El poblado

Sarah se dirigió hacia el poblado y vio el jeep estacionado ante una tienda, no lejos de los surtidores de nafta. Se detuvo al lado, y los tres desmontaron bajo la luz de la Luna. Kelly abrió la puerta de la tienda y ayudó a Malcolm a entrar. Sarah empujó la motocicleta hasta el interior y cerró la puerta.

—¿Doc? —llamó.

—Estamos aquí —dijo Thorne—. Con Arby.

En la tenue luz que se filtraba por las ventanas Sarah vio que el establecimiento era como el de cualquier estación de servicio. Había una heladera con refrescos; las puertas de vidrio estaban enmohecidas. La estantería metálica contigua contenía chocolates y caramelos con los envoltorios cubiertos de larvas verdes; al lado, las revistas amarillentas y arrugadas tenían titulares de cinco años atrás.

En un extremo del local había hileras de suministros básicos: pasta de dientes, aspirinas, cremas solares, champús, peines y cepillos. Al lado estaban los colgadores de ropa y más allá algunos estantes con recuerdos del lugar: llaveros, ceniceros y vasos.

En el medio había una pequeña isla con una caja registradora conectada a una computadora, un horno de microondas y una cafetera agrietada y llena de telarañas.

—¡Qué sucio está todo! —comentó Malcolm.

—Yo lo encuentro bien —dijo Sarah. Todas las ventanas tenían rejas y las paredes parecían sólidas. Los alimentos enlatados aún debían ser comestibles. En un cartel se leía: BAÑOS, así que quizá hubiese incluso agua corriente. Allí estarían a salvo, al menos durante un rato.

Sarah ayudó a Malcolm a tenderse en el suelo y se acercó a Thorne y Levine, que examinaban a Arby.

—Traje el botiquín —informó Sarah—. ¿Cómo está?

—Muy golpeado —respondió Thorne—. Con algunas heridas. Pero nada roto. En la cabeza tiene un tajo considerable.

—Me duele todo —dijo Arby—. Hasta la boca.

—¿Alguien se fijó si aún hay luz? —preguntó Sarah—. Déjame ver, Arby. Sí, has perdido un par de dientes, por eso te duele. Pero eso tiene arreglo. La herida de la cabeza no es tan grave como parece. —Limpió el corte con una gasa. Volviéndose hacia Thorne, preguntó—: ¿Cuánto falta para que llegue el helicóptero?

Thorne consultó el reloj.

—Dos horas.

¿Y dónde aterriza?

La plataforma está a varios kilómetros de aquí.

—Así que disponemos de dos horas para llegar hasta la plataforma.

—¿Cómo iremos? —inquirió Kelly—. El jeep se quedó sin nafta.

—No te preocupes —dijo Sarah—. Ya pensaremos en algo.

—Siempre contestas lo mismo —observó Kelly.

—Porque siempre es la verdad —repuso Sarah—. Muy bien, Arby. Necesito tu ayuda. Voy a incorporarte y quitarte la camisa.

Thorne se llevó aparte a Levine, que tenía los ojos muy abiertos y se movía de un modo convulso. Por lo visto, el viaje en el jeep le había destrozado los nervios.

—¿De qué habla Sarah? —dijo Levine—. ¡Estamos atrapados! ¡Atrapados! —Se percibía histeria en su voz—. No podemos ir a ninguna parte. No podemos hacer nada. Nos van a…

—Tranquilízate —dijo Thorne, agarrándolo del brazo—. No asustes a los chicos.

—¿Y qué importa? Van a enterarse tarde o… ¡Eh, cuidado! Thorne le apretaba el brazo con fuerza. Acercó la cabeza a Levine.

—Ya eres mayorcito para comportarte como un tontito —advirtió en voz baja—. Ahora cálmate, Richard. ¿Me escuchas?

Levine asintió.

—Muy bien. Ahora, Richard, voy a salir a ver si los surtidores funcionan.

—Es imposible —objetó Levine—. ¿Cómo van a funcionar después de cinco años? Te lo aseguro, es una pérdida de tiempo…

—Richard, tenemos que probar los surtidores. Los dos hombres cruzaron una mirada en silencio.

—¿Quieres decir que vas a salir ahí afuera? —preguntó Levine.

—Sí.

Levine frunció el entrecejo.

—¿Qué hay de las luces? —insistió Sarah, agachada junto a Arby.

—Un momento —contestó Thorne. Inclinándose hacia Levine, dijo:

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —accedió Levine, respirando hondo.

