31

Su cuerpo eligió aquel momento para empezar a temblar.

La carcajada de Rafael sonó ronca, varonil, de una forma que demostraba que era consciente de que la había atrapado.

—El baño primero, creo.

—Creí que pensabas hacerte el estrecho.

Él le acarició el cuello con un dedo e hizo que se estremeciera de nuevo, aunque aquella vez por una razón muy diferente.

—Solo quiero dejar claras las reglas antes de hacer esto.

Elena obligó a sus pies a avanzar hacia el baño.

—Conozco las reglas. No debo esperar nada más que un revolcón entre las sábanas, nada de miraditas embobadas y bla, bla, bla... —Las palabras eran insolentes, pero había sentido un vuelco en el corazón. No, se dijo, horrorizada. Elena P. Deveraux nunca sería tan estúpida como para entregarle su corazón a un arcángel—. ¿Vas a hablarme de es...? ¡Joder! —Había entrado en el baño—. ¡Es más grande que el dormitorio!

No tanto, pero casi. La «bañera» tenía casi el tamaño de una piscina pequeña, y el vapor que salía de ella era una sensual tentación. Había una ducha a su derecha, pero no tenía mamparas de cristal; lo único que delimitaba su área era una extensa zona de baldosas con motas doradas. Una bombilla se apagó por encima de su cabeza.

—Alas... —susurró—. Todo está hecho para acomodar esas hermosas alas.

—Me alegro de que te gusten.

El ruido de algo húmedo que caía sobre las baldosas blancas del suelo hizo que Elena mirara hacia atrás.

La camisa de Rafael estaba en el suelo, y al ver su torso estuvo a punto de babear. Basta, se dijo a sí misma. Sin embargo, resultaba difícil no quedarse embobada al mirar el cuerpo más hermoso que hubiera visto jamás.

—¿Qué estás haciendo? —Su voz se había puesto ronca de repente.

Él enarcó una ceja.

—Voy a darme un baño.

—¿Qué pasa con las reglas? —De algún modo, sus dedos encontraron por iniciativa propia la parte inferior de su camiseta y se prepararon para sacársela por la cabeza.

Rafael se quitó las botas con los pies sin dejar de observar cómo ella retiraba la camiseta para dejar al descubierto el discreto sujetador deportivo que llevaba debajo.

—Podemos discutirlas en la bañera. —Su voz contenía la promesa de sexo, y cuando Elena miró hacia abajo, descubrió por qué. La lluvia había convertido el sujetador negro en una segunda piel, y el tejido marcaba sus pezones a la perfección.

—Por mí, vale. —Incapaz de mirarlo y pensar al mismo tiempo, le dio la espalda y se deshizo de las botas y los calcetines antes de quitarse el sujetador. Ya tenía los dedos en la cinturilla de los pantalones cuando sintió el calor de otro cuerpo tras ella. Un segundo después, Rafael le quitó la goma del pelo. Por increíble que pareciera, fue cuidadoso, así que no le hizo daño. Los mechones húmedos cayeron sobre su espalda unos instantes después.

Labios sobre su cuello. Cálidos. Pecaminosos.

Elena se estremeció de nuevo y notó que se le ponía la piel de gallina.

—No hagas trampas.

Unas manos grandes y cálidas ascendieron por su torso hasta sus pechos. Dio un respingo ante aquel movimiento tan descarado y soltó un gemido.

—Ya vale. Tengo frío.

Aunque lo cierto era que Rafael estaba haciendo un buen trabajo para calentarla...

Más besos en el cuello.

Elena colocó las manos sobre las de él e inclinó la cabeza hacia un lado para proporcionarle un mejor acceso. Rafael trazó un sendero descendente con la lengua para capturar una gota de agua que se había deslizado desde su cabello. Siguió hacia la nuca y por encima del hombro antes de apartarse. Cuando se incorporó, enganchó los pulgares en la cintura de su pantalón.

—De eso nada —dijo ella al tiempo que se apartaba—. Las reglas primero.

—Sí, las reglas son muy importantes.

Esperó a que se colocara frente a ella. Pero no lo hizo. Elena esbozó una sonrisa. Y pensó que, puesto que había decidido vivir peligrosamente, podía llegar hasta el final. Se quitó los pantalones y las braguitas a un tiempo antes de apartarlos de una patada. Después echó un vistazo por encima del hombro.

