DESPUÉS DE COMPLETAS
Donde Ubertino refiere a Adso la historia de fray Dulcino, Adso por su cuenta recuerda o lee en la biblioteca otras historias, y después acontece que se encuentra con una muchacha hermosa y terrible como un ejército dispuesto para el combate.
En efecto, encontré a Ubertino ante la estatua de la Virgen. Me uní a él en silencio y durante un momento (lo confieso) fingí que rezaba. Después me atreví a hablarle:
—Padre santo, ¿puedo pediros que me alumbréis y me aconsejéis?
Ubertino me miró, me cogió de la mano, se puso de pie y me condujo hasta una banqueta donde ambos nos sentamos. Me estrechó con fuerza y pude sentir su aliento en mi rostro.
—Queridísimo hijo —empezó diciéndome—, todo lo que este pobre y viejo pecador pueda hacer por tu alma lo hará con alegría. ¿Qué te inquieta? ¿Acaso la ansiedad? —preguntó, también con la ansiedad casi pintada en el rostro—. ¿La ansiedad de la carne?
—No —respondí ruborizándome—, en todo caso, la ansiedad de la mente, que quiere conocer demasiado…
—Eso es malo. El Señor lo conoce todo. A nosotros sólo nos incumbe alabar su sabiduría.
—Pero también nos incumbe distinguir entre el bien y el mal, y comprender las pasiones humanas. Soy novicio, pero más tarde seré monje y sacerdote, y debo saber dónde está el mal, y qué aspecto tiene, para reconocerlo cuando surja la ocasión, y para enseñar a los otros cómo reconocerlo.
—Tienes razón, muchacho. Y ahora dime qué quieres conocer.
—La mala hierba de la herejía, padre —dije con convicción. Y luego, de una tirada —. He oído hablar de un hombre malvado que sedujo a muchos otros: fray Dulcino.
Ubertino guardó silencio. Después dijo:
—Tienes razón, nos lo oíste mencionar a fray Guillermo y a mí la otra noche. Pero es una historia muy fea, y me duele hablar de ella, porque enseña (sí, en este sentido conviene que la conozcas, para extraer una enseñanza), porque enseña, decía, cómo el amor de penitencia y el deseo de purificar el mundo pueden engendrar la sangre y el exterminio —se acomodó mejor en la banqueta, y aflojó la presión del brazo sobre mis hombros, pero tocándome siempre el cuello con una mano, como para comunicarme no sé si su saber o su ardor—. La historia empieza antes de fray Dulcino, hace más de sesenta años, cuando yo era niño. Sucedió en Parma. Allí comenzó a predicar un tal Gherardo Segalelli, que recorría las calles invitándolos a todos a hacer vida de penitencia. «¡Penitenciágite!», gritaba, y era su manera inculta de decir: «Penitentiam agite, appropinquabit enim regnum coelorum»[*]. Invitaba a sus discípulos a comportarse como los apóstoles, y quiso que a su secta la llamaran la orden de los apóstoles y que sus miembros recorriesen el mundo como pobres mendicantes, viviendo sólo de la limosna…
—Igual que los fraticelli —dije—. ¿Acaso no fue éste el mandato de Nuestro Señor, y de vuestro Francisco?
—Sí —admitió Ubertino con una leve vacilación en la voz y suspirando—. Pero quizá Gherardo exageró. Él y los suyos fueron acusados de no reconocer la autoridad de los sacerdotes ni la celebración de la misa ni la confesión, y de vagar ociosos por el mundo.
—También a los franciscanos espirituales se les hicieron esas acusaciones. ¿Acaso no afirman hoy los franciscanos que no hay que reconocer la autoridad del papa?
—Sí, pero reconocen la de los sacerdotes. Nosotros mismos somos sacerdotes. Es difícil distinguir en estas cosas, muchacho. Tan sutil es la línea que separa el bien y el mal… Como quiera que haya sido, Gherardo se equivocó y pecó de herejía. Pidió que lo admitieran en la orden franciscana, pero nuestros hermanos no lo aceptaron. Pasaba los días en la iglesia de nuestros frailes y vio que en las pinturas los apóstoles aparecían representados con sandalias en los pies y con capas sobre los hombros, de modo que se dejó crecer el cabello y la barba, y se puso sandalias en los pies y en la cintura la cuerda de los franciscanos, porque todo aquel que quiere fundar una nueva congregación siempre toma algo de la orden del beato Francisco.
—Entonces hacía bien…
—Pero en algo se equivocó… Vestido con una capa blanca sobre una túnica blanca, y con el cabello largo, conquistó entre los simples fama de santidad. Vendió una casita y, una vez tuvo el dinero, se subió a una roca desde donde antes solían arengar los podestás, con la bolsa de monedas en la mano, y no las arrojó ni entregó a los pobres, sino que llamó a unos pillos que jugaban cerca y vació la bolsa sobre ellos diciéndoles: «Que coja el que quiera», y cogieron el dinero y fueron a jugárselo a los dados, y blasfemaban contra el Dios viviente, y él, que les había dado el dinero, los escuchaba sin ruborizarse.
—Pero también Francisco se desprendió de todo y hoy Guillermo me ha contado que fue a predicar a las cornejas y a los gavilanes, y también a los leprosos, o sea a la hez que el pueblo de los que se decían virtuosos tenía marginada…
—Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco nunca llegó a enfrentarse con la santa iglesia, y el Evangelio dice que hay que dar a los pobres, no a los pillos. Gherardo dio y no recibió nada a cambio, porque la gente a la que había dado era mala, y malos fueron sus comienzos, mala la continuación y malo el fin, porque su secta fue condenada por el papa Gregorio X.
—Quizá era un papa con menos visión que el que aprobó la regla de Francisco…
—Sí, pero Gherardo se equivocó en algo. Francisco, en cambio, sabía bien lo que hacía. ¡Además, muchacho, aquellos porquerizos y vaqueros convertidos de pronto en seudoapóstoles querían vivir tranquilamente, y sin sudor, vivir de las limosnas de aquellos que con tanta fatiga y con tan heroico ejemplo de pobreza habían educado los frailes franciscanos! Pero no es eso —añadió en seguida—. Lo que sucedió fue que, para parecerse a los apóstoles, que todavía eran judíos, Gherardo Segalelli se hizo circuncidar, lo que iba contra las palabras de Pablo a los gálatas… Y ya sabes que muchas personas de gran santidad anuncian que el Anticristo ha de venir del pueblo de los circuncisos. Pero Gherardo hizo algo todavía peor. Fue recogiendo a los simples y diciéndoles: «Venid conmigo a la viña», y aquellos que no lo conocían entraban con él en la viña ajena, creyendo que era suya, y comían la uva de los otros.
—No habrán sido los franciscanos los que defendieron la propiedad ajena —dije con descaro.
Ubertino me lanzó una mirada severa:
—Los franciscanos piden la pobreza para sí mismos, pero nunca la han pedido para los otros. No puedes atentar impunemente contra la propiedad de los buenos cristianos; si lo haces, los buenos cristianos te señalarán como un bandido. Eso fue lo que le sucedió a Gherardo, de quien llegó a decirse (mira, no sé si es verdad, pero confío en la palabra de fray Salimbene, que conoció a aquella gente) que para poner a prueba su fuerza de voluntad y su continencia durmió con algunas mujeres sin tener relaciones sexuales. Pero, cuando sus discípulos trataron de imitarlo, los resultados fueron muy diferentes… ¡Oh, no son cosas que deba saber un muchacho! La hembra es vehículo del demonio… Gherardo siguió gritando «penitenciágite», pero uno de sus discípulos, un tal Guido Putagio, intentó apoderarse de la dirección del grupo, e iba con gran pompa y con muchas cabalgaduras y gastaba mucho dinero y organizaba grandes banquetes como los cardenales de la iglesia de Roma. Y en cierto momento ambos se enfrentaron por el control de la secta, y sucedieron cosas muy feas. Sin embargo, fueron muchos los que siguieron a Gherardo, no sólo campesinos, sino también gente de las ciudades, inscrita en los gremios, y Gherardo los hacía desnudar para que siguiesen desnudos a Cristo desnudo, y los enviaba a predicar por el mundo, pero él se hizo hacer un traje sin mangas, blanco, de tela resistente, ¡y con esa ropa parecía más un bufón que un religioso! Vivían a la intemperie, pero a veces subían a los púlpitos de las iglesias interrumpiendo la asamblea del pueblo devoto y echando a los predicadores. Y en cierta ocasión pusieron a un niño en el trono episcopal de la iglesia de Sant’Orso, en Ravena. Y se decían herederos de la doctrina de Joaquín de Fiore.
—También los franciscanos lo dicen —repliqué—, también Gherardo da Borgo San Donnino, ¡también vos lo decís!
—Cálmate, muchacho. Joaquín de Fiore fue un gran profeta y fue el primero en comprender que la llegada de Francisco marcaría la renovación de la iglesia. Pero los seudoapóstoles utilizaron su doctrina para justificar las propias locuras. Segalelli llevaba consigo a un apóstol femenino, una tal Tripia o Ripia, que decía tener el don de la profecía. Una mujer, ¿entiendes?
—Pero, padre —intenté alegar—, vos mismo, la otra noche, hablabais de la santidad de Chiara da Montefalco y de Angela da Foligno…
—¡Éstas eran santas! ¡Vivían en la humildad reconociendo el poder de la iglesia, no se arrogaron jamás el don de la profecía! En cambio, los seudoapóstoles afirmaban que también las mujeres podían ir predicando de ciudad en ciudad, como sostuvieron también muchos otros herejes. Y ya no se hacía diferencia alguna entre célibes y casados, ni voto alguno fue tenido ya por perpetuo. En suma, para no aburrirte demasiado con historias tan tristes, cuyos matices no estás en condiciones de apreciar plenamente, te diré que por último el obispo Obizzo, de Parma, decidió encarcelar a Gherardo. Pero entonces sucedió algo extraño, que demuestra lo débil que es la naturaleza humana, y lo insidiosa que es la hierba de la herejía. Porque el obispo acabó liberando a Gherardo, y lo sentó a su mesa, junto a él, y reía de sus bromas, y lo tenía como bufón.
