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La Navidad llega a rastras

La Navidad se infiltró en Pine Cove a rastras, con guirnaldas lazos y cascabeles a cuestas, con un olor a ponche de huevo, una peste a pino y la amenaza de un destino festivo cual fría ulcera bajo el muérdago.

Pine Cove, con su arquitectura a lo Tudor, estaba toda adornada con pintoresca festividad. Las lucecillas centelleaban en todos los árboles de la calle Ciprés, había nieve artificial en las esquinas de las ventanas de cada tienda, varios Papá Noel en miniatura y velas gigantes suspendidas bajo cada farola. Había abierto sus puertas a los rebaños de turistas procedentes de Los Ángeles, San Francisco y Central Valley que llegaban en busca de un instante de comercio navideño realmente significativo. Pine Cove, un pueblo adormilado de la costa californiana, en realidad una aldea de juguete, con más galerías de arte que gasolineras, más locales de cata de vinos que ferreterías, permanecía ahí, tan acogedora como una reina del baile con unas copas de más, a cinco días de que asomara la Navidad. Ya estaba a la vuelta de la esquina y, con ella, ese año llegaría el Niño. Ambos eran vastos, irresistibles y milagrosos. Pine Cove solo estaba preparada para uno de ellos.

No quiere decir que los lugareños no estuvieran impregnados de espíritu navideño. Las dos semanas previas y posteriores a la Navidad suponían una agradable oleada de dinero para las arcas locales, ávidas de turismo desde el verano. Cada camarera desempolvaba su gorrito de Papá Noel y su cornamenta de reno y se aseguraba de contar con cuatro buenos bolígrafos en el delantal. Los empleados de hotel hacían acopio de fuerzas, dispuestos a soportar las iras de los overbooking de última hora, mientras que las amas de casa prescindían por un momento de sus habituales y pútridos polvos de talco para adoptar una putridez más festiva de pino y canela. En la boutique de Pine Cove se ponía un cartel de «Especial vacaciones» sobre la terrible sudadera del reno y la subían de precio por décimo año consecutivo. Los miembros de las hermandades y los veteranos de guerra, básicamente el mismo puñado de viejos borrachos de siempre, planeaban con vehemencia el desfile navideño anual que recorrería la calle Cypress, cuyo tema principal aquel año sería «patriotismo en la cama sobre una furgoneta», más que nada porque era lo que habían utilizado en su desfile del 4 de julio y todo el mundo conservaba los adornos. Muchos habitantes de Pine Cove incluso se ofrecieron voluntarios para atender las marmitas del Ejército de Salvación que se disponían enfrente de la oficina de correos y el súper, en turnos de dos horas, dieciséis horas al día. Enfundados en sus trajes rojos y barbas postizas, hacían sonar las campanas como si aspiraran al oro canino en unas Olimpiadas dedicadas a Pavlov.

—Dame la pasta, cabrón —dijo Lena Márquez, que trabajaba en la marmita aquel lunes, cinco días antes de Navidad. Lena seguía a Dale Pearson, el malvado constructor de Pine Cove, por todo el aparcamiento, tratando de sacarlo de quicio con la campanilla mientras él se dirigía al maletero de su coche. De camino al súper, el hombre le había hecho un gesto con la cabeza y le había dicho que a la salida le daría algo. Sin embargo, cuando salió, ocho minutos más tarde, con la compra y una bolsa de hielo, pasó junto a ella como si estuviese utilizando la marmita para hacer sebo a partir de la grasa de los culos de los inspectores de edificios y sintiera la necesidad de escapar del hedor.

—Seguro que te puedes permitir un par de pavos para los más desafortunados.

Hizo sonar la campanilla con especial fuerza a la altura de su oído. El hombre se dio la vuelta balanceando la bolsa de hielo a la altura de su cadera.

Lena brincó hacia atrás. Tenía treinta y ocho años, era enjuta, de piel oscura y con el delicado cuello y la fina mandíbula de una bailarina de flamenco. Su larga cabellera negra estaba recogida en dos moños a lo princesa Leia que sobresalían a ambos lados de su gorro de Papá Noel.

—¡No puedes zurrar a Papá Noel! Hay tantas razones para ello que no sería capaz de enumerarlas.

—Querrás decir contarlas —dijo Dale, mientras el sutil sol invernal arrancaba destellos a la capa de esmaltado recién puesta que lucían sus dientes. Tenía cincuenta y dos años, estaba casi completamente calvo y poseía unos fuertes hombros de leñador que aún se mantenían cuadrados a pesar de la barriga cervecera que le colgaba por debajo.

