Theo iba a ochenta por Worchester cuando un hombre de pelo rubio salió de detrás de un árbol y se interpuso en la calzada. El Volvo dio un bandazo sobre un tramo de asfalto parcheado, dio al hombre a la altura de la cadera y lo lanzó por los aires. Theo pisó a fondo el freno, pero a pesar del chirrido de los sistemas antibloqueo, el hombre cayó al asfalto y el Volvo le pasó por encima y produjo una terrible sinfonía de crujidos y partes de cuerpo trituradas.
Theo miró por el retrovisor cuando el coche se detuvo y vio al tipo rubio inerte, bañado por las luces rojas de los frenos. Sacó la radio del cinturón mientras salía del coche de un salto y se dispuso a pedir auxilio cuando la figura que yacía en el suelo empezó a levantarse.
Theo bajó la radio.
—Eh, amigo, no te muevas. Mantén la calma. La ayuda viene de camino. —Corrió hacia el herido y se detuvo a su lado.
El rubio estaba apoyado sobre las manos y las rodillas.
Theo también pudo comprobar que la cabeza estaba doblada del revés y el largo pelo le caía sobre el asfalto. La cabeza se enderezó con un crujido. Se incorporó. Vestía una larga gabardina negra con capucha. Era el «sospechoso».
Theo empezó a retroceder.
—Quieto ahí, enseguida viene la ayuda. —A medida que pronunciaba esas palabras, Theo se fue convenciendo de que el tipo no necesitaba ninguna ayuda.
El pie que apuntaba hacia atrás se enderezó con otra serie de crujidos escalofriantes. El rubio dedicó una mirada a Theo por primera vez.
—¡Ay! —dijo.
—Supongo que eso le ha dolido —dijo Theo. Al menos sus ojos no lanzaban destellos rojos, ni nada de eso. Theo retrocedió hasta la puerta abierta del Volvo—. A lo mejor quieres quedarte tumbado mientras llega la ambulancia. —Por segunda vez en una misma noche, se arrepintió de no llevar consigo su pistola.
El rubio extendió un brazo hacia Theo y se percató de que el dedo gordo estaba en el sitio equivocado. Lo agarró con la otra mano y lo colocó en su sitio.
—Estoy bien —dijo, con voz monótona.
—¿Sabes?, si esa gabardina se lava ella sola en seco delante de mis narices, yo mismo te votaré para gobernador —dijo Theo tratado de ganar tiempo mientras pensaba lo que diría a la central cuando apretara el botón de la radio.
El rubio se dirigió con calma hacia él. Al principio cojeaba un poco, pero a cada paso que daba mejoraba más.
—Quieto ahí —advirtió Theo—.Quedas arrestado por un 207 A.
—¿Qué es eso? —preguntó el rubio, que ya estaba a unos pocos metros del Volvo.
Theo ahora estaba relativamente seguro de que un 207 A no era un atracador armado, pero no estaba seguro de lo que sí significaba, por lo que dijo:
—Asustar a un pobre crío en su propia casa, así que quieto ahí o te vuelo la tapa de los sesos. —Apuntó al rubio con la antena de la radio.
Y el rubio se detuvo a pocos pasos. Theo podía ver los profundos surcos del accidente en el rostro del hombre, pero no había sangre.
—Eres más alto que yo —dijo el rubio.
Theo calculó que el tipo mediría cerca de 1,85 metros.
—Pon las manos en el techo del coche —dijo mientras apuntaba con la antena entre los ojos de un azul imposible.
—No me gusta eso —dijo el rubio.
Theo se agachó deprisa para parecer más bajo que el otro por un par de centímetros.
—Gracias.
—Las manos sobre el coche…
—¿Dónde está la iglesia?
—No bromeo, pon las manos sobre el coche, bien separadas. —La voz de Theo chirrió como si atravesara una segunda pubertad.
—No. —El rubio le quitó la radio y la hizo trizas—. ¿Dónde está la iglesia? Necesito ir a la iglesia.
Theo se metió en el coche a toda prisa y salió por el lado opuesto. Cuando volvió a mirar por encima del coche, comprobó que el rubio seguía allí, mirándolo como un periquito se miraría a sí mismo en un espejo.
—¿Qué? —gritó.
—La iglesia.
—Calle arriba hay un bosque. Atraviésalo, a unos noventa metros.
—Gracias —dijo el rubio, y se marchó.
Theo volvió a meterse en el Volvo y arrancó el motor. Sí tenía que atropellar otra vez al tipo, que así fuera. Pero cuando alzó la vista, ya no había nadie. De repente lo asaltó la idea de que Molly podía estar todavía en la vieja capilla.
Su casa olía a eucalipto y a sándalo, y tenía una salamandra con ventana acristalada que calentaba la habitación con una luz anaranjada. Habían dejado al murciélago fuera.
