Sexto día

SEXTA

Donde se reconstruye la historia de los bibliotecarios y se averigua algo más sobre el libro misterioso.

Guillermo quiso subir de nuevo al scriptorium, de donde acababa de bajar. Pidió a Bencio que le dejara consultar el catálogo y lo hojeó rápidamente.

—Debe de estar por aquí —decía—, hace una hora lo había encontrado… —se detuvo en una página—. Aquí está, lee este título.

Con una sola referencia (¡finis Africae!) figuraba una serie de cuatro títulos; signo de que se trataba de un solo volumen compuesto por varios textos. Leí:

  1. ar. de dictis cujusdam stulti
  2. syr. libellus alchemicus aegypt
  3. Expositio Magistri Alcofribae de cena beati Cypriani Cartaginensis Episcopi
  4. Liber acephalus de stupris virginum et meretricum amoribus[*]

—¿De qué se trata? —pregunté.

—Es nuestro libro —me respondió Guillermo en voz baja—. Por eso tu sueño me ha sugerido algo. Ahora estoy seguro de que es éste. Y en efecto… —hojeaba aprisa las páginas inmediatas—, en efecto, aquí están los libros en que pensaba, todos juntos. Pero no es esto lo que quería verificar. Oye: ¿tienes tu tablilla? Bueno, debemos hacer un cálculo; trata de recordar tanto lo que nos dijo Alinardo el otro día como lo que nos ha contado Nicola esta mañana. Pues bien, este último nos ha dicho que llegó aquí hace unos treinta años, y que Abbone ya ocupaba el cargo de abad. Su predecesor había sido Paolo da Rimini, ¿verdad? Digamos que la sucesión se produjo hacia 1290, año más, año menos, eso no tiene importancia. Además, Nicola nos ha dicho que cuando llegó, Roberto da Bobbio ya era bibliotecario. ¿Correcto? Después, éste murió y el puesto fue confiado a Malaquías, digamos a comienzos de este siglo. Apunta. Sin embargo, hay un período anterior a la llegada de Nicola, durante el cual Paolo da Rimini fue bibliotecario. ¿Desde cuándo ocupó ese cargo? No nos lo han dicho. Podríamos examinar los registros de la abadía, pero supongo que los tiene el Abad, y por el momento no querría pedirle que me autorizara a consultarlos. Supongamos que Paolo fue elegido bibliotecario hace sesenta años. Apunta. ¿Por qué Alinardo se queja de que, hace cincuenta años, el cargo de bibliotecario, que debía ser para él, pasó, en cambio, a otro? ¿Acaso se refería a Paolo da Rimini?

—¡O bien a Roberto da Bobbio! —dije.

—Eso parecería. Pero ahora mira este catálogo. Sabes que, como nos dijo Malaquías cuando llegamos, los títulos están registrados por orden de adquisición. ¿Y quién los inscribe en este registro? El bibliotecario. Por tanto, según los cambios de caligrafía que observamos en estas páginas, podemos establecer la sucesión de los bibliotecarios. Ahora miremos el catálogo desde el final. La última caligrafía es la de Malaquías, muy gótica, como ves. Sólo cubre unas pocas páginas. La abadía no ha adquirido muchos libros durante estos últimos treinta años. Después vienen una serie de páginas escritas con una caligrafía temblorosa: en ellas leo claramente la firma de Roberto da Bobbio, que estaba enfermo. También en este caso las páginas son pocas: es probable que Roberto no haya permanecido mucho en el cargo. Y mira lo que encontramos ahora: páginas y páginas de otra caligrafía, recta y firme, un conjunto de adquisiciones (entre las que se cuenta el libro que vimos hace un momento) realmente impresionante. ¡Cuánto debe de haber trabajado Paolo da Rimini! Demasiado, si piensas que Nicola nos ha dicho que era muy joven cuando lo nombraron abad. Pero supongamos que en pocos años ese lector insaciable haya enriquecido la abadía con tantos libros… ¿Acaso no nos han dicho que lo llamaban Abbas Agraphicus debido a ese extraño defecto, o enfermedad, que le impedía escribir? Pero entonces, ¿quién escribía por él? Yo diría que su ayudante. Pero si se diera el caso de que ese ayudante hubiese sido nombrado más tarde bibliotecario, entonces habría seguido escribiendo en el catálogo, y habríamos comprendido por qué hay tantas páginas con la misma caligrafía. Entonces tendríamos, entre Paolo y Roberto, otro bibliotecario, elegido hace unos cincuenta años, que es el misterioso competidor de Alinardo, quien, por ser mayor, pensaba que lo nombrarían para reemplazar a Paolo. Después, este último desapareció y de alguna manera, contra las expectativas de Alinardo y de otros, se designó a Malaquías para que lo reemplazase.

