NOCHE
Donde sobreviene la ecpirosis y por causa de un exceso de virtud prevalecen las fuerzas del infierno.
El viejo calló. Tenía las dos manos abiertas sobre el libro, como si estuviese acariciando las páginas o extendiendo los folios para leerlos mejor, o como si quisiese protegerlo de la rapiña.
—Sin embargo, todo eso no ha servido de nada —le dijo Guillermo—. Ahora todo ha concluido, te he encontrado, he encontrado el libro, y los otros han muerto en vano.
—No en vano. Quizá en exceso. Y si de algo pudiera servirte una prueba de que este libro está maldito, ahí la tienes. Pero sus muertes no deben haber sido en vano. Y para que no resulten vanas, una muerte más no será excesiva.
Eso dijo, y con sus manos descarnadas y traslúcidas empezó a desgarrar lentamente, en trozos y en tiras, las blandas páginas del manuscrito, y a meterse los jirones en la boca, masticando lentamente como si estuviese consumiendo la hostia y quisiera convertirla en carne de su carne.
Guillermo lo miraba fascinado y parecía no darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Después reaccionó y se echó hacia adelante gritando: «¿Qué haces?». Jorge sonrió, descubriendo sus encías exangües, mientras de sus pálidos labios manaba una saliva amarillenta que resbaló por los escasos y blancos pelos de la barbilla.
—Eres tú quien esperaba el toque de la séptima trompeta, ¿verdad? Escucha ahora lo que dice la voz: «Sella las cosas que han dicho los siete truenos y no las escribas, toma y cómelo, y amargará tu vientre, pero en tu boca será dulce como la miel». ¿Ves? Ahora sello lo que no debía ser dicho, lo sello convirtiéndome en su tumba.
Y se echó a reír, justo él, Jorge. Era la primera vez que lo oía reír… Reír con la garganta, sin que sus labios expresaran alegría, pues daba casi la impresión de estar llorando:
—No te esperabas este final, ¿verdad, Guillermo? Por gracia del Señor, este viejo gana otra vez, ¿verdad?
Y como Guillermo intentó quitarle el libro, Jorge, que advirtió el gesto por la vibración del aire, se echó hacia atrás apretando el libro contra su pecho con la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía desgarrando sus páginas y metiéndoselas en la boca.
Estaba del otro lado de la mesa y Guillermo, que no llegaba a tocarlo, hizo un movimiento brusco para sortear el obstáculo. Pero su sayo se enganchó en el taburete haciéndolo caer, y Jorge no pudo por menos que advertir el alboroto. El viejo volvió a reír, esta vez con más fuerza, y con sorprendente rapidez extendió la mano derecha, y guiándose por el calor localizó a tientas la llama y, sin temer el dolor, le puso la mano encima, y la llama se apagó. La habitación quedó sumida en las tinieblas y oímos por última vez la carcajada de Jorge, que gritaba: «Encontradme ahora, ¡ahora soy yo el que ve mejor!». Después calló y ya no pudimos oírlo, pues se movía con aquellos pasos silenciosos que daban siempre un carácter sorpresivo a sus apariciones. Sólo cada tanto, en diferentes sitios de la sala, oíamos el ruido de los folios desgarrados.
—¡Adso! —gritó Guillermo—, ponte en la puerta, no lo dejes salir.
Pero había hablado demasiado tarde, porque yo, que desde hacía unos segundos ardía de deseos de lanzarme sobre el viejo, me había arrojado, cuando quedamos en tinieblas, hacia el lado opuesto de la mesa, tratando de sortear el obstáculo por la parte contraria a la que se había lanzado mi maestro. Demasiado tarde comprendí que así le había permitido a Jorge ganar la salida, porque el viejo sabía orientarse extraordinariamente bien en la oscuridad. En efecto, oímos un ruido de folios desgarrados a nuestras espaldas; bastante atenuado, porque ya provenía de la habitación contigua. Y al mismo tiempo oímos otro ruido, un chirrido trabajoso y progresivo, un gemido de goznes.
—¡El espejo! —gritó Guillermo—. ¡Está encerrándonos!
