Era miércoles por la mañana, tres días antes de Navidad, cuando Lena Márquez se despertó con un extraño en la cama. El teléfono estaba sonando y el hombre que tenía al lado emitía una especie de gemido. Estaba medio cubierto por las sábanas, pero Lena estaba segura de que estaba desnudo.
—¿Diga? —dijo tras descolgar. Levantó la sábana para echar un ojo. Sí, sí que estaba desnudo.
—Lena, se espera que haya una tormenta en Nochebuena y Mavis iba a hacer una barbacoa para la fiesta de solitarios pero no va a poder si llueve y anoche discutí con Theo y salí a dar una vuelta de dos horas y creo que cree que estoy loca y quizá deberías saber que Dale no volvió a casa anoche y su nueva, eh…, la otra…, esto…, la mujer con la que vive llamó a Theo asustadísima y él…
—¿Molly?
—Sí, hola, ¿cómo estás?
Lena miró al reloj de la mesilla y luego al hombre desnudo otra vez.
—Molly, son las seis y media.
—Gracias, aquí apenas estamos a veinte grados. Puedo ver el termómetro de fuera.
—¿Qué te pasa?
—Te lo acabo de decir: se acerca una tormenta. Theo cree que estoy loca. Dale no aparece.
Tucker Case se volvió. A pesar de estar medio dormido, parecía listo para la acción.
—¡Mira eso! —pensó Lena, pero se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.
—¿El qué? —preguntó Molly.
Tuck abrió los ojos, le sonrió y siguió su mirada hacia abajo. Tiró de la sábana que ella tenía agarrada y se tapó.
—Eso no es para ti. Tengo que mear.
—Lo siento —dijo Lena mientras se echaba la sábana rápidamente sobre la cabeza. Hacía tiempo que no había sentido la necesidad de preocuparse por ello, pero de repente recordó un artículo en una revista que alertaba sobre no ser lo primero que un hombre veía por la mañana a menos que se conocieran desde hacía al menos tres semanas.
—¿Quién está ahí? —preguntó Molly.
Lena asomó un ojo por la sábana y observó a Tucker Case, que salía de la cama medio inconsciente, totalmente desnudo, apuntando al baño con el miembro como si de la herramienta de un zahorí se tratase. Descubrió en ese momento que nunca es tarde para descubrir nuevas razones para resentirse de los machos de la especie: estar medio inconsciente engrosaría su lista.
—Nadie —repuso Lena.
—Lena, no te habrás vuelto a acostar con tu ex, ¿verdad? Dime que no estás en la cama con Dale.
—No estoy en la cama con Dale. —Entonces, toda la noche volvió a pasar por su mente y creyó que iba a vomitar. Tucker Case la había ayudado a olvidar por un momento. Vale, quizá eso contara como un punto positivo hacia los hombres, pero volvía a estar ansiosa. Había matado a Dale. Iría a la cárcel. Pero tenía que fingir que no sabía nada.
—¿Qué has dicho de Dale, Molly?
—¿Entonces con quién estás en la cama?
—Maldita sea, Molly, ¿qué pasa con Dale? —Esperaba parecer convincente.
—No lo sé. Su nueva novia llamó diciendo que no había vuelto a casa después de la fiesta de Navidad del Caribú. Pensaba que debías saberlo, ya sabes, por si resulta que ha pasado algo malo.
—Seguro que está bien. Lo más probable es que se haya encontrado con alguna guarrilla en el Cuerno de Caracol y se la haya camelado con su encanto.
—Puaj —dijo Molly—. Oh, perdón. Mira, Lena, han dicho en las noticias de esta mañana que se avecina una gran tormenta desde el Pacífico. Este año nos va a tocar El Niño. Tenemos que pensar en la comida de la fiesta, por no hablar de qué haremos si aparece mucha gente. La capilla es terriblemente pequeña.
Lena seguía pensando qué hacer con lo de Dale. Quería decírselo a Molly. Lena había estado ahí un par de veces cuando Molly había pasado por sus crisis. Sabía lo que era perder el control de las cosas.
