Primer día

SEXTA

Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Casale.

La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.

Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum literatura[*]), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi lengua apenas logra expresar.

Vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales terribles…, terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.

En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga, garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus pezuñas y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y vivos.

En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática —como la que debió de bailar David alrededor del arca—, de forma que, fuera cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. ¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados del peso de la materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma sustancial, como si la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!

Cuerpos y brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando, con la expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán y la tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí, trama equilibrada que evocaba la disposición de las formas que, por su profunda fuerza interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición, efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor, figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso conjunto de sus partes… Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores, hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña, narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.

Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos? Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el deliquio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: «Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra». Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada.

Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad… Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.

Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.

El ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto de algún eccema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se habría distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca, unida a aquellas aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.

El hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:

—¡Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors… ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non et insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Et amen. ¿No?[*]

En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dará, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto… Y en cierta ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco una de las lenguas surgidas de la funesta división, sino precisamente la lengua babélica del primer día, después del castigo divino, la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum[*] una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allá. Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los disiecta membra[*] de otras oraciones que algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o a ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva[*], o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aún… Pero vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.

—¿Por qué has dicho penitenciágite? —preguntó.

—Domine frate magnificentisimo —respondió Salvatore haciendo una especie de reverencia—. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. ¿No?[*]

Guillermo lo miró fijamente:

—¿Antes de venir aquí estabas en un convento de frailes menores?

—No intendo.[*]

—Te pregunto si has vivido entre los frailes de san Francisco, te pregunto si has conocido a los llamados apóstoles…

Salvatore se puso pálido, o, más bien, su rostro bronceado y animalesco se volvió gris. Hizo una profunda reverencia, pronunció un casi inaudible «vade retro»[*], se persignó devotamente y huyó mirando hacia atrás de cuando en cuando.

—¿Qué le habéis preguntado? —inquirí.

Guillermo permaneció pensativo un momento.

—No importa, después te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.

Era poco después de la hora sexta. El sol, pálido, penetraba desde occidente, o sea por unas pocas, y estrechas, ventanas. Un delgado haz de luz tocaba aún el altar mayor, cuyo frontal parecía emitir un dorado resplandor. Las naves laterales estaban sumergidas en la penumbra.

Junto a la última capilla, antes del altar, en la nave de la izquierda, se alzaba una grácil columna sobre la cual había una Virgen de piedra, esculpida en el estilo de los modernos, la sonrisa inefable, el vientre prominente, el niño en brazos, graciosamente ataviada, el pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de la Virgen, orando, postrado casi, había un hombre que vestía los hábitos de la orden cluniacense.

Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros pasos, el hombre alzó su rostro. Era un anciano venerable, de rostro lampiño, casi calvo, con grandes ojos celestes, labios finos y rojos, piel nívea, cráneo huesudo con la piel adherida como si fuese una momia conservada en leche. Las manos eran blancas, de dedos largos y finos. Parecía una muchacha marchitada por una muerte precoz. Posó sobre nosotros una mirada primero perdida, como si lo hubiésemos interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le iluminó de alegría.

—¡Guillermo! —exclamó—. ¡Queridísimo hermano! —se incorporó con dificultad y fue al encuentro de mi maestro, lo abrazó y lo besó en la boca—. ¡Guillermo! —repitió, y las lágrimas humedecieron sus ojos—. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas nos ha impuesto el Señor!

Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo, visiblemente conmovido. El hombre que teníamos delante era Ubertino da Casale.

Había oído hablar yo de él, y mucho, antes incluso de ir a Italia, y todavía más cuando frecuenté a los franciscanos de la corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el mayor poeta de la época, Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había compuesto un poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus versos no eran más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae[*] de Ubertino. Y no era ése el único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizá el lector pueda apreciar mejor la importancia de aquel encuentro si intento recapitular lo que había sucedido en esos años, basándome en los recuerdos de mi breve estancia en Italia central, en lo que había comentado entonces ocasionalmente mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas conversaciones que mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro viaje.

Intentaré exponer lo que entendí, aunque dudo de mi capacidad para hablar de esas cosas. Mis maestros de Melk me habían dicho a menudo que es muy difícil para un nórdico comprender con claridad los acontecimientos religiosos y políticos de Italia.

En la península, donde el poder del clero era más evidente que en cualquier otro lugar, y donde el clero ostentaba más poder y más riqueza que en cualquier otro país, habían surgido, durante no menos de dos siglos, movimientos de hombres que abogaban por una vida más pobre, polemizando con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a aceptar los sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por los señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.

