Sexto día

NONA

Donde el Abad se niega a escuchar a Guillermo, habla del lenguaje de las gemas y manifiesta el deseo de que no se siga indagando sobre aquellos tristes acontecimientos.

Las habitaciones del Abad estaban encima de la sala capitular, y por la ventana del salón, amplio y espléndido, donde nos recibió, podían verse, aquel día diáfano y ventoso, más allá del techo de la iglesia abacial, las formas imponentes del Edificio.

Precisamente el Abad, de pie ante la ventana, lo estaba admirando, y nos lo señaló con ademán solemne.

—Admirable fortaleza —dijo—, en cuyas proporciones refulge la misma regla áurea que guió la construcción del arca. Dispuesta en tres plantas, porque tres es el número de la trinidad, tres fueron los ángeles que visitaron a Abraham, los días que pasó Jonás en el vientre del gran pez, los que Jesús y Lázaro permanecieron en el sepulcro; las veces que Cristo pidió al Padre que apartase de él el cáliz amargo, las que se retiró para rezar con los apóstoles. Tres veces renegó Pedro de él, y tres veces apareció ante los suyos después de la resurrección. Tres son las virtudes teologales; tres las lenguas sagradas; tres las partes del alma; tres las clases de criaturas intelectuales, ángeles, hombres y demonios; tres las especies del sonido, vox, flatus y pulsus[*]; tres las épocas de la historia humana, antes, durante y después de la ley.

—Maravillosa armonía de correspondencias místicas —admitió Guillermo.

—Pero también la forma cuadrada —prosiguió el Abad— es rica en enseñanzas espirituales. Cuatro son los puntos cardinales, las estaciones, los elementos, y el calor, el frío, lo húmedo y lo seco, el nacimiento, el crecimiento, la madurez y la vejez, y las especies celestes, terrestres, aéreas y acuáticas de los animales, los colores que constituyen el arco iris y la cantidad de años que se necesita para que haya uno bisiesto.

—¡Oh, sin duda! Y tres más cuatro da siete, número místico por excelencia, y tres multiplicado por cuatro da doce, como los apóstoles, y doce por doce da ciento cuarenta y cuatro, que es el número de los elegidos —y a esta última demostración de conocimiento místico del mundo hiperuranio de los números, el Abad ya no pudo añadir nada. Circunstancia que Guillermo aprovechó para entrar en materia —. Deberíamos hablar de los últimos acontecimientos. He reflexionado mucho sobre ellos.

El Abad dio la espalda a la ventana y miró a Guillermo con rostro severo:

—Demasiado, quizá. Debo confesaros, fray Guillermo, que esperaba más de vos. Desde que llegasteis han pasado seis días, cuatro monjes han muerto, además de Adelmo, dos han sido arrestados por la inquisición (fue justicia, sin duda, pero habríamos podido evitar esa vergüenza si el inquisidor no se hubiera visto obligado a ocuparse de los crímenes anteriores), y, por último, el encuentro en que debía actuar de mediador ha tenido unos resultados lamentables, precisamente por causa de todos esos crímenes… No me negaréis que podía esperar un desenlace muy distinto cuando os rogué que investigarais sobre la muerte de Adelmo…

Guillermo calló; estaba molesto. Sin duda, el Abad tenía razón. Ya he dicho, al comienzo de este relato, que a mi maestro le encantaba deslumbrar a la gente con la rapidez de sus deducciones, y era lógico que se sintiese herido en su amor propio al verse acusado —y ni siquiera injustamente— de obrar con excesiva lentitud.

—Es cierto —admitió—, no he satisfecho vuestras expectativas, pero os diré por qué, vuestra excelencia. Estos crímenes no han sido consecuencia de una pelea ni de una venganza entre los monjes, sino de unos hechos que a su vez derivan de acontecimientos remotos en la historia de la abadía…

El Abad lo miró con inquietud:

—¿Qué queréis decir? También yo me doy cuenta de que la clave no está en la desdichada historia del cillerero, que se ha cruzado con otra distinta. Pero esa otra historia, esa otra historia, que quizá no me es desconocida, pero de la que no puedo hablar… Esperaba que vos la descubrieseis, y que me hablaseis de ella.

—Vuestra excelencia piensa en algo que ha conocido a través de la confesión —el Abad miró hacia otro lado, y Guillermo prosiguió —. Si vuestra excelencia desea saber si yo sé, sin haberlo sabido de boca de vuestra excelencia, que han existido relaciones deshonestas entre Berengario y Adelmo, y entre Berengario y Malaquías, pues bien: eso es algo que todos saben en la abadía.