—Mira, Molly, necesito…
—Y me peleé con Theo anoche, Lena. De verdad. No se había puesto así desde hacía mucho tiempo. Puede que haya jodido las Navidades.
—No seas tonta, Mol, eso es imposible. Theo lo comprende.
Sabe que estás como una cabra y te quiere de todos modos.
Justo entonces, Tucker Case regresó a la habitación, cogió los pantalones del suelo y empezó a ponérselos.
—Tengo que ir a dar de comer al murciélago —dijo, sacándose el extremo de un plátano de la bragueta.
Lena se quitó las sábanas de la cabeza y buscó algo que decir.
Tuck sonrió burlonamente y sacó del todo el plátano.
—Oh, ¿creías que me alegraba de verte?
—Eh, yo… Joder.
Tuck se acercó y la besó en una ceja.
—Me alegro de verte —dijo—, pero también tengo que alimentar al murciélago. Vuelvo enseguida.
Salió de la habitación descalzo y sin camiseta. Vale, puede que volviera.
—Lena, ¿con quién estás? Dímelo.
Lena se dio cuenta de que aún sostenía el auricular.
—Mira, Molly, te vuelvo a llamar, ¿de acuerdo? Ya solucionaremos lo del viernes por la noche.
—Pero tengo que modificar…
—Ya te llamo yo. —Lena colgó y salió de la cama a toda prisa. Si se apresuraba podría lavarse la cara y ponerse una mascarilla antes de que Tucker regresara. Zumbó por la habitación, desnuda, hasta que sintió que alguien la miraba. Había una ventana grande que daba al bosque, y como su habitación estaba en el segundo piso; era como despertarse en una cabaña sobre un árbol, pero sin que nadie pudiera verte. Se giró de golpe y allí, colgado de un canalón, había un murciélago de la fruta gigante. Y la estaba mirando; no, no solo la miraba, le estaba pegando un buen repaso. Cogió la sábana y se tapó con ella.
—Ve a comerte el plátano —le gritó al murciélago.
Roberto se limitó a lamerse el costillar.
Hubo un tiempo, durante sus años más puritanos, cuando Theophilus Crowe hubiese dicho sin demasiada reserva que no le gustaban las sorpresas, que prefería la rutina a la variedad, lo predecible a lo incierto, lo conocido a lo desconocido. Luego, hace unos años, mientras trabajaba en el último caso de asesinato en Pine Cove, conoció a Molly Michon, se enamoró de ella, una antigua reina del cine de serie B, y todo cambió. Había roto una de sus leyes fundamentales: «nunca te acuestes con alguien que esté más loco que tú». Desde entonces, vivía prendado de amor.
Tenían ese pequeño acuerdo por el cual, si él dejaba de fumar hierba, ella seguiría tomando sus antidepresivos y, por consiguiente, tendría su atención incondicional y él solo disfrutaría de los aspectos más agradables de la Nena Guerrera en la que a veces se convertía Molly. Theo aprendió a disfrutar de su compañía y los ramalazos de rareza que llevaba a su vida.
Pero la noche anterior había sido demasiado incluso para él. Había atravesado la puerta queriendo…, no, necesitando, compartir la extraña historia que acababa de vivir con el tipo rubio con la única persona que podría creerle sin recriminarle nada, y ella había escogido ese preciso momento para activar la modalidad hostil. Eso lo sacó de sus casillas y antes de regresar a la cabaña esa noche, se había fumado hierba suficiente como para dejar en coma a un coro de rastafaris.
El bancal que había estado cultivando no era para eso. Ni hablar. No era como en los viejos tiempos, cuando mantenía su pequeño edén para uso personal. No, el pequeño bosque de brotes de dos metros que decoraba el borde de la parcela del rancho obedecía a una necesidad puramente comercial, aunque por una buena razón. Por amor.
