Sexto día

TERCIA

Donde, mientras escucha el Dies irae, Adso tiene un sueño o visión, según se prefiera.

Guillermo se despidió de Nicola y subió para ir al scriptorium. Por mi parte, ya había visto suficiente, de modo que también decidí subir y quedarme en la iglesia para rezar por el alma de Malaquías. Nunca había querido a aquel hombre, que me daba miedo, y no he de ocultar que durante mucho tiempo había creído que era el culpable de todos los crímenes. Ahora comprendía que quizá sólo había sido un pobre hombre, oprimido por unas pasiones insatisfechas, vaso de loza entre vasos de hierro, malhumorado por desorientación, silencioso y evasivo por conciencia de no tener nada que decir. Sentía cierto remordimiento por haberme equivocado y pensé que rezando por su destino sobrenatural podría aplacar mi sentimiento de culpa.

Ahora la iglesia estaba iluminada por un resplandor tenue y lívido, dominada por los despojos del infeliz, habitada por el susurro uniforme de los monjes que recitaban el oficio de difuntos.

En el monasterio de Melk, había asistido varias veces a la defunción de un hermano. Era una circunstancia que no puedo calificar de alegre, pero que, sin embargo, me parecía llena de serenidad, rodeada por un aura de paz, regida por un sentido difuso de justicia, íbamos alternándonos en la celda del moribundo, diciéndole cosas agradables para confortarlo, y en el fondo del corazón cada uno pensaba en lo feliz que era el moribundo porque estaba a punto de coronar una vida virtuosa, y pronto se uniría al coro de los ángeles para gozar del júbilo eterno. Y parte de aquella serenidad, la fragancia de aquella santa envidia, se comunicaba al moribundo, que al final tenía un tránsito sereno. ¡Qué distintas habían sido las muertes de aquellos últimos días! Finalmente, había visto de cerca cómo moría una víctima de los diabólicos escorpiones del finis Africae, y sin duda así habían muerto también Venancio y Berengario, buscando alivio en el agua, con el rostro consumido como el de Malaquías…

Me senté al fondo de la iglesia, acurrucado sobre mí mismo para combatir el frío. Sentí un poco de calor, y moví los labios para unirme al coro de los hermanos orantes. Los iba siguiendo sin darme casi cuenta de lo que mis labios decían; mi cabeza se bamboleaba y los ojos se me cerraban. Pasó mucho tiempo; creo que me dormí y volví a despertarme al menos tres o cuatro veces. Después el coro entonó el Dies irae[*]… La salmodia me produjo el efecto de un narcótico. Me dormí del todo. O quizá, más que un letargo, aquello fue como un entorpecimiento, una caída agitada y un replegarme sobre mí mismo, como una criatura que aún siguiera encerrada en el vientre de su madre. Y en aquella niebla del alma, como si estuviese en una región que no era de este mundo, tuve una visión o sueño, según se prefiera.

Por una escalera muy estrecha entraba en un pasadizo subterráneo, como si estuviese accediendo a la cripta del tesoro, pero, siempre bajando, llegaba a una cripta más amplia que era la cocina del Edificio. Sin duda, se trataba de la cocina, pero en ella no sólo funcionaban hornos y ollas, sino también fuelles y martillos, como si también se hubiesen dado cita allí los herreros de Nicola. Todo era un rojo centelleo de estufas y calderos, y cacerolas hirvientes que echaban humo mientras que a la superficie de sus líquidos afloraban grandes burbujas crepitantes que luego estallaban haciendo un ruido sordo y continuo. Los cocineros pasaban enarbolando asadores, mientras los novicios, que se habían dado cita allí, saltaban para atrapar los pollos y demás aves ensartadas en aquellas barras de hierro candentes. Pero al lado los herreros martillaban con tal fuerza que la atmósfera estaba llena de estruendo, y nubes de chispas surgían de los yunques mezclándose con las que vomitaban los dos hornos.

