Sarah Harding, todavía colgada en el extremo del tráiler, levantó la vista y contempló el fuelle retorcido que comunicaba con el segundo tráiler. Las embestidas de los dinosaurios habían cesado y el tráiler ya no se movía. Pero ahora notaba un goteo de agua fría en la cara. Y sabía lo que eso significaba.
El fuelle empezaba a rasgarse.
Miró hacia arriba y vio el principio de una rajadura en la tela que dejaba al descubierto las espirales de acero que formaban el fuelle. La rajadura era aún pequeña, pero se extendería rápidamente. Y al romperse la malla, el