El Abad se ruborizó violentamente:

—No me parece necesario hablar de este tipo de cosas en presencia de un novicio. Tampoco me parece que, una vez terminado el encuentro, sigáis necesitando un amanuense. Retírate, muchacho —me dijo con tono imperativo.

Humillado, salí. Pero era tal mi curiosidad que me escondí detrás de la puerta del salón, no sin dejarla entreabierta para poder escuchar lo que decían.

Guillermo retomó la palabra:

—Pues bien, esas relaciones deshonestas, aunque hayan existido, no han tenido mucho que ver con estos dolorosos acontecimientos. La clave es otra, y pensaba que no lo ignoraríais. Todo gira alrededor del robo y la posesión de un libro, que estaba escondido in finis Africae, y que ahora ha vuelto allí por obra de Malaquías, sin que por ello, como habéis podido ver, la secuencia de crímenes se haya interrumpido.

Se produjo un largo silencio. Después, el Abad empezó a hablar en forma entrecortada y vacilante, como sorprendido por unas revelaciones inesperadas.

—No es posible… Vos… ¿Cómo sabéis de la existencia del finis Africae? ¿Habéis violado mi interdicción? ¿Habéis penetrado en la biblioteca?

El deber de Guillermo hubiese sido decir la verdad, pero entonces el Abad se habría irritado muchísimo. Era evidente que mi maestro no quería mentir. De modo que prefirió responder con otra pregunta:

—¿Acaso en nuestro primer encuentro vuestra excelencia no me dijo que un hombre como yo, que había descrito tan bien a Brunello sin haberlo visto nunca, no tendría dificultades para razonar sobre sitios a los que no podía acceder?

—O sea que es así. Pero ¿qué os lleva a pensar lo que pensáis?

—Cómo he llegado a esa conclusión, sería largo de contar. El hecho es que se han cometido una serie de crímenes para impedir que muchas personas descubriesen algo que no se deseaba que se descubriera. Ahora todos los que sabían algo de los secretos de la biblioteca, por derecho o en forma ilícita, están muertos. Sólo queda una persona: vos.

—Queréis insinuar… queréis insinuar… —el Abad hablaba como alguien al que se le estuviesen hinchando las venas del cuello.

—No me interpretéis mal —dijo Guillermo, que probablemente también había probado a insinuar algo—. Digo que hay alguien que sabe y que no quiere que nadie más sepa. Vos sois el último que sabe, y podríais ser la próxima víctima. A menos que me digáis lo que sabéis sobre ese libro prohibido. Y, sobre todo, que me digáis quién más en la abadía podría saber lo que vos sabéis, y quizá más, sobre la biblioteca.

—Hace frío aquí. Salgamos.

Me alejé rápidamente de la puerta y los alcancé junto a la escalera que conducía a la sala capitular. El Abad me vio y me sonrió.

—¡Cuántas cosas inquietantes debe de haber escuchado últimamente este monjecillo! Vamos, muchacho, no dejes que todo eso te perturbe. Me parece que no hay tantas intrigas como las que se han imaginado…

Alzó una mano y dejó que la luz del día iluminase el espléndido anillo que llevaba en el dedo anular, insignia de su poder. El anillo destelló con todo el fulgor de sus piedras.

—Lo reconoces, ¿verdad? —me dijo—. Es símbolo de mi autoridad y también de la carga que pesa sobre mí. No es un adorno, sino una espléndida síntesis de la palabra divina, a cuya custodia me debo —tocó con los dedos la piedra, mejor dicho, el triunfo de piedras multicolores que componían aquella admirable obra del arte humano y de la naturaleza—. Ésta es la amatista, ese espejo de humildad que nos recuerda la ingenuidad y la dulzura de san Mateo; ésta es la calcedonia, emblema de caridad, símbolo de la piedra de José y de Santiago el mayor; éste es el jaspe, que propicia la fe, y está asociado con san Pedro; ésta, la sardónica, signo del martirio, que nos recuerda a san Bartolomé; éste es el zafiro, esperanza y contemplación, piedra de san Andrés y de san Pablo; y el berilo, santa doctrina, ciencia y tolerancia, las virtudes de santo Tomás… ¡Qué espléndido es el lenguaje de las gemas! —siguió diciendo, absorto en su mística visión—, los lapidarios tradicionales lo extrajeron del racional de Aarón y de la descripción de la Jerusalén celeste que hay en el libro del apóstol. Por otra parte, las murallas de Sión estaban incrustadas con las mismas joyas que ornaban el pectoral del hermano de Moisés, salvo el carbunclo, el ágata y el ónice, que, citados en el Éxodo, son sustituidos en el Apocalipsis por la calcedonia, la sardónica, el crisopacio y el jacinto.

