12

Elena atravesó la puerta de la Torre y siguió andando, sin hacer caso del taxi que la aguardaba. Una ira incandescente, más profunda y letal que cualquiera que hubiera sentido antes, ardía en sus terminaciones nerviosas; le causaba dolor, pero también la mantenía con vida, le permitía seguir adelante.

¡Ese cabrón...! ¡Ese maldito cabrón de mierda!

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se negó a derramarlas. Eso sería como admitir que había esperado algo más de Rafael, algo humano.

Percibió una esencia familiar y se dio la vuelta con la daga en la mano.

—Lárgate, vampiro. —Su voz destilaba furia.

Dmitri se inclinó en una reverencia.

—Me encantaría cumplir los deseos de mi dama, pero por desgracia... —Se enderezó y sus gafas de sol reflejaron el rostro encolerizado de Elena—... tengo otras órdenes.

—¿Siempre haces lo que te ordena tu amo?

Sus labios se apretaron.

—Permanezco junto a Rafael por lealtad.

—Sí, claro... Como un perrito faldero. —Sacó las garras. Tenía ganas de hacer sangrar a alguien—. ¿También te sientas y suplicas cuando él te lo pide?

De repente, Dmitri se encontraba frente a ella. Se había movido tan rápido que había logrado sujetar su daga antes de que ella pudiera coger aire.

—No me presiones, cazadora. Estoy al mando de las fuerzas de seguridad de Rafael. Si por mí fuera, estarías atada con cadenas, gritando mientras alguien te arranca la carne de los huesos.

El aroma sensual del vampiro hizo que la imagen resultara aún más brutal.

—¿No te dijo Rafael que dejaras a un lado el jueguecito de los aromas? —Dejó caer la daga que guardaba en la funda del brazo y la situó en la palma de su mano menos habilidosa. Pero que fuera menos habilidosa no quería decir que no lo fuera. Todos los cazadores sabían utilizar las dos manos.

—Eso fue anoche. —Se inclinó hacia delante. Los rasgos de su rostro eran exquisitos, aunque la curva de sus labios tenía un leve matiz de crueldad—. Hoy, lo más probable es que esté cabreado contigo. No le importará que te dé un discreto mordisco. —Le mostró a propósito los colmillos por un instante.

—¿Aquí mismo, en la calle? —preguntó Elena con la mirada fija en su cuello y muy consciente de la erección que se apretaba contra ella.

Él no se molestó en mirar a su alrededor.

—Estamos junto a la Torre del Arcángel. Estas calles nos pertenecen.

—Pero... —Elena esbozó una sonrisa—... ¡yo no, joder! —Movió la daga y dibujó una línea en su garganta.

La sangre empezó a manar con la fuerza de los latidos arteriales, pero Elena ya se había quitado de en medio. Dmitri se aferró el cuello y cayó de rodillas. Sus gafas de sol resbalaron y dejaron expuestos unos ojos que despedían fuego. Pudo ver la muerte en aquellos ojos.

—No seas crío —murmuró mientras limpiaba la daga en la hierba antes de volver a guardarla en su funda—. Ambos sabemos que un vampiro de tu edad se recuperará en menos de diez minutos. —Una violenta ráfaga de esencia de vampiro asaltó sus sentidos—. Y aquí vienen tus lacayos a ayudarte. Ha sido un placer charlar contigo, Dmitri, cielito.

—Zorra... —Su voz sonó como un gorgoteo líquido.

—Gracias.

El vampiro tuvo el valor de sonreír; y fue una sonrisa dura, letal, totalmente aterradora.

—Me gustan las zorras. —Las palabras ya sonaban más claras. Era evidente que el proceso de curación era mucho más rápido de lo que ella había pensado.

Sin embargo, fue el tono siniestro y hambriento de su voz lo que la impactó. A aquel maldito y calenturiento vampiro le había gustado de verdad que lo acuchillara... Mierda. Le dio la espalda y echó a correr. En cuanto acabara de curarse, saldría tras ella. Y en aquellos momentos le preocupaba menos ser asesinada que perder la cabeza y acabar seducida.