Guiados por el ruido, ambos nos lanzamos hacia la salida. Tropecé con un escabel y me golpeé en una pierna, pero no me detuve, porque de repente comprendí que si Jorge lograba encerrarnos ya nunca saldríamos de allí: en la oscuridad no habríamos encontrado la manera de abrir, pues ignorábamos qué, y cómo, había que mover de aquel lado del espejo.
Creo que Guillermo actuaba con la misma desesperación que yo, pues lo oí a mi lado cuando, al llegar al umbral, ambos nos pusimos a empujar la parte de atrás del espejo, que se estaba cerrando hacia nosotros. Llegamos a tiempo, porque la puerta se detuvo y poco después cedió y volvió a abrirse. Era evidente que, al advertir que el juego era desigual, Jorge se había alejado. Salimos de la habitación maldita, pero ahora no sabíamos hacia dónde se había dirigido el viejo, y la oscuridad seguía siendo total. De pronto recordé:
—¡Maestro, pero si tengo el eslabón!
—Y entonces, ¿qué esperas? ¡Busca la lámpara y enciéndela!
Me lancé en la oscuridad hacia el finis Africae y empecé a buscar a tientas la lámpara. Por milagro divino, en seguida di con ella; hurgué en mi escapulario y encontré el eslabón; mis manos temblaban y tuve que intentarlo varias veces hasta que logré hacer chispa, mientras Guillermo jadeaba desde la puerta: «¡Rápido, rápido!». Finalmente, encendí la lámpara.
—¡Rápido —volvió a incitarme Guillermo—, si no se comerá todo el Aristóteles!
—¡Y morirá! —grité angustiado mientras corría a su encuentro y juntos nos poníamos a buscar.
—¡No me importa que muera, el maldito! —gritaba Guillermo clavando los ojos en la oscuridad que nos rodeaba y moviéndose de un lado para otro—. Total, con lo que ha comido su suerte ya está sellada. ¡Pero yo quiero el libro! —después se detuvo, y añadió un poco más tranquilo —. Espera. Así nunca lo encontraremos. Quedémonos un momento callados y quietos.
Nos paralizamos en silencio. Y en el silencio oímos no muy lejos el ruido de un cuerpo que chocaba con un armario, y el estrépito de algunos libros al caer.
—¡Por allí! —gritamos al mismo tiempo.
Corrimos hacia los ruidos, pero en seguida comprendimos que debíamos avanzar más lentamente. En efecto, fuera del finis Africae la biblioteca, aquella noche, estaba expuesta a ráfagas de aire que la atravesaban silbando y gimiendo, con una intensidad proporcional al fuerte viento que soplaba afuera. Multiplicadas por nuestro impulso, esas corrientes de aire amenazaban con apagar la lámpara, que tanto nos había costado reconquistar. Como no podíamos avanzar más rápido, lo adecuado hubiese sido frenar a Jorge. Pero Guillermo pensó precisamente lo contrario, y gritó:
—¡Te hemos cogido, viejo, ahora tenemos la luz!
Sabia decisión, porque es probable que aquello inquietara a Jorge, quien debió de acelerar el paso, desequilibrando así su mágica sensibilidad de vidente en las tinieblas. De hecho, poco después oímos un ruido, y cuando, guiándonos por ese sonido, entramos en la sala Y de YSPANIA, lo vimos en el suelo, con el libro aún entre las manos, intentando ponerse de pie en medio de los volúmenes que habían caído de la mesa que acababa de llevarse por delante y derribar. Mientras intentaba levantarse seguía arrancando las páginas, como si quisiera devorar lo más aprisa posible su botín.
Cuando llegamos a su lado, ya estaba otra vez en pie, y, al percibir nuestra presencia, nos hizo frente al tiempo que retrocedía. La roja claridad de la lámpara iluminó su rostro ya horrible: las facciones deformadas, la frente y las mejillas surcadas por un sudor maligno; los ojos, normalmente de una blancura mortal, estaban inyectados de sangre, de la boca salían jirones de pergamino, como una bestia salvaje atragantada de comida. Desfigurado por la angustia, por el acoso del veneno que ya serpenteaba abundante por sus venas, por su desesperada y diabólica decisión, el otrora venerable rostro del anciano se veía repulsivo y grotesco: en otras circunstancias hubiese podido dar risa, pero también nosotros nos habíamos convertido en una especie de animales y éramos como perros lanzados en pos de su presa.