Por último, había llegado san Francisco, y había predicado un amor a la pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba atrayendo a los mejores hombres, se tornó demasiado poderosa y ligada a los asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero así estaban las cosas, y muchos de esos frailes de san Francisco impugnaban la regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era, llamado Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo, corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles, volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos, incluso quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en París, los doctores de la Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes. Pero no lo consiguieron, con gran bien para la iglesia, puesto que así pudieron divulgarse las obras de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada tenían de herejes. Por lo que se ve que también en París las ideas estaban confundidas, o que alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!

Pero estaba hablando de la herejía (si acaso la hubo) joaquinista. Y hubo en la Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San Donnino, que fue repitiendo las predicciones de Joaquín, causando gran impresión entre los frailes menores. Así surgió entre estos últimos un grupo que apoyaba la regla antigua contra la reorganización intentada por el gran Buenaventura, que más tarde llegó a ser general de la orden. Cuando, en el último tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la orden franciscana de los ataques de quienes querían disolverla, le concedió la propiedad de todos los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las órdenes más antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron, porque consideraban que así se traicionaba definitivamente el espíritu de la regla, pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como convento ni como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A mí no me parece que predicaran nada contrario al Evangelio, pero cuando entra en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de la orden, Raimondo Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en libertad y dijo: «Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos hubiéramos manchado con esta culpa». Signo de que no es cierto lo que dicen los herejes, y de que aún quedan en la iglesia hombres de gran virtud.

Entre esos presos liberados se encontraba Angelo Clareno, que luego se reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro di Giovanni Olivi, que predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con Ubertino da Casale, y de ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por aquellos años ascendió al solio pontificio un eremita santísimo, Pietro da Morrone, que reinó con el nombre de Celestino V, y los espirituales lo recibieron con gran alivio: «Aparecerá un santo», se había dicho, «y observará las enseñanzas de Cristo, su vida será angélica, temblad, prelados corruptos». Quizá la vida de Celestino fuese demasiado angélica o demasiado corruptos los prelados que lo rodeaban o demasiado larga para él la guerra con el emperador y los otros reyes de Europa… El hecho es que Celestino renunció a su dignidad papal y se retiró para vivir como ermitaño. Sin embargo, durante su breve reinado, que no llegó al año, todas las esperanzas de los espirituales fueron satisfechas: a él acudieron y con ellos fundó la comunidad llamada de los fratres et pauperes heremitae domini Celestini[*]. Por otra parte, mientras el papa debía mediar entre los más poderosos cardenales de Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como un Colonna o un Orsini, apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables a la pobreza —actitud bastante sorprendente en hombres poderosísimos que vivían rodeados de comodidades y riquezas desmedidas—, y nunca he podido saber si se limitaban a utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines políticos, o si consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales justificaba de alguna manera los excesos de su vida carnal… Y tal vez hubiera un poco de cada cosa, hasta donde me es dado entender los asuntos italianos. Precisamente, Ubertino es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido en la figura más destacada entre los espirituales, se expuso a ser acusado de herejía, el cardenal Orsini lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo cardenal ya lo había protegido en Aviñón.

Sin embargo, como sucede en esos casos, por un lado Angelo y Ubertino predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro grandes masas de simples recibían esa predicación y la difundían por el país, al margen de todo control. Así Italia se vio invadida por los que llamaban fraticelli o frailes de la vida pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era difícil distinguir entre los maestros espirituales, que mantenían relaciones con las autoridades eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que simplemente vivían ya fuera de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que cada día obtenían con el trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y a éstos la gente los llamaba fraticelli, y eran como los begardos franceses, que se inspiraban en Pietro di Giovanni Olivi.

Celestino V fue sustituido por Bonifacio VIII, y este papa dio muy pronto muestras de extrema severidad con los espirituales y los fraticelli en general: precisamente cuando el siglo ya fenecía firmó una bula. Firma cautela[*], por la que condenaba de un solo golpe a los terciarios y vagabundos pordioseros que se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios espirituales, incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para retirarse a vivir como ermitaños.

Más tarde, los espirituales intentaron obtener de otros pontífices, como Clemente V, el consentimiento para poder apartarse de la orden de modo no violento. Creo que lo hubiesen conseguido de no mediar el advenimiento de Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al ser elegido, en 1316, escribió al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus tierras a aquellos frailes, que en gran número habían buscado allí refugio. También mandó apresar a Angelo Clareno y a los espirituales de Provenza.

No debió de ser empresa fácil y encontró resistencia en la misma curia. Lo cierto es que Ubertino y Clareno lograron que se les permitiera abandonar la orden, y fueron acogidos por los benedictinos el primero y por los celestinos el segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con aquellos que siguieron llevando una vida libre: los hizo perseguir por la inquisición y muchos acabaron en la hoguera.

Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna, ni individual ni común, y el papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso, porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue pobre? Pero un año antes se había reunido en Perusa el capítulo general de los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al condenar a los primeros el papa condenaba también este último. Como ya he dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha contra el emperador. Así fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados.

Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. El contacto de aquella mano me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae. Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente; y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la adoración de la cruz; y por qué un día sus superiores, preocupados por el ardor de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.

Escruté aquel rostro de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que había mantenido tan fraternal comercio de sentimientos exaltadamente espirituales. Intuí que debía de haber sabido adoptar una expresión muchísimo más dura cuando, en 1311, el concilio de Vienne había emitido la Exivi de paradiso[*], por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de una orden independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella ocasión ese gran luchador había perdido la batalla, porque era el momento en que Juan XXII llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di Giovanni Olivi (entre quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de Narbona y Béziers. Pero Ubertino no había vacilado en defender ante el papa el recuerdo del amigo, y el papa, subyugado por su santidad, no se había atrevido a condenarlo (aunque más tarde condenara a los otros). En aquella ocasión le había ofrecido una vía de escape aconsejándole, y después ordenándole, que ingresase en la orden cluniacense. Ubertino, que, a pesar de su apariencia frágil y desprotegida, debía de ser habilísimo para conquistar la protección y la complicidad de ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó entrar en el monasterio de Gemblach, en Flandes, pero creo que nunca llegó a pisarlo, y permaneció en Aviñón, amparado en la figura del cardenal Orsini, para defender la causa de los franciscanos.

Sólo últimamente (según los comentarios confusos que llegaron a mis oídos) su situación en la corte se había vuelto precaria y había tenido que alejarse de Aviñón, donde el papa había dado orden de perseguir a aquel hombre indomable como hereje que per mundum discurrit vagabundus[*]. Se decía que habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar el diálogo entre Guillermo y el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y ahora lo tenía frente a mí.

—Guillermo —estaba diciendo—, tuve que huir en plena noche porque, como sabes, estaban a punto de matarme.

—¿Quién quería verte muerto? ¿Juan?

—No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me ha respetado. En el fondo fue él quien, hace diez años, me ofreció la posibilidad de eludir el proceso obligándome a entrar en los benedictinos, y acallando así a mis enemigos. Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito del campeón de la pobreza que entraba en una orden opulenta, que vivía en la corte del cardenal Orsini… ¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban las cosas de esta tierra! Pero así pude permanecer en Aviñón y defender a mis hermanos. El papa teme a Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo. Hace sólo tres años me encomendó una misión ante el rey de Aragón.

—Entonces ¿quién quería eliminarte?

—Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos veces. Trataron de cerrarme la boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años. Dos años antes se había producido la condena de los begardos de Narbona, y Berengario Talloni, a pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el papa. Eran momentos difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los espirituales, y el propio Michele da Cesena había cedido… Por cierto, ¿cuándo llegará?

—Estará aquí dentro de dos días.

—Michele… ¡Hace tanto tiempo que no lo veo! Ahora se ha arrepentido, comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa nos ha dado la razón. Pero entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a cinco espirituales de Provenza que se negaban a someterse. Quemados, Guillermo… ¡Oh, es horrible!

Ocultó la cabeza entre las manos.

—Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que Talloni hubo apelado? —preguntó Guillermo.

—Juan debía volver a abrir la discusión, ¿comprendes? Debía hacerlo, porque incluso en la curia había hombres que dudaban, hasta los franciscanos de la curia…, fariseos, sepulcros blanqueados, dispuestos a venderse por una prebenda, pero dudaban. Fue entonces cuando Juan me pidió que redactara una memoria sobre la pobreza. Fue algo hermoso, Guillermo, Dios me perdone la soberbia…

—La he leído. Michele me la ha mostrado.

—Algunos titubeaban, incluso entre los nuestros, el provincial de Aquitania, el cardenal de San Vitale, el obispo de Caffa…

—Un imbécil —dijo Guillermo.

—En paz descanse, hace dos años que Dios lo llamó a su lado.

—Dios no fue tan misericordioso. Era una noticia falsa llegada de Constantinopla. Todavía está entre nosotros y, según dicen, formará parte de la legación. ¡Dios nos proteja!

—Pero es favorable al capítulo de Perusa.

—Así es. Pertenece a esa clase de hombres que son siempre los más arduos defensores de sus adversarios.

—A decir verdad —reconoció Ubertino—, tampoco entonces fue demasiado útil para la causa. Además, todo quedó en nada, pero al menos no se dictaminó que la idea fuese herética, y eso fue importante. Pero los otros nunca me lo perdonaron. Han tratado de dañarme por todos los medios. Han dicho que estuve en Sachsenhausen cuando, hace tres años, Ludovico declaró herético a Juan. Sin embargo, todos sabían que en julio estaba en Aviñón con Orsini… Dijeron que parte de las declaraciones del emperador eran reflejo de mis ideas, ¡qué locura!

—No tanto —dijo Guillermo—. Las ideas se las había dado yo, basándome en lo que tú habías dicho en Aviñón y en ciertas páginas de Olivi.