No sabía si estaba en el infierno o en un paraíso como el que podía haber concebido Salvatore, chorreante de jugos y palpitante de chorizos. Pero no tuve tiempo de preguntarme dónde estaba porque una turba de hombrecillos, de enanitos con una gran cabeza en forma de cacerola, entró a la carrera y, arrastrándome a su paso, me empujó hasta el umbral del refectorio, y me obligó a entrar.

La sala estaba adornada como para una fiesta. Grandes tapices y estandartes colgaban de las paredes, pero las imágenes que los adornaban no eran las habituales, que exaltan la piedad de los fieles o celebran las glorias de los reyes. Parecían, más bien, inspiradas en los marginalia de Adelmo, y reproducían las menos tremendas y las más grotescas de sus imágenes: liebres que bailaban alrededor de una cucaña, ríos surcados por peces que saltaban por sí solos a la sartén, cuyo mango sostenían unos monos vestidos de obispos cocineros, monstruos de vientre enorme que bailaban alrededor de marmitas humeantes.

En el centro de la mesa estaba el Abad, vestido de fiesta, con un amplio hábito de púrpura bordada, empuñando su tenedor como un cetro. Junto a él. Jorge bebía de una gran jarra de vino, mientras el cillerero, vestido como Bernardo Gui, leía virtuosamente en un libro en forma de escorpión pasajes de las vidas de los santos y del evangelio. Pero eran relatos que contaban cómo Jesús decía bromeando al apóstol que era una piedra y que sobre esa piedra desvergonzada que rodaba por la llanura fundaría su iglesia; o el cuento de san Jerónimo, que comentaba la biblia diciendo que Dios quería desnudar el trasero de Jerusalén. Y, a cada frase del cillerero, Jorge reía dando puñetazos contra la mesa y gritando: «¡Serás el próximo abad, vientre de Dios!», eso era lo que decía, que Dios me perdone.

El Abad hizo una señal festiva y la procesión de las vírgenes entró en la sala. Era una rutilante fila de hembras ricamente ataviadas, en el centro de las cuales primero me pareció percibir a mi madre, pero después me di cuenta del error, porque sin duda se trataba de la muchacha terrible como un ejército dispuesto para la batalla. Salvo que llevaba sobre la cabeza una corona de perlas blancas, en dos hileras, mientras que otras dos cascadas de perlas descendían a uno y otro lado del rostro, confundiéndose con otras dos hileras de perlas que pendían sobre su pecho, y de cada perla colgaba un diamante del grosor de una ciruela. Además, de cada oreja caía una hilera de perlas azules que se unían para formar una especie de gorguera en la base del cuello, blanco y erguido como una torre del Líbano. El manto era de color púrpura, y en la mano sostenía una copa de oro cuajada de diamantes, y, no sé cómo, supe que la copa contenía un ungüento mortal robado en cierta ocasión a Severino. Detrás de aquella mujer, bella como la aurora, venían otras figuras femeninas, una vestida con un manto blanco bordado, sobre un traje oscuro con una doble estola de oro cuyos adornos figuraban florecillas silvestres; la segunda tenía un manto de damasco amarillo, sobre un traje rosa pálido, sembrado de hojas verdes y con dos grandes recuadros bordados en forma de laberinto pardo; y la tercera tenía el manto rojo y el traje de color esmeralda, lleno de animalillos rojos, y en sus manos llevaba una estola blanca bordada; y de las otras no observé los trajes, porque intentaba descubrir quiénes eran todas esas mujeres que acompañaban a la muchacha, cuya apariencia hacía pensar por momentos en la Virgen María. Y como si cada una llevase en la mano una tarjeta con su nombre, o como si ésta le saliese de la boca, supe que eran Ruth, Sara, Susana y otras mujeres que mencionan también las escrituras.

