SEXTA
Donde, por un extraño relato de Bencio, llegan a saberse cosas poco edificantes sobre la vida en la abadía.
Lo que Bencio nos dijo fue un poco confuso. Parecía que, realmente, sólo nos había atraído hacia allí para alejarnos del scriptorium, pero también que, incapaz de inventar un pretexto convincente, estaba diciéndonos cosas ciertas, fragmentos de una verdad más grande que él conocía.
Nos dijo que por la mañana había estado reticente, pero que ahora, después de una madura reflexión, pensaba que Guillermo debía conocer toda la verdad. Durante la famosa conversación sobre la risa, Berengario se había referido al «finis Africae». ¿De qué se trataba? La biblioteca estaba llena de secretos, y sobre todo de libros que los monjes nunca habían podido consultar. Las palabras de Guillermo sobre el examen racional de las proposiciones habían causado honda impresión en Bencio. Consideraba que un monje estudioso tenía derecho a conocer todo lo que guardaba la biblioteca. Criticó con ardor el concilio de Soissons, que había condenado a Abelardo. Y, mientras así hablaba, fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven, que se deleitaba en el estudio de la retórica, tenía arrebatos de independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la curiosidad de su intelecto. Siempre me han enseñado a desconfiar de esa clase de curiosidades, pero sé bien que a mi maestro no le disgustaba esa actitud, y advertí que simpatizaba con Bencio y que creía en lo que éste estaba diciendo. En resumen: Bencio nos dijo que no sabía de qué secretos habían hablado Adelmo, Venancio y Berengario, pero que no le hubiese desagradado que de aquella triste historia surgiera alguna claridad sobre la forma en que se administraba la biblioteca, y que confiaba en que mi maestro, comoquiera que desenredase la madeja del asunto, extrajera elementos susceptibles de hacer que el Abad se sintiese inclinado a suavizar la disciplina intelectual que pesaba sobre los monjes: venidos de tan lejos, como él, añadió, precisamente para nutrir su intelecto con las maravillas que escondía el amplio vientre de la biblioteca.
Creo que de verdad Bencio esperaba que la investigación tuviese estos efectos. Sin embargo, también era probable que al mismo tiempo, devorado como estaba por la curiosidad, quisiera reservarse, como había previsto Guillermo, la posibilidad de ser el primero que hurgase en la mesa de Venancio, y que para mantenernos lejos de ella estuviese dispuesto a darnos otras informaciones. Que fueron las siguientes.
Berengario, como ya muchos monjes sabían, estaba consumido por una insana pasión cuyo objeto era Adelmo, la misma pasión que la cólera divina había castigado en Sodoma y Gomorra. Así se expresó Bencio, quizá por consideración a mi juventud. Pero quien ha pasado su adolescencia en un monasterio sabe que, aunque haya mantenido la castidad, ha oído hablar, sin duda, de esas pasiones, y a veces ha tenido que cuidarse de las acechanzas de quienes a ellas habían sucumbido. ¿Acaso yo mismo, joven novicio, no había recibido en Melk misivas de cierto monje ya anciano que me escribía el tipo de versos que un laico suele dedicar a una mujer? Los votos monacales nos mantienen apartados de esa sentina de vicios que es el cuerpo de la hembra, pero a menudo nos acercan muchísimo a otro tipo de errores. Por último, ¿acaso puedo dejar de ver que mi propia vejez aún conoce la agitación del demonio meridiano cuando, en ocasiones, estando en el coro, mis ojos se detienen a contemplar el rostro imberbe de un novicio, puro y fresco como una muchacha?
No digo esto para poner en duda la decisión de consagrarme a la vida monástica, sino para justificar el error de muchos a quienes la carga sagrada les resulta demasiado gravosa. Para justificar, tal vez, el horrible delito de Berengario. Pero, según Bencio, parece que aquel monje cultivaba su vicio de una manera aún más innoble, porque recurría al chantaje para obtener de otros lo que la virtud y el decoro les habrían impedido otorgar.
