Sexto día

DESPUÉS DE COMPLETAS

Donde, casi por casualidad, Guillermo descubre el secreto para entrar en el finis Africae.

Nos apostamos, como dos sicarios, cerca de la entrada, detrás de una columna, desde donde podía observarse la capilla de las calaveras.

—Abbone ha ido a cerrar el Edificio —dijo Guillermo—. Una vez haya atrancado las puertas por dentro, tendrá que salir por el osario.

—¿Y entonces?

—Entonces veremos qué hace.

No pudimos saber qué estaba haciendo. Una hora más tarde seguía sin aparecer. Ha ido al finis Africae, dije. Quizá, respondió Guillermo. Ya habituado a formular muchas hipótesis, añadí: O quizá ha vuelto a salir por el refectorio y ha ido a buscar a Jorge. Y Guillermo: También es posible. Quizá Jorge ya esté muerto, seguí suponiendo. Quizá esté en el Edificio, quizá esté matando al Abad. Quizá los dos estén en otra parte y alguien les haya tendido una trampa. ¿Qué querían los «italianos»? ¿Por qué tenía tanto miedo Bencio? ¿No sería una máscara que se había puesto en el rostro para engañarnos? ¿Por qué se había demorado en el scriptorium durante vísperas, si no sabía cómo cerrar ni cómo salir? ¿Acaso quería probar el camino del laberinto?

—Todo es posible —dijo Guillermo—. Pero sólo una cosa sucede, ha sucedido o está sucediendo. Y, además, la misericordia divina nos está obsequiando una certeza patente.

—¿Cuál? —pregunté lleno de esperanza.

—La de que fray Guillermo de Baskerville, que ahora tiene la impresión de haberlo comprendido todo, sigue sin saber cómo entrar en el finis Africae. A los establos, Adso, a los establos.

—¿Y si nos encuentra el Abad?

—Fingiremos ser dos espectros.

No me pareció una solución practicable, pero callé. Guillermo se estaba poniendo nervioso. Salimos por la puerta septentrional y atravesamos el cementerio, mientras el viento soplaba con fuerza. Rogué al Señor que no hiciera que fuésemos nosotros quienes nos topáramos con dos espectros, porque aquella noche no había precisamente penuria de almas en pena en la abadía. Llegamos a los establos y escuchamos a los caballos, cada vez más inquietos por la furia de los elementos. En el portón principal había, a la altura del pecho de un hombre, una gran reja de metal por la que podía mirarse hacia adentro. Divisamos en la oscuridad el perfil de los caballos; reconocí a Brunello porque era el primero de la izquierda. A su derecha el tercer animal de la fila alzó la cabeza cuando nuestra presencia, y relinchó. Sonreí:

—Tertius equi —dije.

—¿Cómo? —preguntó Guillermo.

—Nada, me acordaba del pobre Salvatore. Quería hacer no sé qué encantamiento con ese caballo, y en su latín lo llamaba tertius equi. Ésa seria la u.

—¿La u? —preguntó Guillermo, que había seguido mi divagación sin estar demasiado atento.

—Sí, porque tertius equi no significa el tercer caballo sino el tercero del caballo, y la tercera letra de la palabra caballo es la u. Pero es una tontería.

Guillermo me miró, y en la oscuridad me pareció ver que su rostro se alteraba:

—¡Dios te bendiga, Adso! Pero, sí, suppositio materialis[*], el discurso se toma de dicto, no de re…[*] ¡Qué estúpido soy! —se dio un golpe en la frente, con la palma muy abierta, tan fuerte que se escuchó un chasquido y creí que se había hecho daño—. ¡Mi querido muchacho, es la segunda vez que hoy por tu boca habla la sabiduría, primero en sueños y ahora despierto! Corre, corre a tu celda y coge la lámpara. Mejor coge las dos que tenemos escondidas. Que no te vean. ¡Estaré esperándote en la iglesia! No hagas preguntas. ¡Ve!

Fui sin hacer preguntas. Las lámparas estaban debajo de mi lecho, llenas de aceite, porque ya me había ocupado de llenarlas. En mi sayo tenía el eslabón. Con aquellos dos preciosos instrumentos ocultos en el pecho, corrí hacia la iglesia.

Guillermo estaba bajo el trípode. Releía el pergamino con los apuntes de Venancio.

—Adso —me dijo—, primum et septimum de quatuor no significa el primero y el séptimo de los cuatro, sino del cuatro, ¡de la palabra cuatro!

Yo seguía sin entender. De pronto, tuve una iluminación:

—¡Super thronos viginti quatuor! ¡La inscripción! ¡Las palabras grabadas sobre el espejo!

—¡Vamos! —dijo Guillermo—. ¡Quizá aún estemos a tiempo de salvar una vida!

—¿La de quién? —pregunté, mientras él ya manipulaba las calaveras para abrir la entrada al osario.

—La de uno que no se lo merece —dijo.

Y ya estábamos en la galería subterránea, con las lámparas encendidas, caminando hacia la puerta que daba a la cocina.