Rafael la había hechizado en un abrir y cerrar de ojos. Creía que había aprendido a detectarlo, a captar la extraña sensación de desconexión entre la mente y la personalidad que había acompañado sus anteriores intentos. Sin embargo, esa vez no había sentido nada. En un momento dado estaba preocupada por los vampiros que cometían asesinatos en serie, y al siguiente estaba aferrada a él, intentando tragarse su lengua. Si no lo hubiera golpeado, se habría tragado otras cosas también, de eso estaba segura.

Se ruborizó.

Y no a causa de la furia, aunque también estaba allí. Sino por el deseo. Por la pasión. Tal vez no deseara a Dmitri cuando estaba fuera de su alcance, pero seguía deseando al arcángel. Aquello la convertía en una posible candidata al manicomio, pero no excusaba en modo alguno lo que él había hecho.

Un instante después salió de la zona restringida de la Torre y se adentró en las atestadas calles de la ciudad, pero en lugar de aminorar el paso lo aceleró aún más. Mientras corría, buscó en su bolsillo, sacó el teléfono móvil y marcó el código de emergencia.

—Necesito un rescate —jadeó tan pronto como alguien contestó—. Enviando localización. —Presionó el botón que activaba el localizador GPS y que transmitiría su posición a los ordenadores del Gremio hasta que lo desactivara. Porque no podía detenerse en un lugar. En el momento en que lo hiciera, se acabaría el juego.

Buscó un taxi con la mirada, pero, como era de esperar, no había ninguno a la vista.

Dos minutos más tarde, unos filamentos hambrientos serpentearon a su alrededor, buscando, acariciando. Una calidez voluptuosa se asentó en la boca de su estómago. Tras golpearse con fuerza en aquella parte de su cuerpo, respiró hondo una vez más y giró de manera brusca a la izquierda. Unos grandes almacenes de lujo aparecieron ante sus ojos, y al lado, la Guarida del Zombi, el club donde los vampiros se reunían con sus zorras.

Las imágenes de las escenas eróticas que había presenciado la noche anterior llenaron su mente.

Decadentes.

Sensuales.

Seductoras.

No eran zorras, sino personas adictas. Y lo peor era que no podía culparlas. Si Rafael conseguía meterse en su cama (algo que no ocurriría jamás, ya que pensaba cortarle las pelotas en cuanto tuviera oportunidad), lo más probable era que acabara deseándolo hasta el final de sus días. Furiosa, movió con fuerza los brazos y esquivó a un chico que iba con un monopatín.

—¡¿Dónde está el vampiro?! —gritó el chico, que saltó de su tabla, emocionado—. Colega...

¡Joder! Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Dmitri la estaba alcanzando. La sangre de su camisa destacaba como una flor escarlata, pero tenía el cuello intacto y su apuesto rostro estaba impoluto. Volvió a girar la cabeza y se adentró entre el tráfico. Cruzó la carretera entre el bramido de las bocinas, las maldiciones y varios gritos frenéticos. Un turista empezó a hacer fotos. Genial. Seguro que conseguiría una imagen de ella siendo mordida por un vampiro justo antes de que Dmitri la convirtiera en una imbécil suplicante a quien solo le importaba el sexo.

De repente, sintió el arma en la mano. Las dagas eran su arma favorita, pero si quería detener a aquel hijo de puta antes de que la alcanzara, tendría que dispararle en el corazón. Había una pequeña posibilidad de que lo matara si lo hacía, y si aquello ocurría, presentarían cargos contra ella. A menos, por supuesto, que pudiera demostrar que el vampiro tenía malas intenciones. Casi podía imaginárselo.

«Se lo juro, Señoría, él pretendía follarme hasta volverme loca, quería hacer que me gustara.»

Sí, eso serviría. Con la suerte que tenía, acabaría frente algún juez carroza que pensaba como su padre: que las mujeres no eran más que peones y que abrirse de piernas era su único talento. La furia burbujeó en su interior con una nueva y violenta sacudida. Estaba a punto de volverse, con el dedo del gatillo preparado, cuando una motocicleta frenó con un chirrido delante de ella. Era completamente negra, al igual que el casco y las ropas del que la conducía. Sin embargo, había una pequeña «G» dorada sobre el depósito de la gasolina.

