—¿Uram? —preguntó Elena, que intentaba no pensar en la repugnante «entrega» que Rafael acababa de describir—. ¿Él está...?
—Después —la interrumpió Rafael al tiempo que hacía un gesto tajante con la mano—. Primero iremos al lugar para ver si puedes rastrearlo.
—Es un arcángel. Yo percibo la esencia de los vampiros —señaló por lo que le pareció la millonésima vez, pero ni el arcángel ni el vampiro la escuchaban.
—Ya he arreglado la cuestión del transporte —dijo Dmitri, y a Elena le dio la sensación de que aquella frase transmitía más información de la que dejaban ver las palabras.
Rafael negó con la cabeza.
—Yo la llevaré. Cuanto más esperemos, más se disipará la esencia. —Extendió una mano—. Vamos, Elena.
Ella no discutió. Se moría de curiosidad.
—Vamos.
Y así fue como se encontró acurrucada contra el pecho de Rafael mientras él la llevaba volando hasta un almacén abandonado situado en una extraña parte de Brooklyn. Mantuvo los ojos cerrados durante la mayoría del trayecto, ya que Rafael utilizó aquella capacidad suya de hacerse invisible, y en aquella ocasión la extendió para cubrirla a ella también. Le provocaba náuseas no ser capaz de verse a sí misma.
—¿Lo sientes? —preguntó él mientras la ayudaba a ponerse en pie, momentos después de aterrizar sobre una zona polvorienta salpicada de hierba.
Elena respiró hondo y percibió una afluencia de aromas.
—Demasiados vampiros. Eso hará más difícil distinguir los aromas. —No veía ni a un solo vampiro, no veía a ningún tipo de criatura, pero sabía que estaban allí... aunque aquel era uno de esos lugares en los que nadie querría acabar.
La cerca de malla que había a ambos lados estaba llena de agujeros, los edificios se hallaban cuajados de pintadas y la hierba, muy descuidada. El lugar estaba impregnado de una sensación de abandono, aunque revestido del hedor de basura podrida... y de algo incluso más asqueroso. Elena tragó saliva para quitarse el sabor amargo de la boca.
—Está bien. Muéstramelo.
Él señaló el almacén que había frente a ella con un gesto de la cabeza.
—Dentro.
La enorme puerta del edificio se abrió, aunque Rafael había hablado en voz baja. Elena se cuestionó si podía comunicarse con todos sus vampiros mentalmente. Sin embargo, no se lo preguntó a Rafael. No pudo hacerlo, ya que el aroma de la basura, del abandono, fue superado de repente por un repulsivo hedor.
A sangre.
A muerte.
El fétido miasma de los fluidos corporales derramados en un espacio mal ventilado.
Las náuseas se le atascaron en la garganta.
—Creí que nunca diría esto, pero desearía que Dmitri estuviera aquí. —En aquellos instantes, habría agradecido su seductora esencia. Una ráfaga de un aroma limpio, fresco y lluvioso la asaltó justo después de aquel pensamiento. Lo absorbió cuanto pudo, pero después sacudió la cabeza—. No. No puedo permitirme pasar por alto alguna pista. Aunque te lo agradezco. —Dejó de titubear y se dirigió hacia el horror.
El almacén era gigantesco, y la única luz procedía de las estrechas ventanas situadas en la parte superior de los muros. Su cerebro no logró comprender la penetrante claridad de aquella luz hasta que oyó los crujidos de los cristales bajo sus pies.
—Todas las ventanas están rotas.
Rafael no dijo nada; se limitó a moverse tras ella como si fuera una sombra.
Elena se abrió camino entre los cristales hasta una zona de cemento despejada. Se quedó en aquel lugar y se concentró. Extendió sus sentidos para iniciar la búsqueda.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
No, pensó con los dientes apretados, no podía perder tiempo.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
Sacudió la cabeza, pero aquel sonido (el goteo suave y húmedo de la sangre que cae sobre una superficie dura) no desapareció.