—¿Tú? —exclamó, asombrado y contento, Ubertino—. ¡Pero entonces me das la razón!

Guillermo pareció confundido:

—Eran buenas ideas para el emperador, en aquel momento —dijo evasivo.

Ubertino lo miró con desconfianza:

—¡Ah!, entonces tú no crees que sean ciertas, ¿verdad?

—Sigue contándome —dijo Guillermo—, cuéntame cómo te salvaste de esos perros.

—¡Oh, sí, Guillermo, perros rabiosos! Tuve que luchar con el propio Bonagrazia, ¿sabes?

—¡Pero Bonagrazia da Bergamo está con nosotros!

—Ahora, después de las largas conversaciones que sostuvimos. Sólo entonces se convenció y protestó contra la Ad conditorem canonum[*]. Y el papa lo condenó a un año de cárcel.

—He oído decir que ahora está en muy buenas relaciones con un amigo mío que se encuentra en la curia, Guillermo de Occam.

—Lo conocí poco. No me gusta. Un hombre sin fervor, todo cabeza, nada corazón.

—Pero es una hermosa cabeza.

—Quizá, seguro que lo llevará al infierno.

—Entonces lo encontraré allí abajo y podremos discutir sobre lógica.

—Calla, Guillermo —dijo Ubertino, sonriendo con afecto—, eres mejor que tus filósofos. Si tú hubieses querido…

—¿Qué?

—¿Recuerdas la última vez que nos vimos, en Umbría? Yo acababa de curarme de mis males gracias a la intercesión de aquella mujer maravillosa… Chiara da Montefalco… —murmuró con el rostro iluminado—, Chiara… Cuando la naturaleza femenina, naturalmente tan perversa, se sublima en la santidad, entonces acierta a convertirse en el más elevado vehículo de la gracia. Tú sabes hasta qué punto mi vida ha estado inspirada por la más pura castidad, Guillermo —mientras, lo cogía convulsivamente de un brazo—, tú sabes con qué… feroz, sí, ésa es la palabra, con qué feroz sed de penitencia he tratado de mortificar en mí los latidos de la carne, para volverme totalmente transparente al amor de Jesús Crucificado… Sin embargo, ha habido en mi vida tres mujeres que han sido tres mensajeros celestes para mí, Angela da Foligno, Margherita da Città di Castello (que me anticipó el final de mi libro cuando sólo tenía escrito un tercio) y, por último, Chiara da Montefalco. Fue un premio del cielo el que yo, precisamente yo, debiese investigar sus milagros y proclamar su santidad a las muchedumbres, antes de que la santa madre iglesia se moviese. Y tú estabas allí, Guillermo, y pudiste haberme ayudado en aquella santa empresa, y no quisiste…

—Pero la santa empresa a la que me invitaste era la de enviar a la hoguera a Bentivenga, a Jacomo y a Giovannuccio —dijo con tono pausado Guillermo.

—Con sus perversiones estaban empañando el recuerdo de Chiara. ¡Y tú eras inquisidor!

—Y fue precisamente entonces cuando pedí que me liberaran de esas funciones. El asunto no me gustaba. Te seré franco: tampoco me gustó el procedimiento de que te valiste para inducir a Bentivenga a confesar sus errores. Fingiste que querías entrar en su secta, suponiendo que la hubiera, le arrancaste sus secretos y lo hiciste arrestar.

—¡Pero así hay que actuar con los enemigos de Cristo! ¡Eran herejes, eran seudoapóstoles, hedían a azufre dulcinista!

—Eran los amigos de Chiara.

—¡No, Guillermo, no mancilles ni con una sombra el recuerdo de Chiara!

—Pero se movían dentro de su grupo…

—Eran frailes menores, se decían espirituales pero eran frailes de la comunidad. Bien sabes que la investigación reveló claramente que Bentivenga da Gubbio se proclamaba apóstol, y que con Giovannuccio da Bevagna seducía a las monjas diciéndoles que el infierno no existe, que se pueden satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios, que se puede recibir el cuerpo de Cristo (¡perdóname Señor!) después de haber yacido con una monja, que el Señor estimó más a Magdalena que a la virgen Inés, que lo que el vulgo llama demonio es el propio Dios, porque el demonio es el saber y Dios es precisamente saber. ¡Y fue la beata Chiara quien, después de haberles oído decir estas cosas, tuvo aquella visión en la que el propio Dios le dijo que esos hombres eran malvados secuaces del Spiritus Libertatis[*]!

—Eran frailes menores con la mente encendida por las mismas visiones de Chiara, y muchas veces hay un paso muy breve entre la visión extática y el desenfreno del pecado.