Habríamos podido atraparlo con calma, pero nos precipitamos con vehemencia sobre él. Logró zafarse y apretó el libro contra su pecho para defenderlo. Yo lo tenía cogido con la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de mantener en alto la lámpara. Pero rocé su rostro con la llama, y al sentir el calor emitió un sonido ahogado, casi un rugido, dejando caer trozos de folios de la boca. Su mano derecha soltó el libro, buscó la lámpara y, de un golpe, me la arrancó lanzándola hacia adelante…
La lámpara fue a parar justo al montón de libros que habían caído de la mesa y yacían unos encima de otros con las páginas abiertas. Se derramó el aceite, y en seguida el fuego prendió en un pergamino muy frágil que ardió como un haz de hornija reseca. Todo sucedió en pocos instantes: una llamarada se elevó desde los libros, como si aquellas páginas milenarias llevasen siglos esperando quemarse y gozaran al satisfacer de golpe una sed inmemorial de ecpirosis. Guillermo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y soltó al viejo —que al sentirse libre retrocedió unos pasos—; vaciló un momento, sin duda demasiado largo, dudando entre coger de nuevo a Jorge o lanzarse a apagar la pequeña hoguera. Un libro más viejo que los otros ardió casi de golpe, lanzando hacia lo alto una lengua de fuego.
Las finas ráfagas de viento, que podían apagar una débil llamita, avivaban en cambio a las más grandes y vigorosas, e incluso les arrancaban lenguas de fuego que aceleraban su propagación.
—¡Rápido, apaga ese fuego! —gritó Guillermo—. ¡Si no, se quemará todo!
Me lancé hacia la hoguera, y luego me detuve, porque no sabía qué hacer. Guillermo acudió en mi ayuda. Tendimos los brazos hacia el incendio, buscando con los ojos algo con que sofocarlo; de pronto tuve una inspiración: me quité el sayo pasándolo por la cabeza, y traté de echarlo sobre el fuego. Pero ya las llamas eran demasiado altas: lamieron mi sayo y lo devoraron. Retiré las manos, que se habían quemado, me volví hacia Guillermo y vi justo a sus espaldas, a Jorge. El calor era ya tan fuerte que lo sintió muy bien y se acercó: no tuvo dificultad alguna para localizar el fuego, y arrojar el Aristóteles a las llamas.
Guillermo tuvo un arranque de ira y dio un violento empujón al viejo, que fue a dar contra un armario, se golpeó la cabeza con una arista, y cayó al suelo… Pero Guillermo, al que creo haberle escuchado una horrible blasfemia, no se ocupó de él. Volvió a los libros. Demasiado tarde. El Aristóteles, o sea lo que había quedado de él después de la comida del viejo, ya estaba ardiendo.
Mientras tanto algunas chispas habían volado hacia las paredes, y los libros de un armario ya se estaban abarquillando arrebatados por el fuego. Ahora no había un incendio en la sala, sino dos.
Guillermo se dio cuenta de que no podríamos apagarlos con las manos, y decidió salvar los libros con los libros. Cogió un volumen que le pareció mejor encuadernado, y más compacto que los otros, y trató de usarlo como un arma para sofocar al elemento adverso. Pero golpeando la tapa tachonada contra la pira de libros ardientes lo único que conseguía era provocar nuevas chispas. Intentó apagarlas con los pies, pero obtuvo el efecto contrario, porque se elevaron volátiles fragmentos de pergamino casi convertidos en cenizas, que revoloteaban como murciélagos mientras el aire, aliado a su aéreo compañero, los enviaba a incendiar la materia terrestre de otros folios.
La desgracia había querido que aquélla fuese una de las salas más desordenadas del laberinto. De los anaqueles colgaban manuscritos enrollados; otros libros ya desencuadernados mostraban entre sus tapas, como entre labios abiertos, lenguas de pergamino reseco por los años, y la mesa debía de haber estado cubierta por una gran cantidad de textos que Malaquías (ya solo desde hacía varios días) había ido acumulando sin guardar en sus respectivos sitios. De modo que la habitación, después del desorden creado por Jorge, estaba invadida de pergaminos que sólo esperaban la oportunidad para transformarse en otro elemento.
