Segundo día

NOCHE

Donde se penetra por fin en el laberinto, se tienen extrañas visiones, y, como suele suceder en los laberintos, una vez en él se pierde la orientación.

Enarbolando la lámpara delante de nosotros, volvimos a subir al scriptorium, ahora por la escalera oriental, que después continuaba hasta el piso prohibido. Yo pensaba en las palabras de Alinardo sobre el laberinto y esperaba cosas espantosas.

Cuando salimos de la escalera para entrar en el sitio donde no habríamos debido penetrar, me sorprendió encontrarme en una sala de siete lados, no muy grande, sin ventanas, en la que reinaba, como por lo demás en todo aquel piso, un fuerte olor a cerrado o a moho. Nada terrible, pues.

Como he dicho, la sala tenía siete paredes, pero sólo en cuatro de ellas se abría, entre dos columnitas empotradas, un paso bastante ancho sobre el que había un arco de medio punto. Arrimados a las otras paredes se veían unos enormes armarios llenos de libros dispuestos en orden. En cada armario había una etiqueta con un número, y lo mismo en cada anaquel: a todas luces se trataba de los números que habíamos visto en el catálogo. En el centro de la habitación había una gran mesa, también cargada de libros. Todos los volúmenes estaban cubiertos por una capa de polvo bastante tenue, signo de que los libros se limpiaban con cierta frecuencia. Tampoco en el suelo se veían muestras de suciedad. Sobre el arco de una de las puertas había una inscripción, pintada en la pared, con las siguientes palabras: Apocalypsis Iesu Christi[*]. A pesar de que los caracteres eran antiguos, no parecía descolorida. Después, al examinar las que encontramos en las otras habitaciones, vimos que en realidad las letras estaban grabadas en la piedra, y con bastante profundidad, y que las cavidades habían sido rellenadas con tinte, como en los frescos de las iglesias.

Salimos por una de las puertas. Nos encontramos en otra habitación en la que había una ventana, pero no con vidrios sino con lajas de alabastro. Dos paredes eran continuas y en otra se veía un arco, similar al que acabábamos de atravesar, que daba a otra habitación, también con dos paredes continuas, una con una ventana, y otra puerta situada frente a nosotros. En las dos habitaciones había inscripciones similares a la que ya habíamos visto, pero con textos diferentes: Super thronos viginti quatuor[*], rezaba la de la primera; Nomen illi mors[*], la de la segunda. En cuanto a lo demás, aunque las dos habitaciones fuesen más pequeñas que aquella por la que habíamos entrado en la biblioteca (de hecho, aquélla era heptagonal y éstas rectangulares), el mobiliario era similar: armarios con libros y mesa en el centro.

Pasamos a la tercera habitación. En ella no había libros ni inscripción. Bajo la ventana se veía un altar de piedra. Además de la puerta por la que habíamos entrado, había otras dos: una que daba a la habitación heptagonal del comienzo, y otra por la que nos introdujimos en una nueva habitación, similar a las demás, salvo por la inscripción que rezaba: Obscuratus est sol et aer[*]. De allí se accedía a una nueva habitación, cuya inscripción rezaba: Facta est grando et ignis[*]. No había más puertas, o sea que no se podía seguir avanzando y para salir había que retroceder.

—Veamos un poco —dijo Guillermo—. Cinco habitaciones cuadrangulares o más o menos trapezoidales, cada una de ellas con una ventana, dispuestas alrededor de una habitación heptagonal, sin ventanas, hasta la que se llega por la escalera. Me parece elemental. Estamos en el torreón oriental; desde fuera cada torreón presenta cinco ventanas y cinco paredes. El cálculo es exacto. La habitación vacía es justo la que mira hacia oriente, como el coro de la iglesia, y al alba la luz del sol ilumina el altar, cosa que me parece muy apropiada y devota. La única idea que considero astuta es la de las lajas de alabastro. De día filtran una luz muy bonita, pero de noche ni siquiera dejan pasar los rayos lunares. De modo que no es un gran laberinto. Ahora veamos adonde dan las otras dos puertas de la habitación heptagonal. Creo que no tendremos dificultades para orientarnos.

