Elena se sentó en Central Park y contempló los patos que nadaban en círculos en un estanque. Había ido allí para intentar aclararse las ideas, pero al parecer no estaba funcionando. Solo podía pensar en si los patos tenían sueños.
Suponía que no. ¿Con qué soñaría un pato? Pan fresco, un vuelo tranquilo hacia el lugar adonde fueran los patos... Volar. Se quedó sin respiración cuando su mente le mostró imágenes de distintos recuerdos: unas hermosas alas con vetas doradas, unos ojos llenos de poder, el brillo del polvo de ángel. Se frotó los ojos con las palmas de las manos en un intento por borrar aquellas imágenes. Pero no sirvió de nada.
Era como si Rafael le hubiera implantado una maldita sugestión subliminal en la cabeza que no dejaba de mostrarle imágenes de cosas en las que ella no quería pensar. Lo consideraba capaz de hacerlo, pero el arcángel no había tenido tiempo de introducirse en su cabeza a tanta profundidad. Se había alejado de él un minuto después de que le dijera que no fracasara. Y, por extraño que pareciese, él había permitido que se marchara.
En aquel instante los patos se estaban peleando, graznándose los unos a los otros y empujándose con los picos. Ni siquiera los patos podían permanecer tranquilos. ¿Cómo coño iba a pensar con semejante alboroto? Soltó un suspiro, apoyó la espalda contra el respaldo del banco del parque y contempló el cielo despejado. Le recordó los ojos de Rafael.
Soltó un resoplido.
El color del cielo se parecía tanto al tono vívido e increíble de sus ojos como una circonita a un diamante. No era más que una pálida imitación. Aun así, era bonito. Quizá si lo miraba durante más tiempo podría olvidar aquellas alas que la atormentaban en todo momento. Como en aquel instante. Se extendieron sobre su campo de visión y transformaron el color del cielo en un blanco dorado.
Frunció el ceño e intentó deshacerse de la ilusión.
Unos filamentos con la punta dorada aparecieron ante sus ojos. Su corazón latía como el de un conejo asustado, pero no tuvo energías para sorprenderse.
—Me has seguido.
—Me ha parecido que necesitabas pasar un tiempo a solas.
—¿Puedes bajar el ala? —pidió con educación—. Me impides que vea el paisaje.
El ala se plegó con un suave susurro que Elena sabía que jamás asociaría con nada que no fueran aquellos apéndices emplumados. Las alas de Rafael.
—¿No vas a mirarme, Elena?
—No. —Siguió contemplando el cielo—. Cuando te miro, las cosas se vuelven confusas.
Se oyó una risa masculina, grave y ronca... que sonó en el interior de su mente.
—No servirá de nada que no me mires.
—A mí me parece que sí —replicó ella con suavidad, aunque la furia ardía como una brasa al rojo vivo en sus entrañas—. ¿Eso es lo que te excita, obligar a las mujeres a postrarse a tus pies?
Se hizo el silencio. El sonido de unas alas al extenderse y plegarse con rapidez.
—Estás poniendo en peligro tu vida.
Elena se arriesgó a mirarlo. Estaba de pie al borde del agua, pero de frente a ella. Sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el tono del cielo a medianoche.
—Oye, moriré de todas formas. —Pretendía parecer desdeñosa—. Tú mismo lo has dicho: puedes joderme con la mente siempre que quieras. E imagino que ese no es más que un pequeño truco de los muchos que tienes en la manga, ¿no?
Él asintió de manera majestuosa, increíblemente hermoso bajo un inoportuno rayo de sol. Como un dios oscuro. Y Elena sabía que ese pensamiento era cosa suya. Porque lo que le repugnaba de Rafael era lo mismo que le atraía: el poder. Aquel era un ser al que no podía vencer. La parte femenina más profunda de sí misma apreciaba aquel tipo de fuerza, aunque también la enfurecía.
—Y si tú eres capaz de hacer todo eso, ¿de qué será capaz ese otro tío? —Se puso a contemplar los patos para evitar la erótica seducción del rostro del arcángel—. Me hará picadillo antes de que me acerque a un centenar de pasos de él.
—Estarás protegida.
—Yo trabajo sola.
—Esta vez no. —Su tono era puro acero—. Uram siente cierta predilección por el dolor. El Marqués de Sade fue uno de sus aprendices.
Elena no estaba dispuesta a demostrarle lo mucho que la había asustado aquello.
—Así que le va el sexo perverso.
