Podría haber estado hecho de caoba bruñida, excepto cuando se movía, que lo hacía parecer líquido. Las luces del escenario se reflejaban verdes y rojas sobre su calva mientras oscilaba sobre el taburete y toqueteaba las cuerdas de una Stratocaster rubia con el cuello roto de una botella de cerveza. Su nombre era Catfish Jefferson y tenía setenta, ochenta o cien años y, al igual que Roberto, el murciélago de la fruta, usaba gafas de sol en interiores. Catfish era un músico de blues, y dos noches antes de Navidad se encontraba en el Cuerno de Caracol cantando un triste blues de doce barras.
Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa
debajo del muérdago (Dios, ten piedad).
Pillé a mi nena haciéndoselo con Santa,
debajo del muérdago.
Ella era mi ángel de Navidad,
ahora no es más que una zorra de Navidad.
—¡Así se habla! —dijo Gabe Fenton—. Toma, toma, verdades como puños, hermano.
Theophilus Crowe miró a su amigo, uno más en la línea de tipos raros que atestaban la barra y que se mecían casi a la vez siguiendo el ritmo. Meneó la cabeza.
—Llevo el blues en la sangre —dijo Gabe—. A mí también me jodió.
Gabe había bebido. Theo, aunque no estaba del todo sobrio, no había tornado ni una copa.
Lo que sí había hecho era compartir con Catfish Jefferson entre bastidores un delgado canuto de hierba barata del Gran Sur, mientras trataban de arrancar lumbre a un mechero en medio de una ventolera de cuarenta nudos.
—No sabía que haría este tiempo en vuestro pueblo, cabrones —graznó Catfish al tiempo que daba tal calada al canuto que el ascua parecía el ardiente ojo de un demonio mirando desde una cueva, cuyas paredes eran dedos y labios oscuros. Los callos que tenía en la punta de los dedos eran insensibles al calor.
—El Niño —dijo Theo, soltando una bocanada de humo.
—¿El qué?
—Es una corriente oceánica cálida del Pacífico. Se acerca a la costa cada diez años, más o menos. Fastidia la pesca, trae consigo lluvias torrenciales, tormentas. Dicen que posiblemente nos visite este año.
—¿Cuándo se sabrá? —El músico se había puesto su sombrero de fieltro y se lo agarraba para que no se lo llevara el viento.
—Normalmente, cuando todo se inunda, se arruinan las vides y un montón de casas construídas al borde de las barrancas se deslizan al océano.
—¿Y eso es porque el agua está muy caliente?
—Así es.
—Que no os extrañe que el país entero tenga ganas de patearos el culo —dijo Catfish— Volvamos dentro antes de que el viento arrastre mi delgado culo hasta Clarksville.
—No se está tan mal —dijo Theo—. Creo que acabará escampando.
La negación del invierno. Theo, al igual que la mayoría de los californianos, lo hacía. Daban por sentado que, como el tiempo era agradable durante la mayor parte del año, debía serlo siempre, por lo que, en medio de una tormenta, no era de extrañar encontrarse con gente por la calle sin paraguas o llenando el depósito del vehículo con pantalones cortos y camiseta. Así que, por mucho que el servicio nacional de meteorología insistiese en que las viviendas de la costa central se reforzasen para afrontar la tormenta de la década, y aunque los vientos soplasen a cincuenta nudos durante todo el día antes de que la tormenta tocara tierra, los habitantes de Pine Cove seguían con su rutina festiva como si no les pudiera pasar nada fuera de lo normal.