En ese momento el Abad gritó: «¡Entrad, hijos de puta!», y entonces penetró en el refectorio otra procesión de personajes sagrados, que reconocí sin ninguna dificultad, austera y espléndidamente ataviados, y en medio del grupo había uno sentado en el trono, que era Nuestro Señor pero al mismo tiempo Adán, vestido con un manto purpúreo y adornado con un gran broche rojo y blanco de rubíes y perlas que sostenía el manto sobre sus hombros, y con una corona en la cabeza, similar a la de la muchacha, y en la mano una copa más grande que la de aquélla, llena de sangre de cerdo. Lo rodeaban como una corona otros personajes muy santos, que ya mencionaré, todos ellos conocidísimos para mí, y también había a su alrededor una escuadra de arqueros del rey de Francia, unos vestidos de verde y otros de rojo, con un escudo de color esmeralda en el que campeaba el monograma de Cristo. El jefe de aquella tropa se acercó a rendir homenaje al Abad, tendiéndole la copa y diciéndole: «Sao ko kelle terre per kelle fine ke ki kontene, trenta anni le possette parte sancti Benedicti»[*]. A lo que el Abad respondió: «Age primum et septimum de quatuor», y todos entonaron: «In finibus Africae, amen»[*]. Después todos sederunt.

Habiéndose disuelto así las dos formaciones opuestas, el Abad dio una orden y Salomón empezó a poner la mesa, Santiago y Andrés trajeron un fardo de heno, Adán se colocó en el centro, Eva se reclinó sobre una hoja, Caín entró arrastrando un arado, Abel vino con un cubo para ordeñar a Brunello, Noé hizo una entrada triunfal remando en el arca, Abraham se sentó debajo de un árbol, Isaac se echó sobre el altar de oro de la iglesia, Moisés se acurrucó sobre una piedra, Daniel apareció sobre un estrado fúnebre del brazo de Malaquías, Tobías se tendió sobre un lecho, José se echó sobre un moyo, Benjamín se acostó sobre un saco, y además, pero en este punto la visión se hacía confusa, David se puso de pie sobre un montículo, Juan en la tierra, Faraón en la arena (por supuesto, dije para mí, pero ¿por qué?), Lázaro en la mesa, Jesús al borde del pozo, Zaqueo en las ramas de un árbol, Mateo sobre un escabel, Raab sobre la estopa, Ruth sobre la paja, Tecla sobre el alféizar de la ventana (mientras por fuera aparecía el rostro pálido de Adelmo para avisarle que también podría caerse al fondo del barranco), Susana en el huerto, Judas entre las tumbas, Pedro en la cátedra, Santiago en una red, Elías en una silla de montar, Raquel sobre un lío. Y Pablo apóstol, deponiendo la espada, escuchaba la queja de Esaú, mientras Job gemía en el estiércol y acudían a ayudarlo Rebeca, con una túnica; Judith, con una manta; Agar, con una mortaja, y algunos novicios traían un gran caldero humeante desde el que saltaba Venancio de Salvemec, todo rojo, y empezaba a repartir morcillas de cerdo.

El refectorio se iba llenando de gente que comía a dos carrillos. Jonás traía calabazas; Isaías, legumbres; Ezequiel, moras; Zaqueo, flores de sicómoro; Adán, limones; Daniel, altramuces; Faraón, pimientos; Caín, cardos; Eva, higos; Raquel, manzanas; Ananías, ciruelas grandes como diamantes; Lía, cebollas; Aarón, aceitunas; José, un huevo; Noé, uva; Simeón, huesos de melocotón, mientras Jesús cantaba el Dies irae y derramaba alegremente sobre todos los alimentos el vinagre que exprimía de una pequeña esponja antes ensartada en la lanza de uno de los arqueros del rey de Francia.

«Hijos míos, ¡oh, mis corderillos! —dijo entonces el Abad, ya borracho— no podéis cenar vestidos así, como pordioseros, venid, venid». Y golpeaba el primero y el séptimo de los cuatro, que surgían deformes como espectros del fondo del espejo, y el espejo se hacía añicos y a lo largo de las salas del laberinto el suelo se cubría de trajes multicolores incrustados de piedras, todos sucios y desgarrados. Y Zaqueo cogió un traje blanco; Abraham, uno color gorrión; Lot, uno color azufre; Jonás, uno azulino; Tecla, uno rojizo; Daniel, uno leonado; Juan, uno irisado; Adán, uno de pieles; Judas, uno con denarios de plata; Raab, uno escarlata; Eva, uno del color del árbol del bien y del mal. Y algunos lo cogían jaspeado, y otros, del color del esparto; algunos, morado, y otros, azul marino; algunos, purpúreo, y otros, del color de los árboles, o bien del color del hierro, del fuego, del azufre, del jacinto, o negro, y Jesús se pavoneaba con un traje color paloma, mientras riendo acusaba a Judas de no saber bromear con santa alegría.

