El mismo día
Como era un agente de la Seguridad del Estado, la muerte de Iván se consideraría automáticamente un asesinato, un escándalo que sólo podía haber cometido alguien opuesto al sistema, un elemento antisoviético. El culpable era un descastado, un no creyente, lo cual justificaba la apertura de una investigación exhaustiva. No había necesidad de encubrirlo. Por suerte para Leo y Raisa, Iván debía de tener muchos enemigos. Era un hombre que vivía de traicionar a ciudadanos atemorizados, atrayéndolos con promesas de material censurado, como un depredador que se aproxima a su presa con un atractivo cebo. El material censurado se lo había proporcionado el propio Estado.
Antes de salir del apartamento Raisa había cogido la lista de nombres, arrugó el papel y se lo metió en el bolsillo. Leo había recogido a toda prisa la documentación de la investigación. No tenían ni idea de cuánto tardaría la Seguridad del Estado en actuar tras la llamada de Iván. Abrieron, la puerta principal y bajaron veloces las escaleras. Una vez en la calle intentaron aparentar estar tranquilos y se alejaron de allí caminando. Al llegar al final de la calle miraron atrás. Unos agentes estaban entrando en el edificio.
Nadie en Moscú tenía ningún motivo para pensar que Leo y Raisa habían regresado. No serían considerados sospechosos inmediatamente. Los oficiales encargados de la investigación, si es que habían pensado en la conexión, llamarían al MGB de Voualsk y descubrirían que estaban de vacaciones, haciendo senderismo. Aquella excusa podría bastar, a menos que algún testigo hubiera identificado a un hombre y a una mujer entrando en el edificio. Si eso sucedía, examinarían su coartada con detenimiento. Pero Leo sabía que todo aquello no tenía la más mínima importancia, pues aunque no hubiera ninguna prueba, aunque en verdad hubieran estado haciendo senderismo, aquel asesinato podría valer como excusa para arrestarlos. El peso de las pruebas era irrelevante.
En su actual situación, intentar ver a sus padres sería de un descaro clamoroso. Pero no había ningún tren de vuelta a Voualsk hasta las cinco de la mañana y, sobre todo, Leo comprendió que aquélla sería la última oportunidad que tendría de hablar con ellos. Aunque le habían negado la posibilidad de contactar con ellos desde que se marchó de Moscú y no le habían dado ningún detalle de su paradero, había conseguido la dirección varias semanas antes. Sabía que los departamentos estatales solían actuar de manera autónoma, y pensó que era posible que si preguntaba al departamento de alojamiento, no tendrían por qué comunicarlo al MGB. Como precaución, había dado un nombre falso y había intentado dar la impresión de que se trataba de un asunto oficial. Para ello había mencionado varios nombres, incluido el de Galina Shapórina. Aunque no había conseguido la dirección de ninguno de los otros nombres, sí que había obtenido la de sus padres. Quizá Vasili se esperara algo así; de hecho era posible que hubiera dado instrucciones para que dieran la dirección si alguien la pedía. Sabía que la debilidad de Leo en el exilio eran sus padres. Si quería atraparlo violando sus órdenes, sus padres serían la trampa perfecta. Pero no parecía creíble que éstos fueran a estar bajo vigilancia constante durante cuatro meses. Era más probable que los miembros de la familia con la que estaban obligados a convivir trabajaran también como informadores. Tenía que llegar hasta sus padres sin que la otra familia lo viera, lo oyera o se enterase. La seguridad de sus padres dependía de esta discreción tanto como la suya propia. Si los atrapaban, los relacionarían con el asesinato de Iván y toda su familia moriría, quizá antes de que saliera el sol. Leo estaba dispuesto a asumir ese riesgo. Tenía que despedirse.
Llegaron a la Ulitsa Vorontsóvskaya. La casa en cuestión era un edificio antiguo, de antes de la Revolución. Era de esos que habían sido divididos en un centenar de pequeños apartamentos, separados nada más que por sábanas sucias que colgaban de cuerdas. No había baños ni agua corriente ni urinarios. Leo se fijó en las tuberías que salían de las ventanas, de las que emanaba el humo de las estufas de madera, la forma más barata y sucia de entrar en calor. Vigilaron el lugar desde una distancia prudencial y esperaron. Los mosquitos les picaban en el cuello, forzándoles a golpearse hasta mancharse las manos con su propia sangre. Leo sabía que, por mucho tiempo que permaneciera allí, no había forma de saber con seguridad si era una trampa. Tendría que entrar. Miró a Raisa. Antes de que dijera nada, ella habló:
—Esperaré aquí.
Raisa estaba avergonzada. Había confiado en Iván; había basado la opinión que tenía de él únicamente en la apariencia que se había construido a base de libros y periódicos, en sus comentarios sobre la cultura occidental, en sus supuestos planes de ayudar a importantes disidentes a publicar sus obras fuera del país. Mentira. Todo era mentira. ¿A cuántos escritores y opositores al régimen había tendido trampas? ¿Cuántos manuscritos había quemado para que el mundo no pudiera verlos nunca? ¿A cuántos artistas y librepensadores había denunciado a los de la Cheká? Le había cogido cariño por sus diferencias evidentes con Leo. Aquellas diferencias eran un disfraz. El disidente era el policía, y el policía se había convertido en el contrarrevolucionario. El disidente la había traicionado; el policía la había salvado. No podía despedirse de los padres de Leo, hombro a hombro con su marido, como si hubiera sido una esposa leal y entregada. Leo la cogió de la mano.