Ubertino le oprimió las manos y sus ojos volvieron a velarse de lágrimas:

—No digas eso, Guillermo. ¿Cómo puedes confundir el momento del amor extático, que te quema las vísceras con el perfume del incienso, y el desarreglo de los sentidos que sabe a azufre? Bentivenga incitaba a tocar los cuerpos desnudos, decía que sólo así podíamos liberarnos del imperio de los sentidos, homo nudus cum nuda iacebat…

—Et non commiscebantur ad invicem…[*]

—¡Mentiras! ¡Buscaban el placer! ¡Cuando el estímulo carnal se hacía sentir, no consideraban pecado que para aplacarlo el hombre y la mujer yaciesen juntos, y que se tocaran y besasen en todas partes, y que uno juntara su vientre desnudo al vientre desnudo de la otra!

Confieso que el modo en que Ubertino estigmatizaba el vicio ajeno no me inducía precisamente a pensamientos virtuosos. Mi maestro debió de advertir mi turbación, porque interrumpió al santo varón.

—Eres un espíritu ardoroso, Ubertino, tanto en el amor de Dios como en el odio contra el mal. Lo que yo quería decir es que hay poca diferencia entre el ardor de los Serafines y el ardor de Lucifer, porque ambos nacen de un encendimiento extremo de la voluntad.

—¡Oh, hay diferencia, y yo la conozco! —dijo inspirado Ubertino—. Lo que quieres decir es que hay un paso muy breve entre querer el mal y querer el bien, porque en ambos casos se trata de dirigir la misma voluntad. Eso es cierto. Pero la diferencia está en el objeto, y el objeto puede reconocerse con total claridad. De una parte, Dios; de la otra, el diablo.

—Me temo, Ubertino, que ya no sé distinguir. ¿No fue acaso tu Angela da Foligno la que contó que un día, en rapto espiritual, visitó el sepulcro de Cristo? ¿No contó que primero le besó el pecho y lo vio tendido con los ojos cerrados, y después le besó la boca y sintió un inefable aroma de suavidad que se exhalaba a través de aquellos labios, y luego, tras una breve pausa, posó su mejilla contra la mejilla de Cristo, y Cristo acercó su mano a la mejilla de ella y la apretó contra él, y así, dijo ella, su deleite fue entonces elevadísimo?

—¿Qué tiene que ver esto con el desenfreno de los sentidos? —preguntó Ubertino—. Fue una experiencia mística, y el cuerpo era el de Nuestro Señor.

—Quizá me haya acostumbrado demasiado a Oxford, donde hasta la experiencia mística era distinta…

—Toda en la cabeza —dijo sonriendo Ubertino.

—O en los ojos. Dios sentido como luz, en los rayos del sol, en las imágenes de los espejos, en la difusión de los colores sobre las partes de la materia ordenada, en los reflejos de la luz sobre las hojas húmedas… ¿Acaso este amor no se parece más al de Francisco, cuando alaba a Dios en sus criaturas, flores, hierbas, agua, aire? No creo que este tipo de amor pueda encerrar amenaza alguna. En cambio, desconfío de un amor que traslada al diálogo con el Altísimo los estremecimientos que se sienten en los contactos de la carne…

—¡Blasfemas, Guillermo! No es lo mismo, hay un salto inmenso, hacia abajo, entre el éxtasis del corazón que ama a Jesús Crucificado y el éxtasis corrupto de los seudoapóstoles de Montefalco…

—No eran seudoapóstoles, eran hermanos del Libre Espíritu, tú mismo lo has dicho.

—¿Y qué diferencia existe? Hubo cosas de aquel proceso que tú nunca conociste. Yo mismo no me atreví a incluir en las actas ciertas confesiones, para no mancillar ni por un instante con la sombra del demonio la atmósfera de santidad que Chiara había creado en aquel lugar. ¡Pero me enteré de cada cosa, de cada cosa, Guillermo! Se reunían por la noche en un sótano, cogían un niño recién nacido y se lo arrojaban unos a otros hasta que moría, por los golpes… o por otras cosas… Y el último que lo recibía vivo, para morir en sus manos, se convertía en el jefe de la secta… ¡Y desgarraban el cuerpo del niño, y lo mezclaban con harina para fabricar hostias blasfemas!

—Ubertino —dijo sin rendirse Guillermo—, esas mismas cosas se dijeron, hace muchos siglos, de los obispos armenios, de la secta de los paulicianos. Y también de los bogomilos.

—¿Qué importa? El demonio es muy torpe, hay un ritmo en sus acechanzas y seducciones, repite sus ritos a través de los milenios, siempre es el mismo. ¡Precisamente por eso se sabe que es el enemigo! Te juro que encendían velas la noche de Pascua, y llevaban muchachas al sótano. Después apagaban las velas y se arrojaban sobre ellas, aunque estuviesen ligados por vínculos de sangre… ¡Y si de aquel abrazo nacía un niño, volvía a empezar el rito infernal, todos alrededor de una tinaja llena de vino, que llamaban barrilete, embriagándose, y cortando en trozos al niño, y vertiendo su sangre en una copa, y arrojando al fuego niños aún vivos, para mezclar luego las cenizas del niño con su sangre y bebérsela!

