Lo posmoderno, la ironía, lo ameno

Desde 1965 hasta hoy han quedado definitivamente aclaradas dos ideas. Que se podía volver a la intriga incluso a través de citas de otras intrigas, y que las citas podían ser menos consoladoras que las intrigas citadas (el almanaque Bompiani de 1972 se dedicó al Ritorno dell’intreccio, si bien a través de una nueva visita, al mismo tiempo irónica y admirativa, a Ponson du Terrail y a Eugène Sue, y de una admiración sin mayor ironía de algunas páginas notables de Dumas). ¿Podía existir una novela no consoladora, suficientemente problemática, y sin embargo amena?

Serían los teóricos norteamericanos del posmodernismo quienes realizarían esa sutura, y recuperarían no sólo la intriga sino también la amenidad.

Desgraciadamente, «posmoderno» es un término que sirve para cualquier cosa. Tengo la impresión de que hoy se aplica a todo lo que le gusta a quien lo utiliza. Por otra parte, parece que se está intentando desplazarlo hacia atrás: al principio parecía aplicarse a ciertos escritores o artistas de los últimos veinte años, pero poco a poco ha llegado hasta comienzos del siglo, y aun más allá, y, como sigue deslizándose, la categoría de lo posmoderno no tardará en llegar hasta Homero.

Sin embargo, creo que el posmodernismo no es una tendencia que pueda circunscribirse cronológicamente, sino una categoría espiritual, mejor dicho, un Kunstwollen, una manera de hacer. Podríamos decir que cada época tiene su propio posmodernismo, así como cada época tendría su propio manierismo (me pregunto, incluso, si posmodernismo no será el nombre moderno del manierismo, categoría metahistórica). Creo que en todas las épocas se llega a momentos de crisis como los que describe Nietzsche en la Segunda consideración intempestiva, cuando habla de los inconvenientes de los estudios históricos. El pasado nos condiciona, nos agobia, nos chantajea. La vanguardia histórica (pero también aquí hablaría de categoría metahistórica) intenta ajustar las cuentas con el pasado. La divisa futurista «abajo el claro de luna» es un programa típico de toda vanguardia, basta con reemplazar el claro de luna por lo que corresponda. La vanguardia destruye el pasado, lo desfigura: Les demoiselles d’Avignon constituyen un gesto típico de la vanguardia; después la vanguardia va más allá, una vez que ha destruido la figura, la anula, llega a lo abstracto, a lo informal, a la tela blanca, a la tela desgarrada, a la tela quemada; en arquitectura será la expresión mínima del curtain wall, el edificio como estela, paralelepípedo puro; en literatura, la destrucción del flujo del discurso, hasta el collage estilo Bourroughs, hasta el silencio o la página en blanco; en música, el paso del atonalismo al ruido, al silencio absoluto (en este sentido, el primer Cage es moderno).

Pero llega el momento en que la vanguardia (lo moderno) no puede ir más allá, porque ya ha producido un metalenguaje que habla de sus imposibles textos (arte conceptual). La respuesta posmoderna a lo moderno consiste en reconocer que, puesto que el pasado no puede destruirse —su destrucción conduce al silencio—, lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin ingenuidad. Pienso que la actitud posmoderna es como la del que ama a una mujer muy culta y sabe que no puede decirle «te amo desesperadamente», porque sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que esas frases ya las ha escrito Liala[6]. Podrá decir: «Como diría Liala, te amo desesperadamente». En ese momento, habiendo evitado la falsa inocencia, habiendo dicho claramente que ya no se puede hablar de manera inocente, habrá logrado sin embargo decirle a la mujer lo que quería decirle: que la ama, pero que la ama en una época en que la inocencia se ha perdido. Si la mujer entra en el juego, habrá recibido de todos modos una declaración de amor. Ninguno de los interlocutores se sentirá inocente, ambos habrán aceptado el desafío del pasado, de lo ya dicho que es imposible eliminar; ambos jugarán a conciencia y con placer el juego de la ironía… Pero ambos habrán logrado una vez más hablar de amor.

Ironía, juego metalingüístico, enunciación al cuadrado. Por eso, si, en el caso de lo moderno, quien no entiende el juego sólo puede rechazarlo, en el caso de lo posmoderno también es posible no entender el juego y tomarse las cosas en serio. Por lo demás, en eso consiste la cualidad (y el riesgo) de la ironía. Siempre hay alguien que toma el discurso irónico como si fuese serio. Pienso que los collages de Picasso, Juan Gris y Braque eran modernos; por eso la gente normal no los aceptaba. En cambio, los collages que hacía Max Ernst, montando trozos de grabados del siglo XIX, eran posmodernos: también pueden leerse como un relato fantástico, como el relato de un sueño, sin darse cuenta de que representan un discurso sobre el grabado, y quizá sobre el propio collage. Si en esto consiste el posmodernismo, se ve a las claras por qué Sterne o Rabelais eran posmodernos, por qué sin duda lo es Borges, por qué en un mismo artista pueden convivir, o sucederse a corta distancia, o alternar, el momento moderno y el posmoderno. Véase lo que sucede con Joyce. El Portrait es la historia de un intento moderno. Dubliners, pese a ser anterior, es más moderno que el Portrait. Ulysses está en el límite. Finnegans Wake ya es posmoderno, o al menos inaugura el discurso posmoderno; para ser comprendido, exige, no la negación de lo ya dicho, sino su relectura irónica.

