Dejó el tubo de mensajería sobre el escritorio de Rafael.
—No puedo aceptar esto.
Él levantó un dedo y siguió de espaldas a ella mientras miraba por la ventana con el teléfono junto a la oreja. A Elena le resultó bastante extraño ver a un arcángel con un artilugio tan moderno, pero aquella reacción no era muy lógica: eran expertos en tecnología, aunque parecieran salidos de un cuento de hadas.
No obstante, nadie sabía cuánto de verdad había en aquellos cuentos de hadas. Aunque los ángeles habían formado parte de la historia de la humanidad desde las primeras pinturas rupestres, permanecían envueltos en el misterio. Puesto que los hombres habían odiado los misterios desde siempre, se habían tejido miles de mitos para explicar la existencia de los ángeles. Algunos los consideraban descendientes de los dioses; otros los veían sencillamente como una especie más avanzada. Solo una cosa era cierta: eran los gobernantes del mundo, y lo sabían muy bien.
En aquellos momentos, Su Alteza hablaba entre murmullos. Irritada, Elena empezó a pasearse por la estancia. Las grandes estanterías que había en una de las paredes laterales llamaron su atención. Estaban hechas de una madera que o bien era ébano, o había sido tratada para que lo pareciera, y contenían un tesoro tras otro.
Una antigua máscara japonesa de un oni, un demonio. Sin embargo, esta tenía un toque pícaro, ya que había sido creada para una fiesta infantil. El trabajo era meticuloso y los colores, brillantes, aunque Elena percibía su antigüedad con claridad. En el estante de al lado no había más que una pluma.
Una pluma con un color extraordinario: un azul oscuro y perfecto. Ella había oído rumores sobre un ángel de alas azules que volaba sobre la ciudad durante los dos últimos meses, pero estaba claro que aquellos rumores no podían ser ciertos... ¿O sí?
—¿Será natural o sintética? —susurró para sí.
—Oh, es totalmente natural —aseguró la voz suave de Rafael—. A Illium le preocupaba muchísimo perder sus preciadas plumas.
Elena se dio la vuelta con la frente arrugada.
—¿Por qué dañaste algo tan hermoso? ¿Por celos?
Algo brilló en los ojos del arcángel, algo caliente y letal.
—Illium no te interesaría nada. Le gustan las mujeres sumisas.
—¿Y? ¿Por qué le arrancaste las plumas?
—Había que castigarlo. —Rafael se encogió de hombros y se acercó a menos de un paso de ella—. Y lo que más le duele es que lo amarren al suelo. Recuperó sus plumas en menos de un año.
—En un suspiro...
El nivel de peligro pareció disminuir después del comentario sarcástico.
—Para un ángel, sí.
—¿Y sus plumas nuevas son como las antiguas? —Se dijo a sí misma que debía dejar de mirarlo a los ojos, que, sin importar lo que él dijera, aquel contacto hacía que le resultase más fácil invadir su mente. Sin embargo, no pudo hacerlo; ni siquiera cuando aquellas llamas azules se transformaron en algo muy parecido a diminutos torbellinos afilados—. ¿Son como las de antes? —repitió con una voz que de pronto pareció hambrienta.
—No —respondió él mientras recorría con los dedos su oreja—. Son incluso más hermosas. Azules con un ribete plateado.
Elena se echó a reír ante el tono de reproche que detectó en su voz.
—Esos son los colores de mi dormitorio.
Una tensión indescriptible estalló entre ellos. Poderosa. Vibrante. Sin apartar los ojos de ella, Rafael deslizó el dedo por su mandíbula hasta la garganta.
—¿Seguro que no quieres invitarme a entrar?
Era tan increíblemente hermoso...
Aunque masculino. Muy masculino.
Pruébala solo una vez.
Era la oscuridad que había en ella, el pequeño núcleo concebido el día que perdió su inocencia en una cocina cubierta de sangre.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala.
—No. —Se apartó de él. Tenía las palmas de las manos húmedas a causa del miedo—. Solo he venido a devolverte la rosa y a pedirte cualquier tipo de información que tengas sobre el paradero de Uram.
Rafael bajó la mano. Su rostro solo mostraba una expresión pensativa, aunque ella había esperado ver furia después de su rechazo.
—Se me da bien acabar con las pesadillas.
Elena se puso rígida.
—Y crearlas. Dejaste a ese vampiro en Times Square durante horas. —Basta ya, Elena, le ordenó su mente. ¡Basta, por el amor de Dios! Tienes que conseguir que te haga un juramento... pero su boca no escuchó—. ¡Lo torturaste!
—Sí. —Su tono no tenía ni una pizca de remordimientos.
Elena esperó.
—¿Eso es todo? ¿Es lo único que tienes que decir?
—¿Esperabas que me sintiera culpable? —Su expresión se tensó, se volvió fría como el hielo—. No soy humano, Elena. Aquellos que están bajo mi gobierno no son humanos. Vuestras leyes no sirven.