De modo que desde hacía tiempo los monjes ironizaban sobre las tiernas miradas que Berengario lanzaba a Adelmo, cuya hermosura parecía haber sido singular. Pero este último, totalmente enamorado de su trabajo, que era quizá su única fuente de placer, no prestaba mayor atención al apasionamiento de Berengario. Sin embargo, aunque lo ignorase, puede que su ánimo ocultara una tendencia profunda hacia esa misma ignominia. El hecho es que Bencio dijo que había sorprendido un diálogo entre Adelmo y Berengario en el que este último, aludiendo a un secreto que Adelmo le pedía que le revelara, le proponía la vil transacción que hasta el lector más inocente puede imaginar. Y parece que Bencio oyó en boca de Adelmo palabras de aceptación, pronunciadas casi con alivio. Como si, aventuraba Bencio, no otra cosa desease, y como si para aceptar le hubiera bastado poder invocar una razón distinta del deseo carnal. Signo, argumentaba Bencio, de que el secreto de Berengario debía de estar relacionado con algún arcano del saber, para que así Adelmo pudiera hacerse la ilusión de que se entregaba a un pecado de la carne para satisfacer una apetencia intelectual. Y, añadió Bencio con una sonrisa, cuántas veces él mismo no era presa de apetencias intelectuales tan violentas que para satisfacerlas hubiese aceptado secundar apetencias carnales ajenas, incluso contrarias a su propia apetencia carnal.
—¿Acaso no hay momentos —preguntó a Guillermo— en los que estaríais dispuesto a hacer incluso cosas reprobables para tener en vuestras manos un libro que buscáis desde hace años?
—El sabio y muy virtuoso Silvestre II, hace dos siglos, regaló una preciosísima esfera armilar a cambio de un manuscrito, creo que de Estacio o de Lucano —dijo Guillermo. Y luego añadió prudentemente —. Pero se trataba de una esfera armilar, no de la propia virtud.
Bencio admitió que su entusiasmo lo había hecho exagerar, y retomó la narración. Movido por la curiosidad, la noche en que Adelmo moriría, había vigilado sus pasos y los de Berengario. Después de completas, los había visto caminando juntos hacia el dormitorio. Había esperado largo rato en su celda, que no distaba mucho de las de ellos, con la puerta entreabierta, y había visto claramente que Adelmo se deslizaba, en medio del silencio que rodeaba el reposo de los monjes, hacia la celda de Berengario. Había seguido despierto, sin poder conciliar el sueño, hasta que oyó que se abría la puerta de Berengario y que Adelmo escapaba casi a la carrera, mientras su amigo intentaba retenerlo. Berengario lo había seguido hasta el piso inferior. Bencio había ido tras ellos, cuidando de no ser visto, y en la entrada del pasillo inferior había divisado a Berengario que, casi temblando, oculto en un rincón, clavaba los ojos en la puerta de la celda de Jorge. Bencio había adivinado que Adelmo se había arrojado a los pies del anciano monje para confesarle su pecado. Y Berengario temblaba, porque sabía que su secreto estaba descubierto, aunque fuese a quedar guardado por el sello del sacramento.
Después Adelmo había salido, con el rostro muy pálido, había apartado de sí a Berengario, que intentaba hablarle, y se había precipitado fuera del dormitorio. Tras rodear el ábside de la iglesia, había entrado en el coro por la puerta septentrional (que siempre permanece abierta de noche). Probablemente, quería rezar. Berengario lo había seguido, pero no había entrado en la iglesia, y se paseaba entre las tumbas del cementerio retorciéndose las manos.
Bencio estuvo vacilando sin saber qué hacer, hasta que de pronto vio a una cuarta persona moviéndose por los alrededores. También había seguido a Adelmo y Berengario, y sin duda no había advertido la presencia de Bencio, que estaba erguido junto al tronco de un roble plantado al borde del cementerio. Era Venancio. Al verlo, Berengario se había agachado entre las tumbas. También Venancio había entrado en el coro. En aquel momento, temiendo que lo descubrieran, Bencio había regresado al dormitorio. A la mañana siguiente, el cadáver de Adelmo había aparecido al pie del barranco. Eso era todo lo que Bencio sabía.
Pronto sería la hora de comer. Bencio nos dejó, y mi maestro no le hizo más preguntas. Nos quedamos un rato detrás de los baños y después dimos un breve paseo por el huerto, meditando sobre aquellas extrañas revelaciones.
—Frángula —dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, había reconocido por el arbusto—. La infusión de su corteza es buena para las hemorroides. Y aquello es arctium lappa; una buena cataplasma de raíces frescas cicatriza los eccemas de la piel.