Sobre el posmodernismo ya se ha dicho casi todo desde el comienzo (es decir, en ensayos como «La literatura del agotamiento» de John Barth, escrito en 1967 y publicado recientemente en el número 7 de la revista Calibano, sobre el posmodernismo norteamericano). No es que yo esté totalmente de acuerdo con las calificaciones que los teóricos del posmodernismo (incluido Barth) asignan a los escritores y artistas, determinando quién es posmoderno y quién aún no lo es. Pero me interesa la demostración que dichos teóricos extraen de sus premisas: «Mi escritor posmoderno ideal no imita ni repudia a sus padres del siglo XX ni a sus abuelos del XIX. Ha digerido el modernismo, pero no lo lleva sobre los hombros como un peso… Quizá ese escritor no pueda abrigar la esperanza de alcanzar o conmover a los cultores de James Michener e Irving Wallace, para no hablar de los analfabetos lobotomizados por los medios de comunicación de masas, pero sí, en cambio, la de alcanzar y divertir, al menos en ocasiones, a un público más amplio que el círculo de los que Thomas Mann llamaba los primeros cristianos, los devotos del arte… La novela posmoderna ideal debería superar las diatribas entre realismo e irrealismo, formalismo y “contenidismo”, literatura pura y literatura comprometida, narrativa de élite y narrativa de masas… La analogía que prefiero es más bien la que podría hacerse entre [la actitud posmoderna] y el buen jazz o la música clásica: cuando volvemos a escuchar y a analizar la partitura, descubrimos muchas cosas que la primera vez no habíamos percibido, pero la primera vez tiene que ser capaz de atraparnos como para que deseemos volver a escucharla, tanto si somos especialistas como si no lo somos». Así hablaba Barth en 1980, volviendo sobre el tema pero, en esa ocasión, con el título de «La literatura de la plenitud». Desde luego, el tema se presta a un tratamiento más rico, como el de Leslie Fiedler, mejor dotado para la paradoja. En el número citado de Calibano se publica un ensayo suyo de 1981, y la nueva revista Linea d’ombra acaba de publicar una polémica que sostuvo con otros autores norteamericanos. Es evidente que Leslie provoca. Alaba El último mohicano, la narrativa de aventuras, el gothic, los libros del montón, despreciados por los críticos, que han sabido crear mitos y poblar la imaginación de más de una generación. Se pregunta si aún aparecerá algo como La cabaña del tío Tom, que pueda leerse con igual pasión en la cocina, en la sala o en el cuarto de los niños. Pone a Shakespeare del lado de los que sabían divertir, junto a Lo que el viento se llevó. Todos sabemos que es un crítico demasiado sutil como para creérnoslo. Lo único que quiere es romper la barrera erigida entre arte y amenidad. Intuye que alcanzar un público amplio y popular significa hoy, quizá, ser vanguardista, y también nos permite afirmar que poblar los sueños de los lectores no significa necesariamente consolarlos. Puede significar obsesionarlos.

Hace dos años que me niego a responder preguntas ociosas. Por ejemplo: ¿la tuya es una obra abierta o no? ¿Y yo qué sé? No es asunto mío, sino vuestro. O bien: ¿con cuál de tus personajes te identificas? ¡Dios mío! Pero, ¿con quién se identifica un autor? Con los adverbios, naturalmente.