—Me gustaría que vinieras.
La puerta comunal no estaba cerrada con pestillo. Dentro hacía calor, el aire estaba cargado. Enseguida empezaron a sudar: la ropa se les pegaba a la espalda. Más arriba, en el apartamento 27, la puerta estaba cerrada con llave. Leo había entrado a la fuerza en muchas casas. Por regla general las cerraduras antiguas eran más difíciles de forzar que las nuevas. Valiéndose de la punta de una navaja desatornilló la placa, dejando a la vista el mecanismo de la cerradura. Metió la navaja, pero no se abría. Se limpió el sudor de la frente, paró un momento, respiró profundamente y cerró los ojos. Se secó las manos en los pantalones, ignorando los mosquitos. Que se dieran su festín. Abrió los ojos.
Concéntrate.
La cerradura se abrió.
La única luz provenía de la ventana que daba a la calle. La habitación apestaba a cuerpos durmientes y la atmósfera era caldosa. Leo y Raisa se quedaron un momento en la puerta, acostumbrándose a la penumbra. Distinguieron la silueta de tres camas: en dos de ellas había parejas adultas. En la otra, más pequeña, parecía haber tres niños durmiendo. En la zona de la cocina dormían dos niños pequeños sobre unas alfombras, como perros bajo la mesa. Leo se acercó a los adultos. Ninguno de ellos era su padre ni su madre. ¿Le habían dado una dirección equivocada? Tal incompetencia era habitual. ¿Le habrían dado la dirección errónea a propósito?
Vio otra puerta y se acercó a ella. Las tablas del suelo crujían a cada paso. Raisa iba detrás de él. Al ser más ligera, hacía menos ruido. La pareja de la cama más próxima se movió. Leo se quedó quieto; esperó. Siguieron durmiendo. Leo siguió adelante, seguido de Raisa. Extendió la mano y sujetó el pomo.
En aquella habitación no había ventanas. No entraba nada de luz. Leo dejó la puerta abierta para ver. Pudo discernir que había dos camas, apenas separadas una de otra. Ni siquiera había una sábana sucia entre ellas. En una de las camas había dos niños; en la otra, una pareja adulta. Se acercó un poco más. Eran sus padres. Dormían pegados el uno al otro, en una sola cama, muy estrecha. Leo se irguió, se acercó a Raisa y susurró:
—Cierra la puerta.
Obligado a moverse en la más absoluta oscuridad, Leo tanteó hasta llegar a la cama y se agachó junto a sus padres. Les escuchó dormir. Se alegraba de que estuviera oscuro. Lloraba. Aquella habitación era más pequeña que el baño de su antiguo apartamento. No tenían su propio espacio, no podían separarse de aquella familia de ninguna manera. Los habían enviado a morir igual que habían castigado a su hijo: humillados.
Colocó ambas manos sobre sus bocas a la vez. Notó que se despertaban, sorprendidos, tensos. Para evitar que gritaran susurró:
—Soy yo, Leo. No hagáis ruido.
Sus cuerpos se relajaron. Les quitó las manos de la boca. Escuchó cómo se erguían. Sintió que su madre le tocaba la cara. Lo palpaba a ciegas, en la oscuridad. Sus dedos se detuvieron cuando tocaron sus lágrimas. Él escuchó su voz, apenas un susurro:
—Leo…
Las manos de su padre se unieron a las de su madre. Leo las apretó contra su cara. Había jurado cuidar de ellos y había fracasado. Lo único que pudo hacer fue murmurar:
—Lo siento.
Su padre respondió:
—No tienes nada de qué disculparte. Así es como habríamos vivido toda la vida de no ser por ti.
Su madre interrumpió, recordando de repente todas las preguntas que había querido hacerle:
—Creíamos que habías muerto. Nos dijeron que os habían arrestado a los dos.
—Mintieron. Nos enviaron a Voualsk. Me degradaron, pero no me llevaron a la cárcel. Ahora trabajo para la milicia. Os escribí muchas veces, pidiendo que os entregaran las cartas, pero deben de haberlas interceptado y destruido.
Los niños que estaban en la cama de al lado se movieron. La cama crujió. Se callaron. Leo esperó hasta oír la respiración lenta y profunda de los niños.
—Raisa está aquí.
Llevó las manos de sus padres hasta ella. Los cuatro se apretaron las manos. Su madre preguntó:
—¿Y el bebé?
—No.
Leo no quería complicar la reunión, así que añadió:
—Un aborto.
Raisa habló de nuevo, con la voz quebrada por la emoción:
—Lo siento.
—No es culpa tuya.
Anna añadió:
—¿Cuánto tiempo lleváis en Moscú? ¿Podremos veros mañana?
