8
Despecho de Navidad

Perdón navideño. Puedes perder el contacto con un amigo, no devolver las llamadas, pasar de los correos electrónicos, olvidarte de los cumpleaños, los aniversarios y las reuniones, pero si te presentas en su casa (con un regalo), la norma social establece que te tiene que perdonar; tiene que actuar como si no hubiese pasado nada. El decoro dicta que la amistad medra desde ese punto sin cabida para la culpa ni la recriminación. Si empezaste una partida de ajedrez hace diez años, en el mes de octubre, solo tienes que recordar a quién le toca mover (o por qué vendiste el juego de ajedrez y te compraste una Xbox durante el tiempo transcurrido). Mira, el perdón navideño es algo maravilloso, pero no es un desplazamiento dimensional. Las leyes del espacio y el tiempo siguen aplicándose por mucho que hayas intentado esquivar a tus amigos. Pero no trates de emplear la expansión del universo a modo de excusa, como decir que tenías la intención de pasarte, pero que la casa te pillaba cada vez más lejos. Esa mierda no sirve. Limítate a decir «siento no haberte llamado. Feliz Navidad», y enseña el regalo. El protocolo del perdón navideño dicta, a su vez, que tu amigo responda «no pasa nada», y te deje pasar sin más comentarios. Así es como siempre se ha hecho.

—¿Dónde coño te habías metido? —dijo Gabe Fenton cuando abrió la puerta y se encontró a su viejo amigo Theophilus Crowe de pie en el umbral con un regalo en la mano. Gabe tenía 45 años, era bajito y fibroso, no se afeitaba, lucía una incipiente calvicie e iba vestido con una ropa con la que parecía haber dormido durante una semana.

—Feliz Navidad, Gabe —dijo Theo mientras extendía el regalo con un enorme lazo rojo encima y movía la caja hacia delante y hacia atrás como si quisiera decir «eh, tengo un regalo, no deberías darme la tabarra por no haberte llamado durante años».

—Muy bonito —dijo Gabe—. Pero podrías haber llamado.

—Lo siento. Quería hacerlo, pero estabas con lo de Val y no quise interrumpir.

—Me dejó, ¿lo sabías? —Gabe se había estado viendo con Valerie Riordan, la única psiquiatra del pueblo, durante varios años, aunque no durante el último mes.

—Sí, algo he oído. —Theo había oído que Val quería a alguien un poco más implicado en la cultura humana que Gabe.

Gabe era biólogo conductista de campo y se dedicaba al estudio de roedores salvajes o mamíferos marinos, dependiendo de quién le financiara. Vivía en una pequeña cabaña de propiedad federal junto al faro con Skinner, su labrador negro de cincuenta kilos.

—¿Lo sabías? ¿Y no me llamaste?

Era casi mediodía, y el colocón de Theo casi se había evaporado, pero aún estaba un poco ido. Se suponía que los chicos no se quejaban de la falta de apoyo de un amigo, a menos que ese apoyo se requiriera en una pelea de bar o para ayudar a mover cosas pesadas. Ese comportamiento no era normal. Puede que Gabe sí que necesitara pasar más tiempo entre otros seres humanos.

—Mira, Gabe, te he traído un regalo —dijo Theo. Mira cómo se alegra Skinner de verme.

Ciertamente, Skinner estaba contento de ver a Theo. Se había echado encima de Gabe para poder ver a Theo en el umbral y meneaba la gruesa cola sobre la puerta abierta como un tambor de guerra en forma de salchicha. Asociaba a Theo con hamburguesas y pizza y hubo un tiempo en el que lo había conceptuado como el tipo de la comida de emergencia (Gabe era el tipo de la comida habitual).

—Bueno, supongo que querrás pasar —dijo Gabe.

El biólogo se apartó y dejó que Theo entrara. Skinner le saludó metiendo su hocico en la entrepierna de Theo.

—Estoy trabajando, así que hay un poco de desorden.

¿Un poco de desorden? Toda una subestimación, algo así como decir que la marcha de la muerte de Batán era un paseo por el campo. Parecía como si alguien hubiese metido los pertrechos de Gabe en un cañón y los hubiese disparado a la habitación a través de una pared. La ropa sucia y los platos sin fregar lo cubrían todo a excepción de la mesa de trabajo de Gabe, la cual, salvo por las ratas, estaba inmaculada.

—Bonitas ratas —dijo Theo—. ¿Qué haces con ellas?

—Las estudio.