Mi maestro se equivocaba, pues los constructores de la biblioteca habían sido más hábiles de lo que imaginábamos. No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo. Tratamos de orientarnos por las inscripciones. En cierto momento pasamos por una habitación donde se leía In diebus illis[*]; después de dar algunas vueltas nos pareció que habíamos regresado a ella. Pero recordábamos que la puerta situada frente a la ventana daba a una habitación donde se leía Primogenitus mortuorum[*], y ahora, en cambio, daba a otra que de nuevo tenía la inscripción Apocalypsis Iesu Christi, pero que no era la sala heptagonal de la que habíamos partido. Eso nos hizo pensar que a veces las inscripciones se repetían. Encontramos dos habitaciones adyacentes con la inscripción Apocalypsis, y en seguida otra con la inscripción Cecidit de coelo stella magna[*].

No había dudas sobre la fuente de todas esas frases: eran versículos del Apocalipsis de Juan, pero ¿por qué estaban pintadas en las paredes? ¿A qué lógica obedecía su colocación? Para colmo de confusiones, descubrimos que algunas frases, no muchas, no estaban escritas en negro sino en rojo.

En determinado momento volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos partido (podía reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos. Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola puerta, por la que accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado y llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala heptagonal de la que habíamos partido.

—¿Cómo se llamaba la habitación desde la que acabamos de retroceder? —preguntó Guillermo.

Equus albus[*] —dije tratando de recordar.

—Bueno, regresemos a ella.

En seguida la encontramos. Una vez allí, salvo retroceder, sólo quedaba la posibilidad de pasar a la habitación llamada Gratia vobis et pax[*], donde nos pareció que, saliendo por la derecha, tampoco retrocederíamos. En efecto, encontramos otras dos habitaciones, In diebus illis y Primogenitus mortuorum (pero ¿no serían las que habíamos encontrado antes?), y, finalmente, llegamos a una habitación donde nos pareció que aún no habíamos estado: Tertia pars terrae combusta est[*]. Pero para entonces ya éramos incapaces de situarnos respecto del torreón oriental.

Adelantando la lámpara, me lancé hacia las siguientes habitaciones. Un gigante de proporciones amenazadoras, y cuyo cuerpo ondeante y fluido parecía el de un fantasma, salió a mi encuentro.

—¡Un diablo! —grité, y poco faltó para que se me cayese la lámpara, mientras corría a refugiarme entre los brazos de Guillermo.

Éste cogió la lámpara y haciéndome a un lado avanzó con una determinación que me pareció sublime. También él vio algo, porque se detuvo bruscamente. Después volvió a asomarse y alzó la lámpara.

Se echó a reír.

—Realmente ingenioso. ¡Un espejo!

—¿Un espejo?

—Sí, mi audaz guerrero —dijo Guillermo—. Hace poco, en el scriptorium, te has arrojado con tanto valor sobre un enemigo real, y ahora te asustas de tu propia imagen. Un espejo, que te devuelve tu propia imagen, agrandada y deformada.

Cogiéndome de la mano me llevó hasta la pared situada frente a la entrada de la habitación. Ahora que la lámpara estaba más cerca podía ver, en una hoja de vidrio con ondulaciones, nuestras dos imágenes, grotescamente deformadas, cuya forma y altura variaba según nos acercásemos o nos alejásemos.

—Léete algún tratado de óptica —dijo Guillermo con tono burlón—. Sin duda, los fundadores de la biblioteca lo han hecho. Los mejores son los de los árabes. Alhazen compuso un tratado De aspectibus[*] donde, con rigurosas demostraciones geométricas, describe la fuerza de los espejos. Según la ondulación de su superficie, los hay capaces de agrandar las cosas más minúsculas (¿y qué hacen si no mis lentes?), mientras que otros presentan las imágenes invertidas, u oblicuas, o muestran dos objetos en lugar de uno, o cuatro en lugar de dos. Otros, como éste, convierten a un enano en un gigante, o a un gigante en un enano.

