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Las chicas del pueblo

La Nena Guerrera de Allende la Frontera circulaba con su monovolumen Honda a lo largo de la calle Cypress y se detenía a cada metro para no atropellar a los turistas que surgían de entre los coches aparcados e invadían la calzada, totalmente inconscientes del tráfico. Mi reino por una desbrozadora afilada y unos tapacubos con cuchillas para abrirme paso a través de este rebaño de paletos, pensó, tras lo cual dijo:

—Actúan como si la calle fuese la avenida principal de Disneylandia, como si los que vamos en coche no necesitásemos utilizar el asfalto. Vosotros no hacéis eso, ¿verdad?

Miró por encima del hombro hacia los dos adolescentes empapados que se encogían en el asiento trasero. Estos negaron enérgicamente con la cabeza.

—No, señora Michon, no se nos ocurriría. Ni hablar.

Su nombre era Molly Michon, pero años atrás, cuando era la reina de las películas de serie B, había protagonizado ocho trabajos como Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera. Tenía una salvaje melena rubia con mechas canosas y el cuerpo de una modelo de fitness. Podía aparentar treinta o cincuenta, dependiendo de la hora del día, la indumentaria y lo cargada de medicamentos que fuese. Todos los fans estaban de acuerdo en que frisaba el ecuador de los cuarenta.

Fans. Los dos adolescentes de atrás eran fans. Habían cometido el error de aprovechar parte de las vacaciones navideñas para ir hasta Pine Cove en busca de Molly Michon, la famosa estrella de culto del celuloide, para que les firmase en sus copias de Nena Guerrera VI: la venganza de la prostituta salvaje, que acababa de salir en DVD, con escenas inéditas en las que las tetas de Molly se salían del sujetador metálico. Molly los había visto merodear por los alrededores de la cabaña que compartía con su marido, Theo Crowe. Había salido a hurtadillas por la puerta trasera y les había tendido una emboscada en un lado de la casa con la manguera del jardín. Los empapó bien, los persiguió a través del bosque de pinos hasta que la manguera no dio más de sí, y luego derribó al más alto y amenazó con romperle el cuello si el otro no dejaba de correr.

Al percatarse de que posiblemente había incurrido en un error de relaciones públicas, Molly invitó a sus fans a que la acompañaran a escoger un árbol para la fiesta navideña para solitarios que se celebraba en la capilla de Santa Rosa. Últimamente había cometido una serie de errores, sobre todo desde que una semana atrás dejara de tomar los medicamentos para ahorrar y poder comprar el regalo de Navidad de Theo.

—¿De dónde sois, chicos? —preguntó alegremente.

—Por favor, no nos haga daño —dijo Blas, el más alto y delgado de los dos. Los veía como Epi y Blas, no porque se pareciesen a los muñecos, sino porque sus rasgos relativos le recordaban a ellos, salvo por lo de las manos en sus traseros, por supuesto.

—No os voy a hacer nada malo, está genial que me acompañéis. Los chicos del establecimiento de árboles de Navidad se muestran un poco recelosos desde que alimenté al monstruo marino con uno de sus compañeros de trabajo. Vosotros me vendréis bien como una especie de amortiguador social.

Maldita sea, no debería haber mencionado el monstruo marino. Habían pasado tantos años de oscuridad desde que salió del negocio del cine hasta resucitar como figura de culto que casi había perdido toda soltura social. Y luego estaba la desconexión de la realidad de quince años, durante los cuales pasó a ser conocida como la dama loca de Pine Cove. Sin embargo, desde que salía con Theo y tomaba sus antisicóticos, las cosas iban mucho mejor.

Giró en el aparcamiento de la sección de ferretería y regalos, donde se había vallado medio acre de asfalto para ubicar la parcela de árboles de Navidad. Cuando divisaron su vehículo, tres tipos de mediana edad ataviados con delantales de tela se metieron corriendo en la tienda, echaron el cerrojo y giraron el cartel de «Abierto» para que luciera lo contrario.

Sabía que eso podía ocurrir, pero quería sorprender a Theo, demostrarle que podía encargarse de adquirir el enorme árbol de Navidad para la fiesta de la capilla. Pero aquellos obtusos acólitos de Black & Decker estaban frustrando sus planes para una Navidad perfecta. Respiró profundamente y mientras exhalaba trató de recuperar uno de esos momentos de calma que su maestro de yoga le había enseñado.

Bueno, vivía en medio de un bosque de pinos, ¿no? Quizá debería talar un árbol de Navidad ella misma.

—Volvemos a la cabaña, chicos. Allí tengo un hacha que servirá.

—¡Noooooooo! —gritó Epi, mientras se cruzaba delante de su empapado compañero, se aferraba al cierre de la puerta corredera del Honda y tiraba de él. Ambos cayeron del coche en marcha sobre un reno de plástico.