Cambió de dirección y saltó sobre la parte trasera del asiento antes de aferrarse al conductor como si su vida dependiera de ello.

La mano de Dmitri le rozó el hombro cuando la moto se alejó a toda prisa. Elena se dio la vuelta y descubrió que el vampiro se encontraba junto a la acera, siguiéndola con la mirada. Y el tío tuvo el valor de lanzarle un beso.

Rafael cerró la puerta de la habitación negra. Por un segundo, permaneció en medio de aquella absoluta falta de luz y consideró lo que estaba a punto de hacer.

Lijuan se había alejado por completo de la humanidad.

Lo que había ocurrido entre Elena y él era muy humano, muy real.

Apretó la mandíbula, a sabiendas de que no tenía otra opción; no tenía una madre como Caliane. Si aquello era el comienzo de algún tipo de degeneración...

Caminó por instinto hacia el centro de la estancia y concentró sus habilidades angelicales para convertirlas en un rayo brillante situado dentro de su cuerpo. Al igual que el glamour, aquello era algo que solo un arcángel podía hacer. Sin embargo, a diferencia del glamour, exigía un alto precio. Durante las doce horas siguientes, se encontraría en estado Silente, gobernado por una parte de su cerebro que jamás había conocido la compasión y que nunca lo haría.

Por esa razón casi nunca utilizaba aquella forma de comunicación. Porque después se convertía en algo mucho más cercano al monstruo que moraba en su corazón, en el corazón de todos los arcángeles. El poder era una droga, y no solo corrompía... También destruía. Había sido durante uno de esos períodos Silentes cuando había castigado al vampiro que había acabado en Times Square.

El castigo había sido innegociable. No obstante, el Silencio de su interior lo había convertido en algo casi diabólico. Desde entonces, Rafael siempre se aseguraba de que en su agenda no hubiera nada que pudiera volverlo destructivo durante esos períodos. El problema era que, una vez que se volvía frío, veía las cosas bajo una luz diferente y podía cambiar de opinión.

Aun así, debía hacerlo.

Concentrado y dispuesto, extendió al máximo sus alas. Las puntas rozaban las paredes de la estancia y podía sentir la oscuridad de los muros en la garganta. La mayoría de los humanos y de los vampiros creían que las alas de los ángeles no tenían sensibilidad salvo en la zona que se arqueaba sobre los hombros. Se equivocaban. Una de las rarezas de la biología de su raza era que un ángel era plenamente consciente de cualquier contacto en sus alas, ya fuera en la parte central o en la misma punta.

En ese momento se empapó de la oscuridad, como si fuera un poder. Aunque no lo era. El poder procedía de su interior, pero la falta de estímulos (una especie de privación sensorial) amplificaba su conciencia de aquel poder hasta niveles increíbles. Primero fue como un murmullo en la sangre, luego se transformó en una sinfonía, y después en un atronador crescendo que llenó las venas, estiró los tendones hasta un punto insoportable y lo encendió desde dentro. Fue en aquel instante, justo antes de que el estallido interno lo dejara aturdido durante horas, cuando elevó las manos y descargó su poder sobre la pared que tenía delante.

Impactó contra el muro antes de licuarse y formar un charco de aguas agitadas que no reflejaba más que sus negras profundidades. Con rapidez, antes de que el poder se volviera incontrolable y se introdujera de nuevo en su cuerpo, lo convirtió en un patrón de búsqueda dirigido a Lijuan. Aquella habilidad para comunicarse a grandes distancias procedía de la misma raíz que sus dones mentales, pero a diferencia de estos últimos, era tan potente que precisaba un recipiente que la contuviera. Las paredes de aquella habitación proporcionaban un recipiente de lo más efectivo, pero también podía utilizar otros objetos y superficies en un momento de necesidad.

