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Unas fiestas jodidas

El martes por la noche, a cuatro días de la Navidad, Papá Noel ya recorría la calle principal del pueblo montado en su gran furgoneta roja. Saludaba a los niños y se bamboleaba por su carril, mientras eructaba entre las barbas, con unas cuantas copas de más.

Ho, ho, ho —dijo Dale Pearson, malvado constructor y Papá Noel del Rincón del caribú por sexto año consecutivo—. Ho, ho, ho —repitió, suprimiendo la tentación de añadir «una botella de ron», cosa que habría sido más digna de Barbanegra que de San Nicolás. Los padres apuntaban y los críos se agitaban a su alrededor.

En ese momento, Pine Cove rezumaba alegría navideña forastera. Los hoteles estaban hasta arriba y no se podía encontrar aparcamiento en los alrededores de la calle Cypress, donde abundaban los puestos de asar castañas en un ambiente de renuncia al abuso de la tarjeta de crédito. Olía a canela y a pino, a hierbabuena y a alegría. Aquel no era el burdo comercialismo navideño de Los Ángeles o San Francisco. Aquello era el refinado y honesto comercialismo de un pueblecito de Nueva Inglaterra, donde, hacía un siglo, Norman Rockwell había inventado la Navidad. Aquello era auténtico.

Pero Dale no lo pillaba.

—¡Feliz Na…! Eh, que te den, pequeño monstruo —gruñó desde detrás de sus lunas tintadas.

La verdad es que el atractivo del pueblo en Navidad resultaba todo un misterio para los residentes de Pine Cove. No era precisamente un país de las maravillas invernal; la temperatura media en invierno era de 18° y solo un par de ancianos recordaban los escasos días que había nevado. Pero tampoco era la típica playa tropical a la que hacer una escapada. Allí el océano era frío, con una visibilidad media de apenas medio metro y una costa invadida por focas elefante. Durante el invierno, cientos de enormes mamíferos marinos se extendían a lo largo de las playas de Pine Cove como un montón de mojones ladradores y aunque no eran peligrosos de por sí formaban la base de la dieta del gran tiburón blanco, que había evolucionado durante los últimos 120 millones de años hasta convertirse en la perfecta excusa para no meterse nunca en el agua más allá de los tobillos. Así que, si no era el clima o el agua, ¿qué demonios era? Quizá se tratara de los pinos. Los árboles de Navidad.

—Mis árboles, maldita sea —refunfuñó Dale para sí. Pine Cove se ubicaba en el último bosque de pinos Monterrey del mundo. Dado que crecen una media de seis metros al año, son los árboles navideños por excelencia. Lo bueno era que uno podía ir a cualquier parcela sin edificar de la ciudad y llevarse un respetable ejemplar de árbol a casa. Lo malo era que para ello era necesario un permiso y había que plantar otros cinco por cada árbol arrancado. Los pinos Monterrey eran una especie protegida, cualquier urbanista lo sabía porque eran ellos los que tenían que replantar un bosque cada vez que derribaban unos cuantos para construir una casa.

Un monovolumen con un árbol de Navidad atado al techo se puso justo delante de la furgoneta de Dale.

—Aparta esa mierda de mis narices —gruñó Dale—. Y feliz Navidad a todos vosotros, pandilla de imbéciles —añadió, para seguir a tono con la época del año.

Sin quererlo, Dale Pearson se había convertido en el Johnny Appleseed del árbol de Navidad tras plantar decenas de miles de semillas para sustituir los miles que había pasado por la sierra para construir hileras de mansiones a lo largo de las colinas de Pine Cove. Pero, si bien la ley establecía que la plantación de pinos debía llevarse a cabo dentro del término municipal de Pine Cove, no decía nada sobre que tenían que estar cerca de donde se habían talado los otros, así que Dale había plantado todos los suyos alrededor del viejo cementerio de la capilla de Santa Rosa. Compró los terrenos, diez acres, diez años antes con la esperanza de subdividirlos y construir allí viviendas de lujo, pero algunos hippys entrometidos de la Sociedad Histórica Californiana lograron que el terreno de la capilla se declarase de interés histórico, lo que le impidió edificar en su terreno. Así que, sin tener en consideración la disposición natural de un bosque, sus operarios plantaban hileras e hileras de pinos alrededor de la capilla hasta que formaran una capa tan densa como el plumaje de un ave.