—Muy bien —dijo Molly—, cuidaos, chicos. Yo veré si puedo talar uno de los árboles del patio delantero.

Zigzagueó por el aparcamiento y emprendió el camino de vuelta a casa.

Empapada en sudor, Lena Márquez salió de su uniforme de Papá Noel como una cría de lagarto que emergiera de un peludo huevo rojo. La temperatura había subido hasta casi los 30° antes de que acabara su turno enfrente del súper y estaba segura de que había perdido dos kilos en agua dentro de ese pesado uniforme. Entró en el cuarto de baño en bragas y sujetador y se puso sobre la báscula para disfrutar de la sorpresa de cuántos kilos habría perdido. El indicador se agitó y se detuvo en la marca habitual previa a la ducha. Perfecta para su altura, delgada para su edad, pero demonios, se había peleado con su ex, la habían golpeado con una bolsa de hielo, había contribuido a alegrar a los más desgraciados y había soportado felizmente el calor del traje durante ocho horas. Se merecía algo por sus esfuerzos.

Se desnudó del todo y volvió a subirse a la pesa. No había ninguna diferencia sensible. ¡Maldita sea! Se sentó, orinó, se limpió y regresó a la báscula. Puede que unos cien gramos menos de lo habitual. ¡Ah!, pensó mientras se quitaba la barba de Papá Noel que aún llevaba, quizá ese era el problema. Se quitó la barba y el gorro y los llevó al cuarto, se soltó la larga melena negra y esperó a que el indicador de la pesa se detuviera.

Oh, sí. Dos kilos. Dio una rápida patada de taebo para celebrarlo y se metió en la ducha. Se sobresaltó al tocar un punto doloroso a la altura del plexo solar mientras se enjabonaba. Había un par de moretones en plena gestación en la costilla que había recibido el golpe. Lo había pasado peor muchas veces después de machacarse en el gimnasio, pero ese dolor parecía llegarle al alma. Quizá era la idea de pasar las Navidades sola. Esas iban a ser sus primeras fiestas desde el divorcio. Su hermana, con la que había pasado los últimos años durante esas fechas, se marchaba a Europa con el marido y los hijos. Dale, con lo capullo que era, la había implicado en toda clase de actividades festivas, de las que ahora se veía excluida. El resto de su familia había vuelto a Chicago y no había tenido ninguna suerte con los hombres desde Dale (aún le quedaba demasiada rabia residual y no menos desconfianza). Dale no solo era un mamón, sino que además le había puesto los cuernos. Sus amigas, todas ellas casadas o con novios más o menos permanentes, le habían dicho que necesitaba pasar de los hombres durante un tiempo y dedicarse más a conocerse mejor. Todo eso era una mierda, por supuesto. Ya se conocía bastante, se gustaba, se lavaba, se vestía, se compraba regalos, tenía sus propias citas e, incluso, tenía sexo consigo misma de vez en cuando, que, por cierto, siempre acababa mejor que cuando lo hacía con Dale.

—Oh, esa mierda del «conócete a ti misma» te joderá viva —le había dicho su amiga, Molly Michon—. Y créeme, soy toda una reina sin corona en ese terreno. La última vez que me dio por conocerme a mí misma, resultó que había toda una pandilla de zorras ahí dentro con las que lidiar. Me sentía como la recepcionista de un centro de rehabilitación. Eso sí, todas tenían unas tetas bonitas, tengo que admitirlo. De todos modos, olvídalo. Sal por ahí y haz cosas de cara a los demás, te irá mucho mejor. «Conócete a ti misma», ¿y para qué? ¿Qué pasa si te conoces y descubres que eres una arpía de cuidado? Sí, claro, me caes bien, pero no puedes fiarte de mi opinión. Ve a hacer algo con otra gente.

Era verdad. Molly podía ser, eh…, excéntrica, pero a veces decía cosas con sentido. Así que Lena se había ofrecido voluntaria para la marmita del Ejército de Salvación, había donado comida enlatada y pavos congelados para la Iniciativa para la Alimentación de los Vecinos Anónimos de Pine Cove, y mañana por la noche, en cuanto oscureciera, saldría para recoger árboles de Navidad naturales y depositarlos en las casas de la gente que no se los podía permitir. Eso la distraería de sí misma. Y si eso no funcionaba, pasaría la Nochebuena en la fiesta de la capilla de Santa Rosa para Solitarios. Oh, Dios, ahí estaba, era Navidad y se le encendía el espíritu navideño. Se sentía sola…

A Mavis Sand, dueña del bar Cuerno de Caracol, la palabra «solitario» le sonaba al timbre de la caja registradora cuando entraba el dinero. Llegada la Navidad, Pine Cove se llenaba de turistas en busca del encanto de los pueblos pequeños y el Cuerno se ponía hasta arriba de almas solitarias, llorones privados de sus derechos en busca de consuelo. Mavis estaba encantada con proporcionárselo en forma del cóctel navideño personal y de precio desproporcionado: el «Lento y cómodo tornillo posterior del trineo de Papá Noel», que consistía en…

—Largo de aquí si te interesa tanto lo que lleva —diría Mavis—. Soy una profesional de la barra desde que tu padre se emocionó con el único condón que te dio la oportunidad de tener sesos, así que déjate llevar y pide la puta bebida.