—¿Eres poli? —preguntó Lena mientras se separaba de Tucker Case sobre el sofá. Había superado lo del murciélago. Él se lo había explicado, más o menos. Había estado casado con una mujer de una isla del Pacífico y se había quedado con el murciélago después de un litigio por la custodia. Esas cosas pasaban. Ella misma se había hecho con la casa en la que estaban tras su divorcio de Dale. Aún tenía el jacuzzi con, un despliegue de figuras eróticas griegas de bronce en el borde. El trago del divorcio puede ser embarazoso, por lo que no se puede culpar a alguien por tener una bañera peculiar o un murciélago como únicos supervivientes del naufragio del barco del amor, pero no habría estado, mal que le dijera que era un poli antes de enterrar a su ex e invitarla a cenar.
—No, no, un poli de verdad no. Estoy aquí trabajando para la DEA. —Tuck se acercó sobre el sofá.
—Así que eres un poli de estupefacientes. —La verdad es que no parecía un poli. Un golfista profesional, quizá, con ese pelo rubio y las arrugas alrededor de los ojos debido a una excesiva exposición al sol, pero no un poli. Un poli de la tele, puede, el típico poli malo creído que se lo monta con la fiscal del distrito de turno.
—No, soy piloto. Subcontratan pilotos de helicóptero independientes para transportar agentes a zonas de cultivo para que detecten puestos ocultos con infrarrojos. Solo llevo un par de meses con ellos aquí.
—¿Y después de esos dos meses? —Lena no podía creerse que le importaba el compromiso con ese tío.
—Me buscaré otro trabajo.
—Así que te marcharás.
—No necesariamente. Podría quedarme.
Lena se acercó a él y le examinó la cara en busca de una sonrisa afectuosa. El problema era que, desde que lo había conocido, siempre parecía tener un amago de sonrisa afectuosa dibujado en el rostro. Era su mejor rasgo.
—¿Por qué te ibas a quedar? —preguntó ella—. Ni siquiera me conoces.
—Bueno, puede que no sea por ti —sonrió.
Ella le devolvió la sonrisa. Sabía que se trataba de ella.
—Es por mí, lo sé.
—Sí.
Él se inclinó. Iba a haber un beso, y habría estado bien de no ser por la horrible noche. Todo habría estado bien si no hubiesen compartido tanto en tan poco tiempo. Todo habría estado bien si…, si…
La besó.
Vale, se había equivocado. Todo iba bien. Lo rodeó con los brazos y le devolvió el beso.
Diez minutos más tarde solo conservaba la camiseta y las bragas, y había arrinconado a Tucker Case en el sofá de tal forma que sus orejas estaban hundidas entre cojines y no pudo oírla cuando se echó hacia atrás diciendo:
—Esto no significa que nos vayamos a acostar.
—Yo también —dijo Tuck, tirando de ella.
Ella volvió a empujarlo.
—No des por sentado que eso vaya a pasar.
—Creo que tengo una en la cartera —repuso él mientras intentaba levantar la camiseta por encima de su cabeza.
—Yo no hago estas cosas —se justificó ella, luchando con la hebilla del cinturón de Tuck.
—Me hice una prueba física el mes pasado —dijo él mientras liberaba sus pechos del yugo de algodonosa compresión—. Estoy limpio como un bebé.
—¡No me estás escuchando!
—Estás preciosa esta noche.
—Hacer esto tan pronto después de… ya sabes, ¿esto me convierte en una persona mala?
—Claro, puedes llamarla comadreja si quieres.
Y así, con aquella tierna honestidad, esa franca conexión, los cómplices desterraron sus respectivas soledades, mientras el aroma de tierra sepulcral se alzaba romántico por la estancia y se enamoraban… un poco.
A pesar de la preocupación de Theo, Molly no se encontraba en la vieja capilla, sino recibiendo la visita de un viejo amigo. No era exactamente un amigo, sino más bien una voz del pasado.
—Bueno, eso ha sido una locura —dijo—. No puedes sentirte bien con ello.
—Cierra el pico —dijo Molly—, estoy intentando conducir.
De acuerdo con el DSM-IV, el Manual diagnóstico y estadístico de desórdenes mentales, tenían que concurrir al menos dos de los síntomas para considerar algo como un episodio psicótico, o, como Molly prefería pensar, un momento «artístico». Pero había una excepción, un único síntoma que de por sí podía colocarte en la categoría de pirados, y era «una o varias voces que realicen comentarios acerca de los quehaceres diarios». Molly la llamaba «el narrador», y hacía más de cinco años que no la escuchaba, desde que empezara a medicarse y se comprometiera con Theo. Había sido un trato: si ella se mantenía bajo medicación, Theo dejaría la suya, bueno, más concretamente, abandonaría las drogas en general y la marihuana en particular. Era toda una costumbre suya hacía veinte años, antes de que se conocieran.
