La motocicleta avanzaba rápidamente por la hierba. Kelly se aferraba a Sarah con una mano y sostenía el rifle con la otra; empezaba a cansársele el brazo. La motocicleta se sacudía por el irregular terreno. El pelo, agitado por el viento, le azotaba en la cara.
—¡Agárrate fuerte! —advirtió Sarah.
La Luna asomó entre las nubes, y ante ellas la hierba adquirió una tonalidad plateada. El raptor se encontraba a cuarenta metros, justo en el límite dei espacio iluminado por el faro. Ganaban terreno poco a poco. Kelly no veía más animales en la llanura, salvo la manada de apatosaurios que pacía a lo lejos.
Se acercaron al raptor. El animal corría a gran velocidad con la cola rígida, prácticamente oculta entre la hierba. Cuando lo alcanzaron, Sarah giró gradualmente a la derecha para aproximarse al animal. Entonces se inclinó hacia atrás, acercando la boca al oído de Kelly.
—¡Prepárate!
—¿Qué hago? —preguntó Kelly.
Avanzaban ya junto a la cola del raptor. Sarah aceleró, para alcanzar la cabeza.
—¡El cuello! —indicó Sarah—. ¡Dispárale al cuello!
—¿Adónde?
—¡A cualquier sitio! ¡Al cuello!
Kelly manipuló torpemente el rifle y preguntó:
—¿Ahora?
—¡No! ¡Aún no! ¡Espera!
El raptor, aterrorizado por la proximidad de la motocicleta, aumentó la velocidad.
Kelly buscó el seguro. El rifle saltaba entre sus manos. Por fin dio con el seguro y lo quitó. Para disparar tendría que usar las dos manos, y eso significaba soltarse de Sarah.
—¡Prepárate! —le avisó Sarah.
—Pero no puedo…
—¡Ahora! ¡Dispara ya!
Sarah giró levemente, acercándose aún más al raptor. Se hallaba sólo a un metro de distancia. Kelly percibía el olor del animal. El raptor volvió la cabeza y lanzó una dentellada. Kelly disparó, notando el violento retroceso del rifle. Se agarró de nuevo a Sarah. El raptor seguía corriendo.
—¿Qué pasó? —preguntó Kelly.
—¡Fallaste!
Kelly movió la cabeza en un gesto de pesar.
—¡No te preocupes! —dijo Sarah—. ¡Puedes hacerlo! ¡Me acercaré mas!
Sarah volvió a aproximarse, pero esta vez fue distinto. Cuando se encontraban junto al raptor, éste las embistió de pronto con la cabeza. Sarah gritó y giró a la izquierda, aumentando la distancia.
—¡Son criaturas inteligentes! —comentó—. ¡No dan segundas oportunidades!
El raptor las persiguió por un momento y de pronto cambió de dirección, alejándose por la llanura.
—¡Va hacia el río! —advirtió Kelly. Sarah aceleró.
—¿Es muy profundo?
Kelly no contestó.
—¿Es muy profundo? —repitió Sarah, levantando la voz.
—¡No lo sé! —gritó Kelly. Le pareció recordar que había visto a los raptores cruzar el río a nado. Eso equivalía a…
—¿Más de un metro? —preguntó Sarah.
—¡Sí!
—No conseguiremos pasarlo.
El raptor se encontraba ahora a diez metros por delante de la motocicleta y aumentaba gradualmente su ventaja. Sarah giró a la izquierda, alejándose del raptor en dirección al río.
—¿Qué haces? —dijo Kelly.
—Tenemos que cortarle el paso.
De pronto una bandada de pájaros alzó vuelo justo delante de la motocicleta. Kelly, sobresaltada, agachó la cabeza. El rifle se le sacudió en la mano.
—¡Ten cuidado! —exclamó Sarah.
—¿Qué pasó?
—¡Se te disparó el rifle!
—¿Cuántos cartuchos quedan?
—¡Dos! —contestó Sarah—. ¡Aprovéchalos!