Mavis siempre estaba imbuida en el espíritu navideño, hasta el punto de llevar los pendientes de cada año con forma de árbol de Navidad que le daban ese aire de «olor a coche nuevo». Una gavilla de muérdago del tamaño de la cabeza de un alce colgaba sobre la barra y durante todas las fiestas cualquier borracho que se inclinara demasiado sobre la barra para gritar su pedido a uno de los audífonos de Mavis se encontraría con que, más allá de los revoloteos de sus negras pestañas embadurnadas en cosmético, más allá del conjunto de su pelo y la paleta de roja seducción de sus labios y del aliento a Tareyton 100 y el chasquido de la dentadura, a Mavis aún le quedaban recursos verbales. Una vez, un tipo sin aliento y que se tambaleaba hacia la puerta aseguró que Mavis había influido en su médula oblongata y le había estimulado visiones en las que estaba ahogándose en el oscuro armario de la Muerte, cosa que ella se tomó como un cumplido.

En el mismo momento en el que Dale y Lena estaban con lo suyo frente al súper, Mavis, sentada sobre el taburete que tenía tras la barra, levantó la vista de un crucigrama para contemplar al hombre más guapo que sus ojos habían visto pasar nunca por la puerta doble del Cuerno de Caracol. Lo que había sido un erial, floreció; donde durante años hubo un lecho seco, surgió un torrencial río. Su corazón se saltó un latido y el desfibrilador implantado en su pecho le dio una sacudida que la forzó a saltar del taburete para servirlo. Si le pedía un wallbanger, se pondría tan rígida que las zapatillas deportivas se le saldrían disparadas, impulsadas por los dedos de los pies. Estaba segura de ello, lo sentía, lo deseaba. Mavis era una romántica.

—¿En qué puedo servirlo? —preguntó agitando las pestañas, lo que les dio la apariencia de unas espasmódicas arañas lobo que se convulsionaban tras las gafas.

Media docena de parroquianos se dieron la vuelta sobre sus taburetes para contemplar la fuente de tamaño empalago de cortesía. Era imposible que ese tono de voz hubiese salido de Mavis, que solía dirigirse a ellos desde el desdén y la nicotina.

—Estoy buscando a un niño —dijo el forastero. Su pelo era largo y rubio y se desplegaba sobre la solapa de una gabardina larga. Sus ojos eran violetas, sus rasgos faciales a la vez escarpados y delicados, de corte fino y, sin embargo, ni rastro de arrugas.

Mavis pellizcó el botoncito de su audífono derecho e inclinó la cabeza como un perro que acabara de morder una costilla de cerdo de plástico. Oh, cómo pueden desmoronarse los cimientos de la lujuria ante el peso de la estupidez.

—¿Buscas a un… crío? —preguntó Mavis.

—Así es —asintió el forastero.

—¿En un bar? ¿Un lunes por la tarde? ¿Un niño?

—Sí.

—¿Un niño concreto o cualquiera le valdría?

—Lo sabré cuando lo vea —dijo el forastero.

—Maldito enfermo —dijo uno de los parroquianos y, por una vez, Mavis asintió en señal de acuerdo, lo que hizo que las vértebras del cuello le crujieran como el chasquido de un enchufe.

—Largo de mi bar —le ordenó. Con una larga uña lacada apuntaba a la puerta—. Venga, fuera de aquí. ¿Qué se ha creído, que esto es Bangkok?

—La Natividad se acerca, ¿me equivoco? —dijo el forastero con la mirada clavada en el dedo.

—Sí, el sábado es Navidad —gruñó Mavis—. ¿Qué demonios tiene eso que ver?

—Entonces, necesitaré un niño antes del sábado —insistió el forastero.

Mavis sacó de debajo de la barra un bate de béisbol. El que fuera tan guapo no significaba que no se pudiera mejorar su aspecto con un buen mamporro con una pieza de nogal. Hombres: un guiño, un escalofrío, una salpicadura, y antes de darse cuenta había llegado la hora del levantamiento de bultos y el aflojamiento de dentaduras. Mavis era una romántica pragmática: el amor, en su opinión, correctamente ejercido, duele.

—Dale, Mavis —la animó uno de los parroquianos.

—¿Qué clase de pervertido usa gabardina con el calor que hace? —dijo otro—. Yo digo que le revientes la cabeza.