Guillermo ya estaba por abrir la boca, pero el Abad alzó la mano para hacerlo callar, y prosiguió:

—Recuerdo un libro de letanías que describía las diferentes piedras, y las cantaba en versos de alabanza a la Virgen. Así, el anillo de compromiso era un poema simbólico: las piedras con que estaba adornado expresaban, en su lenguaje lapidario, un esplendente conjunto de verdades superiores. Jaspe por la fe, calcedonia por la caridad, esmeralda por la pureza, sardónica por la placidez de la vida virginal, rubí por el corazón sangrante en el calvario, crisólito porque su centelleo multiforme evoca la maravillosa variedad de los milagros de María, jacinto por la caridad, amatista, mezcla de rosa y azul, por el amor de Dios… Pero en el engaste también estaban incrustadas otras sustancias: el cristal, que simboliza la castidad del alma y del cuerpo, el ligurio, semejante al ámbar, que representa la templanza, y la piedra magnética, que atrae el hierro así como la Virgen toca las cuerdas de los corazones arrepentidos con el plectro de su bondad. Todas sustancias que, como ves, adornan, aunque más no sea en mínima y humildísima medida, mi joya —movía el anillo y con su fulgor me deslumbraba, como si quisiese aturdirme—. Maravilloso lenguaje, ¿verdad? No todos los padres atribuyen estos significados a las piedras. Para Inocencio III, el rubí anuncia la calma y la paciencia, y el granate la caridad. Para san Bruno, el aguamarina concentra la ciencia teológica en la virtud de sus destellos purísimos. La turquesa significa alegría, la sardónica evoca los serafines, el topacio los querubines, el jaspe los tronos, el crisólito las dominaciones, el zafiro las virtudes, el ónice las potestades, el berilo los principados, el rubí los arcángeles y la esmeralda los ángeles. El lenguaje de las gemas es multiforme, cada una expresa varias verdades, según el tipo de lectura que se escoja, según el contexto en que aparezcan. ¿Y quién decide cuál es el nivel de interpretación y cuál el contexto correcto? Lo sabes, muchacho, te lo han enseñado: la autoridad, el comentarista más seguro de todos, el que tiene más prestigio y, por tanto, más santidad. Si no, ¿cómo podríamos interpretar los signos multiformes que el mundo despliega ante nuestros ojos pecadores? ¿Cómo haríamos para no caer en los errores hacia los que el demonio nos atrae? Has de saber que el lenguaje de las gemas repugna particularmente al diablo, como lo demuestra el caso de santa Hildegarda. Para la bestia inmunda, es un mensaje que se ilumina por sentidos o niveles de saber diferentes, un mensaje que querría confundir, porque para él, para el enemigo, el resplandor de las piedras evoca las maravillas que poseía antes de caer, y comprende que esos fulgores son producto del fuego, su tormento —me tendió el anillo para que se lo besara, y me arrodillé. Me acarició la cabeza—. Olvida, pues, muchacho, las cosas sin duda erróneas que has escuchado en estos días. Has entrado en la orden más grande y más noble de todas. Yo soy un Abad de esa orden y estás dentro de mi jurisdicción. Por tanto, escucha lo que te ordeno: olvida, y que tus labios se sellen para siempre. Jura.

Conmovido, subyugado como estaba, sin duda lo habría hecho. Y ahora tú, buen lector, no podrías leer esta crónica fiel. Pero entonces intervino Guillermo, quizá no para impedirme jurar, sino por reacción instintiva, por fastidio, para interrumpir al Abad, para deshacer el encantamiento que sin duda éste había creado.

—¿Qué tiene que ver el muchacho? Os he hecho una pregunta, os he advertido de un peligro, os he pedido que me dijerais un nombre… ¿Acaso querréis que yo también bese vuestro anillo y que jure olvidar lo que he averiguado o lo que sospecho?