Thorne se dirigió a la puerta y salió a la oscuridad. Levine cerró la puerta. Thorne, afuera, oyó el chasquido del pestillo. Se volvió de inmediato y llamó a la puerta. Levine la entreabrió y se asomó.

—¡Por Dios, Richard! —dijo Thorne—. No la trabes.

—Pero pensaba…

—¡No la trabes!

—Muy bien, muy bien. Perdona.

Thorne cerró la puerta y se volvió hacia la noche.

Alrededor reinaba el silencio. La quietud era casi excesiva, pensó. Pero quizá se debía al contraste con los gruñidos de los raptores. Tras permanecer largo rato observando el claro, se encaminó hacia el jeep. Abrió la puerta y buscó la radio. La encontró bajo el asiento del pasajero. La tomó, volvió a la tienda y llamó a la puerta.

—No está cerrado —dijo Levine al abrir.

—Toma. —Thorne le entregó la radio y volvió a cerrar.

A continuación se acercó a los surtidores y los examinó. Agarró la manguera del primero y quitó el seguro. No salió nada. No había nafta. Advirtió que eran surtidores sencillos y fiables, como los que se encuentran en cualquier lugar aislado, y era lógico, pues al fin y al cabo aquello era una isla.

Reflexionó.

Aquello era una isla, lo cual significaba que todo llegaba en avión o barco. Probablemente en barco la mayoría de las veces. En barcos pequeños, donde las provisiones se descargaban a mano.

Se inclinó y examinó la base del surtidor. Se confirmaron sus sospechas: no había depósitos enterrados. Bajo el suelo, casi en la superficie, había una tubería. Vio que la tubería iba hacia la parte trasera de la estación.

Thorne la siguió, avanzando con cautela y deteniéndose a escuchar de vez en cuando.

Llegó a la esquina y encontró lo que buscaba: tres bidones de doscientos litros alineados contra la pared y conectados a una serie de tubos negros. Golpeó suavemente los bidones con los nudillos. Estaban vacíos. Levantó uno con la esperanza de oír un chapoteo en el fondo. Les bastaba con cuatro o cinco litros.

Nada.

Pero debía de haber más bidones. Unas instalaciones como aquellas necesitaban entre diez y treinta bidones como esos. Además, los bidones llenos eran muy pesados, de modo que probablemente los almacenaban cerca de los surtidores.

Volvió lentamente la cabeza. La luz de la Luna le permitía ver con claridad. A la derecha de la cancha de tenis, cerca de la tienda, la vegetación se había adueñado de nuevo del terreno. Pero vio una brecha en el follaje. Un camino.

Se acercó y entre los matorrales vio una línea vertical. Enseguida comprendió que era el marco de una puerta de madera abierta. Había un cobertizo en el follaje. La otra puerta estaba cerrada. Al aproximarse vio un cartel metálico oxidado con letras rojas. Se leía:

PRECAUCIÓN

NO FUMAR

INFLAMABLE

Se detuvo y escuchó. Oyó los lejanos gruñidos de los raptores, procedentes de la montaña. Por alguna razón todavía no se habían acercado al poblado.

Thorne entró en el cobertizo, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio al fondo una docena de bidones herrumbrosos. Había tres o cuatro más a los costados. Thorne los tocó todos rápidamente, uno detrás del otro. No pesaban: estaban vacíos. Todos vacíos.

Con una sensación de frustración retrocedió hacia la entrada del cobertizo. Se detuvo un instante y miró alrededor. De pronto oyó el inconfundible sonido de una respiración.

En el interior de la tienda Levine iba de una ventana a otra procurando no perder a Thorne de vista. A lo lejos oyó los gruñidos de los raptores y comprendió que se habían quedado a la entrada del laboratorio. Se preguntó por qué no habrían seguido a los vehículos. Se le ocurrieron toda clase de explicaciones. Quizá sentían un miedo atávico ante el laboratorio, el lugar de su nacimiento. Recordaban las jaulas y no querían perder otra vez la libertad. Pero sospechó que la explicación más probable era, como siempre, la más sencilla: probablemente el área que rodeaba el laboratorio formaba parte del territorio de otro animal y los raptores no se atrevían a entrar. Incluso el tiranosaurio, recordó, había pasado por allí rápidamente, sin detenerse.

Pero, ¿un territorio de qué animal?

—¿Y las luces? —volvió a decir Sarah—. Necesito luz aquí.

—Enseguida —contestó Levine.

Thorne permaneció en silencio a la entrada del cobertizo. Oía roncas exhalaciones, como resoplidos de un caballo. Afuera aguardaba algún gran animal. El sonido procedía de la derecha. Thorne se asomó lentamente. A la derecha vio sólo un grupo de rododendros y, más allá, la cancha de tenis.