—Sois mejor que Severino —le dije—, pero ahora ¡decidme qué pensáis de lo que acabamos de oír!
—Querido Adso, deberías aprender a razonar con tu propia cabeza. Probablemente, Bencio nos ha dicho la verdad. Su relato coincide con el que hoy temprano nos hizo Berengario, tan mezclado con alucinaciones. Intenta reconstruir los hechos. Berengario y Adelmo hacen juntos algo muy feo, ya lo habíamos adivinado. Y Berengario debe de haber revelado a Adelmo algún secreto que, ¡ay!, sigue siendo un secreto. Después de haber cometido aquel delito contra la castidad y las reglas de la naturaleza, Adelmo sólo piensa en franquearse con alguien que pueda absolverle, y corre a la celda de Jorge. Éste, como hemos podido comprobar, tiene un carácter muy severo, y, sin duda, abruma a Adelmo con reproches que lo llenan de angustia. Quizá no le da la absolución, quizá le impone una penitencia irrealizable, es algo que ignoramos, y que Jorge nunca nos dirá. Lo cierto es que Adelmo corre a la iglesia para arrodillarse ante el altar, pero no consigue calmar sus remordimientos. En ese momento se le acerca Venancio. No sabemos qué se dijeron. Quizá Adelmo confía a Venancio el secreto que Berengario acaba de transmitirle (en pago), por el que ya no siente ningún interés, porque ahora tiene su propio secreto, mucho más terrible y candente. ¿Qué hace entonces Venancio? Quizá, comido por la misma curiosidad que hoy agitaba a nuestro Bencio, contento por lo que acaba de saber, se marcha dejando a Adelmo presa de sus remordimientos. Al verse abandonado, éste piensa en matarse; desesperado, se dirige al cementerio, donde encuentra a Berengario. Le dice palabras tremendas, le echa en cara su responsabilidad, lo llama maestro y dice que le ha enseñado a hacer cosas ignominiosas. Creo que, quitando las partes alucinatorias, el relato de Berengario fue exacto. Adelmo le repitió las mismas palabras atormentadoras que acababa de decirle a él Jorge. Y es entonces cuando Berengario, muy turbado, se marcha en una dirección, mientras Adelmo se aleja hacia el otro lado, decidido a matarse. El resto casi lo conocemos como si hubiésemos sido testigos de los hechos. Todos piensan que alguien mató a Adelmo. Venancio lo interpreta como un signo de que el secreto de la biblioteca es aún más importante de lo que había creído, y sigue investigando por su cuenta. Hasta que alguien lo detiene, antes o después de haber descubierto lo que buscaba.
—¿Quién lo mata? ¿Berengario?
—Quizá. O Malaquías, encargado de custodiar el Edificio. O algún otro. Cabe sospechar de Berengario precisamente porque está asustado, y porque sabía que Venancio conocía su secreto. O de Malaquías: debe custodiar la integridad de la biblioteca, descubre que alguien la ha violado, y mata. Jorge lo sabe todo de todos, conoce el secreto de Adelmo, no quiere que yo descubra lo que tal vez haya encontrado Venancio… Muchos datos aconsejarían dirigir hacia él las sospechas. Pero dime cómo un hombre ciego puede matar a otro que está en la plenitud de sus fuerzas, y cómo un anciano, eso sí, robusto, pudo llevar el cadáver hasta la tinaja. Y, por último, ¿el asesino no podría ser el propio Bencio? Podría habernos mentido, podría estar obrando con unos fines inconfesables. ¿Y por qué limitar las sospechas a los que participaron en la conversación sobre la risa? Quizá el delito tuvo otros móviles, que nada tienen que ver con la biblioteca. De todos modos se imponen dos cosas: averiguar cómo se entra en la biblioteca, y conseguir una lámpara. De esto último ocúpate tú. Date una vuelta por la cocina a la hora de la comida y coge una…
—¿Un hurto?
—Un préstamo, a la mayor gloria del Señor.
—En tal caso, contad conmigo.
—Muy bien. En cuanto a entrar en el Edificio, ya vimos por dónde apareció Malaquías ayer noche. Hoy haré una visita a la iglesia, y en especial a aquella capilla. Dentro de una hora iremos a comer. Después tenemos una reunión con el Abad. Podrás asistir tú también, porque he pedido que haya un secretario para tomar nota de lo que se diga.