Como he dicho anteriormente, al final del pasadizo bastaba empujar una puerta de madera para estar en la cocina, detrás de la chimenea, al pie de la escalera de caracol que conducía al scriptorium. Estábamos empujando la puerta, cuando oímos a nuestra izquierda unos ruidos apagados, procedentes de la pared que había junto a la puerta, donde terminaba la fila de nichos llenos de huesos y calaveras. Entre el último nicho y la puerta había un lienzo de pared sin aberturas, hecho con grandes bloques cuadrados de piedra; en el centro se veía una vieja lápida con unos monogramas ya gastados por el tiempo. Los golpes parecían proceder de detrás de la lápida, o bien de arriba de la lápida, en parte de detrás de la pared y en parte de arriba de nuestras cabezas.

Si algo semejante hubiera sucedido la primera noche, en seguida habría pensado en los monjes difuntos. Pero a estas alturas ya esperaba cosas peores de los monjes vivos.

—¿Quién será? —pregunté.

Guillermo abrió la puerta y salió detrás de la chimenea. Los golpes también se oían a lo largo de la pared que había junto a la escalera de caracol, como si alguien estuviese preso en el muro, o sea dentro del espesor de pared (sin duda, muy grande), cuya existencia cabía suponer entre el muro interno de la cocina y el extremo del torreón meridional.

—Hay alguien encerrado allí dentro —dijo Guillermo—. Siempre me había preguntado si no existiría otro acceso al finis Africae en este Edificio lleno de pasadizos. Sin duda, existe. En el osario, antes de subir hacia la cocina, se abre un lienzo de pared y por una escalera paralela a ésta, oculta dentro de la pared, se llega directamente a la habitación tapiada.

—¿Pero quién está ahora allí dentro?

—La segunda persona. Una está en el finis Africae; la otra ha tratado de llegar hasta ella; pero la que está arriba debe de haber trabado el mecanismo que permite abrir las dos entradas. De modo que el visitante ha quedado atrapado. Y debe de agitarse mucho, porque supongo que en ese tubo no habrá mucho aire.

—¿Quién es? ¡Salvémoslo!

—Pronto sabremos quién es. En cuanto a salvarlo, sólo podremos hacerlo destrabando el mecanismo desde arriba, porque desde aquí no sabemos cómo se hace. O sea que subamos rápido.

Eso hicimos. Subimos al scriptorium y de allí al laberinto, donde no tardamos en llegar al torreón meridional. En dos ocasiones tuve que frenar la carrera porque el viento que aquella noche entraba por las hendiduras de la pared producía unas corrientes que, al meterse por aquellos vericuetos, recorrían gimiendo las habitaciones, soplaban entre los folios desparramados sobre las mesas, y me obligaban a proteger la llama con la mano.

Pronto llegamos a la habitación del espejo, ya preparados para el juego de deformaciones que nos esperaba. Alzamos las lámparas e iluminamos los versículos que había sobre el marco: super thronos viginti quatuor… Ahora el secreto ya estaba aclarado: la palabra quatuor tiene siete letras, había que actuar sobre la q y sobre la r. Excitado, pensé en hacerlo yo: me apresuré a dejar la lámpara en la mesa del centro de la habitación, pero con tal nerviosismo que la llama fue a lamer la encuadernación de uno de los libros que había sobre ella.

—¡Ten cuidado, tonto! —gritó Guillermo, y de un soplo apagó la llama—. ¿Quieres incendiar la biblioteca?

Pedí disculpas y traté de encender otra vez la lámpara.

—No importa —dijo Guillermo—, la mía es suficiente. Cógela e ilumíname, porque la inscripción está demasiado arriba y tú no llegarías. Apresurémonos.

—¿Y si dentro hubiese alguien armado? —pregunté, mientras Guillermo, casi a tientas, buscaba las letras fatídicas, alzándose en las puntas de los pies, alto como era, para tocar el versículo apocalíptico.

—Ilumina, por el demonio, y no temas, ¡Dios está con nosotros! —me respondió no con mucha coherencia.

Sus dedos estaban tocando la q de quatuor, y yo, que me encontraba unos pasos más atrás, veía mejor que él lo que estaba haciendo. Como ya he dicho, las letras de los versículos parecían talladas o grabadas en la pared: era evidente que las de la palabra quatuor estaban hechas con perfiles de metal, detrás de los cuales estaba encajado y empotrado un mecanismo prodigioso. Porque cuando tiró de la q, se oyó un golpe seco, y lo mismo sucedió cuando tiró de la r. Se sacudió todo el marco del espejo y la placa de vidrio saltó hacia adentro. El espejo era una puerta, cuyos goznes estaban a la izquierda. Guillermo metió la mano en la abertura que había quedado entre el borde derecho y la pared, y tiró hacia sí. Chirriando, la puerta se abrió hacia nosotros. Guillermo entró por la abertura, y yo me deslicé tras él, alzando la lámpara por encima de mi cabeza.

Dos horas después de completas, al final del sexto día, en mitad de la noche en que se iniciaba el séptimo día, habíamos penetrado en el finis Africae.