—¡Pero eso lo escribió, hace trescientos años, Michele Psello en el libro sobre las operaciones de los demonios! ¿Quién te ha contado esas cosas?

—¡Ellos, Bentivenga y los otros, cuando los torturaban!

—Hay una sola cosa que excita a los animales más que el placer: el dolor. Cuando te torturan sientes lo mismo que cuando estás bajo los efectos de las hierbas capaces de provocar visiones. Todo lo que has oído contar, todo lo que has leído, vuelve a tu cabeza, como si estuvieses arrobado, pero no en un rapto celeste, sino infernal. Cuando te torturan no dices sólo lo que quiere el inquisidor sino también lo que imaginas que puede producirle placer, porque se establece un vínculo (éste sí verdaderamente diabólico) entre tú y él… Son cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo formé parte de esos grupos de hombres que creen que la verdad puede obtenerse mediante el hierro al rojo vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia de la verdad procede de una llama muy distinta. Cuando lo torturaban, Bentivenga puede haberte dicho las mentiras más absurdas, porque ya no era él quien hablaba, sino su lujuria, los demonios de su alma.

—¿Lujuria?

—Sí, hay lujuria en el dolor, así como existe una lujuria de la adoración e, incluso, una lujuria de la humildad. Si los ángeles rebeldes necesitaron tan poco para transformar su ardor de adoración y humildad en ardor de soberbia y rebeldía, ¿qué habría que decir de un ser humano? Pues bien, ya lo sabes, eso fue lo que descubrí de pronto cuando era inquisidor. Y por eso renuncié a seguir siéndolo. Me faltó coraje para hurgar en las debilidades de los malvados, porque comprendí que son las mismas debilidades de los santos.

Ubertino había escuchado las últimas palabras de Guillermo como si no entendiese lo que éste le decía. Su rostro se había ido embargando de afectuosa conmiseración, y comprendí que, según él, Guillermo hablaba movido por sentimientos muy perversos, pero tanto le quería que se los perdonaba. Lo interrumpió y dijo con bastante amargura:

—No importa. Si eso es lo que sentías, hiciste bien en apartarte. Hay que luchar contra las tentaciones. Sin embargo, yo hubiese necesitado tu apoyo. Estaba a punto de acabar con aquella banda de malvados. Ya sabes lo que sucedió en cambio: yo mismo fui acusado de haber sido demasiado débil con ellos, y hubo quien me trató de hereje. También tú fuiste demasiado débil en la lucha contra el mal. El mal, Guillermo, ¿nunca acabará esta condena, esta sombra, este cieno que nos impide llegar hasta el manantial? —se acercó aún más a Guillermo, como si temiera que alguien lo escuchase—. También aquí, también entre estos muros consagrados a la oración, ¿sabes?

—Lo sé. El Abad me ha hablado de ello, e incluso me ha pedido que le ayude a esclarecer los hechos.

—Entonces espía, hurga, mira con ojo de lince en dos direcciones, la lujuria y la soberbia…

—¿La lujuria?

—Sí, la lujuria. Había algo de… femenino, por tanto, de diabólico, en el joven que murió. Tenía ojos de muchacha que busca el comercio con un íncubo. Pero también te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a la ilusión del saber…

—Si algo sabes, ayúdame.

—Nada sé. Nada hay que yo sepa. Pero hay cosas que se sienten con el corazón. Deja que hable tu corazón, interroga los rostros, no escuches las lenguas… Pero, ¡vamos!, ¿por qué hablar de cosas tan dolorosas y amedrentar a nuestro joven amigo? —me miró con sus ojos celestes, rozó mi mejilla con sus dedos largos y blancos, y estuve a punto de echarme hacia atrás como movido por un instinto; pude contenerme, e hice bien, porque lo habría ofendido, y su intención era pura—. Mejor, háblame de ti —dijo, volviéndose de nuevo hacia Guillermo—. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Han pasado…

—Dieciocho años. Regresé a mi tierra. Retomé los estudios en Oxford. Estudié la naturaleza.

—La naturaleza es buena porque es hija de Dios —dijo Ubertino.

—Y Dios debe de ser bueno, si ha engendrado la naturaleza —dijo sonriendo Guillermo—. He estudiado, he encontrado amigos muy sabios. Más tarde conocí a Marsilio, me atrajeron sus ideas sobre el imperio, sobre el pueblo, sobre una nueva ley para los reinos de la tierra, y así acabé formando parte del grupo de hermanos nuestros que están aconsejando al emperador. Pero esto ya lo sabes por mis cartas. Cuando en Bobbio me dijeron que estabas aquí me alegré muchísimo. Te creíamos perdido. Ahora que estás con nosotros, podrás sernos muy útil dentro de unos días, cuando llegue Michele. La confrontación será dura.