—El goteo —dijo al darse cuenta de que no estaba solo en su cabeza. El horror la dejó sin aliento, pero se obligó a avanzar a través de la penumbra hacia el extremo de aquel enorme lugar.
La pesadilla apareció ante sus ojos poco a poco.
Al principio, Elena no le encontró sentido, no logró discernir qué era lo que estaba viendo. Todo estaba en el lugar equivocado. Era como si algún escultor hubiera mezclado las piezas y las hubiera colocado con los ojos vendados. El hueso de una pierna había atravesado el esternón de una mujer, y su torso acababa en un muñón sangriento. Y había otra que tenía unos hermosos ojos azules, pero situados en el lugar equivocado; los ojos miraban a Elena desde un agujero en el cuello.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
Había sangre por todas partes. Bajó la vista con renovado horror, ya que la aterraba la posibilidad de pisarla. Sintió un aplastante alivio al ver que los regueros eran lentos, fáciles de esquivar. Sin embargo, los cadáveres no dejaban de sangrar, colgados de una maraña de cuerdas como el más macabro de los puzles. Ahora que había bajado la mirada, no quería volver a alzarla.
—Elena. —Oyó el susurro de las alas de Rafael.
—Un momento —murmuró con voz ronca.
—No es necesario que mires —le dijo él—. Limítate a seguir la esencia.
—Necesito una muestra de su esencia antes de empezar a hacer nada —le recordó—. Lo que le dio a Michaela...
—Michaela destruyó el paquete. Estaba histérica. Haz lo que puedas aquí. La visitaremos más tarde.
Elena asintió con la cabeza y tragó saliva.
—Diles a tus vampiros que despejen la zona que rodea el almacén... al menos un área de unos cien metros en todas las direcciones. —Había demasiada información sensorial; parecía que la masiva cantidad de sangre lo amplificara todo, incluso sus habilidades de cazadora.
—Ya está hecho.
—Si alguno de ellos es como Dmitri, tendrá que marcharse.
—Ninguno lo es. ¿Deseas oler a los que han entrado para descartar posibilidades?
Era una buena idea, pero ella sabía que si le daba la espalda a aquella locura, jamás regresaría.
—¿Alguno de ellos ha pasado mucho tiempo cerca de los cadáveres?
Una pausa.
—Illium se encargó de averiguar si alguna había sobrevivido.
—Es obvio que están muertas.
—Las que están en el suelo... su destino no quedó claro de inmediato.
Se había quedado tan horrorizada al ver los cadáveres colgados que no había prestado atención a los que se apilaban en el suelo. O quizá no había querido verlos. En cuanto lo hizo, deseó no haberlos visto. A diferencia de la pesadilla de lo alto, los cuerpos del suelo parecían dormidos unos encima de otros.
—¿Estaban colocados así?
—Sí —dijo una voz nueva.
Elena no se volvió; supuso que sería Illium.
—¿Tienes las alas azules? —preguntó mientras ocultaba la lástima y la compasión que sentía bajo una máscara de humor negro. Las tres chicas del suelo eran muy jóvenes; sus cuerpos eran suaves, inmaculados.
—Sí —respondió Illium—. Pero el miembro no, si es eso lo que te preguntas.
Elena estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Gracias. —Aquel comentario la había sacado de la pesadilla y le había permitido pensar—. Tu esencia no afectará a mis sentidos. —Tenía un sentido del olfato diez veces mejor que el de la mayoría de los humanos, pero en lo que se refería al rastreo, era un sabueso entrenado tan solo para detectar vampiros. O eso ocurría en condiciones normales. Allí...
Oyó el sonido de pasos que se alejaban. Aguardó hasta que percibió que se cerraba la puerta.
—¿Tú le arrancas las plumas y él se queda contigo? —Recorrió los cadáveres con la mirada. Una sinfonía de miembros ilesos y enredados junto con columnas vertebrales curvadas, sin la marca helada y gris de la muerte.