La negación del invierno: donde yace la satisfacción por la desgracia de los californianos, la felicidad oculta que siente el resto del país por la adversidad californiana. El resto del país dice: «míralos, con sus cuerpazos y su bronceado, sus playas y sus estrellas del cine, su Silicon Valley y sus tetas de silicona, su puente naranja y sus palmeras. Dios, ¡cómo odio a esos bastardos presumidos!». Porque, si estás hasta el ombligo de nieve en Ohio, no hay nada que te alegre más el corazón que ver California en llamas. Si estás cavando con una pala en tu sótano de la zona inundada de Fargo, no hay nada que te alegre más el día que ver cómo se desliza una mansión de Malibú al mar por el acantilado. Y si un tornado acaba de sembrar tu pueblo de Oklahoma aleatoriamente con desechos de chatarra y estiércol de campesino, es posible encontrar bastante solaz en el hecho de que la tierra se ha abierto bajo el valle de San Fernando y se ha tragado una caravana entera de utilitarios de lujo.
Mavis Sand se permitía algo de esa alegría por las desgracias ajenas, y eso que había nacido y se había educado en California. Deseaba en secreto que se produjeran incendios forestales y los disfrutaba todos los años. No era porque disfrutara ver cómo ardía el estado, sino por su dinero; además, nada mejor que un tipo corpulento enfundado en un traje de goma y una gruesa manguera entre las manos y, durante los incendios, había muchos de esos en las noticias.
—¿Tarta de frutas? —preguntó Mavis ofreciendo una porción sospechosa en un plato de postre a Gabe Fenton, quien, desde su embriaguez, trataba de convencer a Theo Crowe de que tenía una predisposición genética hacía el blues, empleando para ello unas palabras impresionantemente largas que nadie era capaz de comprender, y preguntando de vez en cuando si podría obtener algún «amén» o «choca esos cinco», cosa que a todas luces recibía una respuesta negativa.
Lo que sí podía obtener era tarta de frutas.
—Misericordia, misericordia, mi madre hacía una tarta que se parecía muchísimo a esa —aulló Cabe—. Que Dios bendiga su alma.
Gabe iba a coger el plato, pero Theo lo interceptó y lo mantuvo lejos del alcance del biólogo.
—Primero —dijo Theo—, tu madre era profesora de antropología y no cocinó nada en su vida, segundo no ha muerto, y, tercero, tú eres ateo.
—¡¿Alguien me puede dar un amén?! —replicó Gabe. Theo arqueó una ceja en gesto acusatorio hacia Mavis.
—Pensé que ya habíamos dicho que nada de tarta de frutas este año.
Las Navidades pasadas, la tarta de frutas de Mavis había mandado a dos personas a la unidad de desintoxicación. Juró que sería el último año.
—Esta tarta es como una virgen —se encogió Mavis de hombros—. Solo lleva un cuarto de ron y apenas un puñado de Vicodin.
—Va a ser que no —dijo Theo mientras echaba el plato hacia atrás.
—Vale —dijo Mavis—. Pero llévate de aquí a tu amigo el blusero. Me está avergonzando. Una vez le zurré a un capullo en un club nocturno, y no estaba avergonzada, así que toma nota.
—Joder, Mavis —se quejó Theo mientras trataba de quitarse la imagen de la cabeza.
—¿Qué? No llevaba las gafas puestas. Creí que era un hirsuto vendedor de seguros con talento.
—Será mejor que me lo lleve a casa —dijo Theo. Dio un codazo a Gabe, que había vuelto su atención a una joven a su derecha, vestida con una camiseta roja muy escotada y que había ido moviéndose de taburete en taburete durante toda la noche a la espera de que alguien le diera conversación.
—Hola —dijo Gabe al canalillo—. No estoy implicado en la experiencia humana y no tengo cualidades redentoras como hombre.
—Yo tampoco —dijo Tucker Case, desde el taburete que había al otro lado de la mujer de rojo—. ¿A ti también te dice la gente que eres un psicópata? Cómo lo odio.