—Pero ¿por qué?
—Lo ignoro. O quizá sí sepa por qué. El obispo era noble y no le gustaban los mercaderes y artesanos de la ciudad. Quizá no dejaba de agradarle que con sus prédicas de pobreza Gherardo los atacase, y pasara de pedir limosna a robar. Pero al final intervino el papa, y el obispo tuvo que tomar una actitud de justa severidad. De modo que Gherardo acabó quemado como hereje impenitente. Eso sucedió a comienzos de este siglo.
—¿Y qué tiene que ver fray Dulcino con todo esto?
—Tiene que ver, y esto demuestra que la herejía sobrevive a la propia destrucción de los herejes. El tal Dulcino era el bastardo de un sacerdote que vivía en la diócesis de Novara, en esta parte de Italia, un poco más hacia el norte. Hay quien dice que nació en otra parte, en el valle de Ossola, o en la Romaña. Pero eso no importa. Era un joven de ingenio agudísimo, y se le dieron estudios, pero robó al sacerdote que se ocupaba de él y huyó hacia el este, a la ciudad de Trento. Allí empezó a predicar lo mismo que había predicado Gherardo, de manera aún más herética, pues afirmaba que era el único apóstol verdadero de Dios y que todo debía ser común en el amor y que era lícito ir con cualquier mujer, de modo que nadie podía ser acusado de concubinato, aunque yaciese con su mujer o su hija.
—¿De verdad predicaba eso, o fue acusado de predicarlo? Porque he oído decir que también a los espirituales se los acusó de crímenes, como sucedió con aquellos frailes de Montefalco…
—De hoc satis[*] —me interrumpió bruscamente Ubertino—. Aquéllos habían dejado de ser frailes. Eran herejes. Justamente, contaminados por Dulcino. Y por otra parte, escucha: basta saber lo que Dulcino hizo después para reconocer su impiedad. Tampoco sé cómo llegó a conocer las doctrinas de los seudoapóstoles. Quizá pasó por Parma, cuando joven, y escuchó a Gherardo. Lo que se sabe es que en la región de Bolonia estuvo en contacto con aquellos herejes después de la muerte de Segalelli. Y se sabe con toda seguridad que empezó a predicar en Trento. Allí sedujo a una muchacha hermosísima y de familia noble, llamada Margherita, o ella lo sedujo a él, como Eloísa sedujo a Abelardo, ¡porque no olvides que a través de la mujer penetra el diablo en el corazón de los hombres! Entonces el obispo de Trento lo expulsó de su diócesis, pero Dulcino ya había reunido más de mil adeptos, e inició una larga marcha que volvió a llevarlo a la región donde había nacido. Por el camino se le unían otros ilusos, seducidos por su palabra, y quizá también se le unieron muchos herejes valdenses de estas tierras del norte. Cuando llegó a la región de Novara, Dulcino encontró un ambiente favorable a su rebelión, porque los vasallos que gobernaban la comarca de Gattinara en nombre del obispo de Vercelli habían sido expulsados por la población, que por tanto acogió a los bandidos de Dulcino como buenos aliados.
—¿Qué habían hecho los vasallos del obispo?
—Lo ignoro, y no me incumbe juzgarlo. Pero ya ves que la herejía suele ir unida a la rebelión contra los señores. Por eso, el hereje empieza predicando la pobreza y después acaba cediendo a todas las tentaciones del poder, la guerra y la violencia. En Vercelli había una lucha entre las diferentes familias de la ciudad, y los seudoapóstoles se aprovecharon de la situación, y las familias, a su vez, supieron sacar ventaja del desorden introducido por los seudoapóstoles. Los señores feudales reclutaban aventureros para saquear las ciudades, y los ciudadanos pedían la protección del obispo de Novara.
—¡Qué historia tan complicada! Pero ¿Dulcino con quién estaba?
—No sé, estaba de parte suya, se había inmiscuido en todas esas disputas y se aprovechaban de ellas para predicar la lucha contra la propiedad ajena en nombre de la pobreza. Él y los suyos, que ya eran unos treinta mil, acamparon sobre un monte llamado la Pared Pelada, no lejos de Novara, y allí construyeron fortificaciones y habitáculos, y Dulcino ejercía su poder sobre toda aquella muchedumbre de hombres y mujeres que vivían en la promiscuidad más vergonzosa. Desde allí enviaba a sus fieles cartas en las que exponía su doctrina herética. Decía y escribía que su ideal era la pobreza, y que no estaban ligados por ningún vínculo de obediencia externa, y que él, Dulcino, era el enviado de Dios para revelar las profecías e interpretar el sentido de las escrituras del antiguo y del nuevo testamento. Y a los miembros del clero secular, a los predicadores y a los franciscanos los llamaba ministros del diablo, y eximía a todos de obedecerles. Y hablaba de cuatro edades en la vida del pueblo de Dios: la primera, la del antiguo testamento, la de los patriarcas y los profetas, antes de la llegada de Cristo, en la que el matrimonio era bueno porque la gente debía multiplicarse. La segunda, la edad de Cristo y los apóstoles, que fue la época de la santidad y la castidad. Después vino la tercera, en que los pontífices debieron aceptar primero las riquezas terrenales para poder gobernar al pueblo. Pero cuando los hombres empezaron a alejarse del amor a Dios vino Benito, que habló en contra de toda posesión temporal. Cuando más tarde los monjes de Benito se dedicaron a acumular riquezas, vinieron los frailes de san Francisco y de santo Domingo, aún más severos que Benito en la predicación contra el dominio y la riqueza terrenales. Y ahora que la vida de tantos prelados volvía a contradecir todos aquellos preceptos justos, la tercera edad tocaba ya a su fin y había de convertirse a las enseñanzas de los apóstoles.
—Pero entonces Dulcino predicaba lo mismo que ya habían predicado los franciscanos, y entre ellos precisamente los espirituales, ¡y vos mismo, padre!
—¡Oh, sí! ¡Pero extraía una conclusión perversa! Decía que, para acabar con esta tercera edad de la corrupción, todos los clérigos, los monjes y los frailes debían morir de muerte muy cruel. Decía que todos los prelados de la iglesia, los clérigos, las monjas, los religiosos y religiosas, y todos los miembros de la orden de los predicadores y de los franciscanos, y los eremitas, y el propio papa Bonifacio, deberían ser exterminados por el emperador que él, Dulcino, eligiese, que habría de ser precisamente Federico de Sicilia.
—Pero, ¿acaso no fue Federico quien acogió en Sicilia a los espirituales expulsados de Umbría? ¿Acaso no son los franciscanos los que piden que el emperador, en este caso Ludovico, destruya el poder temporal del papa y los cardenales?
—Lo propio de la herejía, o de la locura, es transformar los pensamientos más rectos, y extraer de ellos unas consecuencias contrarias a las leyes de Dios y de los hombres. Los franciscanos nunca han pedido al emperador que mate a los otros sacerdotes.
Ahora sé que se engañaba, porque, cuando unos meses más tarde el bávaro impuso su propio orden en Roma, Marsilio y otros franciscanos hicieron a los religiosos fieles al papa precisamente lo que Dulcino había pedido que se les hiciera. Con esto no quiero decir que Dulcino estuviese en lo justo; en todo caso, diría que también Marsilio estaba equivocado. Pero empezaba a preguntarme, sobre todo después de la conversación de aquella tarde con Guillermo, cómo los simples que seguían a Dulcino hubiesen podido distinguir entre las promesas de los espirituales y la aplicación que de ellas hacía Dulcino. ¿Acaso su culpa no consistía en que llevaba a la práctica lo que unos hombres con fama de ortodoxos habían predicado en un plano puramente místico? ¿O acaso radicaba ahí la diferencia, y la santidad consistía en esperar que Dios nos otorgase lo que sus santos nos habían prometido, sin tratar de obtenerlo por vías terrenales? Ahora sé que es así y sé por qué Dulcino se equivocaba: no hay que transformar el orden de las cosas, aunque haya que esperar con fervor su transformación. Pero aquella noche me debatía entre ideas contradictorias.
—Por último —estaba diciéndome Ubertino—, la herejía siempre se reconoce porque va acompañada de soberbia. En una segunda carta, del año 1303, Dulcino se designaba jefe supremo de la congregación apostólica, y nombraba lugartenientes suyos a la pérfida Margherita (una mujer), a Longino da Bergamo, a Federico da Novara, a Alberto Carentino y a Valderico da Brescia. Y después empezaba a desvariar acerca de una sucesión de papas venideros: dos buenos —el primero y el último— y dos malos —el segundo y el tercero—. El primero es Celestino; el segundo, Bonifacio VIII, de quien los profetas dicen: «La soberbia de tu corazón te ha envilecido, ¡oh, tú, que vives en las grietas de las rocas!». Al tercer papa no lo nombra, pero de él habría dicho Jeremías: «como león en la selva». Y, oh, infamia, según Dulcino el león era Federico de Sicilia. Todavía no sabía quién habría de ser el cuarto papa, el papa santo, el papa angélico del que hablaba el abad Joaquín. Éste papa sería elegido por Dios, y entonces Dulcino y todos los suyos (que en aquel momento ya eran cuatro mil) recibirían juntos la gracia del Espíritu Santo, y la iglesia resultaría renovada, para no volver a corromperse, hasta el fin del mundo. Pero en los tres años anteriores a su advenimiento debería consumarse todo el mal. Y eso fue lo que trató de hacer Dulcino, llevando la guerra a todas partes. Y el cuarto papa, y en esto se ve cómo se burla el demonio de sus súcubos, fue precisamente Clemente V, que convocó la cruzada contra Dulcino. E hizo bien, porque en aquellas cartas Dulcino ya sostenía doctrinas inconciliables con la ortodoxia. Dijo que la iglesia romana era una meretriz, que no era obligatorio obedecer a los sacerdotes, que todos los poderes espirituales pertenecían a la secta de los apóstoles, que sólo éstos formaban la nueva iglesia, que ellos podían anular el matrimonio, que para salvarse era necesario pertenecer a la secta, que ningún papa podía absolver del pecado, que no debían pagarse los diezmos, que había más perfección en la vida sin votos que en la vida con votos, que, para rezar, una iglesia consagrada no valía más que un establo, y que podía adorarse a Cristo tanto en los bosques como en las iglesias.