—Quiero decir que está mal, que estás equivocado y que eres un tacaño. —Y volvió a agitar la campanilla junto a su oído, como si un mosquito con traje rojo quisiera derribar un muro a cabezazos.

La campana amilanó tanto a Dale que describió un arco con su bolsa de hielo de más de cuatro kilos y dio a Lena en el plexo solar, lo que la obligó a retroceder por el aparcamiento, sin aliento. Fue entonces cuando las señoras del Bulges llamaron a la policía…, bueno, al policía.

El Bulges era un gimnasio para mujeres que estaba justo encima del aparcamiento del súper y desde sus cintas andadoras y sus máquinas de subir escalones, las usuarias podían observar el ir y venir del establecimiento sin la sensación de estar espiando. Lo que había empezado como un momento de mero entretenimiento y un leve incremento de adrenalina para seis de las observadoras mientras Lena iba detrás de Dale por el aparcamiento, se tornó de repente en una conmoción, cuando el malvado constructor zurró a la bella Mamá Noel en el estómago con una bolsa de cubitos de hielo. Cinco o seis de las mujeres no hicieron más que perder el paso o quedarse boquiabiertas, pero Georgia Barman, que en ese preciso instante tenía puesta su cinta andadora a 12 kilómetros por hora para perder siete kilos con la mente puesta en la Navidad y el vestido rojo que su marido le había regalado en un arrebato de idealismo sexual, rodó hacia atrás y aterrizó en una colorida colchoneta de la maraña de estudiantes de yoga que en ese momento estaban practicando.

—¡Ay, el chakra del culo!

—Será el chakra raíz.

—Pues lo que me duele es el culo.

—¿Has visto eso? Casi la derriba. Pobrecilla.

—¿Deberíamos ir a ver si se encuentra bien?

—Alguien debería llamar a Theo.

Las gimnastas encendieron sus teléfonos móviles al unísono, como cuando los Jets sacaban las navajas e interpretaban una danza de muerte en West Side Story.

—¿Por qué se casaría con un tipo como ese?

—Es un capullo.

—Ella le daba a la botella.

—Georgia, ¿estás bien, cielo?

—¿Puedes llamar a Theo al 911?

—Ese bastardo va a arrancar y la va a dejar ahí.

—Deberíamos ir a ayudarla.

—Todavía me quedan doce minutos en este chisme.

—La cobertura en este pueblo es horrible.

—Tengo el número de Theo en marcación rápida, por los críos. Yo lo llamo.

—Mira a Georgia y a las otras. Parece que estuvieran jugando al Twister y se hubieran caído.

—Hola, Theo. Soy Jane, estoy en el Bulges. Sí, bueno, acabo de mirar por la ventana y me parece que hay un problema en el súper de enfrente. Bueno, no me quiero entrometer, pero digamos que hay cierto contratista que acaba de golpear a una de las Mamá Noel del Ejército de Salvación con una bolsa de hielo. Vale, te espero entonces. —Cerró el móvil—. Viene de camino.

El teléfono móvil de Theophilus Crowe sonó ocho veces con un irritante Tangled Up in Blue electrónico que parecía un coro de sufridas amas de casa, o como Jimmy Cricket después de aspirar helio, o, bueno, en fin, como Bob Dylan. En todo caso, cuando logró abrir el aparato, cinco personas de la sección de frutas del súper le estaban dispensando unas miradas capaces de marchitar las lechugas de su carro. Sonrió, como si con ello pretendiera decir «lo siento, yo también odio estas cosas, pero ¿qué se le va a hacer?», y luego respondió:

—Oficial Crowe. —Como si quisiera recordar a todo el mundo que no estaba para cañas, que él era LA LEY.

—¿En el aparcamiento del súper? Bien, enseguida estoy ahí.

Caramba, qué cómodo. Una de las ventajas de ser poli local en un pueblo de no más de cinco mil habitantes era que los problemas nunca te pillaban lejos. Theo aparcó su carro a un lado del pasillo y atravesó corriendo la línea de cajas y las puertas automáticas que daban al aparcamiento. Era como una mantis religiosa vestida con vaqueros y franela, 66 kilos, uno ochenta, y solo tres velocidades: caminata ociosa, carrera e inmóvil. Fuera se encontró a Lena, doblada y sin aliento. Su ex marido, Dale Pearson, se disponía a marcharse en su 4x4.