Bajo varias capas de labia y astucia, Tucker Case estaba en realidad bastante fastidiado por su ruptura con Lena Márquez. No es que la mujer se hubiera convertido en parte de su vida en los dos días que habían pasado desde que la conociera, sino que había empezado a alimentar esperanzas. Y, como decía Buda, «la esperanza no es más que otra faceta del deseo. Y el deseo es un cabrón de cuidado». Había desistido de buscar compañía humana que pudiera ayudarlo a diluir la decepción. En otros tiempo, se habría aferrado a la primera mujer que se le cruzara por el camino, pero sus días de busconas le habían dejado más solo que nunca y decidió no volver a recorrer ese resbaladizo camino.
—¿Así que —dijo Tuck a Gabe— te han dejado?
—Me utilizó —dijo Gabe—. Me arrancó las entrañas.
El nombre del mal es femenino.
—No hables con él —le dijo Theo, mientras trataba sin mucho éxito de arrancarlo del taburete—. Ese tipo no es legal.
La joven que se sentaba entre Tuck y Gabe los miró a ambos y luego se volvió a Theo. Después se miró los pechos y después a los hombres de nuevo, como diciendo «¿es que estáis ciegos? Llevo sentada aquí toda la noche con estas dos y me vais a ignorar».
Tucker Case sí que la estaba ignorando. Bueno, de vez en cuando inspeccionaba los domingos, mientras hablaba con Gabe y Theo.
—Mira, alguacil, puede que hayamos empezado con mal pie…
—¿Mal pie? —La voz de Theo casi se quebró.
Estaba tan enfadado que parecía estar hablando con los pechos de la mujer en lugar de con Tucker Case, que apenas estaba unos centímetros más allá.
—Usted me amenazó.
—¿Te amenazó? —dijo Gabe cambiando de postura para tener mejor perspectiva de los pechos—. Eso está feo, colega. Acaban de echar a Theo de casa.
—¿Os podéis creer que a nuestras edades nos podamos dar estos batacazos? —preguntó Tuck apartando la mirada del canalillo para demostrar la sinceridad de sus palabras. Se sentía mal por haber chantajeado a Theo, pero, al igual que ayudó a Lena a esconder el cuerpo, a veces era necesario hacer cosas desagradables, y él, como piloto y hombre de acción, las hacía.
—¿De qué está hablando? —inquirió Theo.
—Pues Lena y yo lo hemos dejado, alguacil. Poco después de que ambos habláramos esta mañana.
—¿De verdad? —Theo también se desprendió del encantamiento de los dos montes de carne.
—De verdad —dijo Tuck—. Y lamento que las cosas hayan ido así.
—Eso no cambia las cosas, ¿no?
—¿Cambiaría algo si le dijera que ni yo ni Lena le hicimos daño alguno al tal Dale Pearson?
—No creo que fuera un «tal» —se enfrentó Gabe a los pechos—. Estoy seguro de que se ha confirmado que es Dale Pearson.
—Lo que sea —dijo Tuck—. ¿Cambiaría eso algo? ¿Te lo creerías?
Theo no respondió inmediatamente, sino que más bien pareció esperar una respuesta del escote.
—Sí, te creo ——dijo, mirando de nuevo a Tuck.
Tuck casi aspiró el ginger ale que se estaba bebiendo.
—Joder —dijo cuando dejó de toser—, eres un poli nefasto, Theo. No puedes creer sin más a un extraño que te dice algo en un bar. —Tuck no estaba acostumbrado a que lo creyeran, por lo que tener delante a alguien que lo hacía por la cara…
—Eh, eh, eh —dijo Gabe—. Eso no venía a cuento…
—¡Que os jodan, tíos! —dijo la mujer de rojo. Saltó del taburete y cogió sus llaves de la barra—. Yo también soy una persona, ¿sabéis? Y lo que tengo aquí abajo no son micrófonos —dijo mientras quitaba los pechos de encima de la barra y los meneaba en dirección a los que la habían ofendido. El sonido de las llaves lograba desvirtuar completamente el gesto.
—Oh, Dios mío —dijo Gabe.