Si hubiera intentado realizar ese tipo de comunicación (con la otra parte del mundo) utilizando solo su mente, lo más probable habría sido que hubiera destrozado varias partes de su cerebro y del edificio en el proceso. Delante de él, la agitación del líquido disminuyó antes de detenerse por completo. La superficie se convirtió en un cristal negro. En su interior había un rostro familiar, y solo ese rostro. La búsqueda había sido muy específica: no le mostraría nada que no fuera Lijuan.

—Rafael... —dijo ella con abierta sorpresa—. ¿Te arriesgas a utilizar tanto poder cuando Uram se encuentra en tu misma región?

—Era necesario. Para cuando él degenere hasta la siguiente etapa, yo ya habré recuperado por completo las fuerzas.

Ella hizo un lento asentimiento.

—Sí, todavía no ha cruzado la frontera final, ¿verdad?

—Cuando lo haga, lo sabremos. —Todo el mundo lo sabría. Todo el mundo oiría los gritos—. Necesito hacerte una pregunta.

Sus ojos eran insondables cuando lo miraron, tan claros que el iris apenas se distinguía del blanco del ojo.

—Hay un monstruo en el interior de todos nosotros, Rafael. Algunos sobrevivirán, otros se vendrán abajo. Tú aún no te has venido abajo.

—He perdido el control de mi mente —le dijo, sin cuestionar cómo sabía lo que sabía. Lijuan era más fantasma que humana, una sombra que se movía sin problemas entre mundos que ninguno de los demás había atisbado jamás.

—Es la evolución —susurró ella con una sonrisa que no era una sonrisa—. Sin cambios, nos convertiríamos en polvo.

Rafael no sabía si estaba hablando de él o de ella misma.

—Si sigo perdiendo el control, no serviré de nada como arcángel —dijo—. La toxina...

—Esto no tiene nada que ver con el Flagelo. —Hizo un gesto con la mano y Rafael pudo ver sus arrugas. Ella era el único ángel que mostraba esas pequeñas marcas de envejecimiento, y parecía deleitarse con ellas—. Lo que estás experimentando es algo completamente diferente.

—¿De qué se trata? —Se preguntó si Lijuan mentía, si alargaba la conversación con la intención de debilitarlo. No sería la primera vez que dos arcángeles se habían puesto de acuerdo para derrocar a un tercero—. ¿O acaso no sabes nada y solo juegas a ser una diosa?

Vio hielo en aquellos ojos ciegos, vestigios de una emoción tan distinta que no se parecía a ninguna de las conocidas.

—Soy una diosa. Tengo la vida y la muerte en mis manos. —Su cabello empezó a agitarse con aquel viento fantasmagórico que solo ella podía generar—. Puedo destruir miles de vidas con un mero pensamiento.

—La muerte no convierte a nadie en un dios; de lo contrario, Neha estaría a tu lado en estos momentos. —La Reina de las Serpientes, de los Venenos, dejaba un rastro de cadáveres a su paso. Nadie le llevaba la contraria a Neha. Hacerlo era estar muerto.

Lijuan se encogió de hombros, un gesto humano muy extraño en ella.

—Neha no es más que una niñita estúpida. La muerte es tan solo la mitad de la ecuación. Una diosa no solo debe quitar la vida... también debe darla.

Rafael la miró, sintió la insidiosa belleza de sus palabras y supo con certeza lo que antes solo había sospechado: Lijuan había conseguido un nuevo poder, un poder del que se hablaba en susurros y nunca se consideraba real.

—¿Puedes despertar a los muertos? —Despertar, no vivir; no estarían vivos. Aunque caminarían, hablarían y no se pudrirían.

Su única respuesta fue una sonrisa.

—Estamos hablando de ti, Rafael. ¿No te preocupa que utilice tu problema para destruirte?

—Me parece que Nueva York te interesa muy poco.

Ella se echó a reír, un sonido frío que recordaba a algo siniestro y luminoso a un mismo tiempo.

—Eres inteligente. Mucho más inteligente que los otros. Te diré lo que necesitas saber: no has perdido el control.