Y entonces Jorge, después de quitarse los vitra ad legendum[*], encendió una zarza ardiente con leña que había traído Sara, que Jefté había recogido, que Isaac había descargado, que José había cortado, y, mientras Jacob abría el pozo y Daniel se sentaba junto al lago, los sirvientes traían agua; Noé, vino; Agar, un odre; Abraham, un ternero, que Raab ató a un poste mientras Jesús sostenía la cuerda y Elías le ataba las patas. Después, Absalón lo colgó del pelo, Pedro tendió la espada, Caín lo mató, Herodes derramó su sangre, Sem arrojó sus vísceras y excrementos, Jacob puso el aceite, Molesadón puso la sal, Antíoco lo puso al fuego, Rebeca lo cocinó y Eva fue la primera en probarlo, y buen chasco se llevó. Pero Adán decía que no había que preocuparse, y le daba palmadas en la espalda a Severino, que aconsejaba añadirle hierbas aromáticas. Después Jesús partió el pan y distribuyó pescados, y Jacob gritaba porque Esaú se le había comido todas las lentejas, Isaac estaba devorando un cabrito al horno, Jonás una ballena hervida y Jesús guardó ayuno durante cuarenta días y cuarenta noches.

Entretanto, todos entraban y salían llevando exquisitas piezas de caza, de todas formas y colores, y las partes más grandes eran siempre para Benjamín, y las más buenas para María, mientras que Marta se quejaba de ser la que siempre lavaba los platos. Después cortaron el ternero, que a todo esto se había puesto enorme, y a Juan le tocó la cabeza, a Absalón la cerviz, a Aarón la lengua, a Sansón la mandíbula, a Pedro la oreja, a Holofernes la testa, a Lía el culo, a Saúl el cuello, a Jonás la barriga, a Tobías la hiel, a Eva la costilla, a María la teta, a Isabel la vulva, a Moisés la cola, a Lot las piernas y a Ezequiel los huesos. Mientras tanto, Jesús devoraba un asno, san Francisco un lobo, Abel una oveja, Eva una morena, el Bautista una langosta, Faraón un pulpo (por supuesto, dije para mí, pero ¿por qué?) y David comía cantárida y se arrojaba sobre la muchacha nigra sed formosa[*], mientras Sansón hincaba el diente en el lomo de un león, y Tecla huía gritando, perseguida por una araña negra y peluda.

Era evidente que todos estaban borrachos, y algunos resbalaban sobre el vino, otros caían dentro de las cacerolas y sólo sobresalían las piernas, cruzadas como dos palos, y Jesús tenía todos los dedos negros y repartía folios de un libro diciendo cogedlos y comedlos, son los enigmas de Sinfosio, incluido el del pez que es hijo de Dios y salvador vuestro. Y todos a beber, Jesús vino rancio, Jonás mársico, Faraón sorrentino (¿por qué?), Moisés gaditano, Isaac cretense, Aarón adriano, Zaqueo arbustino, Tecla quemado, Juan albano, Abel campano, María signino, Raquel florentino.