—¡No se puede ignorar a una persona así, sin más! Además, sois todos demasiado viejos y sois unos fracasados. Prefiero pasar sola las Navidades, antes que estar cinco minutos con cualquiera de vosotros —dicho lo cual, tiró unas monedas sobre la barra, se volvió y salió del bar como una exhalación.
Como eran hombres, Theo, Tuck y Gabe se quedaron mirándole el culo mientras se marchaba.
—¿Demasiado viejos? —dijo Theo—. Veintimuchos, quizá treinta y pocos. No creo que la estuviéramos ignorando.
Mavis Sand cogió el dinero y meneó la cabeza.
—Le estabais prestando la atención necesaria. Algunas mujeres sienten celos de sus propios atributos.
—Yo pensaba en icebergs —dijo Gabe—. Solo el diez por ciento es visible y la parte verdaderamente peligrosa sigue sumergida. Oh no, vuelvo a tener un ataque de blues. —Golpeó la cabeza con la barra y la hizo rebotar.
—¿Quieres que te ayude a meterlo en el coche? —dijo Tuck, mirando a Theo.
—Es un tipo muy listo —dijo Theo—. Tiene un par de doctorados en filosofía.
—¿Entonces quieres que te ayude a meter en el coche al doctor?
Theo estaba tratando de meter el hombro bajo el brazo de Gabe, pero dado que era casi treinta centímetros más alto que su amigo, la cosa no tenía muy buena pinta.
—Theo —ladró Mavis—, no seas tan imbécil. Deja que el hombre te ayude.
Al cabo de tres intentos poco afortunados de levantar el peso muerto en el que se había convertido Gabe Fenton, Theo asintió en dirección a Tuck. Cada uno se hizo con un brazo y arrastraron al biólogo hacía la puerta.
—Si le da por vomitar, lo apunto hacia ti —dijo Theo.
—A Lena le encantaban estos zapatos —dijo Tuck—, pero haz lo que creas necesario.
—No soy sexy, ronpoponpón —canturreó Gabe Fenton en sintonía con el espíritu de las fechas—. Mis cualidades sociales son nulas, ronpoponpón.
—¿Eso era una rima? —preguntó Tuck.
—Es un tipo listo —dijo Theo.
Mavis se les adelantó y les sostuvo la puerta abierta.
—¿Os veré en la fiesta de los solitarios, patéticos fracasados?
Se detuvieron, se miraron el uno al otro y sintieron la camaradería que los unía en la patria de los fracasados. No sin cierta renuencia, asintieron.
—La cena está a punto, ronpoponpón.
Mientras tanto, las chicas correteaban por toda la capilla de Santa Rosa colocando la decoración y preparando la mesa para la cena. Lena Márquez iba por la tercera vuelta a la estancia con una escalera portátil, algo de cinta adhesiva y rollos de papel crepé rojo y verde del tamaño de las ruedas de un camión. El Price Club de San Junípero solo vendía un tamaño, para que uno pudiera decorarse el trasatlántico de un paseo sin necesidad de volver sobre los pasos. El acto de festonear en serie había conseguido distraer su mente de los problemas, pero ahora la capilla empezaba a parecerse a la madriguera de un Ewok daltónico. Si alguien no intervenía pronto, los invitados a la fiesta correrían el peligro de asfixiarse en una alegre mazmorra de festivo cautiverio. Afortunadamente, cuando Lena iba con su escalera a punto de empezar la cuarta ronda, Molly Michon entró en la capilla abriendo de par en par las puertas de doble hoja. El aire de la incipiente tormenta irrumpió en el interior y arrancó el papel de los muros.
—¡Joder! —dijo Lena.
El papel crepé revoloteó en un vórtice en el centro de la estancia y acabó amontonándose debajo de una de las mesas del bufé que Molly había preparado a un lado.
