17
Sabe si habéis sido buenos o malos…

A pesar de estar horrorizada por lo que estaba ocurriendo en la entrada de la capilla, con todo eso de los tiros, la succión de sesos y las amenazas, Lena Márquez no pudo evitar pensar: Oh que situación más extraña, mis dos ex están aquí. Allí estaba Dale, vestido de Papá Noel y empapado de barro, sangre y sesos mientras rugía de ira, y allá estaba Tucker, que corría hacia la parte de atrás para esconderse debajo de una de las mesas del bufé.

Muchos gritaban y corrían, pero la mayoría se había quedado paralizada por la conmoción. Y Tucker Case encarnaba al cobarde consumado. Menuda vergüenza sentía Lena.

—¡Puta! —gritó el muerto Dale Pearson mientras la apuntaba con su revólver del 38—. ¡Vas a ser mi cena! —y empezó a avanzar por el suelo de pino.

—¡Cuidado, Lena! —gritó alguien desde detrás de ella.

Lena se dio la vuelta justo a tiempo para apartarse cuando la mesa del bufé se levantó y empezó a lanzar a diestro y siniestro, platos llenos de lasaña. Los quemadores de alcohol que había bajo las cazuelas lanzaban llamaradas azules mientras Tucker Case ponía ante sí la mesa y lanzaba un grito de guerra.

Theo Crowe vio lo que pasaba y apartó a un grupo de gente mientras Tuck embestía por la sala con la mesa por delante hacia la aglomeración de muertos vivientes. Dale Pearson disparó a la mesa mientras se le acercaba, y logró descerrajarle tres tiros antes de que chocara contra él.

—¡Crowe, la puerta, la puerta! —gritó Tuck mientras empujaba a Dale y sus amigos muertos hacia el exterior. La llama azul se abrió paso por la barba blanca de Dale y por las piernas de Tuck mientras este la emprendía a empujones hacia la oscuridad de la noche. Theo recorrió la sala a toda prisa y salió para agarrar las puertas. Un muerto con chaqueta de cuero y al que solo le quedaba un brazo rodeó la mesa de Tuck y consiguió aferrarse a Theo, quien le puso un pie en el pecho y lo empujó escaleras abajo. Theo logró cerrar una puerta y luego la otra. Por un momento, dudó.

—¡Cierra la maldita puerta! —chilló Tuck, al que ya le flaqueaban las piernas en su pulso contra los muertos vivientes. Theo vio manos podridas que intentaban llegar hasta Tuck desde el otro lado de la mesa. Un hombre, cuya mandíbula apenas si pendía de un hilo de carne, profería alaridos al piloto mientras trataba de clavarle la dentadura superior en la mano. Lo último que Theo vio antes de cerrar la puerta fueron las llamas azules que cubrían los pantalones de Case bajo la lluvia.

—Traed aquí una de esas mesas —gritó Theo—. Hay que atrancar la puerta. Poned la mesa bajo los pomos.

Hubo un instante de paz, donde lo único que se escuchó fue el sonido del viento y la lluvia, y a Emily Barker, que acababa de presenciar cómo su ex recibía un tiro en la cabeza y le succionaban los sesos.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Ignacio Núñez, un regordete hispano propietario de la guardería del pueblo—. ¿Qué demonios ha sido eso?

Lena Márquez había acudido instintivamente junto a Emily Barker, se había arrodillado junto a ella y la había rodeado con el brazo. Miró a Theo.

—Tucker se ha quedado fuera. Está ahí fuera.

Theo Crowe se dio cuenta de que todo el mundo lo estaba mirando. Le costaba recuperar el aliento y sentía el martilleo del pulso en los oídos. Sentía ganas de mirar a otro en busca de respuestas, pero al repasar la sala (unas cuarenta caras aterrorizadas), comprendió que toda la responsabilidad se concentraba en su persona.

—Joder —se dijo mientras bajaba la mano a la altura de la cadera, donde solía estar sujeta la funda del arma.

—Está en la mesa de mi casa —dijo Gabe Fenton, que mantenía la otra mesa de bufé contra las puertas para asegurarlas.