Los ojos del arcángel estaban llenos de relámpagos azul cobalto. Estaban vivos. Vivos de una forma que proclamaba su inmortalidad. Elena se quedó sin aliento, pero sabía que si quería enredarse con aquella criatura en particular, tendría que ser firme. Le dirigió una sonrisa pícara y subió los escalones que había a un lado de la bañera antes de meterse en el agua.

—Ooohhh... —Calor líquido. El paraíso. Se hundió bajo el agua y emergió con la cabeza hacia atrás para apartarse el cabello de la cara.

Rafael seguía donde lo había dejado, observándola con aquellos ojos imposibles. Sin embargo, esta vez Elena no se quedó fascinada. No cuando tenía su maravilloso cuerpo desnudo para deleitarse. El arcángel tenía una constitución de ensueño, un pecho esculpido con los músculos de un hombre que era capaz de soportar el peso de su propio cuerpo (y más) en pleno vuelo.

La mirada de Elena acarició las líneas de su torso, de su abdomen y bajó aún más. En aquel instante respiró hondo y se obligó a volver la vista hacia arriba.

—Ven aquí.

Rafael alzó una ceja, pero luego, para el más absoluto asombro de Elena, obedeció su orden. Cuando se metió en la bañera, ella no pudo evitar comerse sus muslos con los ojos... ¿Cómo sería tener toda esa fuerza a su alrededor mientras él se hundía en su interior? Se le encogió el estómago. Jamás había deseado tanto a un hombre, jamás había sido tan consciente de su propia femineidad. Rafael podría partirla en dos como si de una ramita se tratara. Y para una mujer que había nacido cazadora, aquello no era una amenaza... sino la más oscura de las tentaciones.

Apretó la mano en un puño bajo el agua al recordar cómo la había obligado a cortarse. No lo había olvidado, no albergaba fantasías románticas de que aquel ser fuera a cambiar, de que llegara a ser más humano. No, Rafael era el Arcángel de Nueva York, y ella estaba preparada para aceptarlo en su cama tal como era. El agua le golpeó los pechos cuando él se situó en el lado opuesto, con las alas plegadas a la espalda y el cabello medio rizado a causa del vapor.

—¿Por qué tanta espera? —le preguntó después de haber comprobado la enorme evidencia de su excitación.

—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo... —empezó a decir. Tenía los ojos entrecerrados, pero clavados en ella—, se aprende a apreciar las sensaciones nuevas. Son muy escasas en la vida de un inmortal.

Elena descubrió que se había acercado a él. Rafael le rodeó la cintura con un brazo y tiró de ella hasta que estuvo sentada a horcajadas sobre sus caderas, al borde del agua, con las piernas alrededor de su cintura.

La apretó con fuerza contra su cuerpo.

Tras respirar hondo, ella dijo:

—El sexo no es algo nuevo para ti. —Empezó a mover la parte más caliente de su cuerpo contra la exquisita erección del ángel. Ni siquiera sabía cómo describir lo que sentía. Cómo lo sentía a él.

—No. Pero tú sí.

—¿Nunca has estado con una cazadora? —Sonrió antes de morderle el labio inferior.

Pero él no le devolvió la sonrisa.

—Nunca he estado con Elena. —Las palabras fueron pronunciadas con voz ronca. La miraba con tanta intensidad que Elena se sintió como un objeto de su propiedad.

Le rodeó el cuello con los brazos y se echó hacia atrás para poder mirarlo a la cara.

—Y yo nunca he estado con Rafael.

En aquel momento, algo cambió en el aire, en su alma.

Después, Rafael extendió las manos sobre la parte baja de su espalda y la sensación desapareció. No había sido nada, se dijo Elena, nada salvo el producto de una imaginación hiperactiva. Estaba agotada, frustrada... Deseaba demasiado a aquel inmortal que no intentaba ocultar el hecho de que, la deseara o no, todavía no había decidido si la mataría.

—Las reglas —dijo Rafael antes de atrapar su mirada.

Elena se apretó más contra él y siguió frotándose contra su durísima erección. Aquel día necesitaba el placer que Rafael podía proporcionarle. Y si había una pizca de crueldad sensual mezclada con el placer, la aceptaría.

—¿Sí?

El arcángel frenó sus movimientos con aquellas poderosas manos suyas.

—Hasta que esto acabe, seré tu único amante.

Los músculos de Elena se tensaron al percibir la rotunda posesividad de aquella afirmación.

—¿Hasta que acabe... el qué?

—El hambre.

El problema era que ella pensaba que aquella furia jamás acabaría, que se iría a la tumba deseando al Arcángel de Nueva York.

—Solo si tú aceptas una condición mía.