En los últimos cuatro años, durante la semana previa a la Navidad, alguien había ido al terreno de Dale para arrancar pinos. Estaba cansado de rendir cuentas a las autoridades del condado en lo relativo a la reposición de árboles. Le importaban una mierda, pero estaría bien jodido si ponía a alguien frente a los perros de presa del condado. Había cumplido con sus deberes hacia sus compañeros caribúes con la distribución de regalos de broma para ellos y sus esposas, pero ahora iba a cazar a un ladrón. Su regalo de Navidad de ese año sería un poco de justicia. Era todo lo que quería, un poco de justicia.

El viejo y alegre elfo torció desde Cypress y se dirigió hacia la colina de la capilla, dando golpecitos al revólver del 38 de boca chata que había ocultado en el cinturón negro.

Lena levantó el segundo árbol de Navidad de la furgoneta Toyota y lo depositó en una de las enormes macetas de cedro que había reunido. Los menos afortunados apenas lograrían ese año una altura de uno veinte, y unos treinta centímetros más con la maceta. Solo había llovido una vez desde octubre, por lo que le había llevado una hora y media cavar bajo dos árboles jóvenes en el seco y duro terreno. Quería que la gente disfrutara de árboles navideños naturales, pero si optaba por los que medían más de dos metros, tendría que pasar allí toda la noche solo para arrancar dos. Esto sí que es trabajo, pensó. De día trabajaba como gestora de alquiler de propiedades en períodos vacacionales para un agente inmobiliario local, dedicando en ocasiones diez o doce horas diarias en las temporadas altas, pero se había dado cuenta de que las horas invertidas y el trabajo auténtico eran cosas distintas. Se acordaba de ello cada año, cuando acudía a ese sitio con su flamante pala roja.

El sudor le empapaba la cara. Se apartó el pelo de los ojos con el dorso de un guante de trabajo de gamuza dejando un rastro de suciedad a lo largo de su frente. Se quitó la camisa de franela que se había puesto para evitar el frío de la noche y se quedó solo con el top ajustado negro y unos pantalones verde oliva. Pala en mano, parecía algún tipo de comando navideño plantado en el linde del bosque.

Hundió la pala bajo el pino a unos treinta centímetros del tronco del segundo árbol que se iba a llevar y saltó sobre el aspa de la herramienta una y otra vez hasta que estuvo completamente hundida en la tierra. En ese preciso momento, unos faros barrieron el borde del bosque y se detuvieron delante de la furgoneta de Lena.

No hay nada de que preocuparse, pensó. No me voy a esconder, no me voy a escabullir. No estaba haciendo nada malo. En realidad no. Bueno, claro, técnicamente estaba robando y quebrantando un par de ordenanzas del condado relativas a la tala de pinos Monterrey, pero en realidad no los estaba talando, ¿no? Sencillamente los estaba transplantando. Y… y se los iba a dar a los pobres. Era como Robin Hood. Sonrió a los faros con un gesto de «oh, vale, me has pillado», que esperaba que resultara mono. Se protegió los ojos con la mano y entornó la mirada para tratar de averiguar quién conducía la furgoneta. Sí, estaba segura de que era una furgoneta.

El motor se detuvo. Una ligera náusea se aferró a la garganta de Lena cuando se percató de que la furgoneta era diésel. La puerta se abrió y Lena creyó ver al volante a alguien con un gorro rojo y blanco.

¿Eh?

Papá Noel salió de la luz cegadora hacia ella. Llevaba una linterna, ¿y qué era eso que sobresalía de su cinturón? Papá Noel tenía una pistola.

—Joder, Lena, tenía que haber sabido que eras tú —dijo.

Josh Barker estaba metido en problemas, graves problemas, ciertamente. Solo tenía siete años, pero estaba convencido de que su vida estaba arruinada. Corría por la calle Church tratando de imaginar cómo se lo iba a explicar a mamá. Llegaba una hora y media tarde. Hacía mucho que había anochecido. No había llamado. Y solo quedaban unos días para Navidad. A la porra las explicaciones a mamá, ¿cómo se lo iba a explicar a Papá Noel?