Adán estaba echado de espaldas, las tripas le gruñían y por la costilla manaba vino, Noé maldecía en sueños a Cam, Holofernes roncaba sin darse cuenta de nada, Jonás dormía como un tronco, Pedro vigilaba hasta que cantase el gallo, y Jesús se despertó de golpe al oír que Bernardo Gui y Bertrando del Poggetto estaban organizando la quema de la muchacha; y gritó: «¡Padre, si es posible, aparta de mí ese cáliz!». Y unos escanciaban mal, otros bebían bien, unos morían riendo, otros reían muriendo, unos tenían sus propios frascos, otros bebían del vaso de los demás. Susana gritaba que nunca entregaría su hermoso y blanco cuerpo al cillerero y a Salvatore por un miserable corazón de buey, Pilatos se paseaba como alma en pena por el refectorio pidiendo agua para sus manos, y fray Dulcino, con la pluma en el sombrero, se la traía, y luego se abría la túnica y con una mueca sarcástica mostraba las partes pudendas rojas de sangre, mientras Caín se burlaba de él y abrazaba a la bella Margherita da Trento. Entonces Dulcino se echaba a llorar e iba a apoyar su cabeza en el hombro de Bernardo Gui, y lo llamaba papa angélico, y Ubertino lo consolaba con un árbol de la vida, Michele da Cesena con una bolsa de oro, las Marías lo cubrían de ungüentos y Adán lo convencía de que hincase el diente en una manzana recién arrancada del árbol.

Y entonces se abrieron las bóvedas del Edificio y Roger Bacon descendió del cielo en una máquina voladora, unico homine regente. Después David tocó la cítara, Salomé danzó con sus siete velos, y cada vez que caía un velo tocaba una de las siete trompetas y mostraba uno de los siete sellos, hasta que quedó sólo amicta sole[*]. Todos decían que nunca se había visto una abadía tan alegre, y Berengario le levantaba la ropa a todo el mundo, hombres y mujeres, y les besaba el trasero. Y empezó una danza; Jesús vestido de maestro, Juan de guardián, Pedro de reciario, Nemrod de cazador, Judas de delator, Adán de jardinero, Eva de tejedora, Caín de ladrón, Abel de pastor, Jacob de ujier, Zacarías de sacerdote, David de rey, Jubal de citarista, Santiago de pescador, Antíoco de cocinero, Rebeca de aguador, Molesadón de idiota, Marta de criada, Herodes de loco de atar, Tobías de médico, José de carpintero, Noé de borracho, Isaac de campesino, Job de hombre triste, Daniel de juez, Tamar de prostituta, María de ama que ordenaba a sus criados que trajeran más vino porque el insensato de su hijo no quería transformar el agua.

Fue entonces cuando el Abad montó en cólera porque, decía, había organizado una fiesta tan bonita y nadie le daba nada. Y entonces todos empezaron a rivalizar en ofrecerle regalos: los tesoros más preciados, un toro, una oveja, un león, un camello, un ciervo, un ternero, una yegua, un carro solar, la barbilla de san Eobán, la trenza de santa Morimonda, el útero de santa Arundalina, la nuca de santa Burgosina, cincelada como una copa a los doce años, y una copia del Pentagonum Salomonis[*]. Pero el Abad se puso a gritar que con aquello trataban de distraer su atención mientras saqueaban la cripta del tesoro, donde ahora estábamos todos, y que había desaparecido un libro preciosísimo que hablaba de los escorpiones y de las siete trompetas, y llamaba a los arqueros del rey de Francia para que revisasen a todos los sospechosos. Y para vergüenza de todos a Agar se le encontró una pieza de brocado multicolor, a Raquel un sello de oro, a Tecla un espejo de plata en el seno, a Benjamín un sifón de bebidas debajo del brazo, a Judith una manta de seda entre las ropas, a Longino una lanza en la mano y a Abimelec una mujer ajena entre los brazos. Pero lo peor fue cuando le encontraron un gallo negro a la muchacha, negra y bellísima como un gato del mismo color, y la llamaron bruja y seudoapóstol, y entonces todos se arrojaron sobre ella para castigarla. El Bautista la decapitó, Abel la degolló, Adán la cazó, Nabucodonosor le escribió signos zodiacales en el pecho con una mano de fuego, Elías la raptó en un carro ígneo, Noé la sumergió en el agua, Lot la transformó en una estatua de sal, Susana la acusó de lujuria, José la traicionó con otra, Ananías la metió en un horno de cal, Sansón la encadenó, Pablo la flageló, Pedro la crucificó cabeza abajo, Esteban la lapidó, Lorenzo la quemó en la parrilla, Bartolomé la desolló. Judas la denunció, el cillerero la quemó, y Pedro negaba todo. Después todos se arrojaron sobre aquel cuerpo cubriéndolo de excrementos, tirándole pedos en la cara, orinando sobre su cabeza, vomitándole en el pecho, arrancándole los cabellos, golpeándole la espalda con teas ardientes. El cuerpo de la muchacha, antes tan bello y agradable, se estaba descarnando, deshaciendo en fragmentos que se dispersaban por los cofres y relicarios de oro y cristal que había en la cripta. Mejor dicho: no era el cuerpo de la muchacha el que iba a poblar la cripta, sino más bien los fragmentos de la cripta los que empezaban a girar en torbellino hasta componer el cuerpo de la muchacha, convertido ya en algo mineral, para luego volver a dispersarse hasta convertirse en el polvillo sagrado de aquellos segmentos acumulados con insensata impiedad. Ahora era como si un solo cuerpo inmenso se hubiese disuelto a lo largo de milenios hasta sus componentes más minúsculos, y como si éstos hubiesen colmado la cripta, más esplendente pero similar al osario de los monjes difuntos, y como si la forma sustancial del cuerpo mismo del hombre, obra maestra de la creación, se hubiese fragmentado en multitud de formas accidentales y distintas entre sí, convirtiéndose en imagen de su contrario, forma ya no ideal sino terrena, polvos y esquirlas nauseabundas, que sólo podían significar muerte y destrucción…

