10
Amor al límite

—¿Que has hecho qué? —preguntó Lena—. Y quítate ese murciélago de la cabeza, me pone de los nervios que tengas un gorro que me mira todo el rato.

—¿Así? —dijo Tuck.

—No cambies de tema. ¿Has chantajeado a Theo Crowe? —Iba de una esquina a otra de la cocina. Tuck estaba sentado en la encimera, vestido con una camiseta de paño de algodón amarilla que se complementaba con el murciélago al tiempo que acentuaba sus azul marino. Por una vez, el murciélago no llevaba gafas de sol.

—No exactamente. Era algo más bien implícito. Descubrió que he estado en la furgoneta de tu ex Lo sabía. Ahora simplemente se olvidará.

—Puede que no. Puede que le quede algo de integridad, a diferencia de otros.

—Oye, oye, oye, sin apuntar con el dedo. Mi mujer sigue viviendo como una reina en las islas Caimán gracias al dinero que robé honradamente al médico que se dedicaba al tráfico de órganos, mientras que el tuyo… Bueno, no creo que deba recordártelo.

—La muerte de Dale fue un accidente. Todo lo que ha pasado desde entonces, toda esta locura, es cosa tuya. Te metes en mi vida en el peor momento posible, como si llevases tiempo planeándolo, y las cosas se han ido de madre. Y ahora estás chantajeando a mis amigos. Tucker, ¿es que estás loco?

—Claro.

—¿Claro? ¿Así de fácil? ¿Seguro, estás loco?

—Claro, todo el mundo lo está. Si crees que todo el mundo está bien de la azotea es que no conoces a la gente que te rodea. La clave, y esto es muy relevante en nuestro caso, es encontrar a alguien cuya locura encaje con la tuya, como nosotros. —Esbozó lo que Lena supuso que debía ser una sonrisa encantadora, que quedó en cierto modo amortiguada por sus intentos de desenredarse las alas de Roberto del pelo.

Lena le dio la espalda y se apoyó sobre la encimera que había enfrente del lavavajillas con la esperanza de endurecerse para lo que debía hacer. Desafortunadamente, Tuck acababa de meter una carga de platos y la corriente del conducto de ventilación manaba a través de su fina falda, lo que le hacía sentir inadecuadamente húmeda para lo que pretendía ser una indignación en toda regla. Se volvió y dejó que la corriente le humedeciera el trasero mientras hacía su pronunciamiento.

—Mira, Tucker, eres un hombre muy atractivo… —Tomó una bocanada de aire en la pausa.

—No me lo puedo creer, ¿estas rompiendo conmigo?

—Y me gustas, a pesar de la situación…

—Ah, vale, no quieres tener nada con un hombre atractivo que te gusta, el paraíso prohibido.

—¡¿Puedes callarte un momento?!

El murciélago ladró en respuesta a su, tono.

—¡Tú también, cara de rata! Mira, en otro lugar y en otro momento, quizá. Pero eres demasiado… Yo soy demasiado… Es que aceptas las cosas con demasiada facilidad. Yo necesito…

—¿Tu ansiedad?

—¿Podrías dejarme terminar?

—Claro, adelante —asintió. El murciélago, que ahora estaba sobre su hombro, asintió también. Lena tuvo que desviar la mirada.

—Y tu murciélago me está poniendo de los nervios.

—Pues tendrías que haber estado cuando le dio por hablar.

—¡Fuera, Tucker! Necesito que salgas de mi vida. Tengo muchas cosas entre manos, tú eres demasiado.

—Pero el sexo estuvo genial, era…

—Entenderé que quieras acudir a las autoridades, puede que hasta vaya yo misma. Pero es que esto está sencillamente mal.

Tucker Case bajó la cabeza. Roberto, el murciélago de la fruta, hizo otro tanto. Tucker Case miró al murciélago, el cual, a su vez, miró a Lena, como si quisiera decir: «espero que estés contenta, le has roto el corazón».

—Cogeré mis cosas —dijo Tuck.

Lena estaba llorando. No quería, pero se había echado a llorar. Observó cómo Tuck recogía sus cosas por toda la casa y las metía en una bolsa de vuelo mientras se preguntaba cómo podía haber esparcido tanta porquería en solo dos días. Hombres, siempre marcando el territorio.

Se detuvo en la puerta y miró atrás.