Aunque puede que Papá Noel lo comprendiera, puesto que conocía los juguetes. Pero mamá nunca se lo tragaría. Había estado jugando al Barbarian George's Big Crusadek en la PlayStation en la casa de su amigo Sam, y habían llegado a un territorio de infieles donde habían masacrado miles de malos, pero no había forma de salir de la partida. El juego no estaba diseñado para abandonar cuando uno quisiera, y antes de darse cuenta ya había anochecido, se le había pasado la hora y las Navidades iban a ser un desastre. Quería una Xbox 360, pero era imposible que Papá Noel se la llevara a un tardón que llegaba a casa tanto tiempo después del anochecer y que, además, ni siquiera había llamado para decir que llegaría tarde.

Sam había resumido la situación de Josh mientras lo acompañaba a la puerta y contemplaba el cielo nocturno:

—Tío, estás jodido.

—Yo no, tú sí que estás jodido —replicó Josh.

—Ni de coña —insistió Sam—. Soy judío, así que nada de Papá Noel. No tenemos Navidad.

—Bueno, entonces sí que estás jodido de verdad.

—Cállate, no estoy jodido. —Al mismo tiempo que lo decía, Sam se metió las manos en los bolsillos y Josh pudo escuchar cómo chasqueaba su trompo contra el inhalador de asma, lo que reafirmaba que estaba jodido.

—Vale, no estás jodido —concedió Josh—. Lo siento. Será mejor que me vaya.

—Sí —dijo Sam.

—Sí —dijo Josh, consciente de que cuanto más tardara en marcharse, más jodido estaría. Sin embargo, mientras recorría la calle Church a toda prisa de camino a casa, cayó en la cuenta de que quizá recibiera un indulto de urgencia en su precaria situación, porque allí, en el linde del bosque, estaba Papá Noel en persona. Y aunque parecía notablemente enfadado, su ira estaba dirigida hacia una mujer que estaba metida hasta las rodillas en un hoyo, con una pala roja en las manos. Papá Noel sostenía una de esas gordas linternas Maglite y apuntaba a la mujer mientras le gritaba.

—Estos árboles son míos. Míos, joder —dijo Papá Noel.

¡Ajá!, se dijo Josh. Al parecer, «joder» no formaba parte de la lista de palabrotas; no podía ser si el propio Papá Noel la pronunciaba. Se lo había dicho a su madre, pero ella insistía en que sí que estaba en la lista.

—Solo me llevo unos pocos —dijo la mujer—. Son para la gente que no puede comprarlos. No puedes negarte a algo tan simple para unas cuantas familias pobres.

—Y una mierda que no.

Bueno, Josh estaba casi seguro de que la palabra de la «m» te metía de cabeza en la lista de niños que se portan mal. Estaba alucinado.

Papá Noel empujó la linterna hacia la cara de la mujer, quien la apartó a un lado.

—Mira —dijo ella—, cogeré este y me largaré.

—Nada de eso. —Papá Noel volvió a plantar la linterna ante la cara de la mujer, pero en esta ocasión, cuando intentó apartarla, él la esquivó y le dio un golpe con ella en la cabeza.

—¡Ay!

Eso tenía que doler. Josh pudo sentir cómo resonaba el golpe en los dientes de la mujer y se extendía por toda la calle. A todas luces, Papá Noel se tomaba sus árboles muy en serio.

La mujer utilizó su pala para quitarse de en medio la linterna. Papá Noel volvió a golpearla con ella, esta vez con más fuerza, y la mujer aulló y cayó de rodillas en el hoyo. Papá Noel se echó la mano al gran cinturón negro y sacó una pistola con la que apuntó a la mujer. Ella se incorporó agitando la pala en arcos amplios y lo alcanzó en la cabeza con un sordo sonido metálico. Papá Noel se tambaleó y volvió a alzar el arma. La mujer se puso de cuclillas y se cubrió la cabeza con el aspa reforzada de la pala. El aspa subió de golpe y se introdujo bajo la barba, que pronto estuvo tan roja como el traje. Soltó pistola y linterna, emitió un borboteo por la boca y cayó en un sitio donde Josh dejó de verlo.