—¡Oh, vos…! —dijo con tono melancólico el Abad—. No espero que un fraile mendicante pueda comprender la belleza de nuestras tradiciones, o respetar la discreción, los secretos, los misterios de caridad… sí, de caridad, y el sentido del honor, y el voto de silencio que constituyen la base de nuestra grandeza… Me habéis hablado de una historia extraña, de una historia increíble. Un libro prohibido, por el que se mata en cadena; alguien que sabe lo que sólo yo debería saber… ¡Patrañas, inferencias que carecen de todo sentido! Hablad de ellas, si queréis: nadie os creerá. Y aunque algún elemento de vuestra fantasiosa reconstrucción fuese cierto… Pues bien: ahora todo queda de nuevo bajo mi control y responsabilidad. Controlaré; tengo los medios y la autoridad suficientes para hacerlo. Me equivoqué desde el comienzo encomendando a un extraño, por sabio y digno de confianza que éste fuese, la investigación de unos asuntos que sólo son de mi incumbencia. Pero habéis comprendido, acabo de saberlo, que en el primer momento pensé que se trataba de una violación del voto de castidad, y quería (¡qué imprudencia!) que fuera otro quien me dijese lo que ya sabía a través de la confesión. Pues bien, ya me lo habéis dicho. Os estoy muy agradecido por lo que habéis hecho o tratado de hacer. El encuentro entre ambas legaciones ya se ha celebrado. La misión que debíais realizar aquí está agotada. Imagino que en la corte imperial se os espera con ansiedad. No es conveniente privarse por mucho tiempo de un hombre como vos. Os autorizo a dejar la abadía. Quizá hoy ya sea tarde. No quiero que viajéis después del ocaso. Los caminos no son seguros. Partiréis mañana por la mañana, temprano. ¡Oh!, no me agradezcáis, ha sido un placer haberos tenido como un hermano más, y honraros con nuestra hospitalidad. Podéis retiraros con vuestro novicio para preparar el equipaje. Aún os veré mañana al amanecer para despediros. Gracias, con todo mi corazón. Desde luego, no es preciso que sigáis investigando. No perturbéis todavía más a los monjes. Podéis retiraros, pues.

Era más que una despedida: nos estaba echando. Guillermo saludó y bajamos las escaleras.

—¿Qué significa esto? —pregunté. Ya no entendía nada.

—Trata de formular por ti mismo una hipótesis. Deberías haber aprendido cómo se hace.

—En tal caso, he aprendido que debo formular al menos dos: una opuesta a la otra, y ambas increíbles. Pues bien, entonces… —tragué saliva: aquello de formular hipótesis no me resultaba nada fácil—. Primera hipótesis: el Abad ya lo sabía todo y suponía que vos no seríais capaz de descubrir nada. Os encargó la investigación cuando sólo había muerto Adelmo, pero poco a poco fue comprendiendo que la historia era mucho más compleja, que en cierto modo también él está envuelto en la trama, y no quiere que la saquéis a la luz pública. Segunda hipótesis: el Abad nunca ha sospechado nada (sobre qué, lo ignoro, porque no sé en qué estáis pensando ahora). Pero en todo caso seguía pensando que todo se debía a una disputa entre… entre monjes sodomitas… Sin embargo, acabáis de abrirle los ojos: de golpe ha comprendido algo horrible, ha pensado en un nombre, tiene una idea precisa sobre el responsable de los crímenes. Pero quiere resolver solo el asunto, y desea apartaros, para salvar el honor de la abadía.

—Buen trabajo. Empiezas a razonar bien. Pero ya ves que en ambos casos nuestro Abad está preocupado por la buena reputación de su monasterio. Ya sea él el asesino, o la próxima víctima, no desea que ninguna noticia difamatoria sobre esta santa comunidad llegue al otro lado de estas montañas. Puedes matarle sus monjes, pero no le toques el honor de esta abadía. ¡Ah, por…! —Guillermo estaba enfureciéndose—. ¡Ese bastardo de un señor feudal, ese pavo real cuya fama consiste en haber sido sepulturero del Aquinense, ese odre hinchado que sólo existe porque lleva un anillo grande como culo de vaso! ¡Vosotros, cluniacenses, sois una raza de orgullosos! ¡Sois peores que los príncipes, más barones que los barones!

—Maestro… —me atreví a decir, picado, con tono de reproche.

—Tú, calla, eres de la misma pasta. No sois simples ni hijos de simples. Si os cae un campesino, quizá lo acojáis, pero, ya lo vimos ayer, no vaciláis en entregarlo al brazo secular. Pero si es uno de los vuestros, no; hay que tapar el asunto. Abbone es capaz de descubrir al miserable y apuñalarlo en la cripta del tesoro, y después distribuir sus riñones por los relicarios, siempre y cuando quede a salvo el honor de la abadía… Pero, ¿un franciscano, un plebeyo minorita que descubra la gusanera en esta santa casa? Pues no, eso Abbone no puede permitírselo a ningún precio. Gracias, fray Guillermo, el emperador os necesita, habéis visto qué hermoso anillo tengo, hasta la vista. Ahora el desafío no es sólo entre yo y Abbone, sino entre yo y todo este asunto. No saldré de este recinto antes de averiguar la verdad. ¿Quiere que me vaya mañana por la mañana? Muy bien, él es el dueño de casa. Pero de aquí a mañana por la mañana debo averiguar la verdad. Debo averiguarla.