En muy poco tiempo aquel sitio fue un brasero, una zarza ardiente. Los armarios, que también participaban de aquel sacrificio, empezaban a crepitar. Comprendí que el laberinto todo no era más que una inmensa pira de sacrificio, preparada para arder con la primera chispa…
—¡Agua, se necesita agua! —decía Guillermo, pero luego añadía —. ¿Y dónde hay agua en este infierno?
—¡En la cocina, en la cocina! —grité.
Guillermo me miró perplejo, con el rostro enrojecido por el furioso resplandor:
—Sí, pero antes de que hayamos bajado y vuelto a subir… ¡Al diablo! —gritó después—, en todo caso esta habitación está perdida, y quizá también la de al lado. ¡Bajemos en seguida, yo busco agua, tú ve a dar la alarma, se necesita mucha gente!
Encontramos el camino hacia la escalera porque la conflagración también iluminaba las sucesivas habitaciones, aunque cada vez con menos intensidad, de modo que las últimas dos habitaciones tuvimos que atravesarlas casi a tientas. Debajo, la luz de la noche alumbraba pálidamente el scriptorium, desde donde bajamos al refectorio. Guillermo corrió a la cocina; yo, a la puerta del refectorio, y tuve que afanarme bastante para poder abrirla desde dentro porque estaba atontado y entorpecido por la agitación. Salí por fin a la explanada, corrí hacia el dormitorio, pero después comprendí que tardaría demasiado despertando a los monjes uno por uno, y tuve una inspiración: fui a la iglesia y busqué la forma de subir al campanario. Cuando llegué, me aferré a todas las cuerdas, tocando a rebato. Tiraba con fuerza y la cuerda de la campana mayor me arrastraba consigo cuando subía. En la biblioteca me había quemado el dorso de las manos: las palmas aún estaban sanas, pero me las quemé deslizándolas por las cuerdas, hasta que se cubrieron de sangre y tuve que dejar de tirar.
Pero para entonces ya había hecho bastante ruido. Bajé corriendo a la explanada, justo a tiempo para ver salir del dormitorio a los primeros monjes, mientras a lo lejos sonaban las voces de los sirvientes. No pude explicarme bien, porque era incapaz de formular palabras, y las primeras que me vinieron a los labios fueron en mi lengua materna. Con la mano ensangrentada señalaba hacia las ventanas del ala meridional del Edificio, cuyas lajas de alabastro dejaban traslucir un resplandor anormal. Por la intensidad de la luz comprendí que desde el momento de mi salida, y mientras tocaba las campanas, el fuego se había propagado a otras habitaciones. Todas las ventanas del AFRICA, y todas las de la pared que unía esta última con el torreón oriental, brillaban con resplandores desiguales.
—¡Agua, traed agua! —gritaba.
En un primer momento, nadie entendió. Los monjes estaban tan habituados a considerar la biblioteca como un lugar sagrado e inaccesible, que no lograban darse cuenta de que se encontraba amenazada por un vulgar incendio, como la choza de cualquier campesino. Los primeros que alzaron la mirada hacia las ventanas se santiguaron murmurando palabras de terror: comprendí que pensaban en nuevas apariciones. Me aferré a sus vestiduras, les imploré que entendieran, hasta que alguien tradujo mis sollozos en palabras humanas.
Era Nicola da Morimondo, quien dijo:
—¡La biblioteca arde!
—¡Por fin! —murmuré, dejándome caer agotado.
Nicola dio pruebas de gran energía. Gritó órdenes a los sirvientes, dio consejos a los monjes que lo rodeaban, envió a unos al Edificio para que abriesen las puertas, a otros los mandó a buscar cubos y todo tipo de recipientes, y a los que quedaban les dijo que fueran hasta las fuentes y los depósitos de agua que había en el recinto. Ordenó a los vaqueros que usasen los mulos y los asnos para transportar las tinajas… Si esas disposiciones hubieran procedido de un hombre dotado de autoridad, habrían encontrado un acatamiento inmediato. Pero los sirvientes estaban habituados a recibir órdenes de Remigio; los copistas, de Malaquías; todos, del Abad. Pero, ¡ay!, ninguno de los tres estaba presente. Los monjes buscaban con los ojos al Abad para que les explicara y los tranquilizase, pero no lo encontraban, y sólo yo sabía que estaba muerto, o que estaba muriendo en aquel momento, emparedado en un pasadizo asfixiante que ahora se estaba transformando en un horno, en un toro de Fálaris.