Nada más.

Miró y aguzó el oído.

Los débiles resoplidos continuaban, semejantes a una suave brisa. Pero no soplaba la más leve brisa: los árboles y arbustos no se movían.

¿O sí?

Thorne tuvo la sensación de que algo se le escapaba, algo que tenía justo delante de los ojos. Por un momento creyó detectar un ligero movimiento en los arbustos de la derecha. El contorno de las hojas pareció desplazarse y volver a su anterior posición. Pero no estaba seguro.

Thorne miró fijo y empezó a pensar que no eran los arbustos lo que había llamado su atención sino la tela metálica de la cancha de tenis. En casi toda su extensión estaba cubierta de enredaderas, pero en algunos puntos los rombos de alambre eran aún visibles. Sin embargo, advertía algo anormal en la tela metálica.

De pronto se encendieron las luces en la tienda. La luz de las ventanas enrejadas proyectó una forma geométrica sobre el claro y los arbustos situados junto a la cancha de tenis. Entonces, durante un breve instante, Thorne vio que los arbustos tenían una forma extraña, y eran de hecho dos dinosaurios de más de dos metros, uno junto a otro.

Sus pieles formaban una especie de mosaico de tonos claros y oscuros que les permitía confundirse perfectamente con las hojas de detrás e incluso con la tela metálica de la cancha de tenis. Gracias a ese aspecto habían permanecido totalmente ocultos a la vista hasta que se encendieron las luces de la tienda.

Thorne los observó conteniendo la respiración y se dio cuenta de que el mosaico de tonos claros y oscuros cubría sólo la mitad inferior de su cuerpo; de medio tórax para arriba la piel de los animales mostraba un dibujo romboide idéntico al de la valla.

Y mientras Thorne miraba, el complejo dibujo, de sus pieles se desvaneció, y los animales adquirieron una tonalidad blanca lechosa surcada a lo largo por una serie de rayas oscuras que imitaban exactamente las sombras proyectadas por las ventanas.

Los dos dinosaurios se tornaron de nuevo invisibles. Entornando los ojos, Thorne veía apenas sus contornos. Habría sido incapaz de verlos si no hubiese sabido que estaban allí.

Eran camaleones, pero con un poder mimético incomparablemente superior al de cualquier camaleón.

Thorne retrocedió lentamente en la oscuridad del cobertizo.

—¡Dios mío! —exclamó Levine, mirando por la ventana.

—Lo siento —se disculpó Sarah—, pero tenía que encender las luces. Este chico necesita ayuda.

Levine no contestó. Siguió mirando asombrado por la ventana, buscando una explicación a lo que acababa de ver. Comprendió en ese instante qué había visto de reojo el día que murió Diego. Levine tenía ya la total certeza, pero aquello excedía las facultades de cualquier animal terrestre.

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah, acercándose a la ventana.

—Mira —indicó Levine.

Sarah miró a través de la reja.

—¿Hacia los arbustos? ¿Qué? ¿Qué se supone que tengo…?

—Mira atentamente.

Sarah observó los arbustos durante un rato.

—Lo siento pero no veo nada.

—Entonces vuelve a apagar las luces.

Sarah apagó las luces y regresó a la ventana. Esta vez vio a los animales al instante.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿Hay dos?

—Sí. Uno junto al otro.

—Y… ¿se desvanece el dibujo?

—Sí.

—¿Qué son? —preguntó Sarah.

—Camaleones incomparablemente dotados. Aunque no sé hasta qué punto es correcto llamarlos camaleones, considerando que los camaleones no poseen la facultad…

—¿Qué son? —repitió Sarah con impaciencia.

—Yo diría que Carnotaurus sastrei. Un espécimen propio de la Patagonia. Unos tres metros de altura con una cabeza muy característica. Fíjate en esos hocicos cortos, como de bulldog, y el gran par de cuernos sobre los ojos, casi como alas…

—¿Son carnívoros? —inquirió Sarah.

—Sí, claro. Tienen…

—¿Dónde está Thorne?

—Desapareció entre esos arbustos de la derecha hace un rato. No lo he visto, pero…

—¿Qué hacemos? —dijo Sarah.

—¿Hacer? —replicó Levine—. No sé si te entiendo.

—Tenemos que hacer algo —insistió Sarah, hablándole en voz baja, como si fuese un niño—. Tenemos que ayudar a Thorne.