Gabe se sentó enfrente de una serie de acuarios de veinte litros que formaban una estrella alrededor de un tanque central y estaban unidos entre sí mediante tubos transparentes. Cada rata tenía un disco plateado del tamaño de un cuarto de dólar pegado al lomo.

Theo miró cómo Gabe abría la puerta y una de las ratas corría al tanque central y trataba de montar de inmediato a su ocupante. Gabe cogió un pequeño control remoto y apretó el botón. La rata agresora casi dio un salto hacia atrás en su retirada.

—¡Ajá! Eso le enseñará —exclamó Gabe—. La hembra de la jaula central está en celo.

La otra rata regresó con indecisión, olisqueando el ambiente, y trató de montar a la hembra de nuevo. Gabe apretó el botón y la rata macho salió despedida lejos de la hembra.

—¡Ja! ¡¿Lo pillas ahora?! —dijo Gabe con tono maníaco. Apartó la mirada de las jaulas para toparse con Theo—. Tienen electrodos en los testículos. Los discos plateados son baterías y receptores remotos. Cada vez que esos pequeños cabrones se ponen cachondos, les meto cincuenta voltios.

La rata volvió a intentarlo y Gabe apretó el botón una vez más. El animal fue tambaleándose hasta el rincón de la jaula.

—¡Maldito idiota! —chilló Gabe—. ¡No creas que aprenden! Ya les podré dar doce calambrazos hoy, que cuando les abra la jaula mañana intentarán montarla otra vez. ¿Ves? ¿Ves cómo somos?

—¿Somos?

—Nosotros. Los hombres. ¿Ves cómo somos? Sabemos que solo nos aguarda el dolor, pero no dejamos de intentarlo.

Gabe siempre había sido tan tranquilo, tan calmado, tan profesionalmente desapegado, científicamente obsesionado, tan seguro en su ridiculez de empollón… Theo tenía la sensación de estar hablando con una persona completamente distinta, como si alguien hubiera arrancado el intelecto y hubiese dejado atrás solamente los nervios.

—Eh, Gabe, no estoy seguro de que debamos equipararnos con roedores. Quiero decir que…

—Oh, claro. Eso es lo que dices ahora. Pero un día me llamarás y me dirás que tenía razón. Pasará algo y llamarás. Te destrozará el corazón y tú acabarás la destrucción que ella empiece. ¿No tengo razón? ¿Es que no la tengo?

—Eh, yo… —Theo pensaba en el polvo del cementerio seguido por la pelea que había tenido con Molly la noche anterior.

—Bien, cambiaré la asociación. Mira esto. —Gabe se echó sobre la estantería, tiró a un lado un montón de revistas profesionales y cuadernos hasta que encontró lo que buscaba—. Mira. Mírala. —Sostenía un catálogo reciente de Victoria's Secret. La modelo de portada llevaba unas prendas especialmente inadecuadas si lo que quería era disimular su atractivo. Parecía que no podía estar más satisfecha con ese hecho.

—Preciosa, ¿verdad? —dijo Gabe, mientras se metía la mano en el bolsillo y sacaba un dispositivo de control remoto parecido al de las ratas—. Preciosa —repitió, y apretó el botón.

La espalda del biólogo se arqueó y de repente pareció treinta centímetros más alto, mientras todos los músculos de la espalda parecían flexionarse a la vez. Tuvo un par de convulsiones y luego cayó al suelo con el catálogo aún en la mano.

Skinner empezó a ladrar. «No te mueras, tipo de la comida, tengo el cuenco en el porche y no puedo abrir la puerta yo solo», parecía estar diciendo. Siempre era lo mismo. Siempre se alegraba de que al final el tipo de la comida no estuviese muerto de verdad, pero sus convulsiones lo ponían nervioso.

Theo corrió en auxilio de su amigo. Los ojos de Gabe estaban echados hacia atrás e hizo un par de tirones bruscos antes de respirar profundamente y mirar a Theo a los ojos.

—¿Ves? Se cambia la asociación. Antes de que pase demasiado tiempo, tendré la misma reacción sin electrodos pegados al escroto.

—¿Estás bien?

—Oh, sí. Lo conseguiré, estoy seguro; Todavía no ha funcionado con las ratas, pero espero que lo haga antes de que mueran.

—¿Eso puede matarlas?

—Bueno, tiene que hacer daño o, si no, no aprenderán nunca. —Gabe recuperó su control remoto y Theo se lo quitó de las manos.

—¡Ya basta!

—Tengo otro conjunto de electrodos con receptor. ¿Quieres probarlo? Me muero por hacer una prueba de campo. Podrías ir a un bar de tías desnudas.

Theo ayudó a Gabe a levantarse y lo sentó sobre una silla lejos de la mesa.