El río apareció ante ellas, resplandeciente bajo la luna. Salieron de la hierba, y Sarah giró en la orilla lodosa. La motocicleta patinó, y las dos cayeron al barro. Sarah se levantó de un salto y corrió hacia la motocicleta.
—¡Vamos! —gritó.
Kelly, aturdida, la siguió. El rifle estaba cubierto de barro y ella se preguntó si aún funcionaría. Sarah ya se había subido a la motocicleta y le indicó que se apresurase. Kelly saltó tras ella y Sarah avanzó rápidamente por la orilla.
El raptor salió de entre la hierba veinte metros más adelante y corrió hacia el agua.
—¡Se escapa!
El jeep de Thorne bajaba por la ladera sin control. Las hojas de las palmeras golpeaban el parabrisas. No veían nada. El vehículo se desplazó de costado, y Levine gritó.
Thorne sujetó firmemente el volante e intentó corregir la trayectoria. Pisó el freno. El jeep se enderezó y siguió bajando por la ladera. De pronto se abrió una brecha en el follaje, y Thorne vio al otro lado un claro salpicado de grandes rocas negras. Los raptores comenzaron a trepar a las rocas. Quizá si doblaba a la izquierda…
—¡No! —exclamó Levine—. ¡No!
—¡Agárrate!
Thorne dio un golpe de volante. El jeep perdió tracción y se deslizó hacia adelante. Chocaron contra la primera roca y se hizo añicos un faro. El jeep se elevó peligrosamente y volvió a caer al suelo. Thorne pensó por un momento que eso habría inutilizado la transmisión, pero milagrosamente el jeep funcionaba todavía. Siguieron bajando de costado. Golpearon la rama de un árbol y perdieron el segundo faro. Continuaron descendiendo a oscuras y de pronto llegaron a terreno llano.
El jeep rodó suavemente sobre tierra blanda. Thorne lo detuvo.
Silencio.
Miraron por las ventanillas, intentando orientarse. Pero la oscuridad era tal que apenas veían. Al parecer se hallaban en un profundo desfiladero totalmente tapado por las copas de los árboles.
—Contornos aluviales —observó Levine—. Debemos de estar en un arroyo.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Thorne advirtió que Levine tenía razón. Los raptores corrían por el lecho de un arroyo flanqueado de grandes rocas. Sin embargo, el lecho en sí era arenoso y su ancho permitía el paso del jeep. Siguieron a la manada.
El arroyo se ensanchó y desembocó en un amplio embalse. En las orillas los árboles sustituyeron a las rocas. La luz de la Luna se filtraba entre las ramas y la visibilidad era mayor.
Pero los raptores habían desaparecido. Thorne detuvo el jeep, bajó la ventanilla y escuchó. Oyó sus gruñidos y siseos procedentes de algún lugar a la izquierda.
Thorne volvió a poner el jeep en marcha y abandonó el arroyo. Avanzaron por la orilla entre pinos y helechos.
—¿Crees que el chico habrá sobrevivido a ese descenso?
—No lo sé —respondió Thorne.
De pronto los árboles dieron paso a un claro donde los helechos habían sido pisoteados. Más allá del claro vieron las orillas del río. De algún modo habían regresado al río.
Pero fue el claro lo que atrajo su atención. Varios esqueletos de apatosaurios salpicaban aquel amplio espacio. Las enormes cajas torácicas resplandecían a la luz de la Luna. En el centro había un gigantesco cadáver parcialmente devorado y envuelto por una nube de moscas.
—¿Qué es esto? —preguntó Thorne—. Parece un cementerio.
—Sí —respondió Levine—. Pero no lo es.
Todos los raptores se hallaban agrupados a un lado, disputándose los restos de Eddie. Al otro extremo del claro vieron tres montículos de barro; las paredes estaban rotas en muchos puntos. En los nidos había fragmentos aplastados de cascarón. El hedor de la carne descompuesta flotaba en el aire.
—Éste es el nido de los raptores —dijo Levine, observando el claro.
En la oscuridad del tráiler Malcolm se incorporó con una mueca de dolor y tomó la radio.