Ya no veía a los personajes del banquete, ni los regalos que habían traído. Era como si todos los huéspedes del festín estuvieran ahora en la cripta, cada uno momificado en su propio residuo, cada uno diáfana sinécdoque de sí mismo: Raquel un hueso, Daniel un diente, Sansón una mandíbula, Jesús un jirón de túnica purpúrea. Como si al final del banquete la fiesta se hubiese transformado en la masacre de la muchacha, hasta convertirse en la masacre universal, y como si lo que ahora estaba contemplando fuera el resultado final, los cuerpos (¿qué digo?, la totalidad del cuerpo terrenal y sublunar de aquellos comensales famélicos y sedientos) transformados en un único cuerpo muerto, lacerado y torturado como el cuerpo de Dulcino después del suplicio, transformado en un inmundo y resplandeciente tesoro, desplegado en toda su extensión como la piel de un animal desollado y colgado que, sin embargo, aún contuviese, petrificados junto con el cuero, las vísceras y todos los órganos, e incluso los rasgos de la cara. La piel con todos sus pliegues, arrugas y cicatrices, con sus praderas de vello, sus bosques de pelo, la epidermis, el pecho, las partes pudendas, convertidas en un suntuoso tapiz damasceno, y los pechos, las uñas, las durezas en los talones, los filamentos de las pestañas, la materia acuosa de los ojos, la pulpa de los labios, las frágiles vértebras, la arquitectura de los huesos, todo reducido a harina arenosa, pero, sin embargo, aún con sus respectivas formas y guardando sus relaciones habituales, las piernas vaciadas y flojas como calzas, la carne dispuesta al lado como una casulla, con todos los arabescos bermejos de las venas, la masa cincelada de las vísceras, el intenso y mucoso rubí del corazón, la ordenada perlería de los dientes, collar de cuentas uniformes, y la lengua, ese pendiente azul y rosa, los dedos alineados como cirios, el sello del ombligo, donde se anudan los hilos del gran tapiz del vientre… Ahora, por todas partes, en la cripta, se burlaba de mí, me susurraba, me invitaba a morir, ese macrocuerpo repartido en cofres y relicarios, y, sin embargo, reconstruido en su vasta e insensata totalidad, y era el mismo cuerpo que en la cena comía y cabriolaba obscenamente y que ahora, en cambio, se me aparecía ya inmóvil en la intangibilidad de su sorda y ciega destrucción. Y Ubertino, aferrándome del brazo hasta hundirme las uñas en la carne, me susurraba: «Ya ves, es lo mismo, lo que antes triunfaba en su locura y se deleitaba en su juego, ahora está aquí, castigado y premiado, liberado de la seducción de las pasiones, inmovilizado por la eternidad, entregado al hielo eterno para que éste lo conserve y purifique, sustraído a la corrupción a través del triunfo de la corrupción, porque nada podrá reducir a polvo lo que ya es polvo y sustancia mineral, mors est quies viatoris, finis est omnis laboris…[*]».