Nicola enviaba a los vaqueros en una dirección, pero otro monje, animado de buenas intenciones, los enviaba hacia la dirección contraria. Era evidente que algunos hermanos habían perdido la calma; otros, en cambio, aún estaban atontados por el sueño. Yo trataba de explicar, porque ya había recobrado el uso de la palabra, pero debe recordarse que estaba casi desnudo, pues había arrojado mi hábito a las llamas, y el espectáculo de aquel muchacho, ensangrentado, con el rostro negro de hollín, con el cuerpo indecentemente lampiño, atontado ahora por el frío, no debía de inspirar, sin duda, demasiada confianza.
Finalmente, Nicola logró arrastrar a algunos hermanos y otra gente hasta la cocina, cuyas puertas alguien había abierto entretanto. Alguien tuvo el buen tino de traer antorchas. Encontramos el local en gran desorden, y comprendí que Guillermo debía de haberlo revuelto de arriba abajo para buscar agua y recipientes con que transportarla.
Justo en aquel momento vi a Guillermo que aparecía por la puerta del refectorio, con el rostro chamuscado, el hábito humeante y una gran olla en las manos, y me dio pena, pobre alegoría de la impotencia. Comprendí que, aunque hubiera logrado transportar hasta el segundo piso una cacerola de agua sin volcarla, y aunque lo hubiese logrado más de una vez, era muy poco lo que debía de haber conseguido. Recordé la historia de san Agustín, cuando ve un niño que trata de trasvasar el agua del mar con una cuchara: el niño era un ángel, y hacía eso para burlarse del santo, que pretendía penetrar los misterios de la naturaleza divina. Y como el ángel me habló Guillermo, apoyándose exhausto en la jamba de la puerta:
—Es imposible. Nunca lo lograremos. Ni siquiera con todos los monjes de la abadía. La biblioteca está perdida.
A diferencia del ángel, Guillermo lloraba.
Me arrimé a él, que arrancó un paño de una mesa para tratar de cubrirme. Ya derrotados, nos quedamos observando lo que sucedía a nuestro alrededor.
La gente corría de un lado para otro. Unos subían con las manos vacías y se cruzaban en la escalera de caracol con otros que, impulsados por la curiosidad, ya habían subido, y ahora bajaban para buscar recipientes. Otros, más despabilados, buscaban en seguida cacerolas y palanganas, para después comprobar que en la cocina no había suficiente agua. De pronto la inmensa habitación fue invadida por varios mulos cargados con tinajas; los vaqueros que los conducían cogieron las tinajas y trataron de llevar el agua al piso superior. Pero no sabían por dónde se subía al scriptorium, y pasó un buen rato hasta que algunos de los copistas les indicaron el camino; y cuando estaban subiendo chocaron con los que bajaban aterrorizados. Algunas de las tinajas se quebraron y el agua se derramó, mientras que manos solícitas se encargaban de subir otras por la escalera de caracol. Seguí al grupo y me encontré en el scriptorium: por el acceso a la biblioteca salía una densa humareda, los últimos que habían intentado subir por el torreón oriental volvían tosiendo y con los ojos enrojecidos, diciendo que ya no podía penetrarse en aquel infierno.
Entonces vi a Bencio. Con el rostro alterado, subía de la planta baja trayendo un enorme recipiente. Al escuchar lo que decían los que volvían de la biblioteca, los apostrofó:
—¡El infierno os tragará, cobardes! —se volvió como en busca de ayuda y me vio —. Adso —gritó—, la biblioteca… la biblioteca…
No esperó mi respuesta. Corrió hacia el pie de la escalera y penetró con arrojo en el humo. Fue la última vez que lo vi.
Escuché un crujido procedente de arriba. De las bóvedas del scriptorium caían trozos de piedra mezclados con cal. Una clave de bóveda esculpida en forma de flor se soltó y cayó casi sobre mi cabeza. El piso del laberinto estaba cediendo.