A él no le gustó aquello. La piel que cubría los huesos de su cara se puso tensa.

—Dime cuál.

—Nada de vampiras, humanas o ángeles para ti tampoco. —Le clavó las uñas en los hombros—. No pienso compartirte. —Tal vez fuera un juguete, pero era un juguete con garras.

La expresión masculina se relajó, y los ojos azul cobalto mostraron un inconfundible brillo de satisfacción.

—Trato hecho.

Elena había supuesto que tendría que discutir con él.

—Hablo en serio. Nada de amantes. Cortaré las manos de las que te tocaron y enterraré sus cuerpos donde nadie los encuentre jamás.

A Rafael pareció hacerle gracia aquella horripilante amenaza.

—¿Y a mí? ¿Qué me harías a mí? ¿Volverías a dispararme?

—No me siento culpable por eso. —Lo dijo, pero no era cierto. Se sentía un poquitín culpable—. ¿Te duele?

Él se echó a reír, y el placer que apareció en su cara fue como una caricia.

—Ay, Elena, eres toda una contradicción. No, no me duele. Ya estoy curado.

Quería mostrarse fuerte, pero aquella sonrisa suya le hacía cosas, la derretía por dentro.

—Bueno, ¿qué es lo que le pone cachondo a un arcángel?

—Una cazadora desnuda no está mal para empezar. —La aplastó con más fuerza contra su polla y la mantuvo inmóvil cuando Elena empezó a mecerse—. Las alas —le dijo antes de besarle el cuello. Había encontrado el punto más sensible, justo por encima de la clavícula.

—¿Las alas? —Mordisqueó los tendones de su cuello y sintió una oleada de languidez que subía por su cuerpo. Creía que deseaba un polvo rápido y salvaje que la volviera lo bastante loca para acabar con la sobrecarga de adrenalina, pero ahora que se encontraba entre sus brazos, le parecía mucho mejor un lento descenso hacia el olvido sensual.

Al ver que él no respondía, decidió averiguarlo por ella misma. Estiró un brazo y pasó la mano con firmeza sobre el borde superior de su ala derecha. Rafael se tensó contra ella; era una tensión expectante, del tipo de tensión que le decía que había hecho algo muy bueno o algo muy malo. Puesto que todavía palpitaba con fuerza bajo ella, Elena decidió que había sido algo bueno y repitió el movimiento. Esta vez, el arcángel se estremeció.

—¿Son sensibles a nivel sexual? —Entornó los párpados e introdujo una mano en su cabello antes de tirar de su cuello para acercarlo—. La Reina de las Zorras frotó sus alas contra las tuyas.

Rafael permitió que lo sujetara, aunque ambos sabían muy bien que habría podido liberarse en un segundo.

—Solo en ciertas situaciones. —Uno de aquellos largos dedos comenzó a trazar círculos en torno a sus pezones.

Ella lo apartó de un manotazo.

—No me lo trago.

Rafael deslizó el dedo hasta la parte anterior del codo, haciendo que se estremeciera.

—¿Este punto es sensible en condiciones normales?

—Pufff... —Le soltó el pelo y dejó que la besara como era debido.

Cuando se detuvieron para coger aire, Rafael dijo:

—Son sensibles, sí. Pero sensibles a nivel sexual tan solo en un contexto sexual... Algo que contigo parece ser siempre.

—Supongo que en un millar de años pueden aprenderse muchas cosas —dijo Elena contra sus labios. Unos labios perfectos. Labios que podría mordisquear durante horas—. Te excitas con cualquier cosa.

—Con una guerrera, quizá.

Elena estaba demasiado ocupada besándolo para responder de inmediato. Su cuerpo estaba concentrado en el de él, y tenía la piel tan sensible que parecía a punto de estallar.

—¿En la bañera?

Él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Quiero verte en mi cama.

—Otra cazadora caída —murmuró ella—. ¿Dónde está el jabón?

Rafael extendió un brazo por encima del borde de la bañera y cogió una pastilla de jabón casi transparente. Después se enjabonó las manos y empezó a pasárselas a Elena por los hombros. Un aroma fresco que se parecía al del arcángel (agua, viento, bosque) empezó a envolverla.

—¿Han caído muchas? —quiso saber Rafael, que bajó las manos para enjabonar la parte expuesta de sus pechos.

Eso hizo que la entrepierna de Elena se tensara un poco más.

—Los vampiros son muy atractivos —bromeó—. Los ángeles, por lo general, son demasiado engreídos como para dignarse prestar atención a los humanos. Supuse que tú también eras demasiado altivo para disfrutar con las simples mortales.