—¡Jesús! —exclamé—. Entonces, ¿son éstas las visiones que algunos dicen haber tenido en la biblioteca?

—Quizá. La idea es realmente ingeniosa —leyó la inscripción situada sobre el espejo: Super thronos viginti quator—. Ya la hemos encontrado, pero en una sala sin espejo. Además, ésta no tiene ventanas, y tampoco es heptagonal. ¿Dónde estamos? —miró alrededor y después se acercó a un armario—. Adso, sin aquellos benditos oculi ad legendum[*] no logro comprender lo que hay escrito en estos libros. Léeme algunos títulos.

Cogí un libro al azar:

—¡Maestro, no está escrito!

—¿Cómo? Veo que está escrito. ¿Qué lees en él?

—No leo. No son letras del alfabeto, y no es griego, no podríais reconocerlo. Parecen gusanillos, sierpes, cagaditas de mosca…

—¡Ah! Es árabe. ¿Qué más hay?

—Varios más. Aquí hay uno en latín, gracias a Dios… Al… Al Kuwarizmi, Tabulae[*].

—¡Las tablas astronómicas de Al Kuwarizmi, traducidas por Adelardo de Bath! ¡Una obra rarísima! ¿Qué más?

—Isa ibn Ali, De oculis[*], Alkindi, De radiis stellatis[*]

—Ahora mira lo que hay en la mesa.

Abrí un gran volumen que había sobre la mesa, un De bestiis[*], y ante mis ojos apareció una exquisita miniatura que representaba un bellísimo unicornio.

—Muy bien pintado —comentó Guillermo, que podía ver las imágenes—. ¿Y aquél?

Liber monstruorum de diversis generibus[*] —leí—. Éste también tiene bellas imágenes, pero me parece que son más antiguas.

Guillermo inclinó el rostro sobre el texto:

—Iluminado por monjes irlandeses, hace por lo menos un par de siglos. En cambio, el libro del unicornio es mucho más reciente; creo que está iluminado a la manera de los franceses.

Otra vez tuve ocasión de admirar la sabiduría de mi maestro. Pasamos a la siguiente habitación, y luego a las cuatro posteriores, todas con ventanas, y todas llenas de libros en lenguas desconocidas, junto con otros de ciencias ocultas, y finalmente llegamos a una pared que nos obligó a volver sobre nuestros pasos, porque las últimas cinco habitaciones sólo comunicaban entre sí, y de ninguna de ellas podía salirse hacia otra dirección.

—Por la inclinación de las paredes, deberíamos de estar en el pentágono de otro torreón —dijo Guillermo—, pero falta la sala heptagonal del centro, de modo que, quizá, nos equivoquemos.

—¿Y las ventanas? ¿Cómo puede haber tantas ventanas? Es imposible que todas las habitaciones den al exterior.

—Olvidas el pozo central. Muchas de las ventanas que hemos visto dan al octágono del pozo. Si fuese de día, la diferencia de luminosidad nos permitiría distinguir las ventanas externas de las internas, e, incluso, reconocer quizá la posición de las habitaciones respecto al sol. Pero por la noche no se ven esas diferencias. Retrocedamos.

Regresamos a la habitación del espejo y nos dirigimos hacia la tercera puerta, por la que nos pareció que aún no habíamos pasado. Vimos una sucesión de tres o cuatro habitaciones, y en el fondo vislumbramos un resplandor.

—¡Hay alguien! —exclamé ahogando la voz.

—Si lo hay, ya ha percibido nuestra lámpara —dijo Guillermo, cubriendo, sin embargo, la llama con la mano.

Permanecimos quietos durante uno o dos minutos. El resplandor seguía oscilando levemente, pero sin aumentar ni disminuir.