Bajé corriendo a la planta baja y salí al exterior. Algunos sirvientes solícitos habían traído escaleras con las que trataban de llegar a las ventanas de los pisos superiores para entrar el agua por allí. Pero las escaleras más largas apenas llegaban a las ventanas del scriptorium, y los que habían subido hasta allí no podían abrirlas desde fuera. Mandaron a decir que las abrieran desde dentro, pero ya nadie se atrevía a subir.
Por mi parte, miraba las ventanas del tercer piso. Ahora toda la biblioteca debía de haberse convertido en un solo brasero humeante, y el fuego debía de correr de habitación en habitación, ramificándose rápidamente entre los millares de páginas resecas. Todas las ventanas estaban iluminadas, una negra humareda salía por arriba: el fuego ya se había propagado a las vigas del techo. El Edificio, que parecía tan sólido e inconmovible, revelaba en aquel trance su debilidad, sus fisuras: las paredes comidas por dentro, las piedras sin argamasa que dejaban pasar las llamas hasta las partes más escondidas del armazón de madera.
De golpe varias ventanas estallaron como empujadas por una fuerza interior; las chispas saltaron hacia afuera poblando de luces errantes la oscuridad de la noche. El viento había amainado, y fue una desgracia, porque si hubiese seguido soplando con fuerza, quizá habría podido apagar las chispas, mientras que, al ser ligero, las transportaba y las avivaba, haciéndolas revolotear junto con jirones de pergamino, cuya fragilidad crecía con aquel fuego interior. En ese momento se escuchó un estruendo: una parte del piso del laberinto había cedido y sus vigas ardientes habían caído al scriptorium, porque ahora se veían allí las llamas, entre los muchos libros y armarios que también lo poblaban, además de los folios sueltos que había sobre las mesas, listos para responder a la llamada de las chispas. Escuché gritos de desesperación procedentes de un grupo de copistas que se cogían la cabeza con las manos y todavía hablaban de subir heroicamente para recuperar sus amadísimos pergaminos. En vano, porque la cocina y el refectorio eran ya una encrucijada de almas perdidas que corrían en todas direcciones, donde todos tropezaban entre sí. La gente chocaba, caía, los que llevaban un recipiente derramaban su contenido salvador, los mulos que habían entrado en la cocina advertían la presencia del fuego y se precipitaban dando patadas hacia las salidas, atropellando a las personas e incluso a sus propios, y aterrorizados, palafreneros. Se veía bien que, en todo caso, aquella turbamulta de aldeanos y hombres devotos y sabios, pero totalmente ineptos, huérfanos de toda conducción, habría estorbado incluso la acción de cualquier otro auxilio que pudiera llegar.
El desorden se había extendido a toda la meseta. Pero aquello sólo era el comienzo de la tragedia. Porque, alentada por el viento, la nube de chispas ya salía, triunfante, por las ventanas y el techo, para ir a caer en todas partes, tocando la techumbre de la iglesia. Nadie ignora que muchas catedrales espléndidas sucumbieron al ataque de las llamas: porque la casa de Dios se ve hermosa e inexpugnable como la Jerusalén celeste por las piedras que ostenta, pero los muros y las bóvedas se apoyan en una frágil, aunque admirable, arquitectura de madera, y si la iglesia de piedra evoca los bosques más venerables por sus columnas que se ramifican hacia las altas bóvedas, audaces como robles, de roble también suele tener el cuerpo, y de madera también son sus muebles, sus altares, sus coros, sus retablos, sus bancos, sus sillones, sus candelabros. Tal era el caso de la iglesia abacial cuya bellísima portada tanto me había fascinado el primer día. Se incendió en muy poco tiempo. Entonces los monjes y todos los habitantes de la meseta comprendieron que estaba en juego la supervivencia misma de la abadía, y todos echaron a correr en forma aún más arrojada y caótica tratando de evitar el desastre.
Sin duda, la iglesia era más accesible, y por tanto más defendible que la biblioteca. A esta última la había condenado su propia impenetrabilidad, el misterio que la protegía, la escasez de sus accesos. La iglesia, maternalmente abierta a todos en la hora de la oración, también estaba abierta para recibir el auxilio de todos en la hora de la necesidad. Pero no había más agua, o había muy poca acumulada, y las fuentes la suministraban con natural parsimonia, y con una lentitud que no correspondía a la urgencia del momento. Todos habrían querido apagar el incendio de la iglesia, pero ya nadie sabía cómo hacerlo. Además, el fuego había empezado por arriba, hasta donde era difícil izarse para golpear las llamas o ahogarlas con tierra y trapos.