—Otros le habrían arrancado las alas.
Un ángel sin alas. Aquello le hizo recordar que le había disparado.
—¿Por qué están tan limpios? —La raza era irrelevante. Piel blanca como la tiza, caoba oscuro, daba igual. Las tres chicas amontonadas estaban extrañamente pálidas...—. Un vampiro. Un vampiro se alimentó de ellas. Las dejó sin una gota de sangre. —Hizo ademán de avanzar, pero se detuvo—. El forense no ha estado aquí. No puedo tocar los cuerpos.
—Haz lo que debas. Nuestros ojos serán los únicos que vean esto.
Elena tragó saliva.
—¿Y sus familias?
—¿Tú permitirías que se quedaran con esta imagen de sufrimiento? —Cada palabra portaba el frío acero de la furia—. ¿O les dirías que han sufrido un súbito accidente aéreo o de coche que ha dejado sus cuerpos irreconocibles?
Plaf.
Plaf.
Plaf.
Abrumado por la sangre y la muerte que había por todas partes, el cerebro de Elena se esforzó por luchar contra los recuerdos de antiguos horrores, ya que no tenía tiempo que perder.
—No dejó secas a las demás. Solo a estas tres.
—Las otras solo eran para jugar.
Y de algún modo, Elena supo que la diabólica criatura que había descuartizado a las muchachas colgadas lo había hecho delante de las chicas vivas para alimentar su terror, para intensificar su miedo. Se acercó a las que casi no tenían sangre tras sortear la pesadilla goteante que colgaba de lo alto. Se agachó y apartó un largo mechón de pelo negro de un cuello esbelto.
—En los casos en los que muere un humano, por lo general percibo una esencia más intensa en el punto donde se ha tomado la sangre —dijo, aunque hablaba para ahogar el constante ruido del goteo que chocaba contra el cemento—. Maldita sea...
Rafael apareció de pronto al otro lado de los cadáveres, con las alas extendidas de una forma que a Elena le resultó extraña... hasta que comprendió que el arcángel intentaba mantenerlas alejadas de la sangre. No lo consiguió del todo. Tenía una mancha roja brillante en la punta de una de ellas. Elena apartó la vista y se obligó a concentrar la mirada en el cuello destrozado de la muchacha que de lejos le había parecido tan serena.
—Esto no ha sido para alimentarse —dijo—. Parece que el tipo le ha desgarrado el cuello. —Al recordar la «entrega especial» de Michaela, abrió los ojos de par en par. A la chica también le habían arrancado el corazón del pecho.
—Alimentarse le habría llevado demasiado tiempo —dijo Rafael, que continuaba con las alas apartadas del suelo—. A estas alturas debe de estar hambriento. Necesita un agujero mucho mayor que el que los colmillos pueden proporcionar.
Aquella descripción clínica sirvió para calmarla.
—Veamos si puedo percibir su esencia. —Tensó todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, se inclinó hacia el cuello de la chica muerta e inspiró con fuerza.
Canela y manzanas.
Crema corporal suave y dulce.
Sangre.
Piel.
Un efluvio ácido. Penetrante. Una esencia fuerte. Llena de matices. Desagradable, aunque no pútrida.
Aquello era algo que siempre la asombraba. Cuando los vampiros se volvían malvados, su esencia no se convertía en diabólica como por arte de magia. Olían igual que siempre. Si Dmitri se volviera malvado, conservaría su atractivo encanto, su seductor aroma a tarta de chocolate, con glaseado y sexo, cubierta con todo tipo de esencias agradables.
—Creo que la tengo. —Pero debía asegurarse.
Se puso en pie y aguardó a que Rafael se levantara antes de apretar los dientes y pasar bajo el matadero que colgaba del techo. Dio cada uno de sus pasos con lenta deliberación, a sabiendas de que saldría dando gritos de aquel almacén si rozaba aunque fuera una gota de sangre fría.