—Gabe, has perdido el control. Lamento no haberte llamado.

—Sé que has estado ocupado. No pasa nada.

Genial, ahora tiene la reacción adecuada de perdón navideño, pensó Theo.

—Esas ratas, los electrodos y todo eso… es un error. Al final acabarás formando equipo con un puñado de misóginos paranoicos o con una pila de cadáveres.

—Haces que suene como si fuese malo.

—Te han roto el corazón. Se curará.

—Ella me dijo que era aburrido.

—Ella debería ver esto. —Theo hizo un gesto hacia la habitación.

—No le interesaba mi trabajo.

—Vuestra relación tenía solera. Cinco años. Quizá había llegado el momento. Tú mismo me dijiste que los hombres no estaban hechos para la monogamia.

—Sí, pero cuando dije eso tenía novia.

—¿Entonces no es verdad?

—No, es verdad, pero no era algo que me preocupara cuando tenía novia. Ahora sé que estoy programado biológicamente para diseminar mi semilla a diestro y siniestro, por todas las hembras que pueda, una serie de tórridos apareamientos sin sentido cuyo único fin es encontrar a la siguiente hembra fértil. Mis genes exigen una herencia y no sé por dónde empezar.

—Quizá quieras pegarte una ducha antes de repartir tu semilla.

—¿Crees que no lo sé? Por eso mismo intento reprogramar mis impulsos. Tengo que domesticar mi animosidad.

—¿Porque no quieres ducharte?

—No, porque no sé cómo abordar a las mujeres. Sabía hablar con Val.

—Val era una profesional.

—No lo era. Nunca usó ninguno de sus trucos.

—Una escuchadora, Gabe. Era una escuchadora profesional, una psiquiatra.

—Ah, vale. ¿Crees que debería empezar con una o varias prostitutas?

—¿Para remendar un corazón roto? Sí, estoy seguro de que eso funcionará tan bien como los electrodos en tu escroto, pero antes necesito que me hagas un favor. —Theo pensaba que, a lo mejor, solo a lo mejor, un esfuerzo alejado de toda esa ridiculez ayudaría a traer de vuelta a su amigo del borde del precipicio. Hurgó en él bolsillo de su camisa y sacó el mechón de pelo rubio que sé había quedado adherido al tapacubos—. Necesito que le eches un ojo a esto y me digas qué es.

Gabe sostuvo el mechón y lo miró.

—¿Es una prueba criminal?

—Algo así.

—¿De dónde lo has sacado? ¿Qué necesitas saber?

—Dime todo lo que puedas antes de que yo te diga nada, ¿vale?

—Bueno, pues parece rubio.

—Gracias, Gabe… Pensé que quizá podrías mirarlo con un microscopio o algo.

—¿Es que el condado no tiene laboratorios para eso?

—Sí, pero no lo puedo llevar allí. Hay ciertas circunstancias…

—¿Como cuáles?

—Como que pensarán que estoy fumado o loco, o ambas cosas. Mira el pelo —dijo Theo—. Dime algo y yo te diré algo.

—Vale, pero yo no tengo todos esos chismes chulos de CSI.

—Sí, pero los chicos del laboratorio no tienen baterías pegadas a las gónadas. En eso los superas.

Diez minutos más tarde, Gabe alzó la vista del microscopio.

—Pues no es humano —dijo.

—¿Cómo?

—De hecho no parece pelo.

—¿Entonces qué es?

—Bueno, parece tener muchas de las características de la fibra óptica.

—¿Así que es artificial?

—No vayas tan deprisa. Tiene raíz y lo que parece ser una cutícula, pero no se parece a la queratina. Debería hacer una prueba proteínica. Si es artificial, no hay rastros del proceso. Más que fabricado, parece cultivado. Ya sabes que el pelaje del oso polar tiene cualidades de la fibra óptica y canaliza la energía lumínica por la piel negra para calentar el cuerpo.

—¿Entonces es pelo de oso polar?

—No tan deprisa.

—Maldita sea, Gabe, ¿de dónde demonios viene?

—Dímelo tú.

—Entre nosotros, ¿vale? Que esto no salga de esta cabaña hasta que podamos confirmarlo, ¿vale?

—Por supuesto. ¿Estás bien, Theo?

—¿Que si estoy bien? ¿Me estás preguntando si yo estoy bien?

—¿Todo bien entre tú y Molly? ¿El trabajo? No estarás fumando hierba otra vez; ¿verdad?

—¿Decías que tenías otro juego de electrodos de esos? —dijo Theo con un meneo de cabeza.