—Quizá sólo sea una lámpara —siguió Guillermo—, de las que se ponen para convencer a los monjes de que la biblioteca está habitada por las almas de los muertos. Pero hay que averiguarlo. Tú quédate aquí cubriendo la lámpara, mientras yo me adelanto con cautela.

Todavía avergonzado por el triste papel que había hecho delante del espejo, quise redimirme ante los ojos de Guillermo:

—No, voy yo —dije—, vos quedaos aquí. Avanzaré con cautela, soy más pequeño y más ágil. Tan pronto como compruebe que no hay peligro os llamaré.

Así lo hice. Atravesé tres habitaciones caminando pegado a las paredes, ágil como un gato (o como un novicio que baja a la cocina para robar queso de la despensa, empresa en la que había tenido ocasión de destacarme en Melk). Llegué hasta el umbral de la habitación de donde procedía el resplandor, bastante débil, y, pegándome a la pared en que se apoyaba la columna de la derecha, me asomé para espiar. No había nadie. Sobre la mesa había una especie de lámpara que, casi extinguida, despedía abundante humo. No era una linterna como la nuestra. Parecía más bien un turíbolo descubierto; no tenía llama, pero bajo una tenue capa de ceniza algo se quemaba. Me armé de valor y entré. Junto al turíbolo, sobre la mesa, había un libro abierto en el que se veían imágenes de colores muy vivos. Me acerqué y vi cuatro franjas de diferentes colores: amarillo, bermellón, turquesa y tierra quemada. Destacaba la figura de una bestia horrible, un dragón de diez cabezas, que con la cola barría las estrellas del cielo y las arrojaba hacia la tierra. De pronto vi que el dragón se multiplicaba, y las escamas se separaban de la piel para formar un anillo rutilante que giraba alrededor de mi cabeza. Me eché hacia atrás y vi que el techo de la habitación se inclinaba y bajaba hacia mí. Después escuché como un silbido de mil serpientes, pero no terrorífico, sino casi seductor, y apareció una mujer rodeada de luz, que acercó su rostro al mío echándome el aliento. Extendí los brazos para alejarla y me pareció que mis manos tocaban los libros del armario de enfrente, o que éstos se agrandaban enormemente. Ya no sabía dónde me encontraba, ni dónde estaba la tierra ni el cielo. En el centro de la habitación vi a Berengario, que me miraba con una sonrisa desagradable, rebosante de lujuria. Me cubrí el rostro con las manos y mis manos me parecieron viscosas y palmeadas como patas de escuerzo. Grité, creo, y sentí un sabor ligeramente ácido en la boca. Y entonces me hundí en una oscuridad infinita, que parecía abrirse más y más bajo mis pies, y perdí el conocimiento.

Después de lo que me parecieron siglos, desperté al sentir unos golpes que retumbaban en mi cabeza. Estaba tendido en el suelo y Guillermo me estaba dando bofetadas en las mejillas. Ya no me encontraba en aquella habitación, y mis ojos descubrieron una inscripción que rezaba Requiescant a laboribus suis[*].

—Vamos, vamos, Adso —me susurraba mi maestro—. No es nada.

—Las cosas… —dije, todavía delirando—. Allí, la bestia…

—Ninguna bestia. Te he encontrado delirando al pie de una mesa sobre la que había un bello apocalipsis mozárabe, abierto en la página de la mulier amicta sole[*] enfrente del dragón. Pero por el olor me di cuenta de que habías respirado algo malo, y en seguida te saqué de allí. También a mí me duele la cabeza.

—Pero ¿qué he visto?

—No has visto nada. Lo que sucede es que en aquella habitación se quemaban unas sustancias capaces de provocar visiones. Las reconocí por el olor. Es algo de los árabes; quizá lo mismo que el Viejo de la Montaña hacía aspirar a sus asesinos antes de cada misión. Así se explica el misterio de las visiones. Alguien pone hierbas mágicas durante la noche para hacer creer a los visitantes inoportunos que la biblioteca está protegida por presencias diabólicas. En definitiva, ¿qué sentiste?