Y cuando las llamas llegaron por abajo, fue inútil arrojarles tierra o arena, porque ya el techo se desplomaba sobre los que luchaban contra el fuego, derribando a muchos de ellos.
Así, a los gritos de quienes lamentaban la pérdida de tantas riquezas, se unieron los gritos de dolor de quienes tenían la cara quemada, los miembros aplastados, los cuerpos sepultados por la repentina caída de las bóvedas.
El viento volvía a soplar con fuerza, y con más fuerza ayudaba a la propagación del fuego. De la iglesia, las llamas pasaron en seguida a los chiqueros y los establos. Aterrorizados, los animales rompieron sus ataduras, derribaron las puertas y echaron a correr por la meseta relinchando, mugiendo, balando y gruñendo horriblemente. Algunas chispas alcanzaron las crines de los caballos, y la explanada se llenó de criaturas infernales, corceles en llamas que corrían sin meta ni reposo derribando todo lo que encontraban a su paso. Vi cómo el magnífico Brunello, aureolado de fuego, derribaba a Alinardo, que vagaba perdido sin comprender lo que sucedía, cómo lo arrastraba por el polvo y luego lo abandonaba, pobre cosa informe, sobre el suelo. Pero no hubo tiempo ni forma de que yo ayudara, ni pude detenerme a deplorar su muerte, porque este tipo de escenas se repetían ya por todas partes.
Los caballos en llamas habían transportado el fuego hasta donde el viento aún no lo había hecho: ahora ardían también los talleres y la casa de los novicios. Tropas de personas corrían de un extremo a otro de la explanada, sin saber adonde ir o corriendo en pos de metas ilusorias. Vi a Nicola, con la cabeza herida y el hábito en jirones, que, ya vencido, de rodillas sobre la avenida central, maldecía la maldición divina. Vi a Pacifico da Tivoli, que, renunciando a toda idea de auxilio, estaba tratando de atrapar un mulo desbocado, y cuando lo consiguió me gritó que hiciese lo mismo, y que escapara, para huir de aquel siniestro simulacro del Harmagedón.
Entonces me pregunté dónde estaría Guillermo, y temí que hubiese quedado sepultado bajo las ruinas. Tardé bastante en encontrarlo, cerca del claustro. Tenía consigo su saco de viaje: cuando el fuego empezaba a propagarse a la casa de los peregrinos, había subido hasta su celda para salvar al menos sus preciosas pertenencias. También había cogido mi saco, donde encontré con que vestirme. Jadeando, nos quedamos mirando lo que sucedía a nuestro alrededor.
La abadía ya estaba condenada. Casi todos sus edificios eran, en mayor o menor medida, pasto de las llamas. Y los que aún estaban intactos pronto dejarían de estarlo, porque todo, desde los elementos naturales hasta la acción caótica de los que trataban de luchar contra el fuego, contribuía a propagar el incendio. Sólo se salvaban las partes no edificadas, el huerto, el jardín que había frente al claustro… Ya nada podía hacerse para salvar las construcciones, pero bastaba con abandonar la idea de hacer algo por ellas para poder observarlo todo sin peligro desde una zona abierta.
Miramos la iglesia, que ahora ardía lentamente, porque estas grandes construcciones se caracterizan por la rapidez con que se consumen sus partes de madera, para luego agonizar durante horas, y a veces durante días. El incendio del Edificio era distinto. Allí el material combustible era mucho más rico, y el fuego, propagado ya a todo el scriptorium, había invadido también el piso donde estaba la cocina. En cuanto al tercer piso, donde antes, y durante cientos de años, había estado el laberinto, se encontraba prácticamente destruido.
—Era la mayor biblioteca de la cristiandad —dijo Guillermo—. Ahora —añadió—, es verdad que está cerca el Anticristo, porque ningún saber impedirá ya su llegada. Por otra parte, esta noche hemos visto su rostro.
—¿El rostro de quién? —pregunté desconcertado.