—Quieto ahí, Dale. Espera —dijo Theo.

Theo se cercioró de que Lena solo necesitaba recuperar el aire y que se pondría bien y luego se dirigió al contratista regordete, que seguía con un pie en el vehículo, dispuesto a marcharse en cuanto se aclarara la cosa.

—¿Qué ha pasado aquí?

—Esa puta chiflada me ha dado con su campanilla.

—Y una mierda —boqueó Lena.

—Me han informado que le has dado con una bolsa de hielo, Dale. Eso es agresión.

Dale Pearson miró fugazmente a su alrededor y se topó con el grupo de mujeres apiñadas contra la ventana del gimnasio. Parecía que volvían a las máquinas en las que habían estado ocupadas cuando se produjo el desastre.

—Pregúnteles a ellas. Le dirán que agitaba la campana justo al lado de mi cabeza. No hice más que reaccionar en defensa propia.

—Me dijo que haría una donación cuando saliera del súper, pero no fue así —declaró Lena, que estaba empezando a recobrar el aliento—. Ahí hay un contrato implícito. No lo ha respetado. Y yo no le he pegado.

—Es una jodida chiflada —dijo Dale, como si fuera algo comúnmente sabido.

Theo miró a uno y a otra. Ya había lidiado con esos dos antes. Pensaba que las cosas se habían calmado tras el divorcio, cinco años antes. Llevaba catorce años en la policía de Pine Cove y había visto el lado oscuro de un montón de parejas. La primera regla en una disputa doméstica era separar a las partes, pero parecía que eso ya se había llevado a cabo. Se suponía que no había que tomar partido por ninguna de ellas, pero dado que Theo sentía cierta debilidad por las chifladas —él mismo se había casado con una—, optó por hacer un juicio de valor y centró su atención en Dale. Además, el tío era un capullo.

Le dio unas palmaditas a Lena en la espalda y se arrimó a grandes zancadas a la furgoneta de Dale.

—No pierdas el tiempo, hippy —dijo Dale—. Me largo. —Se montó en la furgoneta y cerró la puerta.

¿Hippy?, pensó Theo. ¿Hippy? Hacía años que se había cortado la coleta. Ya no utilizaba sandalias. Incluso había dejado de fumar petardos. ¿En qué se basaba ese tipo para llamarlo hippy?

—¡Eh! —dijo, tras pensarlo de nuevo. Dale arrancó el motor y metió la primera.

Theo se subió al reposapiés lateral del vehículo, se inclinó sobre el parabrisas y empezó a darle golpecitos con un cuarto de dólar que se había sacado del bolsillo.

—No lo hagas, Dale. —Tap, tap, tap—. Si te vas, dictaré una orden de arresto contra ti. —Tap, tap, tap. Ahora sí que Theo estaba enfadado, no cabía ninguna duda. Sí, era ira.

Dale se detuvo y presionó el botón para bajar la ventanilla eléctrica.

—¿Qué? ¿Qué quieres?

—Lena quiere presentar cargos por agresión, puede que agresión con arma mortal. Creo que deberías meditar lo de darte el pira.

—¿Arma mortal? Pero si era una bolsa de hielo.

Theo meneó la cabeza, y adoptó un tono de cuenta-cuentos enigmático:

—Una bolsa de hielo de más de cuatro kilos. Escucha cómo suelto una bolsa de hielo de cuatro kilos sobre el suelo de una sala de justicia delante de un jurado. ¿Lo oyes? ¿Ves cómo se encogen cuando machaco un jugoso melón sobre la mesa del abogado defensor con una bolsa de hielo de cuatro kilos? ¿No ves el arma mortal? «Damas y caballeros del jurado, este hombre, este fracasado, este patán, este», si no te importa, «cabeza de chorlito, golpeó a una mujer indefensa, una mujer que con todo el amor de su corazón realizaba una colecta para los pobres, una mujer que solo»…

—Pero si no es un bloque de hielo, es…

—Ni una palabra, Dale —dijo Theo alzando un dedo al aire—, no hasta que te lea los derechos. —Theo sabía que estaba pagando a Dale con la misma moneda. Las venas de sus sienes estaban empezando a hinchársele y su rosado cráneo empezaba a ponerse rosa. Hippy, ¿eh?

—Lena presentará cargos —añadió—. ¿Verdad, Lena?