Con los años, a pesar de que las perspectivas de volver al mundo del cine se hacían más y más remotas, Molly había seguido trabajando con su espadón. En ropa interior o vestida con un sujetador deportivo y los pantalones del chándal, se plantaba en el claro que había delante de la cabaña y declaraba «en garde» a un compañero imaginario y empezaba a girar, saltar, arremeter, parar, lanzar tajos y estocadas hasta perder el aliento. Aparte de que el ritual la mantenía en plena forma, también la hacía feliz, lo que, a su vez, complacía a Theo hasta límites insondables. Incluso la animó a que se apuntara a clases de kendo, y resultó que se le daba muy bien y era capaz de vencer a adversarios que le doblaban en tamaño.
Indirectamente, esto condujo a que Theo cultivara su hierba para venderla por primera vez en su vida. Lo había intentado por otros medios, pero los bancos parecían algo más que reacios a prestarle casi la mitad de su salario anual para comprar una espada samurái. Bueno, no era precisamente samurái, sino más bien japonesa; una antigua espada japonesa forjada por el maestro armero Hisakuni de Yamashiro, a finales del siglo XIII. Sesenta mil capas plegadas de acero carbonatado de alta calidad, perfectamente equilibrada y terriblemente afilada a pesar de los ocho siglos transcurridos. Se trataba de una tashi, una espada de caballería curva, más larga y más pesada que las katanas tradicionales, utilizada más tarde por los samuráis para combates en tierra. Molly apreciaría su peso mientras practicaba, pues sus proporciones se asemejaban mucho a las del espadón que había heredado de una carrera cinematográfica fracasada. También apreciaría que fuese real, y Theo esperaba que viese que esa era su forma de decirle que amaba cada parte de ella, incluida la Nena Guerrera (le gustaba rozarse con unas partes de ella más que con otras). La tashi estaba ahora envuelta en terciopelo y escondida al fondo de la estantería más alta del armario de Theo, donde guardaba también su colección de pipas.
¿El dinero? Bueno, un antiguo amigo de Theo de los viejos tiempos, un cultivador reconvertido en mayorista, se mostró encantado de adelantar el dinero a cambio de su cosecha. Se suponía que debía ser un arreglo puramente comercial: entrar, salir y nadie sale malparado. Pero ahora Theo iba al trabajo fumado por primera vez en años y, después de la mala noche, le daba en la nariz que ese no iba a ser un buen día.
Entonces llamó la novia/esposa/loquesea de Dale Pearson y comenzó el descenso a los infiernos.
Theo se echó unas gotas de colirio en los ojos e hizo una parada para agenciarse un café largo antes de ir a la casa de Lena Márquez en busca de su ex marido. Aunque, a tenor del incidente del súper del lunes y una docena más en el pasado, quedaba claro que su desprecio estaba a un paso de convertirse en odio, eso no les había impedido quedar de vez en cuando para tener algo de sexo posconyugal. Theo no sabría nada de eso de no ser por Molly, que era buena amiga de Lena, y las mujeres gustan de hablar de estas cosas.
Lena vivía en una bonita casa de dos pisos de estilo artesanal en medio acre de pinar que lindaba con muchos de los ranchos de Pine Cove. Era más de lo que se podría haber permitido trabajando como gerente de la propiedad, pero entonces apareció Dale Pearson y se casó con él, y era lo menos que se merecía por esos cinco años juntos, pensó Theo. Le gustaba el sonido que hacían sus botas contra el porche mientras se encaminaba a la puerta y pensó que debería hacerse uno en su cabaña. Pensó que podían comprarse una campanilla de viento o un columpio, así como una pequeña estufa para sentarse durante las tardes frescas. Entonces, al escuchar pasos que se acercaban por el otro lado de la puerta, cayó en que estaba colocado hasta las cejas. Se darían cuenta de que lo estaba. Ni todo el colirio ni el café del mundo podían disimular el hecho de que estaba colocado. Veinte años de experiencia en lo que a hierba se refiere no le iban a ayudar en ese momento; había perdido el control, estaba fuera de juego, el ojo del tigre estaba inyectado en sangre.