Molly había respetado el acuerdo con Theo; incluso había perdido la subvención estatal. Un resurgimiento de sus derechos sobre sus viejas películas había ayudado con los gastos, pero últimamente el cinturón empezaba a estrecharse.
—Se llama facilitador —dijo el narrador—. El demonio de la droga y el facilitador de la Nena Guerrera. El facilitador de la Nena, eso es lo que sois.
—Cállate, no es el demonio de la droga —replicó—, y yo no soy la Nena Guerrera.
—Se lo hiciste ahí mismo, en el cementerio —dijo el narrador—. Ese comportamiento no es digno de una mujer cuerda, así es como actúa Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera.
Molly se encogió ante la mención del nombre de su personaje. En ocasiones, la Nena Guerrera se había deslizado fuera de la gran pantalla para adentrarse en su realidad.
—Quería evitar que se diese cuenta de que no estaba al cien por cien.
—¿Que no estabas al cien por cien? Estabas conduciendo un árbol de Navidad del tamaño de un Winnebago por la calle. Estás muy lejos del cien por cien, cariño.
—¿Y tú qué sabrás? Estoy bien.
—Estás hablando conmigo, ¿verdad?
—Pues…
—Creo que me he explicado.
Molly había olvidado lo condescendiente que podía llegar a ser.
Bueno, puede que estuviese teniendo más momentos artísticos de lo habitual, pero no había roto con la realidad. Y era por una buena causa. Había arramblado con el dinero que había ahorrado prescindiendo de la medicación para pagar el regalo de Navidad de Theo. Lo tenía reservado en la galería del soplador de cristal: una pipa de agua artesanal dicromática al estilo Tiffany. Seiscientos pavos, pero a Theo le encantaría. Había destruido su colección de pipas de cannabis justo después de conocerse, un símbolo de la ruptura con sus viejas costumbres, pero ella sabía que lo echaba de menos.
—Sí, claro, va a necesitar esa pipa cuando se dé cuenta deque la Nena Guerrera lo espera en casa para cenar —dijo el narrador.
—¡Que te calles! Theo y yo no hemos tenido más que un momento de romance aventurero. Esto no es una crisis.
Se metió en el Brine's para llevarse un pack de seis botellas de esa cerveza negra y amarga que tanto le gustaba a Theo y algo de leche para la mañana. El pequeño establecimiento era todo un milagro del suministro eléctrico, uno de los pocos lugares del planeta donde se podía adquirir un tinto de Sonoma, una cuña de brie francés curado, una lata de 10W-30 y un cartón de gusanos. Robert y Jenny Masterson eran los dueños del pequeño establecimiento desde antes de que Molly se mudara al pueblo. Robert siempre estaba detrás del mostrador, alto, con su pelo canoso y su aspecto tímido, leyendo una revista de ciencias y bebiendo a sorbos una lata de Pepsi light. Robert le caía bien. Siempre había sido amable con ella, incluso cuando se la consideraba la loca del pueblo.
—Hola, Robert —le dijo al entrar por la puerta. El lugar olía a rollos de huevo. Los vendían en la trastienda, donde tenían una freidora a presión. Pasó rápidamente por delante del mostrador hacia la nevera de las cervezas.
—Hola, Molly. —Robert alzó la vista, un poco sorprendido—. Esto, Molly, ¿estás bien?
Mierda, pensó Molly. ¿Es que sé había olvidado de quitarse las agujas de pino del pelo? Seguramente tenía un aspecto desastroso.
—Sí, estoy bien —dijo—. Theo y yo estábamos montando el árbol de Navidad en la capilla de Santa Rosa. Jenny y tú venís a la fiesta, ¿no?
—Por supuesto —dijo Robert con voz un poco forzada. Parecía esforzarse por no mirarla directamente—. Esto, Molly, tenemos ciertas normas aquí. —Dio unos golpecitos en el mostrador, donde había un letrero que ponía: «sin camiseta ni zapatillas, no hay servicio».
Molly miró hacia abajo.
—Oh, Dios, se me ha olvidado.
—No pasa nada.
—Me he dejado las zapatillas en el coche. Me las pondré enseguida.
—Eso estaría genial, Molly. Gracias.
—De nada.
—Sé que no está en el letrero, Molly, pero cuando salgas quizá quieras ponerte unos pantalones también. Es algo implícito.
—Claro —dijo Molly mientras pasaba como una exhalación por el mostrador hacia la puerta, por fin segura de que sí, hacía más fresco que cuando salió de casa, y sí, allí estaban sus vaqueros, sobre el asiento del copiloto, al lado de las zapatillas.
—Te lo dije —dijo el narrador.