—Esa sería una forma de verlo. —De algún modo, el arcángel consiguió añadir sangre, dolor y horror con aquel único comentario. Las emociones serpentearon por la piel de Elena, atravesaron sus poros y se enroscaron alrededor de su garganta para empezar a ahogarla.
—Basta —dijo de pronto mientras lo miraba a los ojos una vez más.
—Mis disculpas. —Sus labios esbozaron una pequeña sonrisa—. Eres más sensible de lo que esperaba.
Elena no lo creyó ni por un instante.
—Cuéntame más cosas sobre ese tal Uram. —No sabía nada de aquel otro arcángel, salvo que gobernaba una región de Europa.
—Es tu presa. —El rostro de Rafael perdió toda expresión y sus ojos color medianoche se volvieron casi negros—. Eso es lo único que debes saber.
—No puedo trabajar así. —Se puso en pie, aunque mantuvo las distancias—. Soy buena porque me meto en la mente de mi objetivo para predecir dónde estará, qué hará y con quién contactará.
—Confía en tu don innato.
—Aun en el caso de que pudiera percibir la esencia de los arcángeles —algo que no podía hacer—, yo no hago magia —señaló ella, frustrada—. Necesito un punto de inicio. Si no tienes nada, tendré que empezar con su personalidad, con sus patrones de comportamiento.
Rafael se acercó para acortar la distancia que ella deseaba mantener.
—Los movimientos de Uram no son predecibles. Todavía no. Debemos esperar.
—¿Qué es lo que debemos esperar?
—Sangre.
Aquella única palabra la dejó helada.
—¿Qué ha hecho?
Rafael alzó un dedo y lo deslizó sobre la mejilla de Elena. Ella se estremeció. Pero no porque le hubiera hecho daño, sino más bien todo lo contrario. Los lugares que tocaba... parecían estar conectados directamente con la parte más femenina y sensible de su cuerpo. Una sola caricia bastaba para humedecerla, y aquello la avergonzaba. No obstante, se negó a retroceder; se negó a rendirse.
—¿Qué... —repitió—... ha hecho?
El dedo se deslizó sobre su mandíbula y empezó a recorrer la línea de su cuello, provocándole un increíble e indeseado placer.
—Nada que necesites saber. Nada que pueda ayudarte a rastrearlo.
Elena realizó un esfuerzo por levantar la mano para apartar aquel dedo, aunque solo tuvo éxito porque el arcángel se lo permitió. Y aquello la irritó.
—¿Has acabado ya con los jueguecitos sexuales? —preguntó, enfurecida.
Su sonrisa fue mucho más sutil esa vez, y sus ojos cambiantes pasaron del negro a un tono cobalto. Vivo. Eléctrico.
—No le estaba haciendo nada a tu mente, Elena. Esta vez no lo hacía.
Vaya... Mierda.
Había mentido. Era obvio que había mentido. Elena dejó escapar un suspiro de alivio y se desplomó sobre el sofá. No era tan idiota para sentirse atraída por un arcángel. Y aquello solo dejaba la puerta número dos: Rafael había jugado con su mente y lo había negado solo para fastidiarla a su retorcido modo.
Una molesta vocecita en su interior insistía que aquella clase de manipulación no encajaba con lo que ella sabía de Rafael. En la azotea no había ocultado que había indagado en su mente. Mentir parecía algo impropio de él.
—¡Ja! —exclamó ella, dirigiéndose a la vocecita—. Lo que sé de él no bastaría para llenar un dedal... Ese tipo ha manipulado a los mortales desde hace siglos. Se le da muy bien. —Muy bien no. Era todo un experto.
Y ahora ella estaba en sus manos.
A menos que el arcángel hubiera cambiado de opinión en las pocas horas que habían pasado desde que se largó del estanque de los patos. Aquello la animó un poco. Estiró el brazo para abrir el ordenador portátil sobre la mesita de café, lo encendió y utilizó la conexión inalámbrica a internet para consultar su cuenta en el Gremio. El historial de transacciones mostraba un depósito reciente.
—Demasiados ceros. —Respiró hondo. Los contó de nuevo—. Siguen siendo demasiados.
Había tantos ceros que la cifra dejaba el sustancial pago del señor Ebose a la altura del betún.
Con las manos sudorosas, Elena tragó saliva y utilizó la rueda del ratón para descender en la pantalla. El pago procedía de «la Torre del Arcángel, Manhattan». Eso lo sabía. Era obvio que lo sabía. Pero verlo escrito en blanco y negro le provocó una sacudida que recorrió su cuerpo de arriba abajo. El trato estaba hecho. Ahora trabajaba oficialmente para Rafael. Y solo para Rafael.