—No sé cómo —respondió Levine—. Esos animales deben de pesar doscientos kilos cada uno. Y hay dos. Ya le advertí que no saliera. Pero ahora…

—Ve a encender las luces —ordenó Sarah, arrugando la frente.

—Preferiría…

—¡Ve a encender las luces!

Ofendido, Levine obedeció.

—¡Enciende! —gritó Sarah, mirando por la ventana.

Levine pulsó los interruptores y se dispuso a volver a la ventana para seguir con sus observaciones.

—¡Apaga! —dijo Sarah.

Levine retrocedió apresuradamente y apagó las luces.

—¡Enciende!

Volvió a encenderlas.

Sarah se apartó de la ventana y comentó:

—Eso no les gustó. Les molesta.

—Bueno, probablemente hay un período refractario… —empezó a explicar Levine.

—Sí. Eso parece. Ven. Quítale los envoltorios a esto.

—Tomó varias linternas de un estante y se las entregó a Levine. A continuación fue a buscar pilas a la estantería contigua.

—Espero que no estén gastadas.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Levine.

—Vamos a hacer —replicó Sarah severamente—. Tú y yo.

Thorne permanecía en la oscuridad del cobertizo mirando a través de la puerta abierta. Alguien había estado encendiendo y apagando las luces en la tienda. Después quedaron encendidas durante un rato y de pronto se habían apagado otra vez.

Thorne oyó un susurro. Al cabo de un instante vio avanzar a los dinosaurios hacia el cobertizo, erguidos y con las colas rígidas. Sus pieles cambiaban de dibujo y color mientras caminaban; era difícil seguirlos.

Llegaron a la entrada y los contornos de sus cuerpos se dibujaron por fin nítidamente contra la claridad de la Luna. Parecían demasiado grandes para cruzar la puerta, y Thorne creyó por un momento que no lo conseguirían. Pero el primero agachó la cabeza, gruñó y atravesó la entrada.

Thorne contuvo la respiración, intentando pensar qué hacer. Pero no había nada que hacer. Los animales eran metódicos; el primero se apartó de la entrada para dejar pasar al segundo.

De repente junto a la tienda destelló media docena de luces. Los haces se agitaban, iluminando los cuerpos de los dinosaurios como reflectores.

Los dinosaurios eran claramente visibles, y eso los incomodaba. Gruñeron e intentaron alejarse de las luces. Cada vez más inquietos, acabaron saliendo del cobertizo y bramaron furiosos. Sin embargo, las luces siguieron moviéndose. Los dinosaurios volvieron a bramar y avanzaron hacia las luces amenazadoramente pero sin convicción. Al cabo de un momento retrocedieron arrastrando los pies hacia la cancha de tenis seguidos por las luces.

Thorne se asomó a la puerta del cobertizo.

—¿Doc? —dijo Sarah—. Más vale que salgas de ahí antes de que decidan volver.

Thorne corrió hacia las luces y encontró detrás a Sarah y Levine. Sostenían unas cuantas linternas cada uno.

Los tres volvieron juntos a la tienda.

Una vez en la tienda, Levine dio un portazo y se recostó sobre ella.

Jamás sentí tanto miedo en mi vida.

—Richard —dijo Harding con frialdad—, trata de calmarte. —Atravesó la habitación y colocó las linternas sobre el mostrador.

—Salir fue una idea descabellada —afirmó Levine, mientras se enjugaba la frente. Estaba empapado en transpiración; su camisa, plagada de manchas oscuras.

—En realidad, fue de mucho provecho —dijo Harding. Se dirigió a Thorne—. Vimos que tienen un período refractario para las reacciones de la piel. Es rápido comparado con el de un pulpo, por ejemplo, pero existe. Mi hipótesis era que aquellos dinosaurios eran como todos los animales que se valen del camuflaje. Básicamente, tienden emboscadas. No son especialmente rápidos o activos. Se mantienen tiesos durante horas en un entorno estático que les permite desaparecer y esperan hasta que un insospechado bocadillo se acerque. Pero si tienen que adaptarse a nuevas condiciones de luminosidad, saben que no pueden esconderse. Se ponen nerviosos. Y si se ponen lo suficientemente nerviosos, escapan. Y eso es lo que sucedió.

Levine se dio vuelta y miró a Thorne con furia.

—Todo fue culpa tuya. Si no hubieras salido…

—Richard —lo interrumpió Harding—, necesitamos combustible o jamás podremos salir de aquí. ¿No quieres marcharte de una vez?

Levine no respondió. Estaba ofendido.

—Bueno —dijo Thorne—, de todos modos no había combustible en el cobertizo.