—No voy a ir a la policía. Simplemente me voy.

Lena se echó las manos a la frente como si tuviera un dolor de cabeza, pero era más que nada para taparse las lágrimas.

—Vale.

—Entonces me voy…

—Adiós, Tucker.

—Ya no podrás hacer el amor con nadie bajo el árbol de Navidad…

—¡Por el amor de Dios, Tuck! —exclamó ella alzando la mirada.

—Vale, ya me voy. —y se fue.

Lena Márquez se metió en su habitación y llamó a su amiga Molly. Quizá llorarle al teléfono a una amiga devolvería algo de normalidad a su vida.

¿Memos Agrios? ¿Capullos de Canela? ¿O quizá Chicle de Mocos? La madre de Sam Applebaum había encontrado una botella de Cabernet razonablemente barata y había dado permiso a Sam para que cogiera una chuchería de la tienda de Brine. Estaba claro que los chicles durarían más, pero todos tenían el mismo acabado verde manzana, mientras que los Memos esgrimían una variedad de sabores afrutados y un toque de saborcillo más fuerte. Los Capullos de Canela tenían un rico buqué y se dejaban morder, pero sus formas de contable denotaban su origen burgués.

Sam estaba aprendiendo terminología de vino. Solo tenía siete años, pero le encantaba poner de los nervios a los adultos con su vocabulario enológico. El Hanukkah acababa de terminar y había habido muchas cenas en casa de Sam durante la última semana, con un montón de conversaciones sobre vino y Sam había conseguido enloquecer a toda una mesa de familiares diciendo después, tras catar un Manischewitz de mora (el único vino que le estaba permitido tomar), que era como un «tenaz coñito tinto, pero no carente de cierto encanto a geranio de despensa». Ni que decir tiene que acabó de cenar en su cuarto, pero sí que era tenaz. Filisteos.

—¿Eres uno de los elegidos? —dijo una voz por encima y a la derecha de Sam—. Yo destruí a los cananeos para que tu pueblo tuviera un país.

Miró hacia arriba y se encontró con un hombre de pelo largo y rubio, vestido con una gabardina negra. Sam sintió una sacudida, como si acabara de lamer una batería. Ese era el tipo que había asustado a su amigo Josh. Miró alrededor y vio que su madre estaba al fondo de la tienda con el señor Masterson, el propietario.

—¿Me puedo llevar estas con esto?:—En una mano tenía tres chucherías y en la otra una pequeña moneda del tamaño de las de diez centavos. La moneda parecía muy antigua.

—Esa moneda es extranjera. No creo que la acepten.

El hombre asintió pensativo y se puso muy triste ante esa información.

—Pero un Crunch de Nestlé no sería una mala elección —dijo Sam para ganar tiempo y evitar que el hombre se le echara encima—. Un poco soso, pero la capa inferior de ámbar gris y nueces lo arregla.

Sam volvió a mirar en derredor en busca de su madre. Seguía con el señor Masterson, hablando de vinos y de paso flirteando un poco. Ya podían cortar a Sam en pedacitos y meterlo en bolsas de congelador, que ella ni se enteraría. Quizá consiguiera convencer al tipo de que se largara.

—Mira, no están mirando. ¿Por qué no las coges sin más?

—No puedo ——dijo el hombre rubio.

—¿Por qué no?

—Porque nadie me ha dicho que lo haga.

Oh, no. El tipo parecía un adulto, pero tenía el cerebro de un crío estúpido, como el tío de El otro lado de la vida, o el presidente.

—Entonces yo te diré que lo hagas, ¿vale? —dijo Sam—. Adelante, llévatelas. Aunque será mejor que te vayas. Va a llover. —Sam nunca había sido capaz de hablarle así a un adulto antes.

El rubio miró las chucherías y luego a Sam.

—Gracias. Paz en la Tierra, buena voluntad para los hombres. Feliz Navidad.

—Soy judío, ¿recuerdas? No celebramos la Navidad. Celebramos el Hannukah, el milagro de las luces.

—Oh, eso no fue un milagro.

—Sí que lo fue.

—No, lo recuerdo. Alguien se coló y puso más aceite en la lámpara. Pero yo haré un milagro navideño mañana. —Dicho eso, el rubio retrocedió con las chucherías apretadas contra el pecho—. Shalom, niño—. Y desapareció.

