Unos meses atrás, cuando Padre recibió el uniforme nuevo que significaba que todos debían llamarlo «comandante» y poco antes de que Bruno llegara a casa y encontrara a María haciendo las maletas, una noche Padre llegó a casa muy emocionado, lo cual era muy raro en él, y entró en el salón donde Madre, Bruno y Gretel estaban sentados leyendo sus libros.
—El jueves por la noche —anunció—. Si teníamos algún plan para el jueves por la noche, ya puedes cancelarlo.
—Tú puedes cambiar tus planes si quieres —dijo Madre—, pero yo he quedado para ir al teatro con…
—El Furias quiere hablar de un asunto conmigo —dijo Padre, que era el único autorizado para interrumpir a Madre—. Acabo de recibir una llamada esta tarde. Sólo le va bien el jueves por la noche y vendrá a cenar.
Madre abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O. Bruno se quedó mirándola y se preguntó si aquélla era la cara que ponía él cuando algo lo sorprendía.
—No lo dirás en serio —dijo Madre, palideciendo ligeramente—. ¿Va a venir aquí? ¿A nuestra casa?
Padre asintió con la cabeza.
—A las siete en punto —confirmó—. Así que será mejor que preparemos una cena especial.
—¡Cielos! —exclamó Madre mirando de un lado a otro y empezando a pensar en todo lo que había que hacer.
—¿Quién es el Furias? —preguntó Bruno.
—Lo pronuncias mal —dijo Padre, y lo pronunció correctamente.
—El Furias —volvió a decir Bruno, intentando pronunciar bien, aunque sin conseguirlo.
—No —dijo Padre—. El… ¡Bueno, es igual!
—Pero ¿quién es? —insistió Bruno.
Padre lo miró atónito y dijo:
—Sabes muy bien quién es el Furias.
—No —dijo Bruno.
—Dirige el país, idiota —terció Gretel con altanería, como suelen hacer las hermanas. (Eran cosas como aquélla las que la convertían en una tonta de remate)—. ¿Es que no lees el periódico?
—No llames idiota a tu hermano, por favor —intervino Madre.
—¿Puedo llamarlo estúpido?
—¡Gretel!
La niña se sentó, disgustada, pero de todas formas le sacó la lengua a Bruno.
—¿Va a venir solo? —preguntó Madre.
—He olvidado preguntárselo —dijo Padre—. Pero supongo que vendrá con ella.
—¡Cielos! —repitió Madre, levantándose y calculando mentalmente todo lo que tenía que organizar antes del jueves, para el que sólo faltaban dos días. Habría que limpiar la casa a fondo (incluidos los cristales), teñir y barnizar la mesa del comedor, encargar la comida, lavar y planchar los uniformes de la criada y el mayordomo, y dar brillo a la vajilla y la cristalería hasta que destellaran.
De un modo u otro, pese a que la lista parecía crecer y crecer, Madre consiguió terminarlo todo a tiempo, aunque no paraba de decir que la velada habría tenido el éxito asegurado si ciertas personas hubieran ayudado un poco más a prepararlo todo.
Una hora antes de la llegada del Furias, hicieron bajar a Gretel y Bruno, y los niños recibieron una insólita invitación para entrar en el despacho de Padre. Gretel llevaba un vestido blanco y calcetines largos, y le habían hecho tirabuzones. Bruno llevaba pantalones cortos marrón oscuro, camisa blanca y corbata marrón. Estrenaba zapatos para la ocasión, y estaba muy orgulloso de ellos, aunque le iban pequeños, le dolían los pies y le costaba andar. De cualquier modo, todos aquellos preparativos y toda aquella ropa elegante parecían un poco exagerados, porque ni Bruno ni Gretel estaban invitados a la cena; ellos habían cenado una hora antes.
—A ver, niños —dijo Padre sentándose detrás de su escritorio y mirando alternativamente a sus hijos, de pie e inmóviles frente a él—. Ya sabéis que esta velada es muy especial, ¿verdad?
Los niños asintieron.
—Y que es muy importante para mi carrera que esta noche todo salga bien.
Volvieron a asentir.
—Por tanto, hay una serie de reglas básicas que estableceremos de antemano.
Padre era muy partidario de las reglas básicas. Siempre que había una ocasión especial o importante en la casa, establecía algunas nuevas.
—Regla número uno —dijo—. Cuando llegue el Furias, os pondréis de pie en el recibidor, en silencio, y os prepararéis para saludarlo. No diréis nada hasta que él se dirija a vosotros, y entonces contestaréis con voz clara, articulando bien las palabras. ¿Entendido?
—Sí, Padre —masculló Bruno.
—Así es precisamente como no quiero que habléis. Vocaliza bien y habla como un adulto. Espero que ninguno de los dos se comporte como un niño pequeño. Si el Furias no os hace caso, vosotros no digáis nada; mirad al frente y demostradle el respeto y la cortesía que merece un dirigente de su talla.
—Por supuesto, Padre —dijo Gretel con voz muy clara.
—Y mientras Madre y yo estemos cenando con el Furias, vosotros dos debéis permanecer en vuestras habitaciones sin hacer ruido. No quiero a nadie correteando por la casa ni deslizándose por la barandilla. —Y le lanzó una elocuente mirada a Bruno—. No quiero interrupciones. ¿Me habéis entendido? No quiero que ninguno de los dos nos cause molestia alguna.
Bruno y Gretel asintieron con la cabeza y Padre se levantó para indicar que la reunión había terminado.
—Quedan establecidas las reglas básicas —sentenció.
Tres cuartos de hora más tarde sonó el timbre y se produjo un gran revuelo. Bruno y Gretel ocuparon sus puestos junto a la escalera, y Madre se colocó detrás de ellos, retorciéndose las manos con nerviosismo. Padre les echó una rápida ojeada y asintió, satisfecho con lo que veía, y entonces abrió la puerta.