—¿Es cierto que dijo todo eso?
—Sí, seguro, pues lo escribió. Y desgraciadamente hizo cosas todavía peores. Una vez instalado en la Pared Pelada, empezó a saquear las aldeas de abajo, a hacer incursiones para aprovisionarse… En suma, desencadenó una verdadera guerra contra las comarcas vecinas.
—¿Todas estaban en su contra?
—No se sabe. Quizá algunas lo apoyaban, ya te he dicho que había sabido insertarse en la inextricable maraña de discordias que agitaba la región. A todo esto, llegó el invierno, el invierno de 1305, uno de los más rigurosos de aquellas décadas, y la miseria se instaló en las comarcas circundantes. Dulcino envió una tercera carta a sus seguidores, y otros muchos se unieron a su gente. Pero allí arriba la vida se había vuelto imposible y el hambre llegó a ser tal que comieron la carne de los caballos y otros animales, y heno cocido. Y muchos murieron.
—Pero, ¿contra quién peleaban en aquel momento?
—El obispo de Vercelli había apelado a Clemente V y éste había convocado una cruzada contra los herejes. Se decretó la indulgencia plenaria para todos aquellos que participaran en la misma, y se pidió ayuda a Ludovico de Saboya, a los inquisidores de Lombardía y al arzobispo de Milán. Fueron muchos los que cogieron la cruz para auxiliar a las gentes de Vercelli y de Novara, desplazándose incluso desde Saboya, desde Provenza y desde Francia, y todos se pusieron bajo las órdenes del obispo de Vercelli. Los choques entre las vanguardias de ambos ejércitos se sucedían con mucha frecuencia, pero las fortificaciones de Dulcino eran inexpugnables, y los impíos se las arreglaban para recibir refuerzos.
—¿De quiénes?
—De otros impíos, creo, satisfechos por todo aquel desorden. Sin embargo, hacia finales de dicho año de 1305 el heresiarca se vio obligado a retirarse de la Pared Pelada, dejando a los heridos y a los enfermos, y se dirigió hacia el territorio de Trivero, en uno de cuyos montes se hizo fuerte. El monte se llamaba Zubello, pero desde entonces se lo llamó Rubello o Rebello, porque en él se habían hecho fuertes los rebeldes contra la iglesia. No puedo contarte todo lo que sucedió allí, pero, en suma, los estragos fueron tremendos. Sin embargo, los rebeldes tuvieron que rendirse, Dulcino y los suyos fueron capturados, y con toda justicia acabaron en la hoguera.
—¿También la bella Margherita?
Ubertino me miró:
—No te has olvidado de eso, ¿verdad? Sí, dicen que era bella, y muchos señores del lugar trataron de casarse con ella para salvarla de la hoguera. Pero no quiso. Murió impenitente junto a su impenitente amante. Y esto ha de servirte de lección: guárdate de la meretriz de Babilonia, aunque se encarne en la más exquisita de las criaturas.
—Ahora explicadme, padre. Me he enterado de que el cillerero del convento, y quizá también Salvatore, se encontraron con Dulcino, y que de alguna manera estuvieron con él…
—Calla, no pronuncies juicios temerarios. Conocí al cillerero en un convento franciscano. Aunque es verdad que después de los acontecimientos relacionados con Dulcino. En aquellos años, antes de que decidiesen refugiarse en la orden de san Benito, muchos espirituales corrieron graves riesgos, y debieron abandonar sus conventos. Ignoro dónde estuvo Remigio antes de nuestro encuentro, pero sé que siempre ha sido un buen fraile, al menos desde el punto de vista de la ortodoxia. En cuanto al resto, ¡ay!, la carne es débil…
—¿Qué queréis decir?
—No son cosas que debas saber. Pero, en fin, puesto que ya hemos tocado el tema, y puesto que debes estar en condiciones de distinguir entre el bien y el mal… —tuvo aún un momento de vacilación—, te diré que me han llegado rumores, aquí, en la abadía, de que el cillerero es incapaz de resistir ciertas tentaciones… Pero son rumores. Debes aprender a ni siquiera pensar en esas cosas —me atrajo de nuevo hacia sí, y, abrazándome con fuerza, me señaló la estatua de la Virgen —. Debes iniciarte en el amor inmaculado. En esta mujer que aquí ves la feminidad se ha sublimado. Por eso puedes decir que ella sí es bella, como la amada del Cantar de los Cantares. En ella —dijo con el rostro extasiado en un rapto de goce interior, como el Abad el día antes, al hablar de las gemas y el oro de sus utensilios—, en ella hasta la gracia del cuerpo se convierte en signo de las bellezas celestiales, por eso el escultor la ha representado con todas las gracias que deben adornar a una mujer —me señaló el busto elegante de la Virgen, que mantenía erguido y firme un corpiño ajustado en el centro por unos cordoncillos con los que jugueteaban las manilas del Niño Jesús—. ¿Ves? Pulchra enim sunt ubera quae paululum supereminent et tument modice, nec fluitantia licenter, sed leniter restricta, repressa sed non depressa…[*] ¿Qué te inspira la visión de esa dulcísima imagen?
Me ruboricé violentamente, como agitado por un fuego interior, Ubertino debió de advertirlo, o quizá percibió el ardor de mis mejillas, porque en seguida añadió:
—Pero debes aprender a distinguir entre el fuego del amor sobrenatural y el deliquio de los sentidos. Hasta a los santos les cuesta distinguirlos.
—Pero ¿cómo se reconoce el amor bueno? —pregunté tembloroso.
—¿Qué es el amor? Nada hay en el mundo, ni hombre ni diablo ni cosa alguna, que sea para mí tan sospechosa como el amor, pues éste penetra en el alma más que cualquier otra cosa. Nada hay que ocupe y ate más el corazón que el amor. Por eso, cuando no dispone de armas para gobernarse, el alma se hunde, por el amor, en la más honda de las ruinas. Y creo que, sin la seducción de Margherita, Dulcino no se habría condenado, y que, sin la vida perversa y promiscua de la Pared Pelada, muchos no se habrían sentido atraídos por su rebelión. Y fíjate que no te digo estas cosas sólo del amor malo, del que, naturalmente, todos han de huir como de algo diabólico, sino también, y lleno de miedo, del amor bueno que se da entre Dios y el hombre, y entre éste y su prójimo. Porque a menudo sucede que dos o tres, hombres o mujeres, se amen bastante cordialmente, y sientan especial afecto unos por otros, y deseen vivir siempre juntos, y cada uno esté siempre dispuesto a hacer lo que el otro desee. Y te confieso que un sentimiento como éste fue el que abrigué por mujeres virtuosas como Angela y Chiara. Pues bien, también ese amor es bastante reprobable, aunque tenga un sentido espiritual y esté inspirado en Dios… Porque, si el alma, indefensa, se entrega al fuego del amor, a pesar de no ser éste carnal, también acaba cayendo, o bien agitándose en el desorden. Oh, el amor tiene efectos muy diversos; primero ablanda el alma, luego la enferma… Pero más tarde ésta siente el fuego verdadero del amor divino, y grita, y se lamenta, y es como piedra que en el horno se calcina, y se deshace y crepita lamida por las llamas…
—¿Y es bueno ese amor?
Ubertino me acarició la cabeza, y al mirarlo vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas:
—Sí, éste sí que es amor bueno —retiró la mano de mis hombros—. ¡Pero qué difícil, qué difícil es distinguirlo del otro! Y a veces, cuando tu alma es tentada por los demonios, te sientes como el hombre colgado del cuello: con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados, suspendido de la horca, pero aún vivo, sin nadie que lo ayude ni lo conforte ni lo cure, girando en el vacío…
Su rostro ya no sólo estaba bañado de lágrimas sino también cubierto por un velo de sudor.
—Ahora vete —me dijo impaciente—, te he dicho lo que querías saber. Aquí el coro de los ángeles, allá la boca del infierno. Vete, y alabado sea el Señor.
Se prosternó de nuevo ante la Virgen y oí un sollozo quedo. Estaba rezando.
No salí de la iglesia. La conversación con Ubertino había despertado en mi alma, y en mis vísceras, un extraño ardor, un desasosiego indescriptible. Quizá fue eso lo que me impulsó a desobedecer, y decidí regresar solo a la biblioteca. Ni siquiera yo sabía qué buscaba. Quería explorar solo un sitio desconocido, me fascinaba la idea de poder orientarme en él sin la ayuda de mi maestro. Subí a la biblioteca como Dulcino había subido al monte Rubello.
Llevaba conmigo la lámpara (¿por qué la había traído?, ¿acaso porque ya alimentaba secretamente aquel proyecto?), y atravesé el osario casi con los ojos cerrados. No tardé en llegar al scriptorium.
Creo que era una noche marcada por la fatalidad, porque, mientras curioseaba entre las mesas, vi que en una había abierto un manuscrito que algún monje estaba copiando en aquellos días. El título atrajo en seguida mi atención: Historia fratris Dulcini Heresiarche[*]. Creo que era la mesa de Pietro da Sant’Albano, quien, según había oído decir, estaba escribiendo una monumental historia de la herejía (desde luego, el proyecto quedó interrumpido a raíz de los sucesos de la abadía… pero no anticipemos los acontecimientos). No era raro, pues, que estuviese allí aquel texto, y también había otros sobre temas parecidos, sobre los patarinos y los flagelantes. Sin embargo, su presencia me pareció un signo sobrenatural, no sé si celeste o diabólico. De modo que me incliné sobre él comido por la curiosidad. No era muy largo. En la primera parte narraba, con muchos más detalles que ya no recuerdo, los mismos hechos que me había descrito Ubertino. También mencionaba los múltiples crímenes cometidos por los dulcinianos durante la guerra y el asedio. Y había una descripción de la batalla final, que fue muy cruenta. Pero también me enteré de cosas que Ubertino no me había contado, y a través de alguien que evidentemente había sido testigo de los hechos, y cuya imaginación aún seguía impresionada por los mismos.
