—¡Por el cuerno escarlata de Nigoth, yo te ordeno que hiervas! —chilló la Nena Guerrera. ¿De qué servía un poder superior si no era capaz de ayudarte siquiera a hacer la sopa de fideos? Molly estaba junto a la estufa, desnuda a excepción del ancho ceñidor del que colgaba la vaina de su espadón en el centro de su espalda, lo que le otorgaba el aspecto de alguien que había ganado honores en la cabalgata de Miss Nudista Violenta Aleatoria. Tenía la piel empapada de sudor, no porque hubiese estado trabajando fuera, sino porque había hecho añicos la mesa del café con su espada rota y la había quemado en la chimenea junto con dos sillas del juego de comedor. Hacía un calor sofocante en la cabaña. Aún no se había ido la luz, pero no tardaría, y la Nena Guerrera de Allende la Frontera había activado a su modo de supervivencia un poco antes que el resto de la gente. Estaba en la descripción de su trabajo.
—Es Nochebuena —dijo el narrador—. ¿No deberíamos cenar algo más festivo? ¿Ponche de huevo? ¿Qué tal una galletitas de azúcar con la forma de Nigoth? ¿Tienes confeti morado?
—¡Te conformarás con nada! No eres más que un fantasma sin alma que me acosa y se agita en mi mente como una araña. Cuando llegue mi cheque el día 5, te desterraré al abismo para siempre.
—Yo solo digo: ¿desmenuzar la mesa del café? ¿Gritarle a la sopa? Creo que podrías canalizar tus energías de una manera más positiva. Algo más acorde con el espíritu navideño.
En un fugaz flash de Molly, la Nena Guerrera se dio cuenta de que había una línea que podía atravesar, donde el narrador se convertía en la voz de la razón en oposición a la voz molesta que trataba de inducirle acciones. Bajó el fuego hasta el punto medio y fue al dormitorio.
Puso un taburete al lado del armario y se subió a ver si podía alcanzar la estantería de atrás. El problema de casarse con un tipo tan alto era que más de una vez te veías escalando muebles para alcanzar cosas que se pusieron ahí por conveniencia. Eso, y que hacía falta una plancha industrial para planchar una de sus camisas. No es que lo hiciera muy a menudo, pero cuando se intenta acometer una arruga en una manga de un metro, tienes muchas probabilidades de no plancharla de una vez. Ya estaba chiflada, no necesitaba tener que llevar a cabo tareas frustrantes.
Tras palpar la estantería más alta y recorrer la funda de la Glock de Theo, su mano dio con un paquete envuelto en terciopelo. Bajó del taburete y se llevó el paquete al sillón, donde se sentó y lo desenvolvió lentamente.
La vaina estaba hecha de madera. De alguna manera había sido laminada con capas de seda negra, de tal forma que parecía beberse la luz de la habitación. El puño estaba envuelto con un cordón de seda negra y la guarda estaba decorada con unas filigranas que reproducían la imagen de un dragón. La cabeza de marfil de un dragón sobresalía del pomo. Cuando extrajo la espada de la vaina, contuvo el aliento. Enseguida supo que era real, antigua, y tenía que haber sido extraordinariamente cara. Era la hoja más afilada que jamás había visto, y era un tashi, no una katana. Theo sabía que preferiría la espada más larga y pesada para ensayar, que pasaría horas entrenando con esa valiosa antigüedad y no la encerraría en una urna para limitarse a mirarla.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos y la hoja se convirtió en una difusa mancha plateada. Había puesto en riesgo su libertad y su orgullo para comprar esa espada, para admitir esa parte de ella que todo el mundo parecía querer perder de vista.
—Se te va a quemar la sopa —dijo el narrador— niñita sentimental y mariquita.
Y así era. Podía oír el siseo del agua al caer sobre el fuego. Molly se puso en pie y buscó un lugar donde poner la espada. Hacía ya tiempo que la mesa del café se había convertido en cenizas. Miró la estantería que había debajo de la ventana de delante y en ese momento se produjo un estruendo ensordecedor al ceder uno de los pinos de fuera, seguido por crujidos más suaves a medida que se llevaba por delante ramas y árboles más bajos de camino al suelo. Se produjeron unos destellos en el exterior y la luz se fue mientras la cabaña entera se estremecía con el impacto del árbol en el patio frontal. Molly pudo ver cómo las líneas eléctricas emitían destellos naranjas y azules en la noche. Por la ventana también pudo ver una oscura silueta que la observaba.