—¡Genial! —dijo Sam—. Sencillamente genial. ¡Y me lo suelta así!

A Kendra, la Nena Guerrera de Allende la Frontera, maestra de combate de la arena de aceite hirviendo, asesina de monstruos, perdición de mutantes, azote de los piratas de arena, protectora de sangre del pueblo termita —hormigueros siete a doce—, le gustaba el queso. Así ocurrió que, en ese vigésimo tercer día de diciembre, con sus tallarines húmedos y congelados en el colador, alzó su musculoso brazo al cielo e invocó la ira de todas las furias sobre su poder superior, Nigoth, el dios gusano, por haber permitido que se olvidara la mozzarella en la caja del súper. Pero los dioses no se implican en los asuntos de la lasaña, así que el cielo no estalló envuelto en fuego vengativo (al menos por lo que se podía ver desde la ventana de la cocina) para incinerar al miserable dios que osara abandonarla en su hora más necesitada de queso. No pasó nada en absoluto.

—¡La maldición caiga sobre ti, Nigoth! Si mi acero no estuviese quebrado, te seguiría hasta los confines de la frontera y daría cuenta de tus mil y una cuencas oculares solo para asegurarme de dar con tu favorita. Y entonces se las daría de comer crudas a los más nefandos.

Entonces sonó el teléfono.

—Digaaa —canturreó Molly con dulzura.

—¿Molly? —dijo Lena—. Parece que estás sin aliento. ¿Te encuentras bien?

—Rápido, piensa en algo —dijo el narrador—. No le digas lo que estabas haciendo.

El narrador había permanecido con Molly casi todo el tiempo durante los dos últimos días. Era toda una molestia, salvo cuando recordó cuánto orégano y tomillo llevaba la salsa de tomate. No obstante, ella sabía que su presencia implicaba que tenía que volver a tomarse los medicamentos lo antes posible.

—Oh, sí, estoy bien, Lena. Solo estaba preparando unos panecillos. Ya sabes, está nublado, se acerca una tormenta, Theo es un mutante… Pensé que debía hacer algo para animarme.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y Molly se preguntó si había sonado convincente.

—Absolutamente convincente —dijo el narrador—. Si no estuviese aquí, juraría que todavía estarías haciéndolo.

—¡No estás aquí! —gritó Molly.

—¿Perdona? —dijo Lena—. Molly, puedo llamar más tarde si te he pillado en mal momento.

—Oh, no, no, no. Estoy bien. Solo hacía un poco de lasagna.

—Nunca oí que lo llamaran así.

—Es para la fiesta.

—Ah, vale. ¿Y cómo te va?

—Se me olvidó la mozzarella. La pagué, pero se me olvidó en la caja. —Miró los tres cartones de ricota que había dejado sobre la mesa y que estaban riéndose de ella. Qué petulantes podían llegar a ser los quesos suaves.

—Iré allí y te los llevaré.

—¡No! —Molly sintió una sacudida de adrenalina ante la idea de tener que pasar por una larga sesión de amistad con Lena. Las cosas se estaban volviendo borrosas entre Pine Cove y la frontera—. Quiero decir que está bien. Yo lo haré. Me encanta el queso, quiero decir comprar queso.

Molly oyó cómo sorbía por la nariz al otro lado de la línea.

—Mol, de verdad necesito ayudarte con la jodida lasaña, ¿vale? De verdad.

—Vaya, parece tan chiflada como tú —dijo el narrador. Molly dio un manotazo al aire para mandarlo callar, acompañado del gesto de llevarse el dedo a los labios en vehemente orden de silencio—. Es una yonqui de las crisis, lo sabré yo.

—Necesito hablar con alguien —dijo Lena, sorbiendo por la nariz—. Acabo de romper con Tucker.

—Oh, cómo lo siento, Lena. ¿Quién es Tucker?

—El piloto con el que estaba saliendo.

—¿El tipo del murciélago? ¿No lo acababas de conocer? Tómate un baño. Come algo de helado. Solo lo conoces de un par de días, ¿no?

—Hemos compartido mucho.

—Sé realista, Lena. Te lo follaste y fuisteis al límite. No es que te haya robado los diseños de un reactor de fusión fría. Te pondrás bien.

—¡Molly! Es Navidad. Se supone que eres mi amiga.