Las apuestas empezaban a correr.

Mavis se arrancó un pelo solitario de la barbilla y miró al forastero por encima de las gafas.

—Creo que deberías seguir con tu pequeña búsqueda en otra parte.

—¿Qué día es hoy? —preguntó el forastero.

—Lunes.

—Entonces me tomaré una Coca-Cola light.

—¿Y qué pasa con el niño? —inquirió Mavis acentuando la pregunta con un golpecillo del bate contra su palma, lo que dolía horrores, pero no iba a mostrar flaqueza, ni por asomo.

—Tengo hasta el sábado —dijo el atractivo pervertido—. Por ahora me conformo con una Coca light, ah, y una barra de Snickers, por favor.

—Vale —dijo Mavis—, eres hombre muerto.

—Pero si lo he pedido por favor —se justificó el rubito, que, aparentemente, no se daba cuenta de nada.

Mavis no se molestó siquiera en levantar la tapa de la barra para salir. Se limitó a cargar. En ese momento sonó una campana y un haz de luz irrumpió en el bar, lo que indicaba que alguien había abierto la puerta. Cuando Mavis se incorporó después de haber inclinado todo su peso para mandar al forastero al otro barrio, el otro se había ido.

—¿Algún problema, Mavis? —preguntó Theophilus Crowe. El alguacil estaba justo donde había estado el forastero.

—Maldita sea, ¿dónde se ha metido? —Mavis buscó detrás de Theo y a su alrededor y luego miró a los parroquianos.

—¿Dónde se ha metido?

—Ni idea —dijeron todos a una, encogiéndose de hombros.

—¿De quién estás hablando? —quiso saber Theo.

—Un tipo rubio con una gabardina larga negra —explicó Mavis—. Te lo has tenido que cruzar al entrar.

—¿Gabardina larga? Hace más de veinte grados ahí fuera —dijo Theo—. Me habría fijado en alguien con una gabardina.

—¡Era un pervertido! —gritó alguien desde el fondo.

—¿Te ha llamado la atención el tipo ese? —preguntó Theo, mientras bajaba la mirada hasta Mavis.

La diferencia de altura entre ambos rondaba los sesenta centímetros, y Mavis tuvo que dar un paso atrás para mirarlo cómodamente a los ojos.

—Diablos, no. Me gustan los hombres que se creen los anuncios, pero ese tipo buscaba a un niño.

—¿Esto te dijo? ¿Entró aquí y dijo que estaba buscando un niño?

—Así es. Estaba a punto de enseñarle una buena…

—¿Estás segura de que no estaba buscado a su propio hijo? Son cosas que pasan, sales para hacer las compras navideñas, los críos se pierden…

—No, no estaba buscando a un niño en particular, le valía con cualquiera.

—Bueno, a lo mejor quería hacer un regalo en plan amigo invisible, o algo así —dijo Theo expresando así su fe en la bondad del hombre, de la que no tenía prueba alguna—. Quizá quería hacer una buena obra navideña.

—Maldita sea, Theo, eres imbécil. No hace falta ver a un cura encima de un monaguillo con una palanca de hierro para saber que no le está echando una mano con el rosario. Ese tío era un pervertido.

—Bien, en ese caso creo que debería ir a buscarlo por ahí.

—Pues sí, creo que deberías.

Antes de salir por la puerta, Theo se volvió.

—No soy ningún imbécil, Mavis. No es necesario que insultes.

—Lo siento, Theo —se disculpó Mavis mientras bajaba el bate para mostrar la sinceridad de su arrepentimiento—. Por cierto, ¿por qué habías entrado?

—No me acuerdo.

Theo arqueó las cejas.

Mavis le dedicó una sonrisa abierta. Theo era un buen tipo, un poco escamoso, pero bueno.

—¿De veras?

—Qué va, en realidad quería comentarte lo de la comida de la fiesta de Navidad. Te ibas a encargar de la barbacoa, ¿no?

—Eso tenía pensado.

—Bien, acabo de oír en la radio que es muy posible que llueva, así que quizá te interese tener un plan alternativo.

—¿Más alcohol?

—Estaba pensando en algo que no implicara cocinar en el exterior.

—¿Algo así como más alcohol?

Theo meneó la cabeza y volvió a encarar la puerta.

—Llámame a mí o a Molly si necesitas ayuda.

—No lloverá —dijo Mavis—. Nunca llueve en diciembre.

Pero Theo se había marchado en busca del forastero de la gabardina.

—Podría llover —dijo uno de los parroquianos—. Los científicos dicen que este año nos va a visitar «El Niño».

—Ya, como si lo fueran a asegurar antes de que medio estado esté inundado —dijo Mavis—. A la mierda con los científicos.

Pero «El Niño» sí que iba a venir.

El niño.