El Instituto Santa Fe, en la ciudad del mismo nombre, ocupaba una serie de edificios de Canyon Road que habían sido antiguamente un convento, y los seminarios del instituto se dictaban en una sala utilizada en otro tiempo como capilla. En aquel momento Ian Malcolm, de pie en el podio e iluminado por un haz de sol, hizo una pausa retórica antes de proseguir con su conferencia.
Malcolm tenía cuarenta años y era un asiduo visitante en el instituto. Estaba entre los primeros defensores de la teoría del caos, pero su prometedora carrera se había visto truncada por las graves heridas sufridas durante un viaje a Costa Rica; de hecho, varios noticiosos lo habían dado por muerto. «Aunque lo lamenté mucho, tuve que interrumpir las celebraciones en los departamentos de matemáticas de todo el país —declararía más tarde—, pero resultó que sólo estaba levemente muerto. Los cirujanos han hecho maravillas, como ellos mismos enseguida les contarán. Así que he vuelto… en mi siguiente iteración, podría decirse».
Vestido totalmente de negro y apoyado en un bastón, Malcolm ofrecía una imagen de rigidez. En el instituto se lo conocía por la originalidad de su análisis y por su tendencia al pesimismo. La charla de aquel agosto, titulada La vida al borde del caos, era un ejemplo característico de su pensamiento. En ella, Malcolm presentaba su análisis de la teoría del caos aplicado a la evolución.
No podría haber disfrutado de unos oyentes más duchos en la materia. El Instituto Santa Fe se había fundado a mediados de los años 80, bajo la tutela de un grupo de científicos interesados en las consecuencias de la teoría del caos. Dichos científicos procedían de muy diversos campos: la física, la economía, la biología, la informática. Tenían en común la convicción de que la complejidad del mundo ocultaba un orden básico que había escapado hasta el momento a la ciencia, y que sería revelado por la teoría del caos, conocida ya como teoría de la complejidad. Según las palabras de uno de ellos, la teoría de la complejidad era «la ciencia del siglo XXI».
El instituto había investigado el comportamiento de una gran variedad de sistemas complejos —las empresas en el mercado, las neuronas en el cerebro humano, las cascadas enzimáticas en una célula individual, la conducta grupal de las aves migratorias—, sistemas tan complejos que no había sido posible estudiarlos antes de la aparición de la computadora. La investigación era reciente y los descubrimientos asombrosos.
Los científicos no tardaron en advertir que los sistemas complejos presentaban ciertos comportamientos comunes. Pronto concibieron tales comportamientos como rasgos característicos de todos los sistemas complejos. Comprendieron que estos comportamientos no podían explicarse mediante el análisis de los componentes de dichos sistemas. El enfoque científico clásico del reduccionismo —desmontar el reloj para ver cómo funciona— no servía de nada en el caso de los sistemas complejos, porque el comportamiento interesante parecía fruto de la interacción espontánea de los componentes. El comportamiento no obedecía a ningún plan o norma; simplemente ocurría. Por lo tanto, este comportamiento se denominó «autoorganizativo».
—Entre los comportamientos autoorganizativos —dijo Ian Malcolm—, existen dos de especial interés para el estudio de la evolución. Uno es la adaptación. Encontramos ejemplos de ella por todas partes. Las empresas se adaptan al mercado; las células cerebrales se adaptan a las señales de tráfico; el sistema inmunológico se adapta a las infecciones; los animales se adaptan al suministro de alimentos. Hemos llegado a la conclusión de que la capacidad de adaptarse es propia de los sistemas complejos, y quizá por esta razón entre otras la evolución tiende aparentemente hacia organismos más complejos. —Cambió de postura en el podio desplazando el peso al bastón—. Pero aún más importante es el modo en que los sistemas complejos parecen alcanzar un equilibrio entre la necesidad de orden y la imperiosa obligación de cambio. Los sistemas complejos tienden a situarse en un espacio que llamamos «el borde del caos». Concebimos el borde del caos como un lugar donde existen suficientes innovaciones para que un sistema vivo permanezca vibrante y suficiente estabilidad para impedir que caiga en la anarquía. Es una zona de conflicto y convulsiones donde lo viejo y lo nuevo se hallan continuamente en guerra. Encontrar el punto de equilibrio no debe de ser fácil: si un sistema vivo se acerca demasiado, corre el riesgo de sumirse en la incoherencia y la disolución; pero si el sistema se aleja demasiado del borde, se torna rígido, inerte, totalitario. Ambos estados llevan a la extinción. El cambio resulta tan destructivo por exceso como por defecto. Los sistemas complejos sólo se desarrollan al borde del caos. —Tras una pausa añadió—: Por lo tanto, la extinción es el resultado inevitable de una u otra estrategia: el exceso o la falta de cambio.
Los oyentes expresaron con gestos su asentimiento. Ésa era una idea ya conocida para la mayoría de los investigadores presentes. En realidad, el concepto de «borde del caos» casi se aceptaba como dogma en el Instituto Santa Fe.