—Quita la mesa —dijo Theo, mientras pensaba: ese tío ni siquiera me cae bien. Ayudó a Gabe a quitar la mesa que bloqueaba la puerta y se preparó para salir mientras Gabe asía los pomos.

—Cierra cuando salga. Cuando me oigas gritar «déjame entrar», bueno…

En ese preciso instante se produjo un estruendo tras ellos y algo entró volando por una de las altas ventanas de cristales ahumados, en medio de una lluvia de cristales rotos que fueron a aterrizar en medio de la sala. Mojado, achicharrado y cubierto de sangre, Tucker Case se levantó como pudo y dijo:

—No sé quién habrá aparcado debajo de esa ventana, pero mejor será que mueva el coche, porque si esas cosas se suben entrarán por la misma ventana que yo.

Theo observó la línea de ventanas de cristal ahumado que recorría los laterales de la capilla. Había ocho a cada lado. Cada una de ellas estaba a unos dos metros del suelo y medía sesenta centímetros de ancho. Cuando se construyó la capilla, el cristal ahumado era caro y la comunidad pobre, razón por la que uno de los factores de defensa de aquella noche era tan pequeño. No había más que una ventana grande en todo el edificio, justo detrás de donde antes estaba el altar y donde ahora se encontraba el enorme árbol de Navidad de Molly. Se trataba de un cristal ahumado de 1,80 por 3 metros con un motivo de la catedral de Santa Rosa, patrona de los decoradores de interiores, que representaba a la Virgen.

—Nacho —gritó Theo a Ignacio Núñez—, a ver si encuentras algo en el sótano para bloquear esa ventana.

Como si hubieran hecho cola, dos putrefactos y babeantes rostros llenos de lodo aparecieron por donde Tuck había entrado y trataron de agarrar el alféizar con manos esqueléticas para penetrar en la capilla.

—¡Dispárales! —gritó Tuck desde el suelo—. ¡Dispara a esas jodidas cosas, Theo!

Theo se encogió de hombros y negó con la cabeza. No tenía pistola.

Algo pasó a toda prisa junto a Theo, quien se dio la vuelta para ver cómo Gabe Fenton corría hacia la ventana como si el mismo diablo le estuviese pinchando con el tridente. Llevaba una cazuela de acero llena de lasaña, con la aparente intención de lanzarse por la ventana en un acto pastafari de sacrificio. Theo cogió al biólogo del cuello, como si detuviese a un perro después de una carrera. La inercia hizo que las manos y los pies se le fueran por delante con la cazuela, con lo que tres kilos de humeante queso fundido salieron por la ventana, abrasaron a los atacantes y llenaron la pared que enmarcaba la ventana de salsa roja.

—Eso es, lanzadles aperitivos, eso los ralentizará —gritó Tuck—. ¡Ahora una salva de pan de ajo!

Gabe se incorporó y se encaró a Theo, o lo hubiera hecho de ser unos centímetros más alto.

—¡Trataba de salvarnos! —dijo con severidad a su esternón.

Antes de que Theo pudiera responder, Ignacio Núñez y Ben Miller, antigua estrella de las carreras que rondaba la treintena, les llamaron la atención para que despejaran el camino. Ambos hombres se dirigían a la ventana rota con otra mesa de bufé. Gabe y Theo ayudaron a Ben a sujetar la mesa mientras Nacho la clavaba a la pared.

—Encontré algunas herramientas en el sótano —dijo el hispano entre martillazo y martillazo. Las uñas de los muertos vivientes arañaban por el otro lado mientras ellos clavaban la mesa.

—¡Odio el queso! —gritó uno de los cadáveres, que al parecer conservaba aún algo con lo que gritar—. Me resta movilidad.

El resto de los muertos vivientes empezó a golpear las paredes.

—Necesito pensar —dijo Theo—. Solo necesito un segundo para pensar.

Lena estaba curando las heridas de Tucker Case con unas gasas y antibióticos que había encontrado en el botiquín de la capilla. Las quemaduras de piernas y torso eran superficiales. La lluvia había apagado gran parte del fuego antes de que llegara a penetrar las prendas, y a pesar de que la chaqueta de cuero le había protegido de la caída a través de la ventana, tenía un profundo corte en la frente y otro en el muslo. Una de las balas que Dale había disparado a la mesa había rozado las costillas de Gabe y le había dejado un corte de recuerdo.