—Hola, Theo —dijo Lena mientras abría la puerta.
Vestía una sudadera de hombre varias tallas más grande y unos calcetines rojos. Su larga melena negra, que normalmente se derramaba sobre su espalda como satén líquido, estaba recogida y un buen enredo le sobresalía de la oreja. Era un pelo de haber follado.
Theo se movía en el sitio como si fuese un crío a punto de pedir a una chica la primera cita.
—Siento molestarte tan temprano, pero me preguntaba si habrías visto a Dale. Quiero decir desde el lunes.
Pareció que Lena se desvanecía de la puerta, como si estuviese a punto de desmayarse. Theo estaba seguro de que era porque sabía que estaba colocado.
—No, Theo. ¿Por qué?
—Bueno, eh…, Betsy ha llamado y ha dicho que Dale no apareció por casa anoche. —Betsy era la nueva esposa/novia/loquesea de Dale. Era camarera en el café HP y se había ganado con los años la fama de tener aventuras con hombres casados—. Yo solo, eh… —¿Por qué no lo interrumpía? No quería decir que sabía que Dale y ella se acostaban de vez en cuando. Se suponía que no lo sabía—. Así que, eh, me preguntaba si…
—Hola, ¿quién es usted? —preguntó un hombre rubio sin camiseta que acababa de aparecer detrás de Lena.
—Oh, gracias a Dios —dijo Theo, respirando profundamente—. Soy Theo Crowe, alguacil del pueblo. —Miró a Lena para que hiciera las presentaciones.
—Te presento a Tucker…, eh, Tuck.
No tenía ni idea de cuál era su apellido.
—Tucker Case —dijo Tucker Case. Pasó junto a Lena y extendió la mano—. Tendría que haberme presentado ante usted antes, más que nada porque trabajamos en el mismo negocio.
—¿Y qué negocio es el suyo? —Theo nunca había visto su trabajo como un negocio, pero, por lo visto, ahora sí que lo era.
—Piloto helicópteros para la DEA —dijo Tucker Case—. Ya sabe, vuelos con infrarrojos para localizar cultivos y demás.
¡Dejen espacio! ¡Se le ha parado el corazón! ¡Código azul! ¡Quinientos miligramos de epinefrina, inyección directa al pericardio, ya! ¡Está fibrilando!
—Es un placer —dijo Theo, con la esperanza de que su fallo cardíaco no se notara—. Lamento haberos molestado. Ya me marcho. —Se soltó de la mano de Tuck y se alejó pensando, no camines como si estuvieses colocado, no camines como si estuvieses colocado… Por el amor de Dios, ¿cómo has podido hacerlo todos estos años?
—Eh, alguacil —llamó Tuck—. ¿Cómo es que se ha pasado por aquí? ¡Ay!
Theo se volvió. Lena acababa de darle al piloto un puñetazo en el brazo, y era evidente que con fuerza (el hombre se lo estaba masajeando).
—Pues por nada. Por un tipo que no se presentó en casa anoche y pensé que quizá Lena tendría una idea de dónde ha ido. —Theo trataba de alejarse de la casa, pero se detuvo al recordar que quizá tropezaría con las escaleras del porche. ¿Cómo le explicaría eso a la DEA?
—¿Anoche? No se considera a alguien desaparecido hasta que han pasado…, ¿cuánto, veinticuatro horas? ¿Cuarenta y ocho? ¡Ay! ¡Joder, eso no es necesario! —Tucker Case se frotó el hombro donde Lena había vuelto a pegarle.
Theo pensó que quizá maltrataba a los hombres. Lena miró a Theo y sonrió, como si se sintiera abochornada por el puñetazo.
—Theo, Molly me llamó esta mañana y me contó lo de Dale. Ya le dije que no lo había visto. ¿Es que no te lo ha contado?