—¿Encontraron el nido?
La radio crepitó.
—Sí —afirmó Levine—. Eso creo.
—Descríbelo —le pidió Malcolm.
Levine habló en voz baja, enumerando características, calculando dimensiones. El nido de los velocirraptores le pareció descuidado y mal construido. Eso lo sorprendió, porque normalmente los nidos de dinosaurio transmitían una inconfundible sensación de orden, como él mismo había comprobado una y otra vez en nidos fosilizados desde Montana hasta Mongolia. Entre los velocirraptores, en cambio, la situación era distinta. Todo su entorno ofrecía una imagen caótica: nidos mal hechos, continuas peleas entre los adultos, muy pocos animales jóvenes, cascarones aplastados, montículos pisoteados. Alrededor de los montículos Levine advirtió pequeños huesos dispersos y supuso que eran los restos de recién nacidos. No vio crías vivas en el claro. Había sólo tres ejemplares jóvenes, pero estaban condenados a arreglárselas por su cuenta y presentaban ya numerosas heridas; los tres mostraban evidentes síntomas de desnutrición.
—¿Y los apatosaurios? —preguntó Malcolm por la radio—. ¿Qué me dices de los cadáveres?
Levine contó cuatro cuerpos en distintos grados de descomposición.
—Díselo a Sarah.
Pero Levine se preguntaba otra cosa: ¿Cómo habían llegado hasta allí aquellos cuerpos? Obviamente no habían muerto allí por accidente; sin duda el resto de los dinosaurios procuraba mantenerse a distancia de aquel nido. No podían haber sido atraídos hasta allí y eran demasiado grandes para ser arrastrados. Entonces, ¿cómo habían llegado? Algo le rondaba por la mente, alguna idea evidente que no conseguía…
—Han llevado a Arby hasta ahí —apuntó Malcolm.
—Sí —dijo Levine . Así es.
Observó el nido, intentando desentrañar el misterio. De pronto Thorne lo golpeó con el codo.
—Allí está la jaula —advirtió, señalando un lugar al otro lado del claro.
Levine vio el brillo de los barrotes de aluminio, tapados parcialmente por los helechos.
—¡Vamos allá! —propuso Levine.
Los raptores, disputándose todavía el cuerpo de Eddie, no prestaban atención a la jaula. Thorne agarró un rifle Lindstradt y abrió el cargador. Seis dardos.
—Con esto no basta —comentó. Había al menos diez raptores en el claro.
Levine buscó su mochila en el asiento trasero. La encontró en el suelo. Abrió el cierre y sacó un cilindro metálico del tamaño de un refresco. En su exterior llevaba estampados unos huesos cruzados y una calavera. Debajo se leía: PRECAUCIÓN, METACOLINA TÓXICA (MIVACURIUM).
—¿Qué es eso? —preguntó Thorne.
—Una sustancia que elaboraron en Los Álamos —explicó Levine—. Es un neutralizador no letal. Desprende un aerosol de colinesterasa de corta duración. Paraliza toda forma de vida durante tres minutos. Dejará a los velocirraptores fuera de combate.
—Pero, ¿y el chico? —objetó Thorne—. No puedes usar eso. Lo paralizarás a él.
—Si lanzamos el cilindro a la derecha de la jaula, el gas volará en la otra dirección, hacia los raptores.
—O quizá no —dijo Thorne—. Y podría afectarlo gravemente. Levine asintió. Guardó de nuevo el cilindro en la mochila y se quedó inmóvil, contemplando a los raptores.
—Y bien, ¿qué hacemos entonces?
Thorne observó la jaula de aluminio, parcialmente oculta entre los helechos. De pronto vio algo que lo obligó a erguirse en el asiento: la jaula se había movido ligeramente.
—¿Te fijaste? —preguntó Levine.
—Voy a sacar a ese niño de ahí —anunció Thorne.
—Pero, ¿cómo?
—A la antigua —contestó Thorne. Salió del jeep.