Molly asintió, pero se dio cuenta de que Lena no podía oírla. Era verdad, no estaba siendo muy buena amiga. Después de todo era la protectora juramentada de los pastores de Lan, así como miembro del gremio de actores de televisión, y su deber era fingir que le importaban los problemas de sus amigos.

—Trae el queso —dijo—. Aquí te esperamos.

—¿Esperamos?

—Yo… Trae el queso, Lena.

Theo Crowe se presentó en Brine's justo a tiempo para perdérselo todo. Robert Masterson, el propietario, lo había llamado tan pronto como había visto al misterioso hombre rubio hablando con Sam Applebaum. Theo había acudido a toda prisa para encontrarse con que no había nada que encontrarse. El rubio no había dañado o amenazado a Sam. El chico parecía estar bien, salvo que no paraba de murmurar que quería cambiarse de religión y hacerse rastafari como su primo Preston, que vivía en Maui. En mitad de la entrevista, Theo se dio cuenta de que no era el más apropiado para enumerar las razones por las que no era bueno pasarse la vida fumando hierba y haciendo surf como el primo de Sam, porque él: (A) nunca aprendió a hacer surf, (B) nunca tuvo la menor idea de cómo funcionaba eso del rastafarianismo, y (C) tendría que emplear el argumento de «y mira qué perdedor he acabado siendo. Tú no quieres eso para ti, ¿verdad, Sam?». Abandonó la escena sintiéndose incluso más inútil de lo que había acabado después de la zurra que le había propinado el piloto en la casa de Lena Márquez.

Cuando Theo enfilaba el camino de casa para el almuerzo, con la esperanza de arreglar las cosas con Molly y obtener algo de simpatía y un bocadillo, se topó con la furgoneta de Lena aparcada frente a la cabaña. El corazón casi se le sale del pecho. Barajó la posibilidad de pasarse por el huerto y fumarse un petardo antes de entrar, pero eso se parecía terriblemente al comportamiento de un adicto. Las cosas se habían torcido un poco, pero no estaba todo perdido. Aun así, atravesó la puerta con ánimo humilde, sin mucha idea de cómo lidiaría con Lena, que podría ser una asesina, por no hablar de Molly.

—¡Traidor! —dijo Molly, desde detrás de una cazuela de tallarines que estaba preparando con salsa de tomate, carne y queso. Tenía los brazos manchados hasta los codos y daba la impresión de haber salido de una sesión de cirugía que había salido mal. Alguien había cerrado de un portazo la puerta de atrás justo cuando entraba.

—¿Dónde está Lena? —preguntó.

—Salió por detrás. ¿Por qué? ¿Tienes miedo de que revele tu secreto?

Theo se encogió y se acercó a su mujer con los brazos extendidos en actitud de «dame un respiro». ¿Cómo es que siempre que estaba enfadada sus dientes parecían más afilados? Theo no recordaba esa cualidad en ningún otro momento.

—Mal, solo lo hice para comprarte algo por Navidad. No quería…

—Oh, eso no me importa. Estás investigando a Lena, a mi amiga Lena. Te presentaste en su casa como si fuese una criminal o algo así. Es la radiación, ¿verdad?

—Hay pruebas, Molly. Y no es que estuviese colocado. Hallé pelos de un murciélago de la fruta en la furgoneta de Dale y su novio tiene uno. Y el pequeño Barker dijo… —Theo oyó que un vehículo arrancaba fuera—. Debería hablar con ella.

—Lena no sería capaz de hacerle daño a nadie. Me ha traído queso por Navidad, por el amor de Dios. Es pacifista.

—Lo sé, Molly. No estoy diciendo que haya hecho daño a nadie, pero necesito averiguar…

—Creo que lo que hace que saques tu yo mutante es la hierba. —Le estaba señalando con un tallarín en la mano. En cierto modo, parecía que estaba meneando a una criatura viva.

—¿De qué estás hablando, Molly? ¿Mi yo mutante? ¿Te estás tomando la medicación?

—¿Cómo te atreves a llamarme loca? Eso es peor que si me preguntaras si tengo la regla, que no la tengo, por cierto. Pero no puedo creer que pienses que estoy loca. ¡Bastardo mutante! —Le lanzó un tallarín y él lo esquivó.