—Claro, claro, me lo dijo. Yo solo…, ya sabes, pensé que a lo mejor se te ocurría alguna cosa. Quiero decir que tu amigo tiene razón, en realidad no podemos considerarlo como desaparecido oficialmente hasta que pasen otras doce horas más o menos. Pero, ya sabes, es un pueblo pequeño y mi trabajo…
—Gracias, Theo —dijo Lena saludándole con la mano a pesar de que estaba a pocos metros y no se movía. El piloto también saludaba con la mano, sonriente. A Theo no le hacía gracia interrumpir a dos nuevos amantes que acababan de acostarse, especialmente cuando las cosas no iban muy bien en su propia vida. Parecían condescendientes aunque no quisieran serlo.
Vio que algo oscuro colgaba del techo del porche, justo donde estaría la campanilla de viento en su cabaña y la de Molly de no haber sacrificado la seguridad de ambos por volver al infierno de la hierba. No podía ser lo que parecía.
—Vaya, eso es, eh…, parece…
—Un murciélago —dijo Lena.
Me cago en la leche, pensó Theo, esa cosa es enorme.
—Un murciélago —dijo—. Claro. Por supuesto.
—Un murciélago de la fruta —matizó Tucker Case—. De Micronesia.
—Ah, ya veo —dijo Theo. Micronesia, ese sitio no existía. El rubio le estaba tomando el pelo—. Bueno, pues ya nos veremos.
—Nos vemos en la fiesta del viernes —dijo Lena—. Díselo a Molly.
—Vale —asintió Theo mientras se metía en el Volvo.
Cerró la puerta del coche. Los otros se metieron en casa. Theo dejó caer la cabeza sobre el volante.
Lo saben, pensó.
—Lo sabe —dijo Lena, apretándose contra la puerta una vez cerrada.
—No lo sabe.
—Es más listo de lo que parece. Lo sabe.
—No lo sabe. Y no parece idiota, más bien parecía fumado.
—No, no estaba fumado, estaba sospechando.
—¿No crees que si estuviese sospechando te habría preguntado dónde estuviste anoche?
—Bueno, eso era evidente contigo por ahí sin camiseta y yo con esta pinta tan… tan… Ya sabes.
—¿Satisfecha?
—No, iba a decir «desarreglada». —Le pegó en el hombro—. Por Dios, vístete.
—¡Ay! Eso ha estado completamente fuera de lugar.
—Tengo un problema —dijo Lena—. Al menos podrías mostrarme algo de apoyo.
—¿Apoyo? Te ayudé a esconder el cuerpo. En algunos países eso implica compromiso.
Ella amagó con darle otro puñetazo, pero se contuvo, aunque dejó el puño en el aire por si acaso.
—¿De verdad no crees que estaba sospechando?
—Ni siquiera te preguntó por qué tenías un murciélago de la fruta gigante colgando de tu porche. Parece un tipo distraído. Estaba deseando irse.
—¿Y por qué tengo un murciélago de la fruta colgando de mi porche?
—Viene con el paquete. —Sonrió y se alejó.
Lena se sintió como una idiota, ahí de pie con el puño alzado. Y apagada. Densa, tonta, elemental, todo lo que pensaba que solo les pasaba a otras personas. Siguió a Tuck al dormitorio, donde se estaba poniendo la camiseta.
—Siento haberte pegado.
—Tienes tendencias agresivas —dijo él mientras se masajeaba el hombro dolorido—. ¿Debería esconder tu pala?
—Eso que has dicho es horrible. —Casi volvió a pegarle, pero, en lugar de ello, tratando de parecer más sofisticada y menos amenazadora, lo abrazó—. Fue un accidente.
—Suéltame, tengo que ir a localizar a los malos con el helicóptero —le dijo, con una palmadita en el trasero.
—Te llevarás a ese murciélago contigo, ¿verdad?
—¿No te apetece quedártelo?
—No quiero ofender, pero me da un poco de asco.
—No tienes ni idea —dijo Tuck.