Él la miró a través de unas pestañas oscurecidas por la humedad mientras sus manos descendían por debajo del nivel del agua para hacerle cosas que probablemente eran ilegales.

—En ese caso, esta noche te enseñaré algo.

Elena se movió sobre sus dedos, incitándolo a seguir.

—Sí, por favor.

El arcángel le pasó el jabón con una mano, pero mantuvo la otra donde estaba, acariciándola con una paciencia que la mayoría de los hombres no habrían tenido ni aunque hubieran vivido mil años.

—Vamos, cazadora, es tu turno de enseñarme algo.

—Lección número uno... —Una frase entrecortada—: siempre hay que darle a la cazadora lo que desea. —Lo miró a los ojos mientras él la llevaba cada vez más alto; luego se enjabonó las manos y comenzó a explorar el cuerpo de él. Músculos, tendones y fuerza. Era un ser delicioso en todos los sentidos—. ¡Aaah...! —Soltó el jabón y se aferró a sus hombros con manos resbaladizas cuando él le pellizcó el clítoris y amenazó con llevarla hasta el orgasmo—. Para... —susurró ella, y Rafael obedeció... solo para deslizar dos dedos dentro de ella.

—Déjate llevar —le dijo al tiempo que besaba la esbelta línea de su cuello—. Vamos, déjate llevar.

¿Que se dejara llevar? ¿Durante el sexo? No lo había hecho nunca, no desde la primera vez. En su inocencia, aquella vez se había aferrado con tanta fuerza a su amante que le había roto la clavícula. Sin embargo, Rafael no era humano: él no se rompería, no la llamaría «monstruo». Y en aquel instante, una descarga de placer tomó la decisión por ella. El arcángel se apoderó de su boca en un beso salvaje, en un duelo de labios y lenguas, mientras la penetraba con los dedos con embestidas rápidas y fuertes. Elena se corrió con un exquisito estallido y su cuerpo se contrajo hasta un punto rayano en el dolor.

Poco después se dio cuenta de que Rafael había terminado de enjabonarla. Cuando le dijo que se inclinara hacia atrás porque iba a lavarle el cabello, Elena lo hizo con una sonrisa maravillada. Podría acostumbrarse a aquello, se dijo, pero se negaba a pensar en el futuro. Porque lo cierto era que su vida no se parecía en nada a la de un humano normal y corriente. Para empezar, la vida de los cazadores corría un peligro constante. Y, además, ella estaba rastreando a un arcángel desquiciado.

—Levántate.

Elena se puso en pie. Rafael hizo lo mismo. Una chispa de asombro apareció en los ojos de él.

—¿Cuánto tiempo durará este estado de sumisión?

—Espera y verás. —Dejó que la condujera hasta la ducha, donde él le quitó los últimos restos de jabón antes de coger una enorme toalla de color azul celeste. Elena se la arrancó de las manos y se secó, ansiosa por ver cómo él hacía lo mismo con movimientos eficientes que le decían que el arcángel no tenía ni la menor idea del efecto que provocaba en ella. Y aquello la intrigaba.

Estaba claro que Rafael sabía muy bien lo hermoso que era, lo mucho que afectaba a las mortales. Pero al verlo así, Elena se dio cuenta de que bajo toda su arrogancia no había ni pizca de vanidad... y, bien pensado, tenía sentido. Libre de todas las capas de civilización, él era, en el fondo, un guerrero, y su apariencia no era sino otra herramienta de su arsenal.

Sin previo aviso, el arcángel sacudió las alas y la salpicó con un millón de gotitas.

—¡Oye! —exclamó, aunque ya se había enrollado la toalla alrededor del cuerpo y había cogido otra para secarle las alas.

Rafael la observó mientras se acercaba a él.

—Se secarán sin ayuda.

—Pero no será tan divertido, ¿o sí? —Elena echó un vistazo a su erección y pasó el suave tejido de la toalla sobre sus alas con muchísimo cuidado.

—Date prisa, Elena. —La electricidad de color cobalto había regresado a sus ojos—. Ya estoy listo para embestirte hasta hacerte olvidar todo lo demás.

Ay...

Elena arrojó la toalla al suelo, lo obligó a agachar la cabeza y lo besó con frenesí. A Rafael le gustó, si su reacción podía tomarse como una muestra. Tras deshacerse de la toalla que la envolvía, la alzó para que lo rodeara con las piernas. Rompió el beso y comenzó a caminar para salir del baño.

—Mi turno, cazadora.