A pesar de que habían acudido muchos solitarios a la fiesta navideña para solitarios, se suponía que no debía parecerse a las escenas habituales del Cuerno de Caracol. Solía pasar que la gente se conocía allí, se hacían amantes y amigos, pero ese no era el objetivo. En un principio era una excusa para que gente de la zona sin familia o amigos con los que pasar la Navidad se reuniera, igual que quien no quisiera pasarla en soledad o inmerso en un coma inducido por el alcohol, o ambas cosas. Con el paso de los años se había convertido en un acontecimiento más esperado que las tradicionales reuniones con familia y amigos.
—No puedo imaginarme un espectáculo más terrorífico que pasar las Navidades con mi familia —dijo Tucker Case, cuando Theo se reunía con el grupo—. ¿Tú qué dices, Theo?
Había otro tipo con Tuck y Gabe, un rubio calvo que tenía aspecto de atleta entrado en años, vestido con el uniforme rojo del mando de la flota estelar y unos pantalones holgados. Theo recordó que era el padrastro de Joshua Barkerl novio de la madre/loquesea, Brian Henderson.
—Brian —dijo Theo, que había recordado el nombre en el último segundo, mientras le extendía la mano para estrechársela—. ¿Qué tal? ¿Emily y Josh están aquí?
—Eh, sí, pero no conmigo —dijo Brian—. Cada uno va por su lado.
Tuck se acercó.
—Le dijo al niño que Papá Noel no existe y que la Navidad no era más que una brillante estratagema pergeñada por los comerciantes para vender más. ¿Qué más dijo? Ah, sí, que San Nicolás fue famoso en su día porque devolvió a la vida a unos niños que fueron descuartizados y metidos en conserva. La madre del niño lo echó.
—Oh, lo siento —dijo Theo.
—No nos llevábamos muy bien —dijo Brian meneando la cabeza.
—Encaja con nosotros —dijo Gabe—. Mira qué camiseta más chula.
—Es roja. —Brian se encogió de hombros, un tanto abochornado—. Pensé que iría bien con eso de la Navidad. Ahora me siento…
—Ja —interrumpió Gabe—. Los tíos que llevan la camiseta roja nunca llegan a la segunda pausa de anuncios —le dijo con un puñetazo cariñoso en el brazo en gesto de solidaridad friki.
—Pues creo que me voy al coche a ponerme otra cosa —dijo Brian—. Me siento idiota. Tengo algunas cosas en el Jetta… Bueno, a decir verdad, todas mis posesiones.
Mientras Brian se dirigía a la puerta, Theo recordó de golpe una cosa.
—Ah, Gabe, se me olvidaba —dijo—, Skinner se salió del coche. Se estaba revolcando con algo en el barro. Quizá deberías acompañar a Brian y ver si puedes meterlo de nuevo en el coche.
—Es un perro de agua. Estará bien. Puede quedarse fuera hasta que termine la fiesta. Con un poco de suerte se echará encima de Val con las patas sucias. Oh, ojalá, ojalá, ojalá.
—Eso es un poco mezquino —dijo Tuck.
—Eso es porque soy un hombrecillo mezquino y amargado —dijo Gabe—. En mi tiempo libre, quiero decir. No siempre. El trabajo me mantiene bastante ocupado.
Brian se había deslizado por ahí con su camiseta de Star Trek. Cuando abrió las puertas, el viento se hizo con ellas y las succionó hacia fuera con un ruido estruendoso. Todo el mundo se volvió para ver al sorprendido hombre mientras Skinner, empapado hasta los huesos, trotaba al interior con algo en la boca.
—Está dejando el suelo perdido —dijo Tuck—. Hasta ahora no había pensado en lo ventajoso que es que tu mascota sea un mamífero alado.
—¿Qué lleva en la boca? —preguntó Theo.
—Seguro que es un piñón —dijo Gabe sin mirar—. O no. —añadió después de mirar.
Alguien lanzó un grito prolongado, que empezó en Valerie Riordan y se extendió por todas las mujeres cerca del bufé. Skinner había presentado su trofeo a Val y se lo había dejado a los pies, pensando que como estaba cerca de la comida, y seguía siendo la hembra del tipo de la comida (porque, ¿cómo podría pensar en comida sin tener presente al tipo de la comida?), apreciaría el gesto y con un poco de suerte le daría un premio. No lo hizo.
—¡Agárralo! —gritó Gabe a Val, que le clavó los ojos con la mirada más significativa que jamás hubiera presenciado este. Puede que fuese el peso de su doctorado en medicina lo que le daba esa elocuencia, con la que, sin mediar palabra, decía: «has perdido la jodida cabeza».