Sarah aceleró en la motocicleta por la orilla del río. El raptor se dirigía en diagonal hacia el agua.
—¡Vamos! —exclamó Kelly—. ¡Vamos!
El raptor las vio y cambió de dirección, yendo aún hacia el río pero en un ángulo más abierto. Pero en la orilla la motocicleta desarrollaba una velocidad mayor. Le cortaron el paso, y el raptor dobló a la derecha, adentrándose de nuevo en la hierba.
—¡Lo lograste! —gritó Kelly.
Sarah mantuvo la velocidad para ganarle terreno al raptor, que aparentemente había renunciado a cruzar el río y huía sin rumbo.
—¡Maldita sea! —protestó Sarah.
—¿Qué?
—¡Mira!
Kelly se inclinó a un lado y miró por encima del hombro de Sarah. Frente a ellas, a unos cincuenta metros, se hallaba la manada de apatosaurios. Bramaban y giraban asustados.
El raptor corría derecho hacia la manada.
—¡Cree que así nos perderá! —Sarah aceleró para acercarse—. ¡Ahora! ¡Dispara!
Kelly apuntó y disparó. Sintió el retroceso del rifle. Pero el raptor siguió adelante.
—¡Fallaste otra vez! —dijo Sarah.
Frente a ellas, los apatosaurios pateaban el suelo y les volvían la espalda, blandiendo las pesadas colas en el aire. El raptor continuaba avanzando hacia la manada.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kelly.
—¡No nos queda otra elección!
La motocicleta corría paralela al raptor. Juntos pasaron bajo el primer apatosaurio. Kelly echó un vistazo a la curva del vientre, a un metro sobre sus cabezas. Las patas eran tan gruesas como troncos de árbol.
El raptor serpenteó entre las patas. Sarah no se despegaba de él.
Se encontraban ya en medio de la manada. Justo delante, una pata enorme pisó el suelo con fuerza. La motocicleta se sacudió. Sarah giró a la izquierda y pasaron rozando la piel del animal. El raptor dejó atrás la manada y dobló bruscamente para despistarlas.
—¡Mierda! —exclamó Sarah. La cola de un apatosaurio pasó a escasos centímetros de ellas, pero siguieron persiguiendo al raptor, de nuevo en campo abierto. Sarah gritó—: ¡Última oportunidad! ¡Dispara!
Kelly levantó el rifle. La motocicleta se acercó al raptor, que nuevamente intentó embestirla; ella mantuvo la posición y le asestó un puñetazo en la cabeza.
—¡Ahora! —ordenó.
Kelly apoyó la culata en el hombro y apretó el gatillo. El disparo retumbó, pero el raptor siguió corriendo.
—¡No! —se lamentó—. ¡No!
Pero de pronto el animal se desplomó y rodó por la hierba. Sarah detuvo la motocicleta a cinco metros del raptor, que aún gruñía. Al cabo de un instante dejó de emitir sonido alguno.
Sarah tomó el rifle y abrió el cargador. Kelly vio otros cinco dardos.
—Creía que era el último —dijo.
—Te mentí —admitió Sarah—. Espera aquí.
Sarah se aproximó con cautela al animal caído y le disparó de nuevo. Luego se inclinó sobre el cuerpo inerte.
Cuando regresó, llevaba la llave en la mano.
En el nido los raptores seguían desgarrando el cuerpo de Eddie, pero con menor vehemencia. Frotándose las mandíbulas con los miembros delanteros, algunos se separaron y se encaminaron al centro del claro, en dirección a la jaula.
Thorne subió a la parte trasera del jeep y retiró la capota de lona. Sostenía el rifle en las manos.
Levine se deslizó sobre el asiento y se puso al volante. Encendió el motor.
—¡Adelante! —indicó Thorne.