—Necesitas la medicación, zorra chiflada. —A Theo no se le daba demasiado bien la violencia, incluso en forma de sémola empapada, pero tras el estallido inicial, perdió toda voluntad de pelea—. Lo siento, no sabía lo que decía. Vamos…

—¡Bien! —dijo Molly. Se limpió las manos en un paño y se lo tiró. Mientras lo esquivaba, él tuvo la sensación de que se movía en un borroso bullet time a lo Matrix, pero en realidad no era más que un tipo alto un poco pasado de rosca y el paño no le hubiese dado de todos modos. Molly se fue al dormitorio dando pisotones y se dejó caer sobre el suelo, al otro lado de la cama.

—Molly, ¿estás bien?

Molly se levantó con un paquete del tamaño de una caja de zapatos envuelto en papel de regalo. Lo extendió hacia él.

—Toma, cógelo y lárgate. No quiero volver a verte, traidor. Vete.

Theo estaba alucinado. ¿Estaba rompiendo con él? ¿Le pedía que la dejara? ¿Cómo se habían torcido las cosas tanto y tan deprisa?

—No quiero. Estoy teniendo un día verdaderamente malo, Molly. He venido a casa esperando encontrar algo de simpatía.

—¿Ah, sí? Vale. Ahí va. Ay, el pobrecito Theo fumado, cómo siento que tengas que investigar a mi mejor amiga la víspera de Nochebuena, cuando podrías estar ahí fuera en un cultivo ilegal que se parece al decorado de la jungla del pueblo gibón. —Seguía sosteniendo el regalo y él lo cogió.

¿De qué demonios estaba hablando? Así que la cosa sí que iba del jardín de la victoria.

—Ábrelo —dijo.

No dijo una palabra más. Apoyó una mano sobre la cadera y le clavó una de esas miradas que decían «te voy a dar una patada en el culo o te voy a reventar la cabeza» y que tanto lo excitaban. Él nunca estaba muy seguro de cómo reaccionar ante ellas, solo que ella obtendría mucha satisfacción de un modo u otro y que a él lo dejaría jodido el día siguiente. Era la mirada de la Nena Guerrera y en ese momento comprendió con toda claridad que estaba teniendo una de sus recaídas. Lo más probable es que de verdad no se estuviera, tomando la medicación. Había que tratar la situación con sumo cuidado.

Retrocedió unos pasos y arrancó el papel de regalo. Dentro, había una caja blanca con un sello plateado de uno de los más exclusivos sopladores de cristal locales y, dentro de ella, envuelta en un tejido azul, estaba la pipa más hermosa que jamás hubiera visto. Parecía un producto del art nouveau, pero confeccionado con materiales modernos, cristal azul verdoso dicromático ornamentado con ramas plateadas que la recorrían y le daban la impresión de estar recorriendo un bosque a medida que la giraba en su mano. La cazoleta y la caña, que encajaban perfectamente en la mano, parecían estar hechas de plata, al tiempo que las ramas arbóreas parecían amenazar con saltar fuera del cristal en cualquier momento. Seguro que era una pieza única confeccionada para él personalmente, con sus testículos en mente. Antes de darse cuenta estaba llorando, y parpadeó entre lágrimas.

—Es preciosa.

—Ah, ah —dijo Molly—. Así que ya puedes ver que no es tu jardín lo que me molesta. Eres tú.

—Molly, yo solo quiero hablar con Lena. Su novio ha amenazado con chantajearme. Solo estaba…

—Cógela y lárgate —dijo Molly.

—Cariño, tienes que llamar a la doctora Val a ver si puede verte…

—Sal de aquí, maldita sea. No me digas que vaya a la loquera. ¡Fuera!

Era inútil. Al menos en ese momento. Su voz había alcanzado el tono frenético de la Nena Guerrera. Lo recordaba de las veces que la había acompañado al hospital del condado antes de convertirse en amantes, cuando no era más que la loca del pueblo. Si la presionaba más acabaría perdiéndola del todo.

—Vale, me voy. Pero te llamaré, ¿de acuerdo?

Ella se limitó a lanzarle esa mirada suya.

—Es Navidad… —un último intento, quizá.

La mirada.

—Bien. Tu regalo está en la estantería más alta del armario. Feliz Navidad.

Cogió unas cuantas mudas y unos calcetines del cajón, unas cuantas camisetas del armario y se dirigió a la puerta. Ella se encargó de dar tal portazo cuando salió que rompió una ventana. El chocar de los trozos de cristal contra el suelo parecía resumir su vida entera.