Confusamente, por lo que fui capaz de recordar, le describí mi visión. Guillermo se echó a reír:

—La mitad es una ampliación de lo que habías visto en el libro, y la otra mitad es la expresión de tus deseos y de tus miedos. Esos son los efectos que provocan dichas hierbas. Mañana tendremos que hablar con Severino; creo que sabe más de lo que quiere hacernos creer. Son hierbas, sólo hierbas, sin necesidad de las operaciones nigrománticas que mencionaba el vidriero. Hierbas, espejos… Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de una mente perversa. Pero la noche ha sido dura. Ahora hay que salir de aquí. Estás descompuesto y necesitas agua y aire fresco. Es inútil tratar de abrir estas ventanas; están demasiado altas y probablemente hace décadas que no se abren. ¿Cómo han podido pensar que Adelmo se arrojó por una de ellas?

Salir, dijo Guillermo. Como si fuese fácil. Sabíamos que a la biblioteca sólo podía llegarse por un torreón, el oriental. Pero ¿dónde estábamos en aquel momento? Habíamos perdido totalmente la orientación. Mientras deambulábamos temiendo no poder salir nunca de allí, yo tambaleándome aún y a punto de vomitar, Guillermo bastante preocupado por mí y enfadado consigo mismo por la insuficiencia de sus conocimientos, tuvimos, mejor dicho tuvo él, una idea para el día siguiente. Suponiendo que lográsemos salir, deberíamos regresar a la biblioteca con un tizón de madera quemada o con otra sustancia apta para marcar signos en las paredes.

—Sólo hay una manera —recitó, en efecto, Guillermo— de encontrar la salida de un laberinto. Al llegar a cada nudo nuevo, o sea hasta el momento no visitado, se harán tres signos en el camino de llegada. Si se observan signos en alguno de los caminos del nudo, ello indicará que el mismo ya ha sido visitado, y entonces sólo se marcará un signo en el camino de llegada. Cuando todos los pasos de un nudo ya estén marcados, habrá que retroceder. Pero si todavía quedan uno o dos pasos sin marcar, se escogerá uno al azar, y se lo marcará con dos signos. Cuando se escoja un paso marcado con un solo signo, se marcarán dos más, para que ya tenga tres. Si al llegar a un nudo sólo se encuentran pasos marcados con tres signos, o sea, si no quedan pasos que aún falte marcar, ello indicará que ya se han recorrido todas las partes del laberinto.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Sois experto en laberintos?

—No, recito lo que dice un texto antiguo que leí en cierta ocasión.

—¿Y con esa regla se puede encontrar la salida?

—Que yo sepa, casi nunca. Pero igual probaremos. Además, en los próximos días tendré lentes y dispondré de más tiempo para examinar los libros. Quizá donde el itinerario de las inscripciones nos confunde, el de los libros, en cambio, nos proporcione una regla de orientación.

—¿Tendréis las lentes? ¿Cómo haréis para recuperarlas?

—He dicho que tendré lentes. Haré unas nuevas. Creo que el vidriero está esperando una ocasión como ésta para probar algo nuevo. Suponiendo que disponga de instrumentos adecuados para tallar los vidrios. Porque estos últimos no faltan en su taller.

Mientras deambulábamos buscando el camino, sentí de pronto, en medio de una habitación, una mano invisible que me acariciaba el rostro, al tiempo que un gemido, que no era humano ni animal, resonaba en aquel cuarto y en el de al lado, como si un espíritu vagase por las salas. Debería de haber estado preparado para las sorpresas de la biblioteca, pero de nuevo me aterroricé y di un salto hacia atrás. También Guillermo debía de haber sentido lo mismo que yo, porque se estaba tocando la mejilla, y, con la lámpara en alto, miraba a su alrededor.

Alzó una mano, después observó la llama, que ahora parecía más viva. Entonces se humedeció un dedo y lo mantuvo vertical delante de sí.

—¡Claro! —exclamó después.