El jeep se adentró rápidamente en el claro junto al cadáver, los raptores alzaron la vista, sorprendidos ante la intrusión. El jeep había ya pasado el centro del claro y se desplazaba por debajo de las anchas costillas de uno de los enormes esqueletos. Levine giró a la izquierda y se detuvo junto a la jaula. Thorne saltó del jeep y levantó la jaula con las dos manos. En la oscuridad era incapaz de ver en qué estado se hallaba Arby. Levine bajó del jeep, pero Thorne le ordenó que volviese a subir. Cargó la jaula en la parte trasera y él se colocó al lado. Levine puso el jeep en marcha. Los raptores salieron en su persecución. Atravesaron el claro a una velocidad asombrosa.
Cuando Levine pisaba el acelerador a fondo, el raptor más cercano saltó por el aire y cayó en la parte trasera del jeep, aferrándose a la lona de la capota con los dientes.
Levine aceleró y el jeep abandonó el claro con un violento traqueteo.
En la oscuridad, Malcolm se hundía en los sueños de la morfina. Flotaban imágenes ante sus ojos: paisajes de adaptación, las imágenes multicolores de la computadora, que ahora se empleaba para pensar sobre la evolución. En este mundo matemático de cumbres y de valles, se veían poblaciones de organismos que trepaban las cumbres de la adaptación o que se caían por los valles de la incapacidad de adaptarse. Stu Kauffman y sus colaboradores habían demostrado que los organismos avanzados tenían limitaciones internas complejas que hacían que fuera más probable que no alcanzaran la adaptación, sino que se cayeran por los valles. Sin embargo, al mismo tiempo, las criaturas complejas eran seleccionadas para la evolución, porque tenían la capacidad de adaptarse por sí mismas. Con herramientas, con el aprendizaje, con la cooperación.
Pero los animales complejos habían pagado un costo alto por lograr la flexibilidad adaptativa: habían cambiado una dependencia por otra. Ya no era necesario que modificasen sus cuerpos para adaptarse, porque ahora la adaptación se refería al comportamiento, que estaba socialmente determinado. Ese comportamiento implicaba el aprendizaje. De algún modo, entre los animales superiores la capacidad de adaptación ya no se transmitía a la próxima generación a través del ADN. Ahora se transmitía por medio de la enseñanza. Los chimpancés les enseñaban a sus crías a juntar termitas con una ramita. Estas acciones implicaban al menos los rudimentos de una cultura, una vida social estructurada. Pero los animales criados en forma aislada, sin padres, sin parámetros, no eran del todo funcionales. Los animales del zoológico a menudo no se ocupaban de sus crías porque jamás habían visto hacerlo. No les prestaban atención o las aplastaban o simplemente se enfadaban con ellas y las mataban.
Los velocirraptores estaban entre los dinosaurios más inteligentes y más feroces. Ambas características exigían el control en el comportamiento. Hace millones de años, en el ya desaparecido período Cretácico, el comportamiento debía de haber estado socialmente determinado y se transmitiría de los animales más viejos a los más jóvenes. Los genes controlaban la capacidad de crear estos patrones, pero no los patrones en sí. El comportamiento adaptativo era una especie de moral. Era un comportamiento que había evolucionado a través de muchas generaciones porque era exitoso: permitía que los miembros de las especies cooperaran, vivieran juntos, cazaran y criaran a las crías.
Pero, en esa isla, los velocirraptores habían sido creados en un laboratorio genético. A pesar de que sus cuerpos físicos estaban genéticamente determinados, no sucedía lo mismo con el comportamiento. Estos nuevos raptores llegaron al mundo sin ningún animal viejo que los guiara, que les enseñara el comportamiento apropiado para un raptor. Tuvieron que valerse por sí mismos y ésa era la manera en que se comportaban: sin estructura, sin reglas, sin cooperación. Vivían en un mundo descontrolado y egoísta, donde los más fuertes y agresivos sobrevivían y todos los demás morían.
Thorne se agarró a las barras del chasis para no salir despedido. El raptor seguía sujeto a la lona. Levine se dirigió a la orilla del río y avanzó junto al agua. Sin faros la visibilidad era escasa. Se inclinó y miró al frente con los ojos entornados, atento a posibles obstáculos.