De todas las preguntas ociosas, la más ociosa ha sido la de quienes sugieren que contar sobre el pasado es una manera de huir del presente. ¿Es verdad?, me preguntan. Es probable, respondo. Si Manzoni contó sobre el siglo XVII fue porque el XIX no le interesaba; y el Sant’Ambrogio de Giusti habla a los austriacos de su época, en cambio es evidente que el Giuramento di Pontida de Berchet habla de fábulas del tiempo pasado. Love Story se compromete con su época, mientras que La cartuja de Parma sólo contaba hechos ocurridos veinticinco años antes… Ni que decir tiene que todos los problemas de la Europa moderna, tal como hoy los sentimos, se forman en el Medioevo: desde la democracia comunal hasta la economía bancaria, desde las monarquías nacionales hasta las ciudades, desde las nuevas tecnologías hasta las rebeliones de los pobres… El Medioevo es nuestra infancia, a la que siempre hay que volver para realizar la anamnesis. Pero también se puede hablar de Medioevo al estilo de Excalibur. De modo que el problema es otro, y no puede eludirse. ¿Qué significa escribir una novela histórica? Creo que hay tres maneras de contar sobre el pasado. Una es el romance, desde el ciclo bretón hasta las historias de Tolkien, incluida la «gothic novel», que no es novel sino precisamente romance. El pasado como escenografía, pretexto, construcción fabulosa, para dar rienda suelta a la imaginación. O sea que ni siquiera es necesario que el romance se desarrolle en el pasado: basta con que no se desarrolle aquí y ahora, y que no hable del aquí y ahora ni siquiera por alegoría. Muchas obras de ciencia ficción son puro romance. El romance es la historia de un en otro lugar.

Luego está la novela de capa y espada, como la de Dumas. La novela de capa y espada escoge un pasado «real» y reconocible, y para hacerlo reconocible lo puebla de personajes ya registrados por la enciclopedia (Richelieu, Mazarino), a quienes hace realizar algunos actos que la enciclopedia no registra (haber encontrado a Milady, haber tenido contactos con un tal Bonacieux) pero que no contradicen a la enciclopedia. Por supuesto, para corroborar la impresión de realidad, los personajes históricos harán también lo que (por consenso de la historiografía) han hecho (sitiar La Rochelle, haber tenido relaciones íntimas con Ana de Austria, haber estado implicado en La Fronda). En este cuadro («verdadero») se insertan los personajes de fantasía, quienes sin embargo expresan sentimientos que podrían atribuirse también a personajes de otras épocas. Lo que hace d’Artagnan al recuperar en Londres las joyas de la reina, también hubiese podido hacerlo en el siglo XV o en el XVII Para tener la psicología de d’Artagnan no es necesario vivir en el siglo XVII.

En cambio, en la novela histórica no es necesario que entren en escena personajes reconocibles desde el punto de vista de la enciclopedia. Piensen en Los novios: el personaje más conocido es el cardenal Federico, que pocos conocían antes de Manzoni (mucho más conocido era el otro Borromeo, san Carlos). Sin embargo, todo lo que hacen Renzo, Lucia o Fra Cristoforo sólo podía hacerse en la Lombardía del siglo XVII. Lo que hacen los personajes sirve para comprender mejor la historia, lo que sucedió. Aunque los acontecimientos y los personajes sean inventados, nos dicen cosas sobre la Italia de la época que nunca se nos habían dicho con tanta claridad.

En este sentido es evidente que yo quería escribir una novela histórica, y no porque Ubertino y Michele hayan existido de verdad y digan más o menos lo que de verdad dijeron, sino porque todo lo que dicen los personajes ficticios como Guillermo es lo que habrían tenido que decir si realmente hubieran vivido en aquella época.

No sé hasta qué punto he sido fiel a ese propósito. No creo haberlo traicionado cuando disimulé citas de autores posteriores (como Wittgenstein) haciéndolas pasar por citas de la época. En esos casos estaba seguro de que no era que mis medievales fuesen modernos, sino, a lo sumo, que los modernos pensaban en medieval. Lo que, en cambio, me pregunto es si a veces no habré atribuido a mis personajes ficticios una capacidad de fabricar, con los disiecta membra de pensamientos perfectamente medievales, algunos hircocervos conceptuales que el Medioevo no habría reconocido entre su fauna. Creo, sin embargo, que una novela histórica no sólo debe localizar en el pasado las causas de lo que sucedió después, sino también delinear el proceso por el que esas causas se encaminaron lentamente hacia la producción de sus efectos.

Cuando uno de mis personajes compara dos ideas medievales para extraer una tercera idea más moderna, está haciendo exactamente lo mismo que después hizo la cultura, y aunque nadie haya escrito jamás lo que él dice, podemos estar seguros de que, quizá confusamente, alguien habría tenido que empezar a pensarlo (aunque sin decirlo, presa de vaya a saber qué temores y pudores).

De todas maneras, hay algo que me ha divertido mucho: cada vez que un crítico o un lector escribió o dijo que uno de mis personajes afirmaba cosas demasiado modernas, resultó que precisamente en todas esas ocasiones se trataba de citas textuales del siglo XIV.

Y hay otros pasajes en los que el lector degustó exquisitamente el supuesto sabor medieval de determinadas actitudes en las que yo, en cambio, percibía ilícitas connotaciones modernas. Lo que sucede es que cada uno tiene su propia idea, generalmente corrupta, del Medioevo. Sólo los monjes de la época conocemos la verdad, pero a veces decirla significa acabar en la hoguera.