A Gabe la mirada se le iluminó de repente.

—Tendrás que afeitarte una parte. ¿Te importa que abra mi regalo mientras estás en el baño? Puedes usar mi cuchilla.

—No. Adelante, abre tu regalo. Tengo que contarte un par de cosas.

—¡Caramba! Un picador para ensaladas. Muchas gracias, Theo.

—Se ha llevado el picador para ensaladas —dijo Molly.

—Vaya, ¿era importante para él? —preguntó Lena.

—Era un regalo de bodas.

—Lo sé, te lo regalé yo. A Dale y a mí nos regalaron lo mismo.

—Toda una tradición. —Molly estaba inconsolable.

Se bebió la mitad de su Coca-Cola light de un trago y golpeó el vaso de Budweiser sobre la barra como si fuese un pirata jurando sobre una jarra de grog.

—¡Bastardo!

Era miércoles por la tarde, y estaban en el Cuerno de Caracol para coordinar los cambios en el menú de la fiesta. La primera reacción de Lena a la llamada de socorro de Molly fue darle largas y quedarse en casa, pero cuando estaba montando una excusa se dio cuenta de que quedarse en casa equivaldría a obsesionarse alternativamente con que la atraparan por el asesinato de Dale o que ese peculiar piloto de helicóptero le rompiera el corazón. Pensó que ver a Molly y Mavis en el Cuerno sería una buena idea. De paso, podría averiguar a través de Molly si Theo sospechaba algo acerca de la desaparición de Dale. Sí, ya, era imposible con Molly obsesionada con la desaparición del propio Theo y con lo que quiera que hubiese hecho. Lo único que ella había entendido era que Theo se acababa de llevar un picador para ensaladas al trabajo. Se supone que hay que identificarse con los problemas de los amigos, pero no dejaban de ser eso, los problemas de los amigos, y las amigas de Lena, Molly en particular, eran un poco excéntricas.

El bar estaba abarrotado de solitarios veinteañeros y treintañeros. Se podía sentir una energía desesperada que chisporroteaba por cada rincón de la oscura sala, como si la soledad fuese el polo negativo y el sexo el positivo, y alguien estuviese frotando sendos alambres sobre un cubo de gasolina. Era ese el desenlace del ciclo del despecho de Navidad que dio comienzo cuando los hombres jóvenes, carentes de mayores motivaciones para generar un cambio en sus vidas, rompían con la novia de turno para evitar tener que comprarle un regalo de Navidad. Las turbadas mujeres se enfurruñaban durante unos días, comían helado y evitaban llamar a la familia, pero entonces, cuando la idea de una Navidad y un Año Nuevo en soledad alargaba su sombra, decidían apiñarse en el Cuerno en busca de un compañero, virtualmente cualquiera, con el que pasar las fiestas. Al frente a toda máquina y olvídate de los regalos. Para exhibir su nueva libertad, los solitarios de Pine Cove bajaban al Cuerno y se aprovechaban de los afectos de mujeres despechadas envueltos en un juego sexual rural alrededor de unas sillas al son de Deck the Halls, donde todo el mundo tenía la esperanza de deslizarse ebrio sobre alguien más cómodo antes de que sonara la última nota.

Puede que una burbuja rodeara a Lena y Molly, porque era evidente que no participaban en el juego. Si bien ambas contaban con atractivo más que suficiente para atraer la atención de los más jóvenes, sobre sus hombros estaba la mística de la experiencia, el mensaje de haber estado ahí y haber seguido adelante, en definitiva, el nometoquesloshuevos. En palabras llanas, asustaban a todos menos a los más borrachos, y el hecho de que solo bebieran Coca-Cola light acojonaba incluso a los borrachos. A pesar de su propia angustia, Molly y Lena habían acabado con los dragones de sus propias desesperaciones festivas, filosofía con la que en su día había empezado la fiesta de Navidad para solitarios. Ahora se asomaban a nuevas ansiedades individuales.

—Unas buenas hamburguesas —dijo Mavis mientras dejaba escapar una gran nube de humo bajo en alquitrán para subrayar sus palabras y esta se enroscaba en Lena y Molly. Hacía años que estaba prohibido fumar en los bares de California, pero Mavis pasaba tanto de la ley como de las autoridades, a saber, Theophilus Crowe, y seguía fumando—. ¿A quién no le gusta un buen trozo de carne entre panes?

—Mavis, es Navidad —dijo Lena. Hasta este día, Mavis no había hecho más que sugerir primeros platos a base de sopas o salsas. Lena sospechaba que Mavis se había cambiado la dentadura y por eso abogaba por ese tipo de festín.