—He obligado a una mujer a desearme. —Su tono era furioso—. Puede que a Charisemnon no le parezca gran cosa, pero a mí sí. —El otro arcángel gobernaba la mayor parte del norte de África. Si veía a una mujer que deseaba, la tomaba sin más—. ¿Qué es eso sino una total pérdida de control?

—Había dos personas en esa habitación.

Durante unos instantes, Rafael no entendió lo que quería decir. Cuando lo hizo, se le heló la sangre.

—¿Ella tiene la capacidad de influir sobre mí? —No había estado bajo el control de ninguna criatura desde que escapó de las tiernas atenciones de Isis, siglos atrás.

—¿La matarías si así fuera?

Había matado a Isis... Había sido la única forma de librarse de un ángel muy poderoso con la peligrosa inclinación a mantenerlo prisionero. También había matado a otros.

—Sí —respondió, pero una parte de él no lo tenía tan claro.

«¿Es que te ponen las violaciones o qué?»

El impacto de aquellas palabras aún reverberaba en la noche interminable que él llamaba su alma. Recorrió con la mirada el rostro de Lijuan.

—Si me estaba controlando, no era consciente de ello. —De lo contrario, no lo habría acusado de violación.

—¿Estás seguro?

La miró fijamente. No estaba de humor para jueguecitos.

Eso logró que la sonrisa de Lijuan se hiciera más amplia.

—Sí, eres inteligente. Es cierto, tu pequeña cazadora no tiene el poder de someter a un arcángel para que este cumpla sus deseos. ¿Te sorprende que supiera de quién se trataba?

—Tienes espías en mi Torre, igual que tienes espías en todas partes.

—¿Y tú tienes espías en mi hogar? —preguntó en un tono afilado como una hoja de afeitar.

Rafael levantó un escudo para protegerse de su lacerante poder.

—¿Tú qué crees?

—Creo que eres mucho más fuerte de lo que los demás piensan. —Su mirada se llenó de recelo, aunque empezó a utilizar un lenguaje mucho menos formal.

Rafael se habría dado de patadas por haber cometido aquel error, aunque sabía que aquello formaba parte del modus operandi de Lijuan. Si uno debía hablar con ella, tenía que hacerlo así, si no como un igual, al menos con la intensidad suficiente para poner las cosas interesantes.

—Si no fueras una mujer, diría que necesitas comprobar quién tiene el miembro más grande.

Ella se echó a reír, pero el sonido fue algo... apagado.

—Bueno, ya descubrí que el tuyo era el más grande cuando todavía me interesaban esas cosas. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Habrías sido un buen amante. —Sus labios adoptaron una curva sensual mientras la sombra de un recuerdo llenaba el brillo gélido de sus ojos—. ¿Alguna vez has danzado con un ángel en pleno vuelo?

Los recuerdos golpearon a Rafael como un puñetazo. Sí, había danzado. Pero no había sido placentero. Sin embargo, no dijo nada; se limitó a observar y a escuchar, a sabiendas de que en aquella obra, él era el público.

—En una ocasión tuve un amante que hacía que me sintiera humana. —Parpadeó con rapidez—. Extraordinario, ¿no te parece?

Rafael pensó en qué clase de joven habría sido Zhou Lijuan, y descubrió que no le gustaba la respuesta.

—¿Él todavía sigue contigo? —preguntó para guardar las formas.

—Hice que lo mataran. Un arcángel jamás puede ser humano. —Su rostro se transformó, se hizo cada vez menos real. Era como una caricatura de los rasgos angelicales, formada por una piel fina como el papel situada sobre unos huesos que brillaban desde el interior—. Hay algunos humanos (uno de cada quinientos mil, quizá) que nos convierten en algo diferente a lo que somos. Las barreras caen, los fuegos se encienden y las mentes se mezclan.

Rafael permaneció en silencio.

—Debes matarla. —Sus pupilas se habían extendido hasta devorar el iris; sus ojos eran llamas negras y su rostro, una máscara esquelética ardiente—. Hasta que lo hagas, jamás sabrás con certeza cuándo volverán a caer las barreras.

—¿Y si no la mato?

—En ese caso, ella te matará a ti. Te convertirá en mortal.