—Eso ha sido lo más valiente que he visto en la vida —dijo Lena.

—Ya sabes, soy piloto —dijo Tuck, como si hiciera aquello todos los días—. No podía permitir que te hicieran daño.

—¿De verdad? —dijo Lena, y se detuvo por un instante para mirarlo a los ojos—. Lamento haber…, que hayas…

—En realidad seguro que no te habías dado cuenta, pero esa bravata con la mesa había sido un intento de fuga fallido.

Tuck se sobresaltó al notar que ella le sujetaba el vendaje de las costillas con cinta adhesiva.

—Vas a necesitar puntos —le dijo—. ¿Me he dejado algo?

Tuck alzó la mano derecha. Tenía unas marcas de dientes en el dorso y estaban sangrando.

—Oh, Dios mío —dijo Lena.

—Tendrás que cortarle la cabeza —dijo Joshua Barker, que estaba al lado mirándolos.

—¿A quién? —preguntó Tuck—. Te refieres al tipo vestido de Papá Noel, ¿no?

—No, me refiero a la tuya —insistió Josh—. Habrá que cortarte la cabeza si no quieres convertirte en uno de ellos.

La mayoría de los que estaban en la capilla dejaron lo que tenían entre manos y se reunieron en torno a Tuck y Lena, aparentemente agradecidos por tener un punto de enfoque. Los muertos habían dejado de golpear las paredes, y, salvo algún que otro intento de girar los pomos de la puerta, solo se escuchaba el viento y la lluvia. La multitud de la fiesta navideña para solitarios estaba anonadada.

—Lárgate, chico —dijo Tuck—. Este no es momento para comportarse como un crío.

—¿Con qué podríamos hacerlo? —preguntó Mavis Sand—. ¿Esto valdría, muchacho? —Sacó un cuchillo aserrado con el que habían estado cortando el pan de ajo.

—Eso no es aceptable —dijo Tuck.

—Si no le cortáis la cabeza —dijo Joshua—, se convertirá en uno de ellos y les permitirá entrar.

—Menuda imaginación que tiene el crío —dijo Tuck mientras recorría cada rostro que le miraba en busca de aliados—. ¡Es Navidad! Ah, la Navidad, el tiempo en el que la gente de bien no se dedica a ir por ahí decapitando a los demás.

Theo Crowe salió del cuarto trasero, donde había estado buscando algo para utilizarlo como arma.

—El teléfono no da señal. En cualquier momento se irá la luz. ¿Alguien tiene un móvil que funcione?

Nadie respondió. Todos miraban a Tuck y Lena.

—Le vamos a cortar la cabeza, Theo —dijo Mavis, con el cuchillo del pan en la mano, el mango por delante—. Como eres la ley, creo que deberías hacerlo tú.

—No, no, no, no, no, no —dijo Tuck—. Y añadiría que no.

—No —repitió Lena, en apoyo de su hombre.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Theo. Cogió el cuchillo de Mavis y se lo guardó en la parte de atrás del cinturón.

—Creo que ibas por lo de ese robot asesino —dijo Tuck.

Lena se levantó y se interpuso entre Tuck y Theo.

—Fue un accidente. Estaba sacando un árbol de Navidad, como cada año, y apareció Dale borracho y enfadado. No estoy segura de cómo ocurrió. Estaba a punto de dispararme y un segundo después tenía la pala clavada en el cuello. Tucker no tuvo nada que ver con ello. Él solo pasaba por allí y quiso ayudar.

—¿Así que lo enterraste con su pistola? —inquirió Theo con la mirada clavada en Tuck.

Este se incorporó dolorosamente y se puso detrás de Lena.

—¿Acaso debía prever esto? ¿Debía prever que volvería de la tumba hecho un basilisco y con hambre de sesos y por ello debía alejar de él la pistola? Este es tu pueblo, alguacil, explícalo tú. Normalmente, cuando se entierra un cuerpo, no vuelve al día siguiente con intención de comerte el cerebro.

—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —canturrearon los muertos desde el exterior. Volvieron a golpear las paredes.

—¡Callaos! —gritó Tucker Case, y, para asombro de todos, le hicieron caso. Miró a Theo y añadió—: Así que la he cagado.