—No añadiré mucho a lo que ya dije hace cinco años en Aviñón. ¿Quién vendrá con Michele?

—Algunos de los que estuvieron en el capítulo de Perusa, Arnaldo de Aquitania, Hugo de Newcastle…

—¿Quién?

—Hugo de Novocastro, perdóname, uso mi lengua incluso cuando estoy hablando en buen latín. Además vendrá Guillermo Alnwick. Por parte de los franciscanos de Aviñón podemos suponer que estará Girolamo, el cretino de Caffa, y quizá vengan Berengario Talloni y Bonagrazia da Bergamo.

—Esperemos en Dios —dijo Ubertino—. Estos últimos no querrán enemistarse demasiado con el papa. ¿Y quién defenderá las ideas de la curia entre los duros de corazón?

—Por las cartas que he recibido supongo que estará Lorenzo Decoalcone…

—Un hombre malvado.

—Jean d’Anneaux…

—Ése es muy sutil en teología. Cuídate.

—Nos cuidaremos. Por último, estará también Jean de Baume.

—Tendrá que vérselas con Berengario Talloni.

—Sí, así es, creo que nos divertiremos —dijo mi maestro muy animado.

Ubertino lo miró sonriendo, como si dudara:

—Nunca sé cuándo habláis en serio vosotros los ingleses. ¿Qué diversión puede haber en algo tan grave? Está en juego la supervivencia de la orden, a la que perteneces y a la que, en el fondo del corazón, aún sigo perteneciendo. He de persuadir a Michele de que no vaya a Aviñón. Juan lo quiere, lo busca, lo invita con demasiada insistencia. Desconfiad de ese viejo francés. ¡Oh, Señor, en qué manos ha caído tu iglesia! —volvió la cabeza hacia el altar—. ¡Convertida en meretriz, enviciada por el lujo, se enrosca en la lujuria como una serpiente en celo! De la pura desnudez del establo de Bethlehem, madera como madera fue el lignum vitae[*] de la cruz, a las bacanales de oro y piedra. ¡Mira, tampoco aquí, ya has visto la portada, se está a salvo del orgullo de las imágenes! ¡Por fin están próximos los tiempos del Anticristo, y tengo miedo, Guillermo! —miró alrededor y sus ojos, muy abiertos, se clavaron en las naves tenebrosas, como si el Anticristo fuese a aparecer de un momento a otro, y creí que lo veríamos surgir de la sombra—. ¡Sus lugartenientes ya están aquí, sus emisarios, como los apóstoles que Cristo envió por el mundo! Vilipendian la Ciudad de Dios, seducen valiéndose del engaño, la hipocresía y la violencia. Llegado el momento, Dios enviará a sus siervos Elías y Enoc, a quienes ha conservado vivientes en el paraíso terrenal para que un día vengan a confundir al Anticristo, y vendrán a profetizar vistiendo túnicas de saco, y predicarán la penitencia con el ejemplo y la palabra…

—Ya han llegado, Ubertino —dijo Guillermo mostrando su sayo de franciscano.

—Pero todavía no han vencido. Ahora es cuando el Anticristo, henchido de furia, mandará matar a Enoc y a Elías y a sus cuerpos para que todos puedan verlos y tengan miedo de imitarlos. Como querían matarme a mí…

Yo estaba aterrorizado, pensé que Ubertino era presa de una especie de locura divina, y temí por su razón. Eso pensé entonces. Ahora, después de tanto tiempo, sabiendo lo que sé, es decir, que unos años más tarde moriría misteriosamente en una ciudad alemana, y que nunca se supo quién lo había asesinado, mi terror es aún mayor, porque no cabe duda de que en aquella ocasión Ubertino estaba profetizando su propio futuro.

—Tú lo sabes —siguió diciendo—, el abad Joaquín dijo la verdad. Estamos ya en la sexta era de la historia humana, en la que aparecerán dos Anticristos, el Anticristo místico y el Anticristo propiamente dicho. Esto es lo que sucede en esta sexta época, después de que Francisco apareciera para encarnar en su propio cuerpo las cinco llagas de Jesús Crucificado. Bonifacio fue el Anticristo místico, y la abdicación de Celestino no fue válida. ¡Bonifacio fue la bestia que sale del mar y cuyas siete cabezas representan las ofensas a los pecados capitales, y sus diez cuernos las ofensas a los mandamientos, y los cardenales que lo rodeaban eran las langostas, y su cuerpo es Appolyon! ¡Pero, si lees su nombre en letras griegas, puedes ver que el número de la bestia es Benedicti[*]! —clavó sus ojos en mí para ver si le había comprendido, y, alzando un dedo, me amonestó—. ¡Benedicto XI fue el Anticristo propiamente dicho, la bestia que sale de la tierra! ¡Dios ha permitido que semejante monstruo de vicio e iniquidad gobernase su iglesia para que las virtudes de su sucesor resplandecieran de gloria!