—No. No deberíamos estar aquí. Si nos cogen, nos llevarán a la cárcel, y a vosotros también. Nos iremos a primera hora de la mañana.
—¿Queréis que salgamos para poder hablar?
Leo lo pensó. No podían salir del apartamento sin despertar a algún miembro de la familia.
—No podemos arriesgarnos a despertarlos. Tendremos que hablar aquí.
Ninguno de ellos habló durante un momento. Los cuatro pares de manos siguieron unidos en la oscuridad. Por fin Leo dijo:
—Tengo que conseguiros un lugar mejor para vivir.
—No, Leo, escúchame. Muchas veces te has portado como si nuestro amor dependiera de lo que tú pudieras hacer por nosotros. Incluso de niño. Eso no es cierto. Tenéis que concentraros en vuestras vidas. Somos viejos. Ya no importa dónde vivamos. Lo único que nos ha mantenido con vida ha sido esperar alguna noticia vuestra. Tenemos que aceptar que ésta será la última vez que nos veamos. No sirve de nada hacer planes inútiles. Debemos decirnos adiós, ahora que tenemos la oportunidad. Leo, te quiero y estoy orgullosa de ti. Ojalá hubieras tenido un gobierno mejor al que servir.
La voz de Anna sonaba ahora bastante tranquila.
—Os tenéis el uno al otro, os queréis. Tendréis una buena vida, estoy segura. Las cosas serán distintas para vosotros y vuestros hijos, Rusia será distinta. Tengo grandes esperanzas.
Era una fantasía, pero ella disfrutaba creyéndolo, y Leo no dijo nada para contradecirla.
Stepán cogió la mano de Leo y colocó en ella un sobre.
—Es una carta que te escribí hace varios meses. Nunca tuve la oportunidad de dártela porque te llevaron lejos de aquí. No quería enviarla por correo. Léela cuando estés a salvo, en el tren. Prométeme que no la leerás antes. Prométemelo.
—¿Qué es?
—Tu madre y yo hemos pensado mucho el contenido de esta carta. Contiene todo lo que queríamos decirte pero no pudimos por una u otra razón. Contiene todo aquello de lo que deberíamos haber hablado hace mucho tiempo.
—Padre…
—Llévatela, Leo. Hazlo por nosotros.
Leo aceptó la carta y, en la oscuridad, los cuatro se abrazaron por última vez.
6 de julio
Leo se acercó al tren. Raisa iba junto a él. ¿Había más agentes de lo habitual en el andén? ¿Era posible que estuvieran buscándoles ya? Raisa caminaba demasiado deprisa: él la cogió de la mano por un instante y ella redujo la velocidad. La carta de sus padres estaba escondida entre los documentos que llevaba pegados al pecho. Casi habían llegado a su vagón.
Subieron al atestado tren. Leo susurró a Raisa.
—Quédate aquí.
Ella asintió. Él entró en un aseo estrecho y echó el pestillo. Bajó la tapa del urinario para reducir el olor. Se quitó la chaqueta, se desabrochó la camisa y se quitó la delgada bolsita de algodón que había cosido para sostener los documentos. Estaba empapada en sudor, y la tinta de los papeles había dejado una marca en su piel. Tenía el pecho lleno de párrafos escritos.
Encontró la carta y le dio la vuelta. No había ningún nombre en el sobre; estaba arrugada y sucia. Se preguntó cómo habían conseguido sus padres ocultársela a la otra familia, que con toda seguridad habría rebuscado entre sus pertenencias personales. Uno de los dos debía de haberla guardado en todo momento, día y noche.
El tren empezó a moverse, salió de Moscú. Había cumplido su promesa. No debía leerla. Esperó a que salieran de la estación antes de abrir el sobre y desdoblar la carta. Era la letra de su padre.
Leo, ni tu madre ni yo nos arrepentimos de nada. Te queremos. Siempre pensamos que llegaría el día en que te hablaríamos de esto. Para nuestra sorpresa, ese día nunca llegó. Pensamos que tú sacarías el tema cuando estuvieras listo. Pero nunca lo hiciste. Te portaste como si nunca hubiera sucedido. Quizá te resultara más fácil olvidar. Por eso nunca dijimos nada. Pensamos que era la forma que tenías de enfrentarte al pasado. Tenemos miedo de que lo hayas borrado, y de que sacar el tema de nuevo pueda producirte dolor y sufrimiento. En definitiva, hemos sido felices juntos, y no queríamos estropearlo. Fue una cobardía por nuestra parte.
Lo repito, tanto tu madre como yo te queremos mucho, y ninguno de los dos nos arrepentimos de nada.
Leo…
Leo dejó de leer. Apartó la mirada. Sí, recordaba lo que había sucedido. Sabía lo que iba a decir la carta. Y sí, había pasado toda la vida intentando olvidarlo. Dobló la carta minuciosamente antes de romperla en pedazos. Se levantó, abrió la ventana y tiró los trozos. El viento arrastró aquellos rectángulos desiguales de papel, que desaparecieron de su vista.