En la parte trasera el raptor soltó la lona, cerró las mandíbulas en torno de los barrotes de la jaula y empezó a tirar hacia atrás. Thorne se aferró al otro extremo y entabló una feroz pulseada con el raptor. Pero ganaba el raptor. Thorne se sujetó con las piernas al asiento delantero. El raptor gruñó, y Thorne percibió su furia ante la posibilidad de perder la presa.
—¡Toma! —dijo Levine, tendiéndole el rifle. Thorne, tendido de espaldas y agarrado a la jaula con las dos manos, no podía agarrar el arma. Levine volvió la cabeza y se percató de la situación. Miró por el espejo retrovisor y vio que el resto de la manada los seguía. No podía reducir la marcha. Sin levantar el pie del acelerador, giró en el asiento y apuntó el rifle hacia atrás, consciente de lo que ocurriría si disparaba accidentalmente a Thorne o Arby.
—¡Cuidado! —exclamó Thorne—. ¡Cuidado!
Levine consiguió quitar el seguro y dirigió el cañón hacia el raptor, que continuaba aferrado a la jaula. El animal levantó la vista y, con un rápido movimiento, atrapó el cañón entre las mandíbulas. Empezó a tirar del arma.
Levine disparó.
El raptor abrió los ojos desmesuradamente cuando el dardo se alojó en su garganta. Emitió un extraño gorgoteo y al instante, en medio de violentas convulsiones, cayó del jeep, arrancándole el rifle de las manos a Levine.
Thorne se puso de rodillas y reacomodó la jaula en el interior del coche. Volvió la vista atrás y advirtió que los otros raptores aún los perseguían, pero se encontraban ya a veinte metros y perdían terreno rápidamente.
Se oyó el chasquido de la radio.
—Doc.
Thorne reconoció la voz de Sarah.
—Sí, Sarah.
—¿Dónde están?
—Seguimos el curso del río —contestó Thorne.
—No veo las luces —dijo Sarah.
—Las llevamos apagadas.
Se produjo un silencio. La radio crepitó. Con voz tensa, Sarah preguntó:
—¿Y Arby?
—Con nosotros —respondió Thorne.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Sarah—. ¿Cómo está?
—No lo sé. Vivo por lo menos.
De pronto salieron a un amplio valle. Thorne miró alrededor, tratando de orientarse. Enseguida se dio cuenta de que habían regresado al valle, pero mucho más al sur. Debían de estar en el mismo lado del río que la plataforma de observación. Por lo tanto tenían que buscar a su izquierda el camino de montaña, que los conduciría al claro y al tráiler. Y a la seguridad. Tocó con el codo a Levine y dijo:
—¡Por allí!
Thorne pulsó el botón de la radio.
—Sarah.
—Sí, Doc.
—Volvemos al tráiler por el camino de montaña.
—Muy bien —respondió Sarah—. Voy hacia allí.
—¿Cuál es el camino de montaña? —preguntó Sarah.
—Creo que es el que está allá arriba —respondió Kelly, señalando la montaña por encima de ellas.
—Bien —dijo Sarah e hizo arrancar la moto.
Aprovechando que el terreno era menos accidentado, Thorne se agachó junto a la jaula entre los asientos y examinó a Arby, que gemía entre las barras.
Tenía media cara manchada de sangre y la camisa empapada. Pero abría los ojos y aparentemente movía brazos y piernas. Thorne se acercó más a los barrotes y preguntó en voz baja:
—¡Eh, hijo! ¿Me oyes?
Arby asintió con la cabeza, gimiendo.
—¿Cómo te encuentras?
—He estado mejor otras veces —respondió Arby.
El jeep llegó al camino e inició el ascenso. Levine experimentó una sensación de alivio mientras subían, alejándose del valle. Por fin estaban en el camino de montaña, a salvo.
Dirigió la mirada hacia la cresta. Y entonces vio las formas oscuras bajo la luz de la Luna. Saltaban en lo alto del monte.
Eran raptores.
Los esperaban en el camino. Detuvo el jeep.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Deja —dijo Thorne severamente—. A partir de aquí conduzco yo.