—Ya te dije que una pistola de grapas funcionaría mejor que la cinta adhesiva —dijo Molly. Sostenía tres cazuelas de acero inoxidable llenas de lasaña y aun así logró cerrar las puertas con los pies a pesar del viento. Así de ágil era.
—Esto es un lugar histórico, Molly. No se puede ir grapando cosas a los muros.
—Ya, como si eso importara después del Juicio Final. Llévate esto abajo y mételo en la nevera —dijo Molly mientras le tendía las cazuelas a Lena—. Traeré la pistola de grapas del coche.
—¿Y eso qué quiere decir? —inquirió Lena—. ¿Te refieres a nuestras relaciones?
Pero Molly ya se había adentrado en el viento. Últimamente había hecho cada vez más comentarios crípticos de ese tipo. Era como si estuviese hablando con alguien más en la habitación, aparte de Lena. Era extraño. Lena se encogió de hombros y regresó al pequeño cuarto que había detrás del altar y a las escaleras que conducían al piso inferior.
A Lena no le gustaba bajar al sótano de la capilla. En realidad no era un sótano, sino más bien una bodega: paredes de arenisca que desprendían olor a tierra mojada, un suelo de cemento que se había puesto allí sin barrera de vapor cincuenta años después de que se excavara el sótano, con una mezcla tan permeable que producía una capa de limo en invierno. Incluso cuando la estufa y la calefacción estaban encendidas, nunca hacía demasiado calor. Además, los viejos bancos de iglesia vacíos que se almacenaban ahí abajo proyectaban sombras que le hacían sentirse como si alguien la observara.
—Mmmm, lasaña —dijo Marty por Mañana, vuestro muerto de las ondas cuando estáis al volante—. Tíos y tías, la señorita se ha superado sin duda esta vez. ¿Podéis oler eso?
El cementerio era todo un bullicio a la espera de la fiesta de los solitarios.
—Es extremadamente inapropiado, eso es lo que es —dijo Esther—. Supongo que es mejor que esa horrible Mavis Sand con otra de sus barbacoas. A todo esto, ¿cómo es que sigue viva? Es mayor que yo.
—Más que la suciedad, querrás decir —dijo Jimmy Antalvo, cuyo rostro aun estaba incrustado en el poste telefónico de la autopista de la costa del Pacífico, donde se había estrellado a los diecinueve.
—Por favor, muchacho, si tienes que ser grosero, al menos hazlo con originalidad —dijo Malcolm Cowley—. No combines el tedio con el cliché.
—Mi mujer solía poner una capa de salchichas italianas picantes entre cada capa de queso y tallarines —comentó Arthur Tannbeau—. Eso sí que era todo un manjar.
—También explica lo del infarto, ¿no crees? —dijo Bess Leander. El veneno le había dejado un extraño sabor de boca que ni siete años de muerte habían atenuado.
—Pensaba que habíamos acordado no hablar de la culpabilidad de la CDM —dijo Arthur—. ¿Es que no estábamos de acuerdo? —CDM era como ellos llamaban a la causa de la muerte.
—Claro que sí —dijo Marty por la Mañana.
—Espero que canten El buen rey Wenceslao —suspiró Esther.
—Por favor, cierra la puta boca con lo de El buen rey Wenceslao. Nadie se conoce la letra, nunca se la ha sabido nadie.
—Vaya por Dios, el nuevo está gruñón —dijo Warren Talbot, antiguo pintor de paisajes que, después de un fallo del hígado a los setenta, estaba ahora fertilizando uno.
—Bueno, será una maravillosa fiesta para cotillear —dijo Marty por la Mañana—. ¿Habéis oído a la mujer del alguacil hablando del Juicio Final? Esa mujer cada día está más de la olla.
—¡No lo estoy! —gritó Molly, que había bajado al sótano para ayudar a Lena a hacer espacio en las dos neveras para las ensaladas y los postres que aún quedaban por bajar.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Lena, un poco asustada por el estallido.
—Creo que está claro —dijo Marty por la Mañana.