—¿Debéis? ¿Quién os lo exige ahora?

—Nadie nos exige que sepamos, Adso. Hay que saber, eso es todo, aún a riesgo de equivocarse.

Todavía me sentía confundido y humillado por las palabras de Guillermo contra mi orden y sus abades. Traté de justificar en parte a Abbone formulando una tercera hipótesis, arte que, creía, dominaba ya a la perfección:

—No habéis considerado una tercera posibilidad, maestro. Hemos observado en estos días, y esta mañana lo hemos visto con claridad, después de las confidencias de Nicola y de las murmuraciones que hemos escuchado en la iglesia, que hay un grupo de monjes italianos que no ven con buenos ojos esta sucesión de bibliotecarios extranjeros, y acusan al Abad de no respetar la tradición, y que, por lo que he llegado a comprender, se ocultan detrás del viejo Alinardo, al que agitan como un estandarte, para pedir un cambio de gobierno en la abadía. Esto lo he comprendido bien, porque hasta los novicios perciben las discusiones, alusiones y conjuras de este tipo que se producen en todo monasterio. Entonces pudiera ser que el Abad temiese que vuestras revelaciones pudieran ofrecer un arma a sus enemigos, y desea dirimir el asunto con la máxima prudencia…

—Es posible. Pero no por eso deja de ser un odre hinchado, y se hará asesinar.

—Pero ¿qué pensáis de mis conjeturas?

—Más tarde te lo diré.

Estábamos en el claustro. El viento soplaba cada vez con más rabia, la luz era menos intensa, aunque sólo acababa de pasar la hora nona. El día se acercaba a su fin y nos quedaba muy poco tiempo. En vísperas, sin duda, el Abad avisaría a los monjes que Guillermo ya no tenía derecho alguno a hacer preguntas y a entrar en todas partes.

—Es tarde —dijo Guillermo—, y cuando se dispone de poco tiempo lo peor es perder la calma. Debemos actuar como si tuviésemos la eternidad por delante. Tengo que resolver un problema: cómo entrar en el finis Africae, porque allí tiene que estar la respuesta final. Además, debemos salvar a alguien, pero aún no sé a quién. Por último, deberíamos esperar que suceda algo en la parte de los establos. De modo que vigílalos… ¡Mira, mira cuánto movimiento!

En efecto, el espacio entre el Edificio y el claustro estaba singularmente animado. Hacía un momento, un novicio, que procedía de las habitaciones del Abad, había corrido hacia el Edificio. Ahora Nicola salía de este último para dirigirse a los dormitorios.

En un rincón estaba el grupo de la mañana: Pacifico, Aymaro y Pietro. Estaban hablando con Alinardo, insistiendo, como si quisieran convencerlo de algo.

Después parecieron tomar una decisión. Aymaro sostuvo a Alinardo, aún reticente, y se dirigió con él hacia la residencia del Abad. Estaban entrando, cuando del dormitorio salió Nicola, que conducía a Jorge en la misma dirección. Vio que entraban y le susurró algo a Jorge al oído; el anciano movió la cabeza, y siguieron caminando hacia la sala capitular.

—El Abad toma las riendas de la situación… —murmuró Guillermo con escepticismo.

Del Edificio estaban saliendo otros monjes que habían tenido que estar en el scriptorium; en seguida se les unió Bencio, que vino a nuestro encuentro con expresión aún más preocupada.

—Hay agitación en el scriptorium —nos dijo—, nadie trabaja, todos cuchichean entre sí… ¿Qué sucede?

—Sucede que las personas que hasta esta mañana parecían las más sospechosas han muerto. Hasta ayer todos desconfiaban de Berengario, necio, falso y lascivo; después, del cillerero, sospechoso de herejía; por último, de Malaquías, al que tampoco nadie veía con buenos ojos… Ahora ya no saben de quién desconfiar, y necesitan encontrar urgentemente un enemigo, o un chivo expiatorio. Y cada uno sospecha del otro. Algunos tienen miedo, como tú; otros han decidido meter miedo a algún otro. Estáis todos demasiado agitados. Adso, cada tanto echa un vistazo a los establos. Yo voy a descansar.

Era como para asombrarse: cuando sólo le quedaban unas pocas horas, la decisión de irse a descansar no parecía la más sabia. Pero ya conocía a mi maestro: cuanto más relajado estaba su cuerpo, mayor era la efervescencia de su mente.