Josh casi podía oír los sollozos de la mujer mientras salía corriendo hacia casa, con los latidos del corazón en sus oídos como campanadas. Papá Noel había muerto. La Navidad estaba perdida. Josh estaba jodido.

Hablando de gente jodida: tres manzanas más allá, Tucker Case iba cabizbajo por la calle Worchester tratando de quemar una mala cena con un paseo a paso vivo y una buena ración de autocompasión. Rondaba los cuarenta, era un tipo acicalado, rubio y de tez morena. Tenía el aspecto de un surfista entrado en años o un profesional del golf en plena madurez. A metro y medio por encima de su cabeza, un murciélago de la fruta gigante caía en picado desde las copas de los árboles, con las alas cortando la noche en silencio. Así se podía abalanzar sobre los melocotones sin ser detectado, pensó Tuck.

Roberto, haz lo tuyo y volvamos al hotel —dijo Tuck hacia las alturas. El murciélago de la fruta emitió un sonido y, tras describir un círculo casi completo debido a la inercia, se enganchó al brazo alzado y se quedó colgado. El murciélago volvió a graznar, se lamió las costillitas y replegó las enormes alas a su alrededor para protegerse del frío del litoral.

—Bien —dijo Tuck—, pero no vas a volver a la habitación antes de hacer caquita.

Había heredado el murciélago de un navegante filipino que había conocido pilotando un jet privado para un médico en Micronesia, trabajo que había aceptado únicamente porque su licencia estadounidense de pilotaje le había sido arrebatada en el jet rosa de Mary Jane Cosmetic mientras iniciaba a una joven en las artes amatorias de altos vuelos. Borracho. Después de lo de Micronesia se mudó al Caribe con su murciélago de la fruta y su bella esposa isleña, donde inició un nuevo negocio de vuelos chárter. Ahora, pasados seis años, su mujer era la que gestionaba el negocio junto con un rastafari de dos metros y Tucker Case no tenía nada a su nombre, excepto un murciélago de la fruta y un trabajo temporal como piloto de helicóptero para la DEA en tareas de localización de campos de marihuana en las tierras del sur. Todo eso le había conducido hasta Pine Cove y a una habitación barata de hotel a cuatro días de Navidad, solo. Triste. Jodido.

Antes, Tuck tenía mucho éxito con las mujeres, había sido un Don Juan, un Casanova, un Kennedy pelado de dinero, y ahora estaba en un pueblo en el que no conocía un alma y ni siquiera se había topado con una soltera a la que seducir. Unos cuantos años de matrimonio casi lo habían destrozado. Se había acostumbrado a la compañía femenina afectuosa sin demasiados elementos de manipulación, subterfugio y engaño. Lo echaba de menos. No quería pasar las Navidades solo, maldita sea. Y, aun así, allí estaba.

Y allí estaba ella también. Una damisela angustiada. Una mujer sola allí en la noche, llorando y, por lo que Tuck podía deducir gracias a los faros de una furgoneta cercana, con buen aspecto. Un pelo maravilloso. Unos preciosos pómulos altos empapados de lágrimas y barro, pero, ya se sabe, exóticos. Tuck comprobó que Roberto seguía bien agarrado, se alisó la chaqueta bomber y cruzó la calle.

—Hola, ¿te encuentras bien?

La mujer dio un respingo, emitió un leve grito y miró en derredor con frenesí hasta taparse con él.

—Oh, Dios mío —dijo.

Tuck había recibido respuestas peores. Insistió:

—¿Estás bien? Parecía que tenías algún tipo de problema.

—Creo que está muerto —dijo la mujer—. Creo… Creo que lo he matado.

Tuck observó el montón rojo y blanco que había en el suelo y se percató de que era un Papá Noel muerto. Una persona normal se habría largado por patas, habría huido tratando de desmarcarse de una situación así, pero Tucker Case era un piloto entrenado para funcionar en situaciones a vida o muerte, entrenado para actuar bajo presión y, además, estaba solo y la mujer estaba muy, pero que muy buena.

—Así que un Papá Noel muerto —dijo Tuck—. ¿Vives por aquí?

—No pretendía matarlo. Me estaba apuntando con una pistola. No hice más que agacharme, y cuando miré arriba —apuntó al santo muerto— supongo que le di con la pala en el cuello. —Parecía que se estaba calmando un poco.