Había dos personas en el umbral: un hombre bajito y una mujer más alta que él.
Padre los saludó y los invitó a entrar. María, con la cabeza aún más agachada de lo habitual, recogió sus abrigos, y entonces se hicieron las presentaciones. Los invitados hablaron primero con Madre, lo cual dio a Bruno la oportunidad de observarlos y decidir por sí mismo si merecían todo aquel jaleo.
El Furias era mucho más bajo que Padre, y Bruno dedujo que no debía de ser tan fuerte como él. Tenía el cabello negro, muy corto, y un bigote diminuto (tan diminuto que Bruno se preguntó para qué lo llevaba, o si sería que se había dejado un trozo al afeitarse). La dama que estaba a su lado, en cambio, era la mujer más hermosa que jamás había visto. Tenía el cabello rubio y los labios muy rojos, y mientras el Furias hablaba con Madre, se volvió para mirar a Bruno y sonrió. El niño se ruborizó.
—Y éstos son mis hijos —dijo Padre, mientras Gretel y Bruno daban un paso adelante—. Gretel y Bruno.
—¿Y quién es quién? —preguntó el Furias, y todos rieron excepto Bruno, pues en su opinión era perfectamente obvio quién era quién y no entendía qué gracia podía tener aquel comentario. El Furias les estrechó la mano y Gretel hizo la reverencia que tanto había ensayado. Bruno se alegró mucho cuando su hermana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse.
—Qué niños tan adorables —dijo la hermosa rubia—. ¿Y cuántos años tienen, si no es indiscreción?
—Yo tengo doce, pero él sólo tiene nueve —dijo Gretel mirando con desdén a su hermano—. Y también sé hablar francés —agregó, lo cual no era cierto, aunque había aprendido unas pocas frases en la escuela.
—¿Francés? ¿Y para qué quieres hablarlo? —preguntó el Furias, y aquella vez nadie rio; todos pasaron el peso del cuerpo de una pierna a otra, turbados, mientras Gretel lo miraba fijamente, sin saber si tenía que contestar o no.
El asunto se resolvió rápidamente, porque el Furias, que era el invitado más grosero que Bruno había visto jamás, se dio la vuelta y se dirigió derecho hacia el comedor y, sin más, se sentó a la cabecera de la mesa, ¡en la silla de Padre! Un poco aturullados, Padre y Madre lo siguieron y Madre dio instrucciones a Lars para que empezara a calentar la sopa.
—Yo también sé hablar francés —dijo la hermosa rubia, inclinándose y sonriendo a los niños. Ella no parecía tener tanto miedo al Furias como Madre y Padre—. El francés es un idioma muy bonito y está muy bien que lo aprendas.
—¡Eva! —llamó el Furias desde la otra habitación, chasqueando los dedos como si la mujer fuera un perrito faldero. Ella puso los ojos en blanco, se irguió despacio y se dio la vuelta.
—Me gustan tus zapatos, Bruno, pero me parece que te aprietan un poco —añadió con una sonrisa—. Si es así, deberías decírselo a tu madre antes de que te lastimen los pies.
—Sí, me aprietan un poco —admitió Bruno.
—Normalmente no llevo tirabuzones —aclaró Gretel, celosa de su hermano por la atención que estaba recibiendo.
—¿Por qué no? —preguntó la mujer—. Te quedan preciosos.
—¡Eva! —llamó el Furias por segunda vez, y la hermosa mujer se alejó de ellos.
—Ha sido un placer conoceros —dijo antes de entrar en el comedor y sentarse a la izquierda del Furias.
Gretel fue hacia la escalera, pero Bruno se quedó plantado donde estaba, observando a la rubia hasta que ella volvió a fijarse en él y le hizo un gesto de adiós con la mano, en el preciso instante en que aparecía Padre y cerraba las puertas, indicándole con la cabeza que debía subir a su habitación, sentarse en silencio, no hacer ruido y, sobre todo, no deslizarse por la barandilla.
El Furias y Eva estuvieron dos horas en la casa, y no llamaron a Gretel ni a Bruno para que bajaran a despedirse. El niño los vio marchar desde la ventana de su dormitorio; se dirigieron hacia un coche conducido por un chófer, algo que impresionó mucho a Bruno, que se fijó en que el Furias no abrió la puerta a su acompañante sino que se montó en el vehículo y se puso a leer el periódico, mientras ella volvía a despedirse de Madre y le daba las gracias por la agradable velada.
«Qué hombre tan horrible», pensó Bruno.
Más tarde, esa misma noche, el niño oyó fragmentos de una conversación entre Madre y Padre. Ciertas frases se colaron por el ojo de la cerradura o por la rendija de la puerta del despacho de Padre, subieron por la escalera, torcieron en el rellano y se filtraron por debajo de la puerta del dormitorio de Bruno. Aunque sus padres hablaban en voz inusualmente alta, él sólo entendió unas pocas palabras:
—… marcharnos de Berlín. Y para ir a un sitio como… —dijo Madre.
—… no tenemos alternativa, al menos si queremos seguir… —dijo Padre.
—… como si fuera lo más normal del mundo, pero no lo es, no lo es… —dijo Madre.
—… lo que pasaría sería que me enviarían a algún sitio y me tratarían como… —dijo Padre.
—… esperarás que crezcan en un sitio como… —dijo Madre.
—… y punto. No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto —dijo Padre.
Aquello debió de poner fin a la conversación, porque entonces Madre salió del despacho de Padre y el niño se quedó dormido.
Un par de días más tarde, Bruno llegó de la escuela a casa y encontró a María en su habitación, sacando todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más, y allí es donde empezó esta historia.