Elena apretó las manos con muchísima fuerza.
—¿Te refieres a las sencillas leyes de la decencia y la conciencia?
—Di lo que quieras, pero recuerda una cosa... —Se inclinó hacia delante y habló con un gélido susurro que le atravesó la piel con la fuerza de un latigazo—: si yo caigo, si fracaso, los vampiros serán libres y Nueva York se ahogará con la sangre de los inocentes.
Plaf.
Plaf.
Plaf.
Elena se tambaleó bajo el impacto de aquellas imágenes brutales. Un recuerdo. Un posible futuro.
—Los vampiros no son tan malos. Solo un pequeño porcentaje de ellos pierde el control, igual que ocurre con los humanos.
Rafael le cubrió la mejilla con la mano.
—Pero ellos no son humanos, ¿verdad?
Elena permaneció en silencio.
Su mano estaba caliente, pero su voz era glacial.
—Respóndeme, Elena. —La arrogancia que demostraba resultaba abrumadora, pero lo peor era que tenía todo el derecho a mostrarse arrogante. Su poder... era más que asombroso.
—No —admitió al final—. Los vampiros sedientos de sangre matan con una crueldad sin parangón... y jamás se detienen. El número de víctimas podría alcanzar el millar.
—Así que ya lo ves, es necesario actuar con mano de hierro. —Se acercó aún más, hasta que sus cuerpos se tocaron. Bajó la mano hasta su cintura.
Elena ya no podía verle la cara sin echar la cabeza hacia atrás. Y en aquel momento, ese sencillo movimiento le parecía un esfuerzo titánico. Lo único que quería era derretirse. Derretirse y llevárselo con ella, para que pudiera hacerle cosas eróticas y lascivas a su necesitado cuerpo.
—Ya basta de hablar de vampiros —dijo Rafael, que tenía los labios pegados a su oreja.
—Sí —susurró ella mientras le acariciaba los brazos con las manos—. Sí.
Rafael le besó la oreja antes de trasladarse a la mandíbula. Luego respondió:
—Sí.
El éxtasis inundó el torrente sanguíneo de Elena, un intenso placer que ya no deseaba resistir. Quería quitarle la ropa y descubrir si los arcángeles eran como los hombres. Quería lamer su piel, marcarlo con las uñas, cabalgar sobre sus caderas, poseerlo... y que él la poseyera. Todo lo demás carecía de importancia.
Los labios de Rafael tocaron los suyos y Elena no pudo contener un gemido. Las manos que se apoyaban contra sus caderas se tensaron cuando él la levantó sin el menor esfuerzo y empezó a besarla con fervor. El fuego se trasladó desde la sensualidad de su beso hasta la punta de sus pies antes de acumularse entre sus piernas.
—Calor —susurró cuando él le permitió respirar—. Demasiado calor.
El hielo relampagueó en el aire y una neblina fresca la rodeó antes de introducirse por sus poros en una caricia posesiva.
—¿Mejor? —La besó de nuevo antes de que pudiera responder.
Tenía su lengua dentro de la boca, aquel cuerpo duro y perfecto junto...
«Todo lo demás carecía de importancia.»
Aquellas palabras no eran ciertas. Era una idea equivocada.
Sara importaba.
Beth importaba.
Ella misma importaba.
Los labios de Rafael se deslizaron hacia abajo por su cuello, en dirección a la zona de piel expuesta por los botones abiertos de su camisa.
—Hermosa...
«Hace eones que no tengo una amante humana. Pero tu sabor me resulta... intrigante.»
Era un juguete para él.
Algo que podía usar y tirar.
Rafael podía controlar su mente.
Con un grito de pura rabia, le dio una patada con todas sus fuerzas, aunque fue ella quien acabó estrellándose a causa del golpe. La oleada de dolor que sintió cuando su trasero golpeó contra el suelo desvaneció los últimos vestigios de aquel deseo tan visceral y tan adictivo que la había convertido en una estúpida.
—¡Cabrón! ¿Es que te ponen las violaciones o qué?
Durante un efímero instante, le pareció ver la sombra de la sorpresa en la expresión del arcángel, pero luego regresó su acostumbrada arrogancia.
—Merecía la pena intentarlo. —Se encogió de hombros—. No puedes decir que no lo has disfrutado.
Estaba tan cabreada que no se paró a pensar, a considerar por qué había ido allí. Dio otro grito y se abalanzó sobre él. Para su sorpresa, apenas pudo asestar unos cuantos golpes antes de que él le sujetara los brazos y la inmovilizara contra la pared.
Extendió las alas para impedirle que viera el resto de la habitación y solo cuando gritó «¡Déjanos a solas!», Elena comprendió que alguien había entrado en la estancia.
—Sí, sire.
El vampiro. Dmitri.
Estaba tan desorientada, tan cargada de aquella maldita lujuria transformada en ira, que ni siquiera lo había oído entrar.