Y me mostró dos sitios, en dos paredes enfrentadas, donde, a la altura de un hombre, se abrían dos troneras muy estrechas. Bastaba acercar la mano para sentir el aire frío que llegaba del exterior. Y al acercar la oreja se oía un murmullo, como si ahora soplase viento afuera.

—Algún sistema de ventilación debía tener la biblioteca —dijo Guillermo—. Si no la atmósfera sería irrespirable, sobre todo en verano. Además, estas troneras también aseguran una dosis adecuada de humedad, para que los pergaminos no se sequen. Pero los fundadores fueron aún más ingeniosos. Dispusieron las troneras de tal modo que, en las noches de viento, el aire que penetra por estas aberturas forme corrientes cruzadas que, al atascarse en las sucesivas habitaciones, produzcan los sonidos que acabamos de oír. Sumados a los espejos y a las hierbas, estos últimos infunden aún más miedo a los incautos que, como nosotros, penetran en la biblioteca sin conocer bien su disposición. Por un instante hemos pensado que unos fantasmas nos estaban echando su aliento sobre el rostro. Hasta ahora no lo habíamos sentido porque sólo ahora se ha levantado viento. Otro misterio resuelto. ¡Pero todavía no sabemos cómo salir!

Mientras hablábamos seguíamos deambulando, ya extraviados y sin ni siquiera leer las inscripciones, que parecían todas iguales. Nos topamos con una nueva sala heptagonal, recorrimos las habitaciones adyacentes, y tampoco encontramos la salida. Retrocedimos, pasó casi una hora, ya no intentábamos saber dónde podíamos estar. En determinado momento, Guillermo decidió que debíamos darnos por vencidos, y que sólo quedaba echarse a dormir en alguna sala, y esperar que al otro día Malaquías nos encontrase. Mientras nos lamentábamos por el miserable final de nuestra hermosa empresa, reencontramos de pronto la sala donde estaba la escalera. Agradecimos al cielo con fervor, y bajamos llenos de alegría.

Una vez en la cocina, nos lanzamos hacia la chimenea. Entramos en el pasadizo del osario, y juro que la mueca mortuoria de aquellas cabezas descarnadas me pareció dulce como la sonrisa de alguien querido. Regresamos a la iglesia y salimos por la puerta septentrional, para ir a sentarnos, felices, entre las lápidas. El agradable aire de la noche me pareció un bálsamo divino. Las estrellas brillaban a nuestro alrededor, y las visiones de la biblioteca me parecieron bastante lejanas.

—¡Qué hermoso es el mundo y qué feos son los laberintos! —dije aliviado.

—¡Qué hermoso sería el mundo si existiese una regla para orientarse en los laberintos! —respondió mi maestro.

—¿Qué hora será? —pregunté.

—He perdido la noción del tiempo. Pero convendrá que estemos en nuestras celdas antes de que llamen a maitines.

Caminamos junto a la pared izquierda de la iglesia, pasamos frente a la portada (giré la cabeza porque no quería ver a los ancianos del Apocalipsis, ¡super thronos viginti quatuor!) y atravesamos el claustro para llegar al albergue de los peregrinos.

En el umbral del edificio estaba el Abad, que nos miró con gesto severo.

—Os he buscado durante toda la noche —dijo, dirigiéndose a Guillermo—. No os he encontrado en vuestra celda, ni en la iglesia…

—Estábamos siguiendo una pista… —dijo vagamente Guillermo, con visible incomodidad.

El Abad lo miró un momento y luego dijo con voz grave y pausada:

—Os busco desde que acabó el oficio de completas. Berengario no estaba en el coro.

—¡Qué me estáis diciendo! —exclamó Guillermo con aire risueño.

En efecto: acababa de convencerse de que había estado escondido en el scriptorium.

—No estaba en el coro durante el oficio de completas —repitió el Abad—, y no ha regresado a su celda. Están por llamar a maitines. Veremos si aparece ahora. Si no, me temo que haya sucedido otra desgracia.

Cuando llamaron a maitines, Berengario no estaba.