Plaf.
Una de aquellas gotas cayó junto a su pie. Cerca, demasiado cerca.
—Ya he ido lo bastante lejos —susurró antes de quedarse inmóvil y empezar a separar las esencias una vez más. Allí le resultó más difícil, mucho más difícil. El terror también tenía su aroma (sudor, orina, lágrimas y otro tipo de fluidos más oscuros), y en aquella zona lo cubría todo. Como si fuera un perfume intenso que alguien hubiera rociado con alegre abandono para cubrir cualquier otro olor más sutil.
Se agachó, pero el terror era como un grillete alrededor de su garganta, una mano que la amordazaba y le impedía percibir cualquier otra cosa.
—¿Cuánto tiempo hace que han muerto?
—Creemos que dos o tres horas, tal vez menos.
Elena alzó la cabeza de golpe.
—¿Habéis encontrado la localización tan pronto?
—Uram ha hecho un montón de ruido al final. —El tono era tan glacial que apenas consiguió distinguir a Rafael en él. No obstante, a pesar de que estaba cargada de furia, su voz no era la misma que durante el estado Silente—. Un vampiro de la vecindad ha llamado a Dmitri después de venir a investigar.
—Esta mañana me has dicho que tendría que ganarme el sueldo. ¿Esperabas esto?
—Solo sabía que Uram debía de haber alcanzado un punto crítico. —Recorrió aquella pesadilla con la mirada—. Esto... No, no me lo esperaba.
A Elena le pareció que nadie podría haberse esperado aquello... era algo que, sencillamente, no debería existir. Pero existía.
—El vampiro... ¿Qué le ocurrirá?
—Le borraré la memoria, me aseguraré de que no recuerde nada —dijo sin el menor rastro de arrepentimiento.
Elena quiso saber si era aquello lo que había planeado para ella, pero no era el momento apropiado para preguntárselo. En lugar de eso, tensó la espalda y se concentró aún más.
—Aquí hay demasiado miedo. Tendré que apañármelas con lo que he conseguido del primer cadáver. —Retrocedió con tanto cuidado como había avanzado e intentó no pensar en lo que colgaba por encima de ella.
Plaf.
Una gota de sangre se estampó sobre el brillante cuero negro de su bota. La bilis le subió hasta la garganta. Se dio la vuelta y echó a correr, sin preocuparse por demostrar debilidad. La maldita puerta se había cerrado tras ellos y en aquellos momentos se negaba a abrirse. Apartó la mano del metal caliente. Estaba a punto de echarse a gritar cuando cedió un poco. Cayó de bruces sobre la tierra yerma del patio y se hizo un ovillo.
El sol brillaba en lo alto cuando se incorporó un poco, acosada por las náuseas. Era consciente de que Rafael se había situado a su lado, de que había extendido las alas para protegerla del sol. Le hizo un gesto para que se alejara. Deseaba el calor; sentía el alma fría, tan fría como el hielo.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, doblada por la mitad, pero cuando se enderezó se dio cuenta de que alguien la observaba. ¿Serían los vampiros a los que Rafael había echado del almacén? ¿Illium? Fuera quien fuese había visto cómo la cazadora echaba las tripas.
Tenía un sabor horrible en la boca cuando utilizó el bajo de la camiseta para limpiarse los labios. No se sentía avergonzada. Ver aquello sin que la afectara... habría sido como convertirse en un monstruo similar al asesino que la había bautizado con sangre antes incluso de que tuviera edad para tener una cita.
—Dime por qué —dijo con voz ronca.
—Después. —Y le dio una orden—: Ahora, búscalo.
Él tenía razón, por supuesto. La esencia se desvanecería si no se daba prisa. Sin rechistar, le dio una patada al suelo sobre el que acababa de vomitar el desayuno y comenzó a trotar muy despacio por los alrededores del edificio en un intento por descubrir el punto de salida de Uram. La mayoría de los vampiros utilizaba las puertas, pero nunca se sabía. Además, aquel asesino tenía alas.