—¡Voy a matarte! —Se sentía violada y se le llenaron los ojos de lágrimas. Debería haber esperado ese tipo de tácticas por parte de Rafael, pero no lo había hecho. Y aquello la cabreaba aún más—. ¡Suéltame!
Él bajó la vista para mirarla. Sus ojos azules se habían vuelto oscuros de repente, como si presagiaran una tormenta.
—No. En tu actual estado, me obligarías a hacerte daño.
Elena sintió un vuelco en el corazón. Se preocupaba por ella...
Gritó de nuevo.
—¡Sal de mi cabeza!
—No estoy en tu cabeza, cazadora del Gremio.
Que utilizara aquel título fue como una bofetada verbal, una que le hizo recuperar la compostura. En lugar de responder con la furia que hervía en su interior, respiró hondo unas cuantas veces e intentó retirarse a aquel lugar pacífico de su mente, el lugar al que siempre acudía cuando los recuerdos de Ariel... No, no podía volver allí. ¿Por qué ese día no podía dejar de recordar el pasado?
Respiró hondo una vez más.
El aroma del mar: fresco, tranquilo, poderoso.
Rafael.
Abrió los ojos.
—Estoy bien.
El arcángel esperó unos cuantos segundos antes de soltarla.
—Vete. Hablaremos de esto más tarde.
La mano de Elena deseaba buscar un arma, pero ella se limitó a darse la vuelta para salir de la sala. No quería morir... no hasta después de haberle sacado los ojos a Rafael y haberlos arrojado al pozo más profundo y sucio que pudiera encontrar.
Tan pronto como oyó cerrarse las puertas del ascensor, Rafael llamó a seguridad.
—No la pierdas de vista. Asegúrate de que está a salvo.
—Sí, sire —fue la respuesta de Dmitri, aunque Rafael pudo detectar un matiz de incredulidad.
Colgó sin responder la pregunta no formulada. ¿Por qué había permitido que la cazadora siguiera con vida después de atacarlo?
«¿Es que te ponen las violaciones o qué?»
Sus labios se tensaron y sus nudillos se pusieron blancos cuando apretó las manos. A lo largo de los años, había hecho muchas cosas y lo habían acusado de otras muchas. Aun así, jamás había tomado a una mujer contra su voluntad. Jamás. Y tampoco lo había hecho aquel día.
Sin embargo, había ocurrido algo.
Por esa razón había permitido que lo atacara: Elena necesitaba descargar la furia y él se sentía tan asqueado por lo que había hecho que había recibido los golpes de buen grado. Había algunas reglas que jamás debían romperse. El hecho de haberse saltado una norma que él mismo se había impuesto siglos atrás le hizo preguntarse por su propio estado mental. Sabía que su sangre estaba limpia (se había hecho un análisis el día anterior), así que aquello no era el resultado de una toxina que le enturbiaba la mente y descontrolaba sus poderes.
Y aquello lo dejaba en terreno desconocido.
Soltó un juramento en una lengua antigua y largo tiempo olvidada. No podía preguntarle a Neha, la Reina de los Venenos. Ella lo vería como un punto débil y atacaría de inmediato. No podía confiar en ninguno de los miembros del Grupo que conocían la respuesta; en ninguno salvo en Lijuan y en Elijah. A Lijuan no le interesaban los poderes insignificantes. Había llegado demasiado lejos, se había convertido en algo que ya no pertenecía a este mundo. Rafael no las tenía todas consigo en lo referente a Elijah, pero él era el erudito entre los suyos.
El problema era que Lijuan evitaba las comodidades modernas como el teléfono. Vivía en una fortaleza montañosa escondida en las profundidades de China. Tendría que ir a verla volando o... Apretó los puños con más fuerza aún. No podía abandonar la ciudad mientras Uram merodeara por allí. Y eso solo le dejaba una opción.
Cuando se dio la vuelta para salir, se fijó en el tubo de mensajería que Elena había dejado atrás. La Rosa del Destino era un tesoro antiguo, un tesoro que había conseguido cuando era un joven ángel al servicio de un arcángel, siglos atrás. Según la leyenda, se había creado gracias a la combinación de los poderes de los miembros del primer Grupo. Rafael no sabía si aquello era cierto, pero estaba claro que era una obra inigualable. Se lo había regalado a Elena por razones que ni él mismo entendía. Pero ella debería habérselo quedado. Ahora llevaba su nombre grabado.
Cogió el tubo antes de dirigirse al ático, a la estancia completamente negra que había en la parte central. Las brujas humanas habrían considerado maligna aquella estancia. Veían la oscuridad como algo malo. Sin embargo, en ocasiones la oscuridad no era otra cosa que una herramienta, ni buena ni mala.
Era el alma del hombre que utilizaba aquella herramienta la que cambiaba las cosas. La mano de Rafael se cerró sobre el tubo de mensajería. Por primera vez en muchos siglos, no sabía muy bien quién era. Y aquello no estaba bien. Nunca había sentido algo así.
Pero lo cierto era que nunca había sido malvado... hasta ese día.