—O no —volvió a decir Gabe.
Theo cruzó la sala y se dispuso a agarrar a Skinner por el collar, pero en el último segundo el labrador agarró el brazo, hizo un amago con la cabeza y esquivó a Theo. Los tres hombres salieron en su persecución, pero Skinner correteó de arriba abajo por el suelo de pino con la cabeza tan alta como la de un semental vienés, deteniéndose de cuando en cuando para sacudirse y encarnar un aspersor de barro sobre los horrorizados testigos.
—Dime que no se está moviendo —gritó Tuck mientras intentaba bloquear el paso de Skinner a la altura de la mesa del bufé—. Esa mano no se está moviendo.
—No es más que la energía cinética del perro, que se extiende por el brazo —dijo Gabe, que había adoptado una especie de postura de lucha. Estaba acostumbrado a atrapar animales salvajes y sabía que tenía que ser ágil, mantener el centro de gravedad bajo y andarse sin chiquitas—. Joder, Skinner, ven aquí. ¡Perro malo, perro malo!
Ahí la tenía. La tragedia. Mil visitas al veterinario, la náusea de comer hierba, una pulga a la que nunca se le puede hincar el diente. «Perro malo». ¡Por el amor de Perro! Era un mal perro. Skinner soltó el brazo y asumió la postura de cola entre las patas para dar muestra de su absoluta humildad, vergüenza, remordimiento y evidente tristeza. Gimió y se aventuró a lanzar una mirada al tipo de la comida, una mirada de reojo, dolida pero lista por si le volvían lanzar un «perro malo». Pero el tipo de la comida ni siquiera lo miraba. Nadie lo miraba. Todo estaba bien. Era un buen perro. ¿Estaban sobre la mesa esas salchichas que había olido? Las salchichas estaban buenas.
—Eso se está moviendo —dijo Tuck.
—No, no se está moviendo. Ay, Dios, sí se está moviendo —dijo Gabe.
Hubo otra oleada de gritos, en esta ocasión con un par de voces masculinas sumadas a las de mujeres y niños. La mano intentaba escapar a rastras llevándose el brazo consigo.
—¿Cómo de fresca tiene que estar para poder hacer eso? —preguntó Tuck.
—Eso no está fresco —dijo Joshua Barker, uno de los pocos niños que había.
—Hola, Josh —lo saludó Theo Crowe—. No te vi entrar.
—Estaba usted en su coche colocándose cuando llegamos —dijo Josh, alegremente—. Feliz Navidad, alguacil Crowe.
—Vale —dijo Theo. Pensando deprisa, o al menos actuando de manera que lo pareciera, Theo se quitó la chaqueta de policía y se la echó encima al brazo que se retorcía—. Está bien, amigos. Tengo una pequeña confesión que hacer. Tendría que habéroslo dicho antes, pero ni siquiera yo me creía lo que había visto. Es hora de que os diga la verdad. —A Theo se le daba bien decir cosas vergonzosas desde que asistía a las reuniones de Drogadictos Anónimos, y más ahora que estaba un poco fumado—. Hace unos días atropellé a un hombre, o lo que yo creía que era un hombre, pero que resultó ser una especie de robot cibernético indestructible. Le di mientras iba a ochenta por hora con mi Volvo y ni siquiera se despeinó.
—¿Era Terminator? —inquirió Mavis Sand—. Yo a ese me lo follaba.
—No sé cómo ha llegado aquí ni quién es realmente. Creo que los años nos han enseñado que cuanto antes aceptemos la explicación más sencilla para lo inexplicable, mayores son las probabilidades de sobrevivir a una crisis. En todo caso, creo que ese brazo podría ser parte de aquella máquina.
—¡Y una mierda! —gritó alguien al otro lado de las puertas.
En ese momento se abrieron y penetró un vendaval que transportaba un hedor apestoso. Enmarcado por la puerta de la capilla, estaba Papá Noel agarrando por el cuello a Brian Henderson, que aún estaba con su camiseta roja de Star Trek. Un grupo de figuras oscuras se movía tras ellos gimiendo algo parecido a «Ikea». En ese momento, Papá Noel puso un revólver del 38 en la sien de Brian y apretó el gatillo. Un chorro de sangre bañó la pared y el de rojo lanzó el cuerpo hacia atrás para que Marty por la Mañana diera cuenta de los sesos que se le salían por el agujero de la bala.
—Feliz Navidad, condenados hijos de la gran puta —dijo Papá Noel.