Así fue como supe que en marzo de 1307, el sábado santo, Dulcino, Margherita y Longino, por fin apresados, fueron conducidos a la ciudad de Biella y entregados al obispo, quien esperó la decisión papal. Cuando el papa tuvo noticia de los hechos escribió lo siguiente al rey de Francia, Felipe: «Han llegado hasta nosotros noticias muy gratas, que nos llenan de gozo y de júbilo, porque, después de muchos peligros, fatigas, estragos y de repetidas incursiones, ese demonio pestífero, hijo de Belcebú y horrendísimo heresiarca, Dulcino, se encuentra finalmente preso, junto con sus secuaces, en nuestras cárceles, por obra de nuestro venerable hermano Raniero, obispo de Vercelli, habiendo sido capturado el día de la santa cena del Señor, y matada ese mismo día la numerosa gente que con él estaba». El papa no tuvo piedad con los prisioneros, y ordenó al obispo que los condenara a muerte. De modo que en julio de aquel mismo año, el día uno del mes, los herejes fueron entregados al brazo secular. Mientras las campanas de la ciudad tocaban a rebato, los pusieron en un carro rodeados por sus verdugos; detrás iban los soldados, y así recorrieron toda la ciudad, deteniéndose en cada esquina para lacerar las carnes de los reos con tenazas candentes. Primero quemaron a Margherita, ante la vista de Dulcino, a quien no se le movió ni un músculo de la cara, como tampoco había emitido lamento alguno cuando las tenazas se hincaron en su carne. Después el carro siguió su marcha, mientras los verdugos metían sus instrumentos en unos recipientes donde ardía abundante fuego. Otras torturas padeció Dulcino, pero siguió mudo, salvo cuando le cortaron la nariz, porque entonces encogió levemente los hombros, y cuando le arrancaron el miembro viril, pues en ese momento lanzó un largo suspiro, como un quejido resignado. Sus últimas palabras sonaron a impenitencia, y avisó que el tercer día resucitaría. Después lo quemaron y sus cenizas se dispersaron al viento.
Cerré el manuscrito con manos temblorosas. Como me habían dicho, Dulcino era culpable de muchos crímenes, pero había muerto horrendamente en la hoguera. Y una vez allí, su comportamiento… ¿había sido firme como el de los mártires, o perverso como el de los condenados? Mientras subía tambaleándome por la escalera, comprendí por qué estaba tan perturbado. De pronto recordé una escena que había visto no muchos meses antes, a poco de llegar a Toscana. Me pregunté incluso cómo había podido olvidarla hasta aquel momento, como si mi alma enferma hubiese querido borrar un recuerdo que la oprimía cual una pesadilla. En realidad, no la había olvidado, porque cada vez que oía hablar de los fraticelli volvía a ver aquellas imágenes, pero para expulsarlas en seguida hacia lo más recóndito de mi espíritu, como si el haber sido testigo de aquel horror fuese ya un pecado.
Donde primero oí hablar de los fraticelli fue en Florencia. Vi quemar a uno en la hoguera. Fue poco antes de ir a Pisa para encontrarme con fray Guillermo. Como se demoraba en llegar a esa ciudad, mi padre me había autorizado a visitar Florencia, que habíamos oído elogiar por sus bellísimas iglesias. Después de recorrer un poco la Toscana, para aprender mejor la lengua vulgar italiana, había pasado una semana en Florencia, porque tanto había oído hablar de ella que deseaba conocerla.
Apenas llegué tuve noticias de que un importante proceso estaba causando conmoción en la ciudad. En aquellos días un hereje de los fraticelli, acusado de crímenes contra la religión, había sido llevado ante el obispo y otros eclesiásticos y estaba siendo sometido a un severo interrogatorio. Decidí, pues, seguir a mis informantes hasta el lugar de los acontecimientos. Por el camino oí decir que el hereje, llamado Michele, era en realidad un hombre piadoso, que había predicado la penitencia y la pobreza, repitiendo las palabras de san Francisco, y que había sido arrastrado ante los jueces por la malicia de ciertas mujeres, que, fingiendo confesarse con él, le habían atribuido después proposiciones heréticas, e, incluso, que los hombres del obispo lo habían cogido en casa de aquellas mujeres, lo que mucho me sorprendió, porque un hombre de iglesia no debería administrar los sacramentos en sitios tan poco adecuados, pero ésa parecía ser la debilidad de los fraticelli, la de no saber respetar las conveniencias, y quizá había algo de cierto en el rumor según el cual, además de ser herejes, eran personas de costumbres dudosas (así como se decía siempre que los cátaros eran búlgaros y sodomitas).
Llegué hasta la iglesia de San Salvatore, donde se desarrollaba el proceso, pero no pude entrar debido a la gran muchedumbre congregada a sus puertas. Había algunos encaramados a las ventanas, y desde allí, cogidos de las rejas, contaban a los demás lo que oían y veían. En aquel momento estaban leyéndole a fray Michele la confesión que había hecho el día anterior, donde afirmaba que Cristo y sus apóstoles «nunca tuvieron nada en propiedad, ni en privado ni en común», pero Michele protestaba diciendo que el notario había añadido «muchas consecuencias falsas» y gritaba (eso lo oí desde fuera): «¡Deberéis responder por esto el día del juicio!». Pero los inquisidores leyeron la confesión tal como la habían redactado y al final le preguntaron si quería adherirse humildemente a las opiniones de la iglesia y de todo el pueblo de la ciudad. Y oí gritar en alta voz a Michele que quería adherirse a lo que él creía, o sea que «quería tener por pobre a Cristo crucificado, y por hereje al papa Juan XXII, puesto que afirmaba lo contrario». Se produjo entonces una gran discusión, en la que los inquisidores, muchos de los cuales eran franciscanos, querían hacerle entender que las Escrituras no decían lo que él decía, mientras él, a su vez, los acusaba de negar la regla de su propia orden, y ellos contraatacaban preguntándole si acaso pretendía enseñarles a interpretar las Escrituras a ellos, que eran maestros en la materia. Y fray Michele, en verdad muy terco, no cedía, hasta que los otros empezaron a provocarlo con frases como «y entonces queremos que consideres a Cristo propietario y al papa Juan católico y santo». Y Michele, insumiso, replicaba: «No, es hereje». Y los otros decían que jamás habían visto alguien tan firme en su iniquidad. Pero entre la muchedumbre agolpada fuera del edificio muchos decían que era como Cristo en medio de los fariseos, y comprendí que entre el pueblo había muchos que creían en la santidad de fray Michele.
Por último, los hombres del obispo se lo llevaron de nuevo a la cárcel con los pies en el cepo. Por la tarde me enteré de que muchos frailes amigos del obispo habían ido a insultarlo y a pedirle que se retractara, pero que él respondía como alguien que estuviese seguro de su verdad. Y repetía a todo el mundo que Cristo era pobre y que san Francisco y santo Domingo también lo habían sido, y que si profesar esa opinión justa le valía el ser condenado al suplicio, tanto mejor, porque dentro de poco tiempo podría ver lo que dicen las Escrituras, y a los veinticuatro ancianos venerables del Apocalipsis, y Jesucristo, y san Francisco, y los mártires gloriosos. Y me contaron que dijo: «Si con tanto fervor leemos la doctrina de ciertos santos abades, con cuánto mayor fervor y goce hemos de desear encontrarnos entre ellos». Y al oír ese tipo de cosas los inquisidores salían de la cárcel con expresión sombría, exclamando indignados (y eso pude escucharlo): «¡Es la piel del diablo!».
Al día siguiente nos enteramos de que la condena ya había sido dictada. Fui al obispado donde pude ver el pergamino y copié parte del texto en mi tablilla.
Empezaba así: «In nomine Domini amen. Hec est quedam condemnatio corporalis et sententia condemnationis corporalis lata, data et in hiis scriptis sententialiter pronumptiata et promulgata…»[*], etcétera, y proseguía con una severa descripción de los pecados y culpas del mencionado Michele, que transcribo en parte para que el lector juzgue con prudencia:
Johannem vocatum fratrem Micchaelem Iacobi, de comitatu Sancti Frediani, hominem male condictionis, et pessime conversationis, vite et fame, hereticum et herética labe pollutum et contra fidem cactolicam credentem et affirmantem… Deum pre oculis non habendo sed potius humani generis inimicum, scienter, studiose, appensate, nequiter et animo et intentione, exercendi hereticam pravitatem stetit et conversatus fuit cum Fraticellis, vocatis Fraticellis della povera vita hereticis et scismaticis et eorum pravam sectam et heresim secutus fuit et sequitur contra fidem cactolicam… et accessit ad dictam civitatem Florentie et in locis publicis dicte civitatis in dicta inquisitione contentis, credidit, tenuit et pertinaciter affirmavit ore et corde… quod Christus redentor noster non habuit rem aliquam in proprio vel comuni sed habuit a quibuscumque rebus quas sacra scriptura eum habuisse testatur, tantum simplicem facti usum.[*]
Pero no eran éstos los únicos crímenes que se le imputaban. Y entre los restantes había uno que me pareció feísimo, aunque no estoy seguro (tal como se desarrolló el proceso) de que en verdad llegara a afirmar tanto, pero, en suma, ¡se decía que aquel franciscano había sostenido que santo Tomás de Aquino no era santo ni gozaba de la salvación eterna, sino que estaba condenado y hundido en la perdición! Y la sentencia concluía confirmando la pena, pues el acusado en ningún momento había querido retractarse:
Costat nobis etiam ex predictis et ex dicta sententia lata per dictum dominum episcopum florentinum, dictum Johannem fore hereticum, nolle se tantis herroribus et heresi corrigere et emendare, et se ad rectam viam fidei dirigere, habentes dictum Johannem pro irreducibili, pertinace et hostinato in dictis suis perversis herroribus, ne ipse Johannes de dictis suis sceleribus et herroribus perversis valeat gloriari, et ut cius pena aliis transeat in exemplum; idcirco, dictum Johannem vocatum fratrem Micchaelem hereticum et scismaticum quod ducatur ad locum iustitie consuetum, et ibidem igne et flammis igneis accensis concremetur et comburatur, ita quod penitus moriatur et anima a corpore separetur.[*]
Y aun después de haberse hecho pública la sentencia, acudieron a la cárcel unos eclesiásticos para advertir a Michele de lo que sucedería, e incluso les oí decir: «Fray Michele, ya está lista la mitra y los manteles, y en ellos han pintado unos fraticelli junto con unos diablos». Querían asustarlo para conseguir que por fin se retractara. Pero fray Michele se hincó de rodillas y dijo: «Pienso que junto a la hoguera estará nuestro padre Francisco y, más aún, creo que estarán Jesús y los apóstoles y los gloriosos mártires Antonio y Bartolomé». Lo cual era una manera de rechazar por última vez las ofertas de los inquisidores.