—Entonces con pepinillos. Salsa de tomate y pepinillos, ya tenemos los colores de la Navidad.

—Quería decir que si no deberíamos hacer algo de más calidad por Navidad, no solo hamburguesas.

—A cinco pavos por cabeza, ya le dije que la barbacoa era la única forma de darles de comer. —Mavis se echó hacia delante y miró a Molly, que gruñía con malevolencia a sus cubitos de hielo—. Pero todo el mundo cree que va a llover. Como si fuese a llover en diciembre.

Molly alzó la mirada, gruñó por lo bajo, luego la desvió hacia el televisor que había detrás de Mavis y señaló. El volumen estaba bajado, pero había un mapa meteorológico de California. A unos mil kilómetros de la costa había una gran masa coloreada que se desplazaba fotograma a fotograma de tal forma que parecía que una enorme ameba en Technicolor fuera a tragarse la zona de la bahía.

—No es nada —dijo Mavis—. Ni siquiera le pondrán nombre. Si esa cosa hubiese estado sobre las Bermudas le habrían dado un nombre hace dos días. ¿Sabéis por qué? Porque aquí no llegan al interior. Esa zorra se volverá otros mil kilómetros hasta la isla Anacapa y se dará un garbeo por el Yucatán. Y mientras, nosotras no podremos lavar nuestros coches por culpa de la sequía.

—La lluvia al menos detendría algunos ataques de los piratas de la arena —dijo Molly masticando un cubito de hielo.

—¿Eh? —dijo Lena.

—¿Qué coño has dicho? —Mavis se ajustó el pinganillo.

—Nada —dijo Molly—: ¿Y qué os parece la lasaña? Ya sabéis, un poco de pan de ajo y algo de ensalada.

—Sí, seguramente podamos hacer eso por cinco pavos la cabeza si no utilizamos ni salsa ni queso —dijo Mavis.

—La lasaña no parece muy navideña que digamos —apuntó Lena.

—Podríamos ponerla en cazuelas de Papá Noel —sugirió Molly.

—¡No! —saltó Lena—. Nada de Papá Noeles. Podemos hace un muñeco de nieve o algo así, pero ni un puto Papá Noel.

Mavis dio una palmaditas en la mano de Lena.

—Papá Noel nos lo hizo pasar mal a muchas cuando éramos crías, cielo. Cuando te empieza a crecer el bigote se supone que ya deberías haberlo superado.

—No me está creciendo el bigote.

—¿Te lo depilas a la cera? No se te nota nada —dijo Molly tratando de parecer comprensiva.

—Que no tengo bigote —insistió Lena.

—Pues mira a las pobres mexicanas o rumanas, que tienen que empezar a afeitarse a los doce —dijo Mavis.

Lena aprovechó el momento para plantar los codos sobre la barra, cogerse el pelo con ambas manos, y empezar a tirar suave y sostenidamente de él para articular su argumento.

—¿Qué? —preguntó Mavis.

—¿Qué? —preguntó Molly.

Se produjo un embarazoso silencio entre las tres. Solo se escuchaba el rumor de la jukebox del fondo y la gente que se contaba mentiras. Desviaron la mirada para no tener que hablar y luego la clavaron en la puerta cuando Vance McNally, el jefe de ambulancias de Pine Cove, entró y lanzó un largo y atronador eructo.

Vance era un cincuentón al que le gustaba pensar de sí mismo que era un seductor y un héroe, cuando lo cierto es que era un poco imbécil. Había conducido una ambulancia más de veinte años y nada le producía más placer que ser el portador de malas noticias. Esa era la medida de su importancia.

—¿Sabíais que la patrulla de carreteras ha encontrado la furgoneta de Dale Pearson aparcada en el Gran Sur cerca de Lime Kiln Rock? Al parecer estaba pescando y se cayó al agua. Sí, con las olas que vendrán con esa tormenta no encontrarán el cuerpo nunca. Theo está allí investigando.

Lena se derrumbó en su taburete y volvió a erguirse.

Estaba segura de que todos los que había en el bar, todos los lugareños en todo caso, tenían la vista clavada en ella a la espera de una reacción. Dejó que su larga melena se le derramara ante la cara para esconderse.

—Entonces lasaña —dijo Mavis.

—Pero nada de cazuelas de Papá Noel —restalló Lena, sin salir de su escondite.

Mavis quitó los vasos de plástico de la barra.

—En circunstancias normales, os cortaría aquí, pero tal como están las cosas, creo que las dos necesitáis empezar a beber de verdad.