—Miren todos quién está aquí —dijo Sarah.

Apareció Arby, apoyándose en Kelly. Vestía prendas que había encontrado en la tienda: un pantalón de baño y una remera que decía «Laboratorios de Bioingeniería InGen». Debajo continuaba «Construimos el futuro».

Arby tenía un ojo morado, una mejilla inflamada y un corte en la frente, que Harding le había vendado. Tanto los brazos como las piernas presentaban intensos moratones. Pero estaba de pie y sonreía con dificultad.

—¿Cómo te sientes, muchacho? —le preguntó Thorne.

—¿Sabes qué es lo que más quiero en el mundo en este momento? —dijo Arby.

—¿Qué? —le preguntó Thorne.

—Una Coca Diet y muchas aspirinas.

Sarah se acercó a Malcolm. Canturreaba suavemente y miraba hacia arriba.

—¿Cómo está Arby?

—Se pondrá bien.

—¿Necesita morfina? —preguntó Malcolm.

—No, no lo creo.

—Bien. —Extendió el brazo y levantó la manga de la camisa.

Thorne limpió el horno de microondas y calentó un poco de carne enlatada. Encontró un paquete con platos de cartón decorados con un motivo de Halloween, donde sirvió la comida. Los dos niños comieron con desesperación.

Le entregó un plato a Sarah y luego se dirigió a Levine:

—¿Quieres?

—No.

Thorne se encogió de hombros.

Arby se acercó, con el plato en la mano.

—¿Hay más?

—Por supuesto —dijo Thorne y le extendió su propio plato.

Levine se acercó a Malcolm y se sentó junto a él.

—Bueno, al menos no estábamos equivocados con respecto a una cosa. Esta isla era un verdadero Mundo Perdido: una ecología prístina e inalterada. Estuvimos en lo cierto desde el comienzo. Malcolm levantó la cabeza.

—¿Estás bromeando? ¿Y todos los apatosaurios muertos?

—Estaba pensando en eso. Sin duda, los raptores los mataron. Y luego los raptores…

—¿Qué? ¿Los arrastraron hasta el nido? Esos animales pesan cincuenta toneladas, Richard. Ni cien raptores podrían arrastrarlos. No, no. —Suspiró—. Los esqueletos deben de haber flotado hasta un recodo en el río, donde se vararon. Los raptores formaron el nido cerca de una buena fuente de alimentación: apatosaurios muertos.

—Bueno, tal vez…

—Pero, ¿por qué tantos apatosaurios muertos, Richard? ¿Por qué ninguno de los animales llega a ser adulto? ¿Y por qué hay tantos depredadores en esta isla?

—Bueno, necesitamos más información, por supuesto… —empezó a decir Levine.

—No. ¿No estuviste en el laboratorio? Ya sabemos cuál es la respuesta.

—¿Cuál?

—Priones —respondió Malcolm y cerró los ojos. Levine frunció el ceño y dijo:

—¿Qué son los priones?

Malcolm suspiró.

—Ian, ¿qué son los priones?

—Sal de aquí —le respondió Malcolm, sacudiendo la mano.

Arby estaba acurrucado en un rincón, casi dormido. Thorne enrolló una remera y la colocó debajo de la cabeza del muchacho. Arby masculló algo y sonrió.

En escasos segundos, comenzó a roncar.

Thorne se puso de pie y se acercó a Sarah, que estaba parada junto a la ventana. Afuera, el cielo comenzaba a aclarar, celeste, por sobre los árboles.

—¿Cuánto tiempo nos queda? Thorne consultó el reloj.

—Más o menos una hora.

Sarah empezó a pasearse de un lado a otro.

—Necesitamos combustible —afirmó—. Con nafta llegaremos al helicóptero.

—Pero no hay combustible —insistió Thorne.

—Tiene que haber en alguna parte. —Sarah siguió deambulando por la tienda—. Probaste los surtidores…

—Sí. Están secos.

—Y dentro del laboratorio.

—Lo dudo.

—Entonces, ¿dónde? ¿Y en el tráiler?

Thorne negó con la cabeza.

—Es sólo un remolque pasivo. La otra unidad disponía de un generador auxiliar y algunos bidones de nafta. Pero se ha caído por el precipicio.

—Tal vez los bidones no se hayan roto con la caída. Aún tenemos la motocicleta. Podría ir hasta allí y…

—Sarah —dijo Thorne.

—Vale la pena intentarlo.

—Sarah… —repitió Thorne.

—¡Miren! —advirtió Levine en voz baja desde la ventana—. Tenemos visita.