—Por desgracia —continuó Malcolm—, un gran abismo separa este marco teórico y el hecho de la extinción. No hay manera de saber si nuestras conclusiones son acertadas. El registro fósil nos indica que un animal se extinguió en determinada fecha, pero no por qué razón. Las simulaciones por computadora tienen una validez limitada. Y tampoco podemos realizar experimentos con organismos vivos. Por lo tanto, nos vemos obligados a admitir que la extinción, como fenómeno no verificable ni susceptible de experimentación, puede no ser en absoluto un tema científico. Esto explicaría por qué la cuestión ha dado pie a intensas controversias religiosas y políticas. Piensen, por ejemplo, que el número de Avogadro, la constante de Planck o las funciones del páncreas no han originado ninguna clase de discusión religiosa. En cambio, la extinción es causa de un incesante debate desde hace doscientos años. Y me pregunto cómo va a resolverse si… ¿Sí? ¿Qué ocurre?
Al fondo de la sala se había alzado una mano y se agitaba con impaciencia. Malcolm arrugó la frente, manifiestamente molesto. En el instituto, tradicionalmente, las preguntas se reservaban para el final de la exposición; no se consideraba correcto interrumpir al orador.
—¿Tiene alguna pregunta? —inquirió Malcolm.
Al fondo de la sala se puso de pie un hombre de poco más de treinta años.
—En realidad —aclaró—, se trata de una observación.
Era un joven moreno y delgado, de ademanes precisos, vestido con pantalón corto y camisa de color caqui. Malcolm lo reconoció. Era un paleontólogo de Berkeley llamado Levine que había ido al instituto a pasar el verano. Malcolm no había hablado antes con él, pero conocía sus méritos: según la opinión general, Levine era el mejor paleobiólogo de su generación, tal vez el mejor del mundo. Sin embargo, en el instituto no había despertado grandes simpatías, pues sus colegas lo encontraban grandilocuente y arrogante.
—Coincido —prosiguió Levine— en que el registro fósil poco aporta al estudio de la extinción. Menos aún si aceptamos su tesis de que el comportamiento es la causa de la extinción, porque los huesos no revelan gran cosa acerca del comportamiento. Pero discrepo en cuanto a que su tesis del comportamiento no sea verificable. De hecho, implica un resultado. Aunque quizá no lo haya usted considerado todavía.
La sala se hallaba en silencio. En el podio Malcolm frunció el entrecejo. El eminente matemático no estaba acostumbrado a oír que no había desarrollado plenamente sus propias ideas.
—Explíquese —exigió Malcolm.
—Es muy sencillo —dijo Levine, aparentemente ajeno a la tensión que reinaba en la sala—. En el Cretácico los Dinosauria se hallaban repartidos por todo el planeta. Hemos encontrado restos en todos los continentes y en todas las zonas climáticas, incluso en la Antártida. Entonces si la extinción se debió realmente a su comportamiento y no a una catástrofe, una enfermedad, un cambio en la vida vegetal o a cualquiera de las distintas explicaciones a gran escala que se han propuesto, me parece muy poco probable que todos cambiasen de comportamiento simultáneamente y en todas partes. Y de ahí se desprende a su vez que aún podrían quedar vivos algunos de esos animales en la Tierra. ¿No podríamos acaso buscarlos?
—Claro que podríamos —respondió Malcolm fríamente—, si nos diera algún placer hacerlo, y siempre y cuando no tuviésemos nada mejor en qué emplear el tiempo.
—No, no —protestó Levine con vehemencia—. Hablo muy en serio. ¿Y si los dinosaurios no se hubiesen extinguido? ¿Y si aún existiesen? En algún lugar aislado del planeta.
—Habla usted de un Mundo Perdido —sugirió Malcolm, y los oyentes de la sala asintieron con gestos de complicidad. Los científicos del instituto habían desarrollado un lenguaje taquigráfico para referirse a los escenarios más comunes del evolucionismo. En sus charlas había menciones a los Campos de Balas, a Ruina del jugador, el juego de la Vida, el Mundo Perdido, la Reina de Corazones y el Ruido Negro. Eran formas bien definidas de pensar en la evolución. Pero todas eran…
—No —insistió Levine obstinadamente—. Lo digo en sentido literal.
—En ese caso usted está muy equivocado —respondió Malcolm, haciendo un claro gesto de rechazo con la mano. Volvió la espalda al auditorio y se acercó lentamente al pizarrón—. Y ahora si consideramos las consecuencias de la vida al borde del caos, podemos empezar por preguntarnos cuál es la menor unidad de vida. En la mayoría de las definiciones contemporáneas de vida estaría presente el ADN, pero existen dos ejemplos que demuestran que tales definiciones son demasiado limitadas. Si tenemos en cuenta los virus y los llamados priones, está claro que la vida puede darse sin ADN…
Al fondo de la sala Levine lo miró fijo por un instante. A continuación, de mala gana, se sentó y comenzó a tomar notas.