—Pero, padre santo —objeté con un hilo de voz, armándome de valor—, ¡su sucesor es Juan!

Ubertino se pasó la mano por la frente como si quisiera borrar un mal sueño. Respiraba con dificultad, cansado.

—Sí. Los cálculos estaban equivocados, todavía seguimos esperando al papa angélico… Pero entre tanto han aparecido Francisco y Domingo —elevó los ojos al cielo y dijo como si orase, pero comprendí que estaba recitando una página de su gran libro sobre el árbol de la vida —. Quorum primus seraphico calculo purgatus et ardore celico inflammatus totum incendere videbatur. Secundus vero verbo predicationis fecundus super mundi tenebras clarius radiavit…[*] Sí, si éstas han sido las promesas, el papa angélico tendrá que llegar.

—Así sea, Ubertino —dijo Guillermo—. Mientras tanto estoy aquí para impedir que sea expulsado el emperador humano. También Dulcino hablaba de tu papa angélico…

—¡No vuelvas a pronunciar el nombre de esa víbora! —gritó Ubertino, y por primera vez lo vi transformarse, pasar de la aflicción a la ira—. ¡Este hombre manchó la palabra de Joaquín de Calabria y la convirtió en pábulo de muerte e inmundicia! Ese sí que fue un mensajero del Anticristo. Pero tú, Guillermo, hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento del Anticristo, ¡y tus maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón!

—Te equivocas, Ubertino —respondió con mucha seriedad Guillermo—. Sabes que el maestro que más venero es Roger Bacon…

—Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras —se burló amargamente Ubertino.

—Que habló con gran claridad y nitidez del Anticristo, mostrando sus signos en la corrupción del mundo y en el debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay una sola manera de prepararse para su llegada: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano. Puedes prepararte para luchar contra el Anticristo estudiando las virtudes de las plantas, la naturaleza de las piedras e, incluso, proyectando esas máquinas voladoras que te hacen sonreír.

—El Anticristo de tu Bacon era un pretexto para cultivar el orgullo de la razón.

—Santo pretexto.

—No hay pretextos santos. Guillermo, sabes que te quiero. Sabes que confío mucho en ti. Castiga tu inteligencia, aprende a llorar sobre las llagas del Señor, arroja tus libros.

—Me quedaré sólo con el tuyo —dijo sonriendo Guillermo.

También Ubertino sonrió, y lo amenazó con el dedo:

—Inglés tonto. No te rías demasiado de tus semejantes. A los que no puedes amar mejor sería que los temieras. Y ten cuidado con la abadía. Este sitio no me gusta.

—Precisamente, quiero conocerlo mejor —dijo Guillermo despidiéndose—. Vamos, Adso.

—¡Ay! Te digo que no es bueno y dices que quieres conocerlo —comentó Ubertino meneando la cabeza.

—Por cierto —dijo todavía Guillermo, ya en mitad de la nave—, ¿quién es ese monje que parece un animal y habla la lengua de Babel?

—¿Salvatore? —preguntó Ubertino volviéndose hacia nosotros, pues ya estaba de nuevo arrodillado—. Creo que fui yo quien lo donó a esta abadía… Junto con el cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano, regresé por algún tiempo a mi viejo convento de Casale, y allí encontré a otros frailes angustiados, porque la comunidad los acusaba de ser espirituales de mi secta… Así se expresaban. Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a seguir mi ejemplo. Al llegar aquí, el año pasado, encontré a dos de ellos, Salvatore y Remigio. Salvatore… En verdad parece una bestia. Pero es servicial.

Guillermo vaciló un instante:

—Le oí decir penitenciágite.

Ubertino calló. Agitó una mano como para apartar un pensamiento molesto.

—No, no creo. Ya sabes cómo son estos hermanos laicos. Gentes del campo que quizá han escuchado a un predicador ambulante y no saben lo que dicen. No es eso lo que le reprocharía a Salvatore. Es una bestia glotona y lujuriosa. Pero nada, nada contrario a la ortodoxia. No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben. No construyas un castillo de sospechas basándote en una palabra.

—Nunca lo haré —respondió Guillermo—. Dejé de ser inquisidor precisamente para no tener que hacerlo. Sin embargo, también me gusta escuchar las palabras, y reflexionar después sobre ellas.

—Piensas demasiado. Muchacho —dijo volviéndose hacia mí—, no tomes demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo único en que hay que pensar, ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la muerte. Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris[*]. Ahora dejadme con mis oraciones.