Se detuvo justo enfrente de una pequeña entrada lateral. Desde el exterior parecía normal, pero cuando la abrió descubrió que el interior estaba cubierto de huellas de manos ensangrentadas. Demasiado pequeñas para pertenecer a un hombre del tamaño de Uram. Siguió la dirección de la que procedían... y atisbó las sombras colgantes del almacén.
Cerró la puerta de golpe.
—Dejó que huyeran, dejó que creyeran que tenían una oportunidad de escapar.
Rafael permaneció en silencio mientras ella zigzagueaba lejos de la puerta.
—Nada —dijo Elena—. Su esencia está ahí porque una de las chicas consiguió salir y tuvo que ir a buscarla. —Se inclinó hacia delante para observar la hierba—. Sangre seca —señaló antes de tragar saliva para aliviar la zona dolorida de su garganta—. La pobre chica consiguió arrastrarse hasta aquí. —Frunció el ceño—. Hay demasiada sangre.
A su lado, Rafael se quedó muy quieto.
—Tienes razón. Hay un rastro que se aleja de la puerta.
Elena sabía que la vista del arcángel era más aguda que la suya. Al igual que las aves rapaces, los ángeles podían ver hasta los más pequeños detalles incluso durante el vuelo.
—No puede ser de Uram —murmuró—. Habría detectado su esencia. —Siguió a Rafael mientras él caminaba siguiendo el rastro; pero no pudo ver nada más después de unos cuantos pasos—. ¿Puede ser que arrastrara uno de los cuerpos hasta aquí? —Se encontraban junto a la cerca de malla. Se agachó y examinó un pequeño agujero que había en la parte inferior—. Hay sangre en el metal. —El entusiasmo la sacudió de golpe como un puñetazo.
—Tendré que saltar la valla volando.
Mientras él sobrevolaba la cerca, Elena descubrió otro agujero por el que pasar. La sangre era más evidente al otro lado, ya que no había hierba que la ocultara, tan solo tierra dura. Su entusiasmo se convirtió en una penosa esperanza.
—Alguien se arrastró a través del agujero. —Se puso en pie y observó la puerta cerrada de un pequeño cobertizo. Tenía el aspecto de haber sido en su día la caseta del guarda de la zona de estacionamiento que había por detrás.
Había sangre en la puerta.
—Espera aquí —le ordenó Rafael.
Elena se aferró a la parte de él que tenía más cerca: su ala.
—No.
El arcángel le dirigió una mirada nada amistosa.
—Elena...
—Si hay una superviviente, se aterrará al ver a un ángel. —Le soltó el ala—. Yo miraré primero. Lo más probable es que esté muerta, pero por si acaso...
—Está viva. —Era una afirmación rotunda—. Entra. Sácala de ahí. No podemos perder tiempo.
—Una vida no es una pérdida de tiempo. —Apretó el puño con tanta fuerza que supo que le quedarían marcas en forma de media luna en las palmas.
—Uram matará a miles de personas si no lo detenemos. Y se volverá más y más depravado con cada asesinato.
La mente de Elena se llenó de efímeras visiones de los cuerpos que había en el interior del almacén.
—Me daré prisa. —Cuando llegó a la caseta del guarda, tomó una profunda bocanada de aire—. Soy una cazadora —dijo en voz alta.
Luego abrió la puerta y se puso lejos de la línea de fuego por si acaso la persona que estaba en el interior estaba armada.
Silencio absoluto.
Con muchísimo cuidado, miró a su alrededor y... descubrió el rostro de una mujer menuda con ojos rasgados y oscuros. Estaba desnuda y cubierta de sangre seca; se había rodeado las rodillas con los brazos y se mecía adelante y atrás en silencio, ajena a todo lo que no fuera el terror que invadía su mente.