Lena estaba a un lado de la furgoneta.

—No —dijo.

—¡Serás zorra! —dijo Theo. Se le había escapado antes de poder retener las palabras. Menudo bochorno.

—Ya ves cómo es —dijo Dale—. Seguro que te gustaría tener una bolsa de hielo ahora mismo, ¿verdad, hippy?

—Soy un agente de policía —replicó Theo, que sí hubiese querido tener a mano una pistola o algo parecido. Sacó la billetera con la placa del bolsillo de atrás, pero pensó que ya era un poco tarde para identificarse. Hacía más de veinte años que conocía a Dale.

—Sí, y yo soy un caribú —dijo Dale, con más orgullo del que debería haber exhibido a ese respecto.

—Me olvidaré de esto si pone cien pavos en la marmita —dijo Lena.

—Estás loca, mujer.

—Es Navidad, Dale.

—Que le den por culo a la Navidad, ya ti también.

—Eh, no es necesario emplear ese lenguaje, Dale —dijo Theo tratando de poner paz—. Puedes salir de la furgoneta.

—Cincuenta pavos y se puede ir —volvió a terciar Lena—. Es para los necesitados.

Theo la miró.

—No puedes regatear una demanda en el aparcamiento del súper. Lo tenía contra las cuerdas.

—Cierra el pico, hippy —dijo Dale, y luego se dirigió a Lena—. Te daré veinte y a la mierda con los necesitados. Pueden buscarse un trabajo, como el resto del mundo.

Theo estaba seguro de que tenía las esposas en el Volvo, ¿o aún estaban en casa, en el poste de la cama?

—Esa no es forma…

—¡Cuarenta! —gritó Lena.

—Hecho —dijo Dale. Sacó dos billetes de veinte de la cartera, los arrugó y los tiró por la ventanilla. Rebotaron en el pecho de Theo. Volvió a meter la marcha y echó a andar.

—¡Quieto ahí! —ordenó Theo.

Dale enderezó la furgoneta y se puso en marcha.

Cuando la enorme furgoneta roja pasó junto al Volvo de Theo, que estaba aparcado unos quince metros más allá, una bolsa de hielo salió volando y se estrelló contra el maletero en una sonora explosión de cubitos que no tuvo mayores consecuencias.

—¡Feliz Navidad, zorra chiflada! —gritó Dale por la ventanilla mientras se incorporaba a la carretera—. ¡Y feliz noche a todos! ¡Hippy!

Lena se había remetido los billetes arrugados en el traje rojo y apretaba el hombro de Theo mientras la furgoneta desaparecía envuelta en un rugido.

—Gracias por acudir al rescate, Theo.

—Yo no diría tanto. Deberías presentar cargos.

—Estoy bien. De todas formas se iba a salir con la suya. Tiene unos abogados muy buenos, créeme, lo sé. Además, ¡me ha dado cuarenta pavos!

—Eso sí que es espíritu navideño —dijo Theo, sin poder evitar una sonrisa—. ¿Seguro que estás bien?

—Seguro. No es la primera vez que pierde los estribos conmigo.

Lena dio unos golpecitos en el bolsillo de su uniforme de Papá Noel.

—Al menos he sacado algo de esto —añadió, antes de dirigirse de nuevo hacia su marmita, seguida por Theo.

—Tienes una semana para presentar cargos si cambias de opinión —le dijo Theo.

—¿Sabes qué, Theo? No quiero pasar otras Navidades obsesionándome con lo que Dale Pearson tiene de desecho humano. Prefiero pasar de ello. Con un poco de suerte puede que protagonice una de esas desgracias navideñas de las que tanto se oye hablar.

—No estaría mal —admitió Theo.

—¿Quién tiene espíritu navideño estos días?

En otro cuento navideño, Dale Pearson, malvado urbanista, misógino recalcitrante y, al parecer, cascarrabias irremediable, podría haber recibido las visitas nocturnas de una serie de fantasmas que, mostrándole sombrías visiones de la Navidades futuras, pasadas y presentes, provocarían en él una transformación que lo convertiría en un ejemplo de generosidad, amabilidad y sentimientos cálidos hacia sus congéneres. Pero este no es uno de esos cuentos, así que aquí, en no demasiadas páginas, alguien va a despachar a este miserable hijo de puta con toda la calidez del mundo. Ese es el espíritu navideño que impregnará las siguientes páginas. Ho, ho, ho.