—Pero, ¿por qué estáis tan seguro de que ésta es la secuencia correcta? Aunque admitamos que esta caligrafía sea del bibliotecario sin nombre, ¿por qué no podrían ser de Paolo los títulos de las páginas precedentes?

—Porque entre esas adquisiciones están registradas todas las bulas y decretales, que tienen fechas precisas. Quiero decir que si encuentras, como de hecho sucede, la Firma cautela de Bonifacio VII, que data de 1296, puedes estar seguro de que ese texto no entró antes de aquel año, y puedes pensar que no llegó mucho tiempo después. Así, las considero como piedras miliares dispuestas a lo largo de los años. En consecuencia, si supongo que Paolo da Rimini llegó al cargo de bibliotecario el año 1265, y al de abad el año 1275, y después observo que su caligrafía, o la de algún otro que no es Roberto da Bobbio, dura desde 1265 hasta 1285, descubro una diferencia de diez años.

Sin duda, mi maestro era muy agudo.

—Pero ¿qué conclusiones extraéis de ese descubrimiento? —pregunté entonces.

—Ninguna, sólo premisas.

Después se levantó y fue a hablar con Bencio. Éste ocupaba valientemente su puesto, pero no parecía demasiado seguro. Todavía se sentaba en su mesa de antes, pues no se había atrevido a instalarse en la de Malaquías, junto al catálogo. Guillermo lo abordó con cierta frialdad. No olvidábamos la desagradable escena de la tarde anterior.

—Aunque ahora seas tan poderoso, señor bibliotecario, espero que te dignes decirme una cosa. La mañana en que Adelmo y los otros discutieron aquí sobre los enigmas ingeniosos, y Berengario se refirió por primera vez al finis Africae, ¿alguien mencionó la Coena Cypriani?

—Sí —dijo Bencio—, ¿no te lo dije ya? Antes de que se hablase de los enigmas de Sinfosio, fue precisamente Venancio quien se refirió a la Coena, y Malaquías montó en cólera, dijo que era una obra innoble, y recordó que el Abad había prohibido a todos su lectura…

—¿Así que el Abad? —dijo Guillermo—. Muy interesante. Gracias, Bencio.

—Esperad —dijo Bencio—, quiero hablaros —nos indicó que lo siguiéramos fuera del scriptorium, hasta la escalera que bajaba a la cocina, pues no quería que los otros lo escucharan. Le temblaban los labios —. Tengo miedo, Guillermo. Han matado también a Malaquías. Ahora sé demasiado. Además, el grupo de los italianos no me ve con buenos ojos… No quieren otro bibliotecario extranjero… Pienso que por esa razón fueron eliminados los otros. Nunca os he hablado del odio de Alinardo por Malaquías, de sus rencores…

—¿Quién le robó el puesto hace años?

—Esto no lo sé. Siempre lo menciona en forma confusa. Además, es una historia lejana. Ya deben de haber muerto todos. Pero el grupo de los italianos que rodean a Alinardo habla con frecuencia… hablaba con frecuencia de Malaquías tildándolo de hombre de paja, puesto por algún otro, con la complicidad del Abad. Sin darme cuenta… he entrado en el juego antagónico de dos facciones. Sólo esta mañana lo he comprendido… Italia es una tierra de conjuras, donde envenenan a los papas, imaginad a un pobre muchacho como yo… Ayer no lo había comprendido aún, creía que todo giraba alrededor del libro, pero ahora no estoy seguro. Ese fue el pretexto: ya habéis visto que el libro reapareció y que, sin embargo, han matado a Malaquías… Tengo… quiero… quisiera huir. ¿Qué me aconsejáis?