Pero de golpe entró Salvatore, llameante como un diablejo, y gritó: «¡Idiota! ¿No ves que es la gran bestia liotarda del libro de Job? ¿De qué tienes miedo, amito? Aquí tienes: ¡padilla de quezo!». Y de pronto la cripta se iluminó de resplandores rojizos y otra vez era la cocina, pero más que una cocina: el interior de un gran vientre, mucoso, viscoso, y en el centro una bestia negra como un cuervo y con mil manos, encadenada a una gran parrilla, que alargaba sus patas para coger a los que estaban a su alrededor, y así como el campesino exprime el racimo de uva cuando la sed aprieta, también aquel bestión estrujaba a los que había atrapado hasta triturarlos entre sus manos, arrancándoles a unos las piernas, a otros la cabeza, y dándose luego un gran atracón, y lanzando unos eructos de fuego que olían peor que el azufre. Pero, misterio prodigioso, aquella escena ya no me infundía miedo, y me sorprendí observando con familiaridad lo que hacía aquel «buen diablo» (eso pensé entonces), que al fin y al cabo no era otro que Salvatore. Porque ahora, sobre el cuerpo humano mortal, sobre sus sufrimientos y su corrupción, ya lo sabía todo y ya no temía nada. En efecto, a la luz de aquella llama que ahora parecía agradable y acogedora, volví a ver a todos los comensales, que ya habían recuperado sus respectivas figuras y cantaban anunciando que todo empezaba de nuevo, y entre ellos estaba la muchacha, entera y hermosa como antes, que me decía: «¡No es nada, deja que vaya sólo un momento a la hoguera, arderé y luego nos volveremos a encontrar aquí dentro!». Y me mostraba, que Dios me perdone, su vulva, y entré en ella y era una caverna bellísima que parecía el valle encantado de la edad de oro, regado por aguas abundantes, y lleno de frutos y árboles en los que crecían pasteles de queso. Y todos agradecían al Abad por la hermosa fiesta y le demostraban su afecto y buen humor dándole empujones y patadas, arrancándole la ropa, tirándolo al suelo, golpeándole la verga con vergas, mientras él reía y rogaba que no le hicieran más cosquillas. Y, montados en caballos que arrojaban nubes de azufre por los agujeros de la nariz, entraron los frailes de la vida pobre, llevando bolsas de oro colgadas de la cintura, con las que convertían a los lobos en corderos y a los corderos en lobos, y luego los coronaban emperadores con el beneplácito de la asamblea del pueblo que entonaba cánticos de alabanza a la infinita omnipotencia de Dios. «Ut cachinnis dissolvatur, torqueatur rictibus!»[*], gritaba Jesús agitando la corona de espinas. Entró el papa Juan imprecando contra toda aquella confusión y diciendo: «¡A este paso no sé dónde iremos a parar!». Pero todos se burlaban de él, y, encabezados por el Abad, salieron con los cerdos a buscar trufas en el bosque. Estaba por seguirlos cuando vi a Guillermo en un rincón; venía del laberinto y su mano aferraba un imán que lo arrastraba velozmente hacia septentrión. «¡Maestro, no me dejéis!», grité. «¡También yo quiero ver qué hay en el finis Africae!». «¡Ya lo has visto!», me respondió Guillermo desde lejos. Y entonces me desperté, mientras en la iglesia estaba concluyendo el canto fúnebre:

Lacrimosa dies illa

qua resurget ex favilla

iudicandus homo reus:

huic ergo parce deus!

Pie Iesu domine

dona eis requiem.[*]

Signo de que mi visión, fulmínea como toda visión, si bien había durado más de lo que dura un amén, al menos no había llegado a durar lo que dura un Dies irae.