A la mañana siguiente también yo acudí al puente del obispado, donde se habían reunido los inquisidores, ante cuya presencia fue traído, siempre con el cepo puesto, fray Michele. Uno de sus fieles se arrodilló ante él para recibir la bendición, y los soldados lo prendieron y se lo llevaron en seguida a la cárcel. Después, los inquisidores volvieron a leerle la sentencia al condenado y volvieron a preguntarle si quería arrepentirse. Cada vez que la sentencia decía que era un hereje, Michele respondía «hereje no soy, pecador sí, pero católico», y, cuando el texto decía «el venerabilísimo y santísimo papa Juan XXII», Michele respondía «no, hereje». Entonces el obispo ordenó a Michele que se arrodillase ante él, y Michele dijo que no se arrodillaba ante herejes. Y cuando lo hicieron arrodillar por la fuerza, murmuró: «Dios no me culpará por esto». Y como lo habían conducido hasta allí ataviado con todos sus paramentos sacerdotales, empezó una ceremonia en cuyo transcurso le fueron quitando uno por uno dichos paramentos, hasta quedar sólo con esa especie de falda larga que en Florencia llaman cioppa. Y, como es costumbre cuando se priva a un cura de la dignidad sacerdotal, con un hierro afilado le cortaron las yemas de los dedos y le afeitaron la cabeza. Después fue entregado al capitán y sus hombres, quienes lo trataron con mucha rudeza y volvieron a ponerle el cepo para llevarlo de nuevo a la cárcel, mientras él iba diciendo a la multitud: «per Dominum moriemur»[*]. Según me informaron, hasta el día siguiente no sería quemado. Y en el transcurso de aquel día fueron otra vez a preguntarle si quería confesarse y comulgar. Pero se negó a cometer pecado aceptando los sacramentos de quien estaba en pecado. Y creo que no obró bien, porque con ello mostró que estaba corrupto por la herejía de los palatinos.
Llegó por fin la mañana del suplicio, y fue a buscarlo un confaloniero que me pareció persona amiga, porque le preguntó qué clase de hombre era y por qué se empecinaba cuando era suficiente con que afirmase lo que todo el pueblo afirmaba y aceptase la opinión de la santa madre iglesia. Pero Michele se mantuvo más firme que nunca y dijo: «Creo en Cristo pobre crucificado». Y el confaloniero se marchó haciendo un ademán de impotencia. Entonces llegaron el capitán y sus hombres, quienes cogieron a Michele y lo llevaron al patio, donde estaba el vicario del obispo, que volvió a leerle la confesión y la sentencia. Michele volvió a hablar para rechazar unas opiniones falsas que se le atribuían, y en verdad eran cosas tan sutiles que no las recuerdo, y en aquel momento tampoco pude comprenderlas del todo. Pero eran fundamentales pues de ellas dependía, sin duda, la vida de Michele, y en general la suerte reservada a los fraticelli. Lo cierto era que yo no alcanzaba a comprender por qué los hombres de la iglesia y del brazo secular se ensañaban así contra unas personas que querían vivir en la pobreza y que consideraban que Cristo no había poseído bienes terrenales. Porque, decía para mí, en todo caso deberían temer a los hombres que quieren vivir en la riqueza y apoderarse del dinero de los otros, y sumir a la iglesia en el pecado e introducir en ella prácticas simoníacas. Y así se lo dije a uno que estaba junto a mí, porque no podía quedarme callado. Y éste se sonrió y me dijo que, cuando un fraile practica la pobreza, se convierte en un mal ejemplo para el pueblo, que acaba por rechazar a los frailes que no la practican. Y añadió que aquella prédica de la pobreza metía ideas malas en la cabeza de la gente, que llegaría a enorgullecerse de su pobreza, y el orgullo puede conducir a muchos actos orgullosos. Y acabó diciendo que yo debería saber que predicar a favor de la pobreza de los frailes entrañaba tomar partido por el emperador y que esto no complacía demasiado al papa; si bien me aclaró que no veía muy bien cómo se llegaba a esa conclusión. Los argumentos me parecieron válidos, aunque los hubiese expuesto una persona de poca cultura. Sólo que entonces ya no comprendía por qué fray Michele quería morir de un modo tan horrendo con la finalidad de complacer al emperador, o tal vez para dirimir una disputa entre contrapuestas órdenes religiosas.
En efecto, alguien entre los presentes estaba diciendo: «No es un santo. Lo ha enviado Ludovico para sembrar la discordia entre los ciudadanos. Los fraticelli son toscanos pero detrás de ellos están los enviados del Imperio». Otros, en cambio: «Pero si es un loco, un endemoniado, que está hinchado de orgullo y goza con el martirio por maldita soberbia. Estos frailes leen demasiadas vidas de santos, ¡mejor sería que se casaran!». Y otros aún: «No, todos los cristianos deberían ser así y estar dispuestos a dar testimonio de su fe como en la época de los paganos». Y mientras escuchaba aquellas voces, sin saber ya qué pensar, de pronto volví a ver la cara del condenado, pues los que se agolpaban delante me lo quitaban a menudo de la vista. Y vi el rostro del que mira algo que no es de esta tierra, como a veces lo he visto en las estatuas de los santos arrebatados en visiones místicas. Y comprendí que, ya fuera un loco o un vidente, estaba decidido a morir porque creía que con ello derrotaría a su enemigo, cualquiera que éste fuese. Y comprendí que su ejemplo traería la muerte de otros muchos. Y lo único que me asombró fue su enorme firmeza, porque aún hoy no sé si lo que en esos hombres prevalece es un amor orgulloso de la verdad en que creen, que los lleva a morir, o bien un orgulloso deseo de muerte, que los lleva a dar testimonio de su verdad, cualquiera que ésta sea. Y esto me pasma de admiración y temor.
Pero volvamos al suplicio, pues ya todos se estaban dirigiendo hacia el lugar de la ejecución.
El capitán y sus hombres lo sacaron por la puerta, vestido con su faldilla, en parte desabotonada, y caminaba con pasos largos y mirando al suelo, mientras recitaba su plegaria, y parecía un mártir. Había una multitud increíble de gente y muchos gritaban: «¡No mueras!». Y él les respondía: «Quiero morir por Cristo». «Pero tú no mueres por Cristo», le decían, y él replicaba: «Muero por la verdad». Al llegar a un sitio llamado la esquina del Procónsul, alguien le gritó que rogara a Dios por todos ellos, y él bendijo a la muchedumbre. Y en los Fondamenti de Santa Liperata uno le dijo: «¡Qué necio eres, cree en el papa!», y él respondió: «Ese papa ya es como un dios para vosotros» y añadió: «Questi vostri papen v’hanno ben consci»[4] (que, como me explicaron, era un juego de palabras, o agudeza, en dialecto toscano, donde los papas aparecían como animales). Y todos se asombraron de que fuese a la muerte haciendo bromas.
En San Giovanni le gritaron: «¡Salva la vida!», y él respondió: «¡Salvaos de los pecados!». En el Mercado Viejo le gritaron: «¡Sálvate, sálvate!», y él respondió: «¡Salvaos del infierno!». En el Mercado Nuevo le gritaron: «¡Arrepiéntete, arrepiéntete!», y él respondió: «¡Arrepentíos de la usura!». Y, al llegar a la Santa Croce, vio a los frailes de su orden en la escalinata y les reprochó que no siguieran la regla de san Francisco. Y algunos se encogieron de hombros, pero otros sintieron vergüenza y se cubrieron el rostro con la capucha.
Y cuando iba hacia la puerta de la Justicia muchos le dijeron: «Abjura, abjura, no quieras la muerte», y él: «Cristo murió por nosotros». Y ellos: «Pero tú no eres Cristo, ¡no debes morir por nosotros!», y él: «Pero quiero morir por él». En el prado de la Justicia uno le dijo si no podía hacer como cierto fraile superior de su orden, que había abjurado, pero Michele respondió que aquel fraile no había abjurado, y vi que entre la muchedumbre muchos asentían y alentaban a Michele para que se mantuviera firme. Entonces yo y muchos otros comprendimos que eran partidarios suyos. Y nos apartamos.
Salimos, por último, y frente a la puerta vimos la pira, o choza, como la llaman allí, porque los leños forman una especie de cabañita. Y alrededor montaron guardia unos caballeros armados, para impedir que la gente se acercase demasiado. Y entonces cogieron a fray Michele y lo ataron al poste. Y todavía pude oír que alguien le gritaba: «Pero, ¿qué es esto? ¿Por quién quieres morir?», y él respondió: «Es una verdad que hay dentro de mí, y de la que sólo puedo dar testimonio con mi muerte». Encendieron el fuego. Y fray Michele, que ya había entonado el Credo, entonó a continuación el Te Deum. Quizá llegó a cantar ocho versículos. Después se inclinó como para estornudar y cayó al suelo, porque se habían quemado las ligaduras. Y ya estaba muerto, porque antes de que todo el cuerpo se queme el hombre muere por el gran calor que hace estallar el corazón y el humo que invade el pecho.