—Así que Papá Noel te estaba apuntando con una pistola —dijo Tuck, mientras asentía pensativamente.

La mujer señaló el arma que estaba tirada junto a la linterna.

—Ya veo —dijo Tuck—. Por cierto, me llamo Tucker Case. ¿Estás casada? —Extendió la mano para saludarla. Parecía que la mujer lo veía por primera vez.

—Lena Márquez. No, estoy divorciada.

—Yo también —dijo Tuck—. Se hacen difíciles las vacaciones, ¿verdad? ¿Tienes hijos?

—No, señor…, eh, Case. Ese hombre era mi ex marido y está muerto.

—Pues sí. Mi ex se ha quedado con la casa y el negocio, pero esto parece más barato —dijo Tuck.

—Nos peleamos ayer delante de una docena de personas. He tenido móvil, oportunidad y medios —dijo, apuntando a la pala—. Todo el mundo pensará que lo he matado yo.

—Por no mencionar que, de hecho, lo has matado.

—Los medios se aferrarán a eso. ¡Es mi pala la que sobresale de su cuello!

—Quizá deberías borrar tus huellas y esas cosas. No lleva encima ADN tuyo, ¿verdad?

Ella estiró la parte delantera de su camiseta y empezó a frotar el asa de la pala.

—¿ADN? ¿Como qué?

—Ya sabes, pelo, sangre, semen. ¿Nada de nada?

—No. —Frotó el asa con furia, con cuidado de no acercarse demasiado al extremo que estaba clavado en el muerto. Resultaba curioso: a Tuck esto le pareció sutilmente erótico.

—Creo que te has encargado de las huellas, pero me preocupa un poco que tu nombre esté escrito con rotulador en el mango. Eso podría ser un pequeño problema.

—La gente nunca devuelve las herramientas de jardín si no las marcas —dijo Lena, y empezó a llorar de nuevo—. ¡Oh, Dios mío, lo he matado!

Tuck se puso a su lado y la rodeó con un brazo.

—Eh, eh, eh, no está tan mal. Al menos no tienes críos a los que debas explicárselo.

—¿Qué voy a hacer? Mi vida está acabada.

—No hables así —dijo Tuck, tratando de parecer alegre—. Mira, aquí tienes una pala estupenda y ese hoyo está casi cavado del todo. ¿Qué te parece si metemos ahí al Papá Noel, limpiamos un poco el sitio y te llevo a cenar? —sonrió.

Ella lo miró.

—¿Quién eres tú?

—Solo un tipo simpático que trata de echarte una mano.

—¿Y quieres invitarme a cenar? —Parecía al borde de una conmoción.

—No ahora mismo. Cuando tengamos la situación bajo control.

—Acabo de matar a un hombre —insistió ella.

—Ya, pero no lo has hecho aposta, ¿verdad?

—El hombre al que antes amaba está muerto.

—Es una lástima —dijo Tuck—. ¿Te gusta la comida italiana?

Lena se apartó de él, lo miró de arriba abajo y se detuvo en el hombro derecho de su chaqueta, donde el cuero marrón había sido rasgado tantas veces que más bien parecía ante.

—¿Qué le ha pasado a tu chaqueta?

—A mi murciélago de la fruta le gusta encaramarse encima de mí.

—¿Tu murciélago de la fruta?

—Mira, no se puede pasar por la vida sin acumular algo de bagaje, ¿no? —Tuck apuntó con la cabeza al muerto para respaldar sus palabras—. Te lo explicaré mientras cenamos.

Lena asintió lentamente.

—Tendremos que esconder la furgoneta —dijo.

—Por supuesto.

—Vale —dijo Lena—. ¿Te importaría arrancarle la pala? Ay…, no me puedo creer que esto esté pasando.

—Ya la tengo —dijo Tuck, mientras saltaba al hoyo y desencajaba el filo del cuello del bueno de San Nicolás—. Considéralo un regalo de Navidad prematuro.

Tuck se quitó la chaqueta y empezó a cavar en el duro terreno. Se sentía ligero, un poco mareado, emocionado ante la idea de no volver a pasar las Navidades solo con su murciélago.