—¿Tú crees? —dijo Theo—. ¿Cuántos?

—Deberías cortarle la cabeza en el aseo, así no manchará tanto —dijo Joshua Barker.

Sin pronunciar palabra, Theo cogió a Josh por el bíceps y se lo llevó a su madre a rastras, que parecía estar al borde de una conmoción. Luego le puso un dedo sobre los labios para indicarle que guardara silencio. Parecía más serio e intimidante, más con las riendas en la mano de lo que nadie recordaba haberlo visto jamás. El crío escondió la cara entre los pechos de su madre.

—¿Cuántos? —insistió Theo, volviéndose hacia Tuck—. ¿Treinta, cuarenta?

—Más o menos —dijo Tuck—. Se encuentran en diferentes estados de descomposición. Algunos son poco más que un montón de huesos, otros parecen relativamente frescos y bastante bien conservados. Ninguno de ellos parece especialmente corpulento o fuerte. Puede que Dale y los más recientes. Es como si estuviesen aprendiendo a caminar de nuevo, o algo así.

Se oyó un fuerte crujido en el exterior y todo el mundo dio un respingo. Una mujer se echó literalmente sobre los brazos de un hombre. Mientras se oía cómo caía un árbol entre ramas, todos se pusieron en cuclillas a la espera de que un tronco irrumpiera por el techo. Entonces se fue la luz y toda la iglesia se estremeció con el impacto de un enorme pino contra el suelo.

Theo echó mano a toda prisa de la linterna que se había guardado a sabiendas de que se iba la luz: Unas pequeñas luces de emergencia se encendieron encima de la puerta frontal y la escena quedó sumida en una iluminación fantasmal.

—Esas luces durarán una hora aproximadamente —dijo Theo—. Debe de haber más linternas en el sótano. Sigue, ¿qué más viste, Tuck?

—Bueno, pues están enfadados y hambrientos. Estaba un poco ocupado tratando de que nadie se zampara mi cerebro. Parecen un tanto empeñados en eso del cerebro. También tengo entendido que después quieren pasarse por Ikea.

—Eso es ridículo —dijo Val Riordan, la elegante psiquiatra. Era la primera vez que abría la boca desde que todo empezara—. Los zombis no existen. No sé lo que creéis que está pasando ahí fuera pero lo que es seguro es que no hay ninguna multitud de zombis devoradores de cerebros.

—Estoy de acuerdo con Val —dijo Gabe, poniéndose al lado de ella—. No existe base científica para el fenómeno zombi, a excepción de algunos experimentos en el Caribe con toxinas de pez globo que llevan a la gente a un estado cercano a la muerte con un pulso y un ritmo respiratorio casi imperceptibles. Pero eso no equivale a devolver la vida a un muerto.

—¿Ah, sí? —dijo Theo mientras dirigía a todo el mundo una mirada de elocuente impasibilidad—. ¡Cerebro! —gritó.

—¡Cerebro! ¡Cerebro! ¡Cerebro! —repuso el coro desde el exterior y los golpes contra la pared volvieron a empezar.

—¡Callaos! —gritó Tuck, y le obedecieron.

Theo miró a Gabe y Val y levantó una ceja. ¿Y bien?

—De acuerdo —dijo Gabe—. Puede que necesitemos más información.

—Esto no puede estar pasando —dijo Valerie Riordan—. Es imposible.

—Doctora Val —dijo Theo—, sabemos lo que está pasando. No sabemos el porqué ni el cómo, pero no hemos vivido aislados toda la vida, ¿verdad? En este caso, lo de «ni lo menciones» no es solo un río de Egipto, sino que acabará matándola.

En ese preciso momento, un ladrillo atravesó una de las ventanas y aterrizó en medio de la capilla. Dos manos que parecían garras se aferraron a los bordes de la ventana y el rostro descompuesto de un hombre asomó por ella. El zombi trepó lo suficiente como para colar uno de los hombros.

—¡Val Riordan se lo ha hecho con el tío de los granos que mete la compra en bolsas en el super! —dijo el muerto.

Un segundo después, Ben Millar cogió el ladrillo y lo tiró hacia la ventana, donde golpeó al zombi con un sonido nauseabundo de carne machacada.