Después ardió toda la choza, como una antorcha, y el resplandor fue muy grande, y de no ser por el pobre cuerpo carbonizado de Michele, que aún podía verse entre los leños incandescentes, habría dicho que estaba contemplando la zarza ardiente. Y tan cerca estuve de tener una visión que (recordé mientras subía a la biblioteca) espontáneamente brotaron de mis labios unas palabras sobre el rapto extático que había leído en los libros de santa Hildegarda: «La llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad esplendente la tiene para relucir, y el ardor ígneo para quemar».
Recordé algunas frases de Ubertino sobre el amor. La imagen de Michele en la hoguera se confundió con la de Dulcino, y la de Dulcino con la de la bella Margherita. Volví a sentir el desasosiego que había experimentado en la iglesia.
Traté de pasarlo por alto y avancé con decisión hacia el laberinto.
Era la primera vez que entraba solo. Las largas sombras que la lámpara proyectaba sobre el suelo me aterraban tanto como las visiones de las otras noches. A cada momento temía encontrarme con un nuevo espejo, porque es tal la magia de los espejos que no dejan de inquietarte aunque sepas que se trata de espejos.
Por lo demás, no intentaba orientarme, ni evitar la habitación de los perfumes que producen visiones. Caminaba como afiebrado, sin saber adonde quería ir. En realidad, no me alejé demasiado del punto de partida, porque poco después volví a aparecer en la sala heptagonal por la que había entrado. En una mesa había algunos libros que me pareció no haber visto la noche anterior. Supuse que eran obras que Malaquías había retirado del scriptorium y que aún no había devuelto a sus lugares. No sabía a qué distancia me encontraba de la sala de los perfumes, porque estaba un poco atontado, y quizá fuera por algún efluvio que llegaba hasta allí, a no ser que se debiese a lo que había estado recordando momentos antes. Abrí un volumen exquisitamente ilustrado cuyo estilo me indujo a pensar que procedía de los monasterios de la última Tule.
En la página donde empezaba el santo Evangelio del apóstol Marcos, me impresionó la imagen de un león. Sin duda, era un león, aunque nunca había visto yo uno de carne y hueso. El miniaturista había reproducido con fidelidad sus rasgos, quizá inspirándose en la visión de los leones de Hibernia, tierra de criaturas monstruosas, y me persuadí de que ese animal, como dice, por lo demás, el Fisiólogo, reúne en sí todos los caracteres de las cosas más horrendas y al mismo tiempo más majestuosas. Así, aquella imagen evocaba simultáneamente en mí la imagen del enemigo y la de Nuestro Señor Jesucristo; no sabía qué clave simbólica debía usar para interpretarla, y temblaba de pies a cabeza, no sólo por temor, sino también por el viento que penetraba a través de las rendijas de las paredes.
El león que vi tenía una boca llena de dientes, y una cabeza primorosamente cubierta de escamas, como la de las serpientes; el cuerpo, enorme, estaba plantado sobre cuatro patas robustas cuyas zarpas exhibían unas uñas agudas y feroces. La imagen pintada en el pergamino hacía pensar en una de aquellas alfombras orientales que más tarde pude contemplar, donde, sobre un fondo de escamas rojo y verde esmeralda, se dibujaban, amarillos como la peste, unos robustos y horrendos arquitrabes hechos con huesos. Amarilla era también la cola, que se retorcía por encima del lomo hasta la cabeza, para acabar en una última voluta rematada con mechones blancos y negros.
Ya grande era la impresión que me había producido el león (más de una vez me había vuelto para mirar hacia atrás, como si temiese la aparición repentina de un animal como aquél), cuando decidí mirar otros folios y, al comienzo del Evangelio de Mateo, mis ojos tropezaron con la imagen de un hombre. No sé por qué me asusté más que al ver el león: el rostro era humano, pero el cuerpo estaba metido en una especie de casulla rígida que llegaba hasta los pies, y aquella casulla o coraza tenía incrustadas piedras duras de color rojo y amarillo. Me pareció que esa cabeza, que asomaba enigmática por encima de un castillo de rubíes y topacios, era (¡hasta qué punto el terror me hacía blasfemar!) la del misterioso asesino cuyas huellas intangibles estábamos siguiendo. Más tarde comprendí por qué establecía una relación tan estrecha entre la fiera y el hombre acorazado, de una parte, y el laberinto, de la otra: porque los dos, al igual que todas las figuras de aquel libro, emergían de una trama que era un entrelazamiento de laberintos, donde las líneas de ónix y esmeralda, los hilos de crisopacio, las cintas de berilo parecían aludir en su conjunto a la maraña de salas y pasillos que me rodeaba en aquel momento. Mis ojos se perdían, en la página, por senderos rutilantes, como mis pies estaban haciéndolo en la angustiosa sucesión de las salas, y al ver representada en aquellos folios mi marcha errante por la biblioteca me llené de inquietud y pensé que cada uno de esos libros contaba, con matices secretamente burlones, la historia que yo estaba viviendo en aquel momento. «De te fabula narratur»[*], dije para mí, y me pregunté si aquellas páginas no contendrían ya la historia de los instantes que me esperaban en el futuro.
Abrí otro libro, y me pareció que procedía de la escuela hispánica. Los colores eran violentos, los rojos parecían sangre o fuego. Era el libro de la revelación del apóstol, y otra vez, como la noche anterior, volví a caer en la página de la mulier amicta sole[*]. Pero no era el mismo libro, la miniatura era distinta, aquí el artista había pintado con más detalle las facciones de la mujer. Comparé el rostro, los pechos, los sinuosos flancos, con la estatua de la Virgen que había contemplado junto a Ubertino. Aunque de signo distinto, también esta mujer me pareció bellísima. Pensé que no debía insistir en aquellos pensamientos, y pasé algunas páginas. Encontré otra mujer, pero esa vez se trataba de la meretriz de Babilonia. No me impresionaron tanto sus facciones como la idea de que era una mujer como la otra, y de que sin embargo, mientras aquélla era el receptáculo de todas las virtudes, ésta era el vehículo de todos los vicios. Pero en ambos casos los rasgos eran femeninos, y en determinado momento ya no supe reconocer dónde estaba la diferencia. Otra vez sentí aquella agitación interna; la imagen de la Virgen que había contemplado en la iglesia se confundió con la de la bella Margherita. «¡Estoy condenado!», dije para mí. O bien: «¡Estoy loco!». Y decidí que no podía quedarme en la biblioteca.
Por suerte estaba cerca de la escalera. Me precipité, a riesgo de tropezar y quedarme sin luz. En seguida estuve bajo las amplias bóvedas del scriptorium, pero, sin detenerme, me lancé por la escalera en dirección al refectorio.
Allí me detuve, jadeante. Por las vidrieras penetraba la luz de la luna. La noche era tan luminosa que mi lámpara, indispensable para recorrer las celdas y pasillos de la biblioteca, resultaba casi superflua. Sin embargo, no la apagué, como si me hiciese falta su compañía. Todavía jadeaba; pensé que beber un poco de agua me ayudaría a recobrar la calma. Como la cocina estaba al lado, atravesé el refectorio y abrí lentamente una de las puertas que daba a la otra mitad de la planta baja del Edificio.
En ese momento mi terror, lejos de disminuir, aumentó. Porque en seguida me di cuenta de que había alguien en la cocina, junto al horno de pan. O al menos me di cuenta de que en ese rincón brillaba una lámpara, de modo que, asustadísimo, apagué la mía. Era tal mi susto que asusté al otro (o a los otros), porque su lámpara se apagó en seguida. Pero inútilmente, porque la luz nocturna iluminaba bastante la cocina como para dibujar ante mí, en el suelo, una o varias sombras confusas.
Helado de miedo, no me atrevía a retroceder ni a avanzar. Oí un cuchicheo, y me pareció escuchar, muy queda, una voz de mujer. Después, una sombra oscura y voluminosa surgió del grupo informe que se recortaba vagamente junto al horno, y huyó hacia la salida. La puerta, que debía de estar entornada, se cerró tras ella.
Nos quedamos, yo parado en el umbral de la puerta que daba al refectorio, y algo indeterminado junto al horno. Algo indeterminado y —¿cómo decirlo?— gimiente. En efecto, desde la sombra me llegaba un gemido, como un llanto apagado, un sollozo rítmico, de miedo.
Nada hay que infunda más valor al miedoso que el miedo ajeno; sin embargo, no fue un impulso de valor el que hizo que me acercara a aquella sombra. Diría, más bien, que fue un impulso de ebriedad bastante parecido al que había experimentado en el momento de las visiones. Algo en la cocina era similar al humo que me había sorprendido en la biblioteca la noche anterior. O quizá fuesen sustancias diferentes, pero sus efectos sobre mis sentidos exacerbados eran indiscernibles. Percibí un olor acre a traganta, alumbre y tártaro, sustancias que los cocineros usaban para aromatizar el vino. O tal vez fuese que, como supe más tarde, aquellos días estaban preparando la cerveza (bebida bastante apreciada en aquella comarca del norte de la península), que allí se elaboraba siguiendo la modalidad de mi país, o sea con brezo, mirto de los pantanos y romero de estanque silvestre. Aromas que, más que mi nariz, embriagaron mi mente.
Mi instinto racional me incitaba a gritar «¡vade retro!»[*] y alejarme de la cosa gimiente —sin duda, un súcubo que me enviaba el maligno—, pero algo en mi vis appetitiva[*] me impulsó hacia adelante, como si quisiese tomar parte en un hecho prodigioso.
Así me fui acercando a la sombra, hasta que la luz nocturna, que penetraba por los ventanales, me permitió divisar a una mujer temblorosa, que, con una mano, apretaba un envoltorio contra su pecho, y que, llorando, retrocedía hacia la boca del horno.
Que Dios, la Beata Virgen y todos los santos del Paraíso me asistan ahora en el relato de lo que entonces me sucedió. El pudor, y la dignidad propia de mi condición (de monje ya anciano en este bello monasterio de Melk, ámbito de paz y de serena meditación), me aconsejarían atenerme a la más pía prudencia. Para preservar tanto mi propia paz como la de mi lector, debería limitarme a decir que me sucedió algo malo, pero que no es decente explicar en qué consistió.
Pero me he comprometido a contar, sobre aquellos hechos remotos, toda la verdad, y la verdad es indivisible, resplandece con su propia luz, y no admite particiones dictadas por nuestros intereses y por nuestra vergüenza. El problema consiste más bien en contar lo que sucedió, no como lo veo y lo recuerdo ahora (aunque todavía lo recuerde todo con implacable intensidad, sin saber si aquellos hechos y pensamientos quedaron grabados con tanta claridad en mi memoria por el acto de contrición que vino después, o por la insuficiencia de este último, de modo que aún sigo torturándome, evocando en mi mente dolorida hasta el más mínimo detalle de aquel vergonzoso acontecimiento), sino tal como lo vi y lo sentí entonces. Y si puedo hacerlo, con fidelidad de cronista, es porque cuando cierro los ojos, soy capaz de repetir no sólo todo lo que en aquellos momentos hice, sino también todo lo que pensé, como si estuviese copiando un pergamino escrito en aquel momento. De modo que así debo hacerlo, y que san Miguel Arcángel me proteja: pues para edificación de los lectores futuros, y para flagelación de mi culpa, me propongo contar ahora cómo puede caer un joven en las celadas que le tiende el demonio, para que éstas puedan quedar en evidencia y ser descubiertas, y para que quienes cayeren en ellas puedan desbaratarlas.
Se trataba, pues, de una mujer. ¡Qué digo!, de una muchacha. Como hasta entonces mi trato con los seres de ese sexo había sido limitado (y gracias a Dios siguió siéndolo en lo sucesivo), no sé qué edad podía tener. Sé que era joven, casi adolescente, quizá tuviese dieciséis años o dieciocho primaveras, o quizá veinte, y me impresionó la intensa, concreta, humanidad que emanaba de aquella figura. No era una visión, y en todo caso me pareció valde bona[*]. Tal vez porque temblaba como un pajarillo en invierno, y lloraba, y tenía miedo de mí.
De modo que, pensando que es deber del buen cristiano socorrer al prójimo, me acerqué con mucha suavidad, y en buen latín le dije que no debía temer porque era un amigo, en todo caso no un enemigo, y sin duda no el enemigo, como quizá ella estaba temiendo.
Tal vez por la mansedumbre que irradiaba mi mirada, la criatura se calmó, y se me acercó. Me di cuenta de que no entendía mi latín, e instintivamente le hablé en mi lengua vulgar alemana, cosa que la asustó muchísimo, no sé si por los sonidos duros, insólitos para la gente de aquella comarca, o porque esos sonidos le recordaron alguna experiencia previa con soldados de mi tierra. Entonces sonreí, porque pensé que el lenguaje de los gestos y del rostro es más universal que el de las palabras, y se calmó. También ella me sonrió y dijo unas palabras.
La lengua vulgar que utilizó me era casi desconocida, en todo caso era distinta de la que había aprendido un poco en Pisa, pero por la entonación comprendí que me decía algo agradable, y creí entender algo así como: «Eres joven, eres hermoso…». Es muy raro que un novicio, cuya infancia haya transcurrido por completo en un monasterio, tenga ocasión de escuchar afirmaciones acerca de su belleza. Más aun, con frecuencia se le advierte que la belleza corporal es algo fugaz e indigno de consideración. Pero las trampas que nos tiende el enemigo son innumerables y confieso que aquella referencia a mi hermosura, aunque no fuese veraz, acarició dulcemente mis oídos y me colmó de emoción. Sobre todo porque, mientras eso decía, la muchacha extendió su mano y con las yemas de los dedos rozó mi mejilla, por entonces aún imberbe. Sentí como un desvanecimiento, pero en aquel momento no sospeché que podía haber pecado alguno en todo ello. Tal es el poder del demonio, que quiere ponernos a prueba y borrar de nuestra alma las huellas de la gracia.
¿Qué sentí? ¿Qué vi? Sólo recuerdo que las emociones del primer instante fueron indecibles, porque ni mi lengua ni mi mente habían sido educadas para nombrar ese tipo de sensaciones. Y así fue hasta que acudieron en mi ayuda otras palabras interiores, oídas en otro momento y en otros sitios, y dichas, sin duda, con otros fines, pero que me parecieron prodigiosamente adecuadas para describir el gozo que estaba sintiendo, como si hubiesen nacido con la única misión de expresarlo. Palabras que se habían ido acumulando en las cavernas de mi memoria y ahora subían a la superficie (muda) de mis labios, haciéndome olvidar que en las escrituras o en los libros de los santos habían servido para expresar realidades mucho más esplendorosas. Pero ¿existía realmente una diferencia entre las delicias de que habían hablado los santos y las que mi ánimo conturbado experimentaba en aquel instante? En aquel instante se anuló mi capacidad de percibir con lucidez la diferencia. Anulación que, según creo, es el signo del naufragio en los abismos de la identidad.
De pronto me pareció que la muchacha era como la virgen negra pero bella de que habla el Cantar. Llevaba un vestidito liso de tela ordinaria, que se abría de manera bastante impúdica en el pecho, y en el cuello tenía un collar de piedrecitas de colores, creo que de ínfimo valor. Pero la cabeza se erguía altiva sobre un cuello blanco como una torre de marfil, los ojos eran claros como las piscinas de Hesebón, la nariz era una torre del Líbano, la cabellera, como púrpura. Sí, su cabellera me pareció como un rebaño de cabras, y sus dientes como rebaños de ovejas que suben del lavadero, de a pares, sin que ninguna adelante a su compañera. Y empecé a musitar: «¡Qué hermosa eres, amada mía! ¡Qué hermosa eres! Tu cabellera es como un rebaño de cabras que baja de los montes de Galaad, como cinta de púrpura son tus labios, tu mejilla es como raja de granada, tu cuello es como la torre de David, que mil escudos adornan». Y consternado me preguntaba quién sería la que se alzaba ante mí como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol, terribilis ut castrorum acies ordinata[*].
Entonces la criatura se acercó aún más, arrojó a un rincón el oscuro envoltorio que había estado apretando contra el pecho, y volvió a alzar la mano para acariciar mi rostro, y volvió a decir las palabras que ya había dicho. Y mientras yo no sabía si escapar de ella o acercármele aún más, mientras mi cabeza latía como si las trompetas de Josué estuviesen a punto de derribar los muros de Jericó, y al mismo tiempo la deseaba y tenía miedo de tocarla, ella sonrió de gozo, lanzó un débil gemido de cabra enternecida, y soltó los lazos que cerraban su vestido a la altura del pecho, y se quitó el vestido del cuerpo como una túnica, y quedó ante mí como debió de haber estado Eva ante Adán en el jardín del Edén. «Pulchra sunt ubera quae paululum supereminent et tument modice»[*], musité repitiendo la frase que había dicho Ubertino, porque sus senos me parecieron como dos cervatillos, dos gacelas gemelas pastando entre los lirios, su ombligo una copa redonda siempre colmada de vino embriagador, su vientre una gavilla de trigo en medio de flores silvestres.
«O sidus clarum puellarum», le grité, «o porta clausa, fons hortorum, cella custos unguentorum, cella pigmentaria!»[*], y sin quererlo me encontré contra su cuerpo, sintiendo su calor, y el perfume acre de unos ungüentos hasta entonces desconocidos. Recordé: «¡Hijos, nada puede el hombre cuando llega el loco amor!», y comprendí que, ya fuese lo que sentía una celada del enemigo o un don del cielo, nada podía hacer para frenar el impulso que me arrastraba, y grité: «O, langueo!» y: «Causam languoris video nec caveo!»[*]. Porque además un olor de rosas emanaba de sus labios y eran bellos sus pies en las sandalias, y las piernas eran como columnas y como columnas también sus torneados flancos, dignos del más hábil escultor. «¡Oh, amor, hija de las delicias! Un rey ha quedado preso en tu trenza», musitaba para mí, y caí en sus brazos, y juntos nos desplomamos sobre el suelo de la cocina y no sé si fue mi iniciativa o fueron las artes de ella, pero me encontré libre de mi sayo de novicio y no tuvimos vergüenza de nuestros cuerpos et cuncta erant bona[*].
Y me besó con los besos de su boca, y sus amores fueron más deliciosos que el vino, y delicias para el olfato eran sus perfumes, y era hermoso su cuello entre las perlas y sus mejillas entre los pendientes, qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres, tus ojos son palomas (decía), muéstrame tu cara, deja que escuche tu voz, porque tu voz es armoniosa y tu cara encantadora, me has enloquecido de amor, hermana mía, ha bastado una mirada, uno solo de tus collares, para enloquecerme, panal que rezuma son tus labios, tu lengua guarda tesoros de miel y de leche, tu aliento sabe a manzanas, tus pechos a racimos de uva, tu paladar escancia un vino exquisito que se derrama entre los dientes y los labios embriagando en un instante mi corazón enamorado… Fuente en su jardín, nardo y azafrán, canela y cinamomo, mirra y áloe, comía mi panal y mi miel, bebía mi vino y mi leche, ¿quién era? ¿Quién podía ser aquella que surgía como la aurora, hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un escuadrón con sus banderas?
¡Oh, Señor!, cuando el alma cae en éxtasis, la única virtud reside en amar lo que se ve (¿verdad?), la máxima felicidad reside en tener lo que se tiene, porque allí la vida bienaventurada se bebe en su misma fuente (¿acaso no está dicho?), porque allí se saborea la vida verdadera que después de ésta, mortal, nos tocará vivir junto a los ángeles en la eternidad… Ésos eran mis pensamientos, y me parecía que por fin se estaban cumpliendo las profecías, mientras la muchacha me colmaba de goces indescriptibles, y era como si todo mi cuerpo fuese un ojo por delante y por detrás, y pudiese ver al mismo tiempo todo lo que había alrededor. Y comprendí que de allí, del amor, surgen al mismo tiempo la unidad y la suavidad y el bien y el beso y el abrazo, como ya había oído decir creyendo que me hablaban de algo distinto. Y sólo en un momento, mientras mi goce estaba por tocar el cenit, pensé que quizá estaba siendo poseído, y de noche, por el demonio meridiano, obligado por fin a revelar su verdadera naturaleza demoníaca al alma en éxtasis que le pregunta «¿quién eres?», él, que sabe arrebatar el alma y engañar al cuerpo. Pero en seguida me convencí de que las diabólicas eran mis vacilaciones, porque nada podía ser más justo, más bueno, más santo que lo que entonces estaba sintiendo, con una suavidad que crecía por momentos. Como la ínfima gota de agua, que al mezclarse con el vino desaparece y adquiere el color y el sabor del vino, como el hierro incandescente, que se vuelve casi indiscernible del fuego y pierde su forma primitiva, como el aire inundado por la luz del sol, que se transforma en supremo resplandor y se funde en idéntica claridad, hasta el punto de no parecer iluminado, sino él mismo luz iluminante, así me sentía yo morir en tierna licuefacción, sólo con fuerzas para musitar las palabras del salmo: «Mi pecho es como vino nuevo, sin respiradero, que rompe odres nuevos», y de pronto vi una luz enceguecedora y en medio una forma del color del zafiro que ardía con un fuego esplendoroso y muy suave, y esa luz brillante se irradió a través del fuego esplendoroso, y ese fuego esplendoroso a través de la forma rutilante, y esa luz enceguecedora junto con el fuego esplendoroso a través de toda la forma.
Mientras, casi desmayado, caía sobre el cuerpo al que me acababa de unir, comprendí, en un último destello de lucidez, que la llama consiste en una claridad esplendente, un vigor ingénito y un ardor ígneo, mas la claridad esplendente la tiene para relucir y el ardor ígneo para quemar. Después comprendí qué abismo de abismos esto entrañaba.
Ahora que, con mano temblorosa (no sé si por horror del pecado que estoy evocando, o por añoranza pecaminosa del hecho que rememoro) escribo estas líneas, advierto que, para describir aquel éxtasis abominable, he utilizado las mismas palabras que, pocas páginas más arriba, utilicé para describir el fuego en que se consumía el cuerpo martirizado del hereje Michele. No es casual que mi mano, fiel ejecutora de los designios del alma, haya trazado las mismas palabras para expresar dos experiencias tan disímiles, porque probablemente entonces, cuando las viví, me impresionaron de la misma manera, como han vuelto a hacerlo hace un momento, cuando intentaba revivirlas en el pergamino.
Hay un arte secreto que permite nombrar con palabras análogas fenómenos distintos entre sí: es el arte por el cual las cosas divinas pueden nombrarse con nombres de cosas terrenales, y así, mediante símbolos equívocos, puede decirse que Dios es león o leopardo, que la muerte es herida, el goce llama, la llama muerte, la muerte abismo, el abismo perdición, la perdición deliquio y el deliquio pasión.
¿Por qué, para nombrar el éxtasis de muerte que me había impresionado en el mártir Michele, usaba las palabras a que había recurrido la santa para nombrar el éxtasis (divino) de vida, y por qué sólo podía valerme de esas mismas palabras para nombrar el éxtasis (pecaminoso y efímero) de goce terreno, que en seguida se había convertido también en sentimiento de muerte y aniquilación? Era un muchacho entonces, pero en este momento trato de reflexionar no sólo sobre la forma en que, a pocos meses de distancia, viví dos experiencias igualmente excitantes y dolorosas, sino también sobre la forma en que, aquella noche en la abadía, a pocas horas de distancia, por la memoria y los sentidos, evoqué una y aprehendí la otra, y además sobre la forma en que, hace un momento, al redactar estas líneas, he vuelto a vivirlas, y sobre el hecho de que, las tres veces, su expresión íntima haya consistido en las palabras nacidas de la experiencia distinta de un alma santa que sentía cómo iba aniquilándose en la visión de la divinidad. ¿No habré blasfemado (entonces, ahora)? ¿Qué había de común entre el deseo de muerte de Michele, el rapto que sentí al verlo arder en la hoguera, el deseo de unión carnal que sentí con la muchacha, el místico pudor que me indujo a traducirlo en forma alegórica, y aquel deseo de gozosa aniquilación que incitaba a la santa a morir de su propio amor para vivir más y eternamente? ¿Es posible que cosas tan equívocas se digan de una manera tan unívoca? Sin embargo, parecería que esto es lo que nos enseñan los más sabios doctores: omnis ergo figura tanto evidentius veritatem demonstrat quanto apertius per dissimilem similitudinem figuram se esse et non veritatem probat[*]. Pero, si el amor por el fuego y el abismo son figura del amor por Dios, ¿pueden ser también figura del amor por la muerte y del amor por el pecado? Sí, como el león y la serpiente son al mismo tiempo figura de Cristo y del demonio. Lo que sucede es que la justeza de la interpretación sólo puede establecerse recurriendo a la autoridad de los padres, y en el caso que me atormenta no existe una auctoritas a la que mi mente dócil pueda remitirse, y la duda me abrasa (¡y otra vez la figura del fuego interviene para definir el vacío de verdad y la plenitud de error que me aniquilan!). ¿Qué sucede, Señor, en mi alma, ahora que me dejo atrapar por el torbellino de los recuerdos, desencadenando esta conflagración de épocas diferentes, como si estuviese por alterar el orden de los astros y la secuencia de sus movimientos celestes? Sin duda, transgredo los límites de mi inteligencia enferma y pecadora. ¡Ánimo!, retomemos la tarea que humildemente me he propuesto. Estaba hablando de lo que sucedió aquel día y de la confusión total de los sentidos en que me hundí. Ya está, he dicho lo que recordé entonces: que a eso se limite mi débil pluma de cronista fiel y veraz.
Permanecí tendido, no sé por cuánto tiempo, junto a la muchacha. Con un movimiento muy leve, su mano seguía tocando por sí sola mi cuerpo, bañado ahora de sudor. Sentía yo un regocijo interior, que no era paz, sino como un rescoldo, como fuego que perdura bajo la ceniza cuando la llama está ya muerta. No dudaría en llamar bienaventurado (murmuré como en sueños) a quien le fuera concedido sentir algo similar, aunque sólo pocas veces (y de hecho aquélla fue la única ocasión en que lo sentí), en esta vida, y sólo a toda prisa, y sólo por un instante. Como si ya no existiésemos, como si hubiésemos dejado por completo de sentirnos nosotros mismos, como rendidos, aniquilados, y si algún mortal (decía para mí) pudiera probar lo que he probado, rechazaría de inmediato este mundo perverso, se sentiría confundido por la maldad de la vida cotidiana, sentiría el peso del cuerpo mortal… ¿No era eso lo que me habían enseñado? Aquel impulso de mi alma toda a perderse en la beatitud era, sin duda (ahora lo comprendía), la irradiación del sol eterno, y por el goce que éste produce el hombre se abre, se ensancha, se agranda, y en su interior se abre una garganta ávida que después resulta muy difícil volver a cerrar, tal es la herida que abre la espada del amor, y nada hay aquí abajo más dulce y más terrible. Pero tal es el derecho del sol, sus rayos son flechas que van a clavarse en el herido, y las llagas se agrandan, y el hombre se abre y se dilata, y hasta sus venas estallan, y sus fuerzas ya no pueden ejecutar las órdenes que reciben y sólo obedecen al deseo, el alma arde abismada en el abismo de lo que está tocando, mientras siente que su deseo y su verdad son superados por la realidad que ha vivido y sigue viviendo.
Y al llegar a este punto, uno asiste estupefacto a su propio desvanecimiento.
Inmerso en esas sensaciones de inenarrable goce interior, me adormecí.
Cuando, poco más tarde, volví a abrir los ojos, la luz de la noche, quizá debido a la presencia de alguna nube, era mucho menos intensa. Tendí la mano hacia un lado y no sentí el cuerpo de la muchacha. Volví la cabeza: ya no estaba.
La ausencia del objeto que había desencadenado mi deseo y saciado mi sed, me hizo ver de golpe tanto la vanidad de ese deseo como la perversidad de esa sed. Omne animal triste post coitum[*]. Adquirí conciencia del hecho de que había pecado. Ahora, después de tantos y tantos años, mientras sigo llorando amargamente mi falta, no puedo olvidar que aquella noche sentí un goce muy intenso, y ofendería al Altísimo, que ha creado todas las cosas en bondad y en belleza, si no admitiese que incluso en aquella historia de dos pecadores sucedió algo que de por sí, naturaliter, era bueno y bello. Cuando lo que debería yo hacer sería pensar en la muerte, que se acerca. Pero entonces era joven, y no pensé en la muerte, sino que, copiosa y sinceramente, lloré por mi pecado.
Me levanté temblando, porque, además, había estado mucho tiempo sobre las gélidas losas de la cocina y tenía el cuerpo aterido. Me vestí, con la sensación de estar afiebrado. Entonces divisé en un rincón el envoltorio que la muchacha había abandonado al huir. Me incliné para examinarlo: era una especie de lío de tela enrollada, y parecía proceder de la cocina. Lo abrí y al principio no reconocí su contenido, ya sea por falta de luz o por su forma informe. Después comprendí: entre coágulos de sangre y jirones de carne más fláccida y blancuzca, surcado de lívidos nervios, lo que mis ojos contemplaban, ya muerto pero aún palpitante de vida —la vida gelatinosa de las vísceras muertas—, era un corazón de gran tamaño.
Un velo oscuro cayó sobre mis ojos, una saliva acídula me llenó la boca. Lancé un grito y me desplomé como se desploma un cuerpo muerto.