—Hablo de Jorge. En ese rostro devastado por el odio hacia la filosofía he visto por primera vez el retrato del Anticristo, que no viene de la tribu de Judas, como afirman los que anuncian su llegada, ni de ningún país lejano. El Anticristo puede nacer de la misma piedad, del excesivo amor por Dios o por la verdad, así como el hereje nace del santo y el endemoniado del vidente. Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia. Jorge ha realizado una obra diabólica, porque era tal la lujuria con que amaba su verdad, que se atrevió a todo para destruir la mentira. Tenía miedo del segundo libro de Aristóteles, porque tal vez éste enseñase realmente a deformar el rostro de toda verdad, para que no nos convirtiésemos en esclavos de nuestros fantasmas. Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad.
—Pero maestro —me atreví a decir afligido—, ahora habláis así porque os sentís herido en lo más hondo. Sin embargo, existe una verdad, la que habéis descubierto esta noche, la que encontrasteis interpretando las huellas que habíais leído durante los días anteriores. Jorge ha vencido, pero vos habéis vencido a Jorge, porque habéis puesto en evidencia su trama…
—No había tal trama —dijo Guillermo—, y la he descubierto por equivocación.
La afirmación era contradictoria, y no comprendí si Guillermo quería realmente que lo fuese.
—Pero era verdad que las pisadas en la nieve remitían a Brunello —dije—, era verdad que Adelmo se había suicidado, era verdad que Venancio no se había ahogado en la tinaja, era verdad que el laberinto estaba organizado como lo habéis imaginado vos, era verdad que se entraba en el finis Africae tocando la palabra quatuor, era verdad que el libro misterioso era de Aristóteles… Podría seguir enumerando todas las verdades que habéis descubierto valiéndoos de vuestra ciencia…
—Nunca he dudado de la verdad de los signos, Adso, son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo. Lo que no comprendí fue la relación entre los signos. He llegado hasta Jorge siguiendo un plan apocalíptico que parecía gobernar todos los crímenes y sin embargo era casual. He llegado hasta Jorge buscando un autor de todos los crímenes, y resultó que detrás de cada crimen había un autor diferente, o bien ninguno. He llegado hasta Jorge persiguiendo el plan de una mente perversa y razonadora, y no existía plan alguno, o mejor dicho, al propio Jorge se le fue de las manos su plan inicial y después empezó una cadena de causas, de causas concomitantes, y de causas contradictorias entre sí, que procedieron por su cuenta, creando relaciones que ya no dependían de ningún plan. ¿Dónde está mi ciencia? He sido un testarudo, he perseguido un simulacro de orden, cuando debía saber muy bien que no existe orden en el universo.
—Pero, sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo…
—Gracias, Adso, has dicho algo muy bello. El orden que imagina nuestra mente es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido, carecía de sentido. Er muoz gelîchesame die Leiter abewerfen, sô Er an ir ufgestigen ist…[*] ¿Se dice así?
—Así suena en mi lengua. ¿Quién lo ha dicho?
—Un místico de tu tierra. Lo escribió en alguna parte, ya no recuerdo dónde. Y tampoco es necesario que alguien encuentre alguna vez su manuscrito. Las únicas verdades que sirven son instrumentos que luego hay que tirar.
—No podéis reprocharos nada, habéis hecho todo lo que podíais.
—Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.
Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:
—¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?
Guillermo me miró sin que sus facciones expresaran el más mínimo sentimiento, y dijo:
—¿Cómo podría un sabio seguir comunicando su saber si respondiese afirmativamente a tu pregunta?
No entendí el sentido de sus palabras:
—¿Queréis decir —pregunté— que ya no habría saber posible y comunicable si faltase el criterio mismo de verdad, o bien que ya no podríais comunicar lo que sabéis porque los otros no os lo permitirían?
En aquel momento un sector del techo de los dormitorios se desplomó produciendo un estruendo enorme y lanzando una nube de chispas hacia el cielo. Una parte de las ovejas y las cabras que vagaban por la explanada pasó junto a nosotros emitiendo atroces balidos. También pasó a nuestro lado un grupo de sirvientes que gritaban, y que casi nos pisotearon.
—Hay demasiada confusión aquí —dijo Guillermo—. Non in commotione, non in commotione Dominus[*].