—Que te quedes tranquilo. Ahora quieres consejos, ¿verdad? Sin embargo, ayer por la tarde parecías el amo del mundo. ¡Necio! Si me hubieras ayudado, habríamos impedido este último crimen. Fuiste tú quien entregó a Malaquías el libro que lo condujo a la muerte. Pero dime al menos una cosa. ¿Has tenido ese libro en tus manos, lo has tocado, lo has leído? Entonces, ¿por qué no has muerto?

—No lo sé. Juro que no lo he tocado. Mejor dicho, lo he tocado cuando lo cogí en el laboratorio. Pero sin abrirlo. Me lo escondí debajo del hábito, fui a mi celda y lo metí debajo del jergón. Como sabía que Malaquías me vigilaba, regresé en seguida al scriptorium. Después, cuando él me ofreció el puesto de ayudante, lo conduje hasta mi celda y le entregué el libro. Eso fue todo.

—No me digas que ni siquiera lo abriste.

—Sí, lo abrí, antes de esconderlo, para asegurarme de que era realmente el que buscábamos. Empezaba con un manuscrito árabe, después creo que había uno sirio, después un texto latino y por último uno griego…

Recordé las siglas que habíamos visto en el catálogo. Los dos primeros títulos llevaban las indicaciones ar. y syr. respectivamente. ¡Era el libro! Pero Guillermo seguía apretando:

—De modo que lo has tocado pero no has muerto. Entonces no se muere por tocarlo. ¿Y qué puedes decirme del texto griego? ¿Lo has mirado?

—Muy poco, lo suficiente como para comprender que no tenía título. Por el modo en que empezaba, parecía faltar una parte…

—Liber acephalus… —murmuró Guillermo.

—… Traté de leer la primera página, pero en realidad sé muy poco griego, y hubiese necesitado más tiempo. Además, me llamó la atención otro detalle, justamente relacionado con el texto griego. No lo hojeé todo porque no pude: los folios estaban, cómo diría, impregnados de humedad, costaba separar uno de otro. Porque el pergamino era raro… más blando que los otros. El modo en que la primera página estaba gastada, y casi se deshacía, era… en suma, muy extraño.

—Extraño: también Severino usó esa palabra.

—El pergamino no parecía pergamino… Parecía tela, pero muy delgada… —seguía diciendo Bencio.

—Charla lintea, o pergamino de tela —dijo Guillermo—. ¿Era la primera vez que lo veías?

—He oído hablar de él, pero creo que nunca lo he visto. Dicen que es muy caro, y frágil. Por eso se usa poco. Lo fabrican los árabes, ¿verdad?

—Los árabes fueron los primeros. Pero también se fabrican aquí en Italia, en Fabriano. Y también… Pero, ¡claro que sí! —sus ojos despedían chispas—. ¡Qué revelación tan interesante, Bencio! Muchas gracias. Sí, supongo que aquí, en la biblioteca, la charta lintea es rara, porque no han llegado manuscritos muy recientes. Y además muchos temen que no sobreviva tan bien a los siglos como el pergamino, y quizá tengan razón. Supongamos que aquí querían algo que no fuese más perenne que el bronce… Pergamino de tela, ¿eh? Bueno, adiós. Y quédate tranquilo. No corres peligro.

—¿En serio, Guillermo? ¿Me lo aseguráis?

—Te lo aseguro. Si te quedas en tu sitio. Ya has hecho bastantes desastres.

Nos alejamos del scriptorium dejando a Bencio, si no tranquilo, al menos no tan inquieto.

—¡Idiota! —dijo Guillermo entre dientes mientras salíamos—. Si no se hubiese interpuesto, ya podríamos haberlo resuelto todo.

Encontramos al Abad en el refectorio. Guillermo fue hacia él y le dijo que debía hablarle. Abbone no pudo contemporizar y nos dio cita para poco después en sus habitaciones.