Mientras Ben y Theo levantaban la última mesa de bufé para acomodarla contra la ventana, Gabe Fenton se apartó de Valerie Riordan y la miró como si la hubieran sumergido en babas de marmota radiactiva.

—¡Dijiste que eras alérgica!

—Casi habíamos roto por aquel entonces —se defendió Val.

—¡Casi, casi! ¡Tengo quemaduras de tercer grado en el escroto por tu culpa!

Al otro lado de la sala, Tucker Case susurraba al oído de Lena Márquez:

—Ya no me siento tan mal por haber escondido el cuerpo, ¿y tú?

Ella se volvió y lo besó con tanta fuerza que, por un momento, Tucker se olvidó de que le habían disparado, incendiado y mordido.

Durante años, los muertos habían escuchado y los muertos sabían. Sabían quién le ponía los cuernos a quién y con quién, quién robaba el qué y dónde estaban los cuerpos escondidos. Aparte de los que salían para fumarse un cigarrillo, las conversaciones apartadas en los funerales, los paseos por el bosque y el sexo con morbo que los vivos se permitían cerca del cementerio, había otros que utilizaban las lápidas como una especie de confesionario, compartían sus secretos más profundos con quienes creían que nunca podrían revelarlos y decían cosas que jamás dirían a un vivo.

Había cosas que pensaban que nadie, ni los vivos ni los muertos, podían saber, pero lo sabían.

—¡Gabe Fenton ve porno con ardillas! —chilló Bess Leander, la muerta apretada contra una de las tablillas laterales de la capilla.

—Eso no es porno, es mi trabajo —explicó Gabe a sus compañeros de fiesta.

—¡No lleva pantalones! Mira cómo se lo montan las ardillas a cámara lenta, sin pantalones.

—Solo una vez. Además, es necesario mirarlo a cámara lenta —explicó Gabe—, son ardillas. —Todo el mundo desvió las linternas hacia otra parte, como si no estuvieran mirando a Gabe.

—Ignacio Núñez votó a Carter —dijo alguien desde fuera. El incondicional republicano y dueño de la guardería se sintió como un cervatillo cuando todas las luces convergieron en él.

—Solo llevaba un año en el país. Acababa de obtener la ciudadanía. Ni siquiera hablaba inglés muy bien. Dijo que quería ayudar a los pobres y yo lo era.

Theo Crowe se acercó y le dio unas palmadas en el hombro.

—Ben Miller tomó esteroides en el instituto. ¡Sus gónadas son del tamaño de un garbanzo!

—Eso es mentira —explicó la estrella de las carreras—. Mis testículos tienen un tamaño perfectamente normal.

—Sí, si midieras medio metro —dijo Marty por la Mañana, todo muerto.

—Tenemos que hacer algo —dijo Ben volviéndose a Theo.

Los demás estaban mirándose con expresiones más horrorizadas que cuando la única perspectiva era que una turba de muertos vivientes les comiera el cerebro.

—¡La mujer de Theo Crowe se cree que es algún tipo de guerrera asesina de mutantes! —gritó una mujer podrida que había sido enfermera del hospital psiquiátrico del condado.

Todos se volvieron a mirar, agitaron la cabeza y se encogieron de hombros mientras dejaban escapar un suspiro de alivio.

—Eso ya lo sabíamos —comentó Mavis—. Todo el mundo lo sabe. No es nada nuevo.

—Oh, lo siento —dijo la enfermera. Hubo una pausa, y luego añadió—: Entonces vale. Wally Beerbinder es adicto a los calmantes.

—Wally no está aquí —dijo Mavis—. Está pasando las Navidades con su hija en Los Ángeles.

—Ya no me queda nada —admitió la enfermera—. Que otro diga algo.

—Tucker Case se cree que su murciélago puede hablar —gritó Arthur Tannbeau, el difunto cultivador de cítricos.

—¿A quién le apetece cantar villancicos? —preguntó Tuck—. Empezaré yo. Pero mira cómo beben…

Y así cantaron, lo bastante alto como para ahogar los secretos que lanzaban los muertos. Cantaron con un gran espíritu navideño, alto y desafinado, hasta que un ariete chocó contra las puertas.