivio la propuesta de ir al comedor.