Su posición en el Gremio había cambiado de «Activa» a «Contratada por un período indefinido».
Cerró el portátil y clavó la vista en la Torre. No podía creer que hubiera estado en la parte superior de aquel descomunal edificio esa misma mañana; no podía creer que se hubiera atrevido a llevarle la contraria a un arcángel y, sobre todo, no podía creer que Rafael deseara que lo hiciera. Una fuerte sensación de hormigueo en el estómago empezó a provocarle náuseas, pánico y... una extraña y palpitante excitación. Aquel era uno de esos trabajos que convertían a los cazadores en leyendas. Aunque, por supuesto, para convertirse en leyenda por lo general había que estar muerto.
Sonó el teléfono, lo que puso un agradable fin a aquella línea de pensamientos.
—¿Qué pasa?
—Yo también te deseo buenos días, cielo —dijo la alegre voz de Sara.
Elena no permitió que la engañara. Su amiga no había llegado a convertirse en la directora del Gremio siendo Miss Simpatía. Tenía nervios de acero y una voluntad tan fuerte como la de un bull terrier.
—No puedo contarte nada —le espetó Elena sin más—. Así que no preguntes.
—Vamos, Ellie... Sabes muy bien que sé guardar un secreto.
—No. Si te lo cuento, estás muerta. —Rafael le había dejado aquello muy claro antes de permitir que se marchara de Central Park.
«Si se lo cuentas a alguien (ya sea hombre, mujer o niño), lo eliminaremos. Sin excepciones.»
Sara soltó un resoplido.
—No te pongas melodramática. Soy...
—Él sabía que me lo preguntarías —añadió mientras recordaba todo lo que le había dicho el arcángel de Nueva York con aquel tono engañosamente suave. Una espada envuelta en terciopelo, así era la voz de Rafael.
—¿En serio?
—Si te lo cuento, no solo acabará con Deacon y contigo; también matará a Zoe.
La furia que atravesó la línea estaba provocada por el más fuerte instinto de protección materno.
—Cabrón...
—Estoy totalmente de acuerdo contigo.
Al parecer, Sara estaba demasiado furiosa para hablar, así que tardó unos segundos en decir algo.
—El hecho de que haya proferido esa amenaza significa que esto es algo grande.
—¿Has visto el depósito?
—¡Joder, claro que lo he visto! Creí que el contable había metido la pata y había depositado todo en nuestra cuenta en lugar de meter solo el porcentaje del Gremio. —Soltó un largo silbido—. Tía, eso es dinero y lo demás es cuento.
—No lo quiero. —Sentía la necesidad de compartir su incomprensible tarea con Sara y con el idiota de Ransom, pero no podía hacerlo—. Ya me ha separado de mis mejores amigos. —Apretó la mano hasta convertirla en un puño.
—Deja que lo intente... —dijo Sara—. Así que no puedes contarme los detalles... Menuda cosa. Lo averiguaré todo muy pronto. Ya me hago una idea.
El nerviosismo atenazó la espalda de Elena.
—¿En serio?
—¿Un vampiro asesino? —Se quedó callada un momento—. Vale, no puedes responderme, pero ¿qué otra cosa podría ser?
Elena se hundió de nuevo en el sofá.
—¿Recuerdas a ese que desertó? —inquirió Sara.
—Ha habido más de uno —replicó ella, aunque se le había helado la sangre.
—Hace unos veinte años. Lo estudiamos en las clases del Gremio.
No habían pasado veinte años, pensó Elena, sino dieciocho.
—Slater Patalis. —El nombre salió de sus labios como una pesadilla, una que jamás había compartido con nadie, ni siquiera con la mejor amiga a la que le había confiado todo lo demás—. ¿A cuántos acabó matando? —se obligó a preguntar... antes de que las antenas de Sara empezaran a dar señales de aviso.
—La cifra oficial fue de cincuenta y dos muertos en un mes —fue la tétrica respuesta—. De manera extraoficial, nosotros creemos que hubo algunos más. —Se oyó un crujido, y Elena casi pudo ver cómo Sara se acomodaba en la butaca de cuero que su amiga adoraba como si fuera su segundo hijo—. Ahora que soy directora, tengo acceso a todo tipo de información supersecreta.
—¿Quieres compartirla conmigo? —Vaciló unos instantes, ignorando los ecos de un pasado que nada podría cambiar.
—Mmm... ¿Por qué no? Después de todo, eres mi número dos en todos los sentidos salvo en el nombre.
—Puaj... —Elena chasqueó la lengua—. Nada de despachos para mí, gracias.
Sara se echó a reír por lo bajo.
—Aprenderás. De cualquier forma, el informe oficial de Slater dice que el tipo padecía una enfermedad psíquica antes de que fuera Convertido, una enfermedad que consiguió ocultar de alguna manera.
—Una especie de trastorno sociópata grave. —Antes de oír el comentario de Sara, Elena había creído que conocía cada perturbador detalle sobre la vida y los crímenes del vampiro asesino más terrible de la historia reciente—. Pruebas de abusos infantiles y maltrato de animales. El perfil clásico de un asesino en serie.
—Demasiado clásico —señaló Sara—. No es más que un montón de mierda. El Gremio lo inventó bajo la presión del Grupo de los Diez.
Por un segundo, Elena tuvo la aterradora sospecha de que Slater Patalis no estaba realmente muerto, de que el Grupo lo había salvado por alguna perversa razón oculta. Sin embargo, un instante después recobró la cordura: no solo había visto el vídeo de la autopsia, sino que además se había colado en los almacenes y había cogido el tubo de ensayo que preservaba la sangre de Slater. Sus sentidos habían reaccionado.
«Vampiro», le había susurrado la sangre, «vampiro». Y cuando le había quitado el tapón al tubo, había oído un susurro con la voz hipnótica e inconfundible de Slater: «Ven aquí, pequeña cazadora. Pruébala».
Se mordió con fuerza el labio inferior y arrancó su propia sangre para desterrar aquel recuerdo. Al menos hasta que llegaran las pesadillas.
—¿No vas a contarme la verdad? —le preguntó a Sara.
—Slater era normal cuando ingresó como Candidato —dijo su amiga—. Ya sabes lo meticulosos que son los ángeles a la hora de comprobar la lista de aspirantes seleccionados. Fue escaneado, analizado, y casi abierto en canal con todas las pruebas que le hicieron. El hombre estaba limpio y saludable, tanto de cuerpo como de mente.
—Hay rumores... —susurró Elena, que tenía los ojos abiertos como platos—, que siempre hemos considerado leyendas urbanas, pero si lo que dices es cierto...
—... significa que ser Convertido tiene un efecto secundario muy malo. A una diminuta, ínfima y casi inexistente minoría de Candidatos se les fastidia el cerebro sin remedio. Y lo que resulta de esa jodienda no siempre es humano.
Debería haberle parecido raro que alguien insinuara que los vampiros eran humanos en algún sentido, pero entendía lo que Sara pretendía decir. La humanidad, como un todo, también incluía a los vampiros. Como Elena sabía por su propia familia, los vampiros podían aparearse e incluso reproducirse con los seres humanos. La concepción era muy difícil, pero no imposible, y aunque los niños (todos mortales) a veces padecían anemia o trastornos similares, por lo demás eran normales. La primera regla de la biología: si pueden aparearse, lo más probable es que pertenezcan a la misma especie.
Aquella regla no podía aplicarse a los que eran como Rafael. Los ángeles atraían a cantidades industriales de fans: en su mayoría vampiros, aunque a veces se permitía también la presencia de algún humano imponente. Pero, a pesar de la lujuria que despertaban, Elena jamás había oído hablar de un hijo procedente de una relación entre un humano y un ángel; ni siquiera de una relación entre un vampiro y un ángel. Quizá los ángeles no puedan tener hijos, pensó. Tal vez consideren a los vampiros sus hijos.
Sangre en lugar de leche, inmortalidad en vez de amor.
Una mierda de infancia. No obstante, ¿qué sabía ella de la infancia?
—Sara... voy a necesitar pleno acceso a los ordenadores y los archivos del Gremio.
—Nadie salvo la directora tiene acceso pleno. —El tono de Sara tenía un matiz del famoso acero Haziz—. Si me prometes que te pensarás lo del puesto como ayudante de directora, te daré acceso total.
—Eso sería mentirte —dijo Elena—. Me volvería loca detrás de un escritorio.
—Yo misma pensé eso mismo una vez, y ahora estoy feliz como una perdiz.
—¿Qué tienen que ver las perdices con todo esto? —murmuró Elena.
—No tengo ni la menor idea. Dime que te lo pensarás.
—Existe una diferencia crucial entre tú y yo, señora directora. —Dejó que su tono hablara por ella—. Elige a alguna de las cazadoras casadas. No desperdicies tu tiempo conmigo.
Se oyó un suspiro.
—El hecho de que estés soltera no significa que te quiera ahí fuera, en la línea de fuego. Eres mi mejor amiga, mi hermana... en todo salvo en la sangre.
A Elena se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo mismo digo. —Cuando su familia la repudió, fue Sara quien la ayudó a recuperarse. El vínculo que las unía era prácticamente irrompible—. Sabes tan bien como yo que la seguridad no es para mí. Nací para ser lo que soy. —Una cazadora. Una rastreadora. Una solitaria.
—¿Por qué me molesto en discutir contigo? —Elena casi pudo ver cómo sacudía la cabeza—. Te estoy dando acceso en estos mismos momentos.
Aquello era lo que a Elena le encantaba del Gremio. No había necesidad de papeleo: los cazadores elegían a su director, y confiaban en que tomara buenas decisiones. Nada de reuniones ni de juntas. Nada de gilipolleces.
—Gracias.
—Oh oh... —Ruido de tecleo rápido—. Una ligera advertencia: tengo la impresión de que alguien supervisa quién accede a los archivos de alta seguridad.
—¿Quién? —preguntó, aunque conocía la respuesta—. ¿Con qué autoridad?
—Con la misma que les permite contratar a mi gente sin decirme qué demonios pasa —replicó Sara—. Me convertí en directora para poder mantener a los cazadores a salvo. Rafael va a descubrir que...
—¡No! —gritó Elena—. Por favor, Sara, no te acerques a él. La única razón, la única, por la que sigo viva es que necesita que haga un trabajo para él. De no haber sido por eso, lo más probable es que hubieras pasado una tarde estupenda intentando identificar mi cuerpo (o lo que quedara de él) en el depósito de cadáveres.
—Maldita sea, Ellie... Juré proteger a mis cazadores, y no voy a incumplir ese juramento solo porque ese Rafael sea aterrador...
—En ese caso, hazlo por Zoe —la interrumpió Elena—. ¿Quieres que crezca sin una madre?
—Zorra... —El tono de Sara se parecía bastante a un gruñido—. Si no te quisiera tanto, te daría una paliza. Eso es chantaje emocional, joder.
—Prométemelo, Sara. —Aferró con mucha fuerza el auricular del teléfono—. Esta caza va a ser la más difícil que haya llevado a cabo nunca... No quiero tener que preocuparme por ti también. Prométemelo.
Se hizo un silencio muy, muy largo.
—Te prometo que no me acercaré a Rafael... a menos que crea que te encuentras en peligro de muerte. Eso es todo lo que vas a conseguir de mí.
—Con eso bastará. —Solo tenía que asegurarse de que Sara no descubriera jamás que la caza era en sí misma el equivalente a una muerte casi segura. Un paso en falso y adiós Elena P. Deveraux.
Algo emitió un pitido.
—Tengo otra llamada... Lo más probable es que sea Ash —dijo Sara.
Según lo último que había oído Elena, Ashwini (también conocida como Ash o como Ashblade) estaba en la región de los pantanos cazando a un vampiro cajún de voz aterciopelada que tenía la mala costumbre de enemistarse con los ángeles... y de jugar al gato y al ratón con Ash.
—¿Todavía sigue en Luisiana?
—No. El cajún decidió «darse una vueltecita» por Europa. —Sara soltó un resoplido muy poco elegante—. ¿Sabes? Uno de estos días la va a cabrear de verdad y va a acabar empalado desnudo en un lugar público, cubierto de azúcar y con un cartel de «Muérdeme» colgado del cuello.
—Quiero entradas para verlo. —Colgó tras oír la risotada de Sara.
Se frotó la cara con las manos y decidió que ya era hora de ponerse a trabajar. Tendría que llevar a cabo aquella caza sí o sí... por tanto, más le valía intentar salir de una pieza.
Se sacó la camisa blanca de la cinturilla, se cambió los pantalones negros por unos vaqueros y se recogió el pelo en una coleta suelta antes de abrir el ordenador portátil por segunda vez. Como no le gustaba la idea de que el Grupo observara todos sus movimientos (a pesar de que eran ellos los que la habían contratado), abrió el navegador de internet y utilizó un conocido buscador en lugar de entrar en la base de datos del Gremio.
Luego tecleó en el cuadro de búsqueda: «Uram».