COMPLETAS
Donde Guillermo y Adso disfrutan de la amable hospitalidad del Abad y de la airada conversación de Jorge.
Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de mesas, dominada por la del Abad, que estaba dispuesta perpendicularmente sobre un amplio estrado. En el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba instalado el monje que haría la lectura durante la cena. El Abad nos esperaba junto a una fuentecilla con un paño blanco para secarse las manos después del lavado, de acuerdo con los antiquísimos consejos de san Pacomio.
El Abad invitó a Guillermo a su mesa y dijo que por aquella noche, dado que también yo acababa de llegar, gozaría del mismo privilegio, aunque fuese un novicio benedictino. En los días sucesivos, me dijo con tono paternal, podría sentarme con los monjes, o, si mi maestro me encargaba alguna tarea, pasar antes o después de las comidas por la cocina, donde los cocineros se ocuparían de mí.
Ahora los monjes estaban de pie junto a las mesas, inmóviles, con la capucha sobre el rostro y las manos bajo el escapulario. El Abad se acercó a su mesa y pronunció el Benedicite. Desde el púlpito el cantor entonó el Edent pauperes[*]. El Abad dio su bendición y todos tomaron asiento.
La regla de nuestro fundador prevé una comida bastante sobria, pero deja al Abad en libertad de decidir cuánto alimento necesitan de hecho los monjes. Por otra parte, en nuestras abadías reina una gran tolerancia respecto a los placeres de la mesa. No hablo de las que, desgraciadamente, se han convertido en cuevas de glotones; pero, incluso las que se inspiran en criterios de penitencia y virtud, proporcionan a los monjes, dedicados casi siempre a pesadas tareas intelectuales, una alimentación no excesivamente refinada pero sí sustanciosa. Por otra parte, la mesa del Abad siempre goza de cierto privilegio, entre otras razones porque no es raro que acoja huéspedes importantes, y las abadías están orgullosas de los productos de su tierra y de sus establos, así como de la pericia de sus cocineros.
La comida de los monjes se desarrolló en silencio, como de costumbre, y cada uno se comunicaba con los otros mediante el habitual alfabeto de los dedos. Una vez que los platos destinados a todos pasaban por la mesa del Abad, los primeros en ser servidos eran los novicios y los monjes más jóvenes.
En la mesa del Abad estaban sentados con nosotros Malaquías, el cillerero, y los dos monjes más ancianos. Jorge de Burgos, el anciano ciego que ya había conocido en el scriptorium, y el viejísimo Alinardo da Grottaferrata: casi centenario, cojo y de aspecto frágil, me pareció que estaba ido. De él nos dijo el Abad que había hecho su noviciado en la abadía y que desde entonces vivía en ella, de modo que era capaz de recordar hechos ocurridos al menos ochenta años antes. Esto nos lo dijo al principio, en voz baja, porque después se atuvo a la usanza de nuestra orden y escuchó en silencio el desarrollo de la lectura. Pero, como ya he dicho, en la mesa del Abad cabían ciertas libertades, y tuvimos ocasión de alabar los platos que nos ofrecieron, al tiempo que el Abad celebraba la calidad de su aceite o de su vino. En cierto momento, al servirnos de beber, nos recordó, incluso, aquellos pasajes de la regla donde el santo fundador señala que, sin duda, el vino no conviene a los monjes, pero, como es imposible impedir la bebida a los monjes de nuestro tiempo, al menos debe evitarse que beban hasta la saciedad, porque el vino vuelve apóstatas incluso a los sabios, como recuerda el Eclesiástico. Benito decía: «en nuestros tiempos», y se refería a los suyos, ya tan lejanos. Imaginemos los tiempos en los que transcurrió aquella cena en la abadía, después de tantos años de decadencia moral (¡y no hablo de los míos, de los tiempos en que escribo esta historia, con la diferencia de que aquí, en Melk, lo que más corre es la cerveza!): o sea que se bebió sin exagerar, pero también sin privarse del gusto.
Comimos carne al asador, cerdos recién matados, y advertí que para los otros platos no se usaba grasa de animales ni aceite de colza, sino buen aceite de oliva, que procedía de los terrenos abaciales al pie de la montaña, del lado del mar. El Abad nos hizo probar el pollo (reservado para su mesa) que había visto preparar en la cocina. Observé, detalle bastante raro, que también disponía de una horquilla metálica, cuya forma me recordaba la de las lentes de mi maestro: hombre de noble extracción, nuestro anfitrión no deseaba ensuciarse las manos con la comida, e incluso nos ofreció su instrumento, al menos para coger las carnes de la gran fuente y ponerlas en nuestras escudillas. Yo no acepté, pero Guillermo lo hizo de buen grado, utilizando con desenvoltura aquel utensilio de señores, quizá para demostrarle al Abad que los franciscanos no eran necesariamente personas de escasa educación y de extracción humilde.
Entusiasmado con tanta buena comida (después de varios días de viaje en que nos habíamos alimentado con lo que encontramos), me distraje y perdí el hilo de la lectura, que había seguido desarrollándose con devoción. Volví a prestarle atención al escuchar un vigoroso gruñido de asentimiento que emitió Jorge. Y comprendí que había llegado a la parte en que siempre se lee un capítulo de la Regla. Recordando lo que había dicho aquella tarde, no me asombró la satisfacción que ahora expresaba. En efecto, el lector decía: «Imitemos el ejemplo del profeta, que dice: lo he decidido, vigilaré por donde voy, para no pecar con mi lengua, he puesto una mordaza en mi boca, me he humillado enmudeciendo, me he abstenido de hablar hasta de las cosas honestas. Y si en este pasaje el profeta nos enseña que a veces por amor al silencio habría que abstenerse incluso de los discursos lícitos, ¡cuánto más debemos abstenernos de los discursos ilícitos para evitar el castigo de este pecado!». Y añadió: «Pero a las vulgaridades, las tonterías y las bufonadas las condenamos a reclusión perpetua, en todos los sitios, y no permitimos que el discípulo abra la boca para proferir esa clase de discursos».
—Y valga esto para los marginalia de que se hablaba hoy —no pudo dejar de comentar Jorge en voz baja—. Juan Crisóstomo ha dicho que Cristo nunca rió.
—Nada en su naturaleza humana lo impedía —observó Guillermo—, porque la risa, como enseñan los teólogos, es propia del hombre.
—Forte potuit sed non legitur eo usus fuisse[*] —dijo escuetamente Jorge, citando a Pedro Cantor.
—Manduca, jam coctum est[*] —susurró Guillermo.
—¿Qué? —preguntó Jorge, creyendo que se refería a la comida que acababan de servirle.
—Son las palabras que según Ambrosio pronunció san Lorenzo en la parrilla, cuando invitó a sus verdugos a que le dieran vuelta, como también recuerda Prudencio en el Peristephanon[*] —dijo Guillermo haciéndose el santo—. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas risibles, aunque más no fuera para humillar a sus enemigos.
—Lo que demuestra que la risa está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo —replicó con un gruñido Jorge, y debo admitir que su lógica era irreprochable.
En ese momento el Abad nos invitó amablemente a callar. Por lo demás, la cena ya estaba terminando. El Abad se puso de pie e hizo la presentación de Guillermo. Alabó su sabiduría, mencionó su fama, y anunció a los monjes que le había rogado que investigara la muerte de Adelmo, invitándoles a responder a sus preguntas, y a avisar a sus subalternos en toda la abadía para que también lo hicieran. Les dijo, además, que facilitaran su investigación, siempre y cuando, añadió, no violase las reglas del monasterio. En cuyo caso necesitaría una autorización expresa de su parte.
Acabada la cena, los monjes se dispusieron a dirigirse hacia el coro para asistir al oficio de completas. Volvieron a echarse las capuchas sobre los rostros y se pusieron en fila ante la puerta. Permanecieron quietos un momento y luego se encaminaron hacia el coro, al que entraron por la puerta septentrional, después de atravesar, siempre en fila, el cementerio.
Nosotros salimos junto con el Abad.
—¿Ahora se cierran las puertas del Edificio? —preguntó Guillermo.
—Una vez que los sirvientes hayan limpiado el refectorio y las cocinas, el propio bibliotecario cerrará todas las puertas, atrancándolas desde dentro.
—¿Desde dentro? ¿Y él por dónde sale?
El Abad clavó un momento sus ojos en Guillermo, con gesto adusto:
—Sin duda no duerme en la cocina —dijo bruscamente, y apretó el paso.
—¡Vaya, vaya! —me susurró Guillermo—, o sea que existe otra entrada, pero nosotros no debemos conocerla —sonreí orgulloso de su deducción, pero me regañó—. No te rías. Ya has visto que en este recinto la risa no goza de buena reputación.
Entramos al coro. Ardía una sola lámpara, situada sobre un robusto trípode de bronce que tendría la altura de dos hombres. En silencio, los monjes se acomodaron en los bancos, mientras el lector leía un pasaje de una homilía de san Gregorio.
Después el Abad hizo una señal y el cantor entonó Tu autem Domine miserere nobis. El Abad respondió Adjutorium nostrum in nomine Domini, y todos profirieron a coro Qui fecit coelum et terram[*]. Entonces se inició el canto de los salmos: Cuando invoco, respóndeme, ¡oh Dios de mi justicia! Te agradeceré Señor con todo mi corazón; bendecid al Señor, siervos todos del Señor. Nosotros no nos habíamos sentado. Desde donde estábamos, al fondo de la nave central, pudimos ver a Malaquías, que apareció de pronto entre las sombras, procedente de una capilla lateral.
—No pierdas de vista ese sitio —me dijo Guillermo—. Podría haber allí un pasaje que condujera al Edificio.
—¿Por debajo del cementerio?
—¿Por qué no? Pensándolo bien, en alguna parte debe de haber un osario, es imposible que durante siglos hayan seguido enterrando a todos los monjes en ese trozo de tierra.
—Pero, ¿de verdad queréis entrar de noche en la biblioteca? —pregunté aterrado.
—¿Dónde están los monjes difuntos y las serpientes y las luces misteriosas, mi buen Adso? No, muchacho. Hoy pensé en hacerlo, y no por curiosidad sino porque intentaba resolver el problema de la muerte de Adelmo. Pero ahora, como ya te he dicho, me inclino hacia una explicación más lógica, y, al fin y al cabo, tampoco quisiera violar las reglas de este sitio.
—Entonces, ¿por qué queréis saber?
—Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos permanecen ocultos.
Dicho eso, se dirigió hacia la salida, porque el oficio había terminado. Los dos estábamos muy cansados y fuimos a nuestra celda. Me acurruqué en lo que Guillermo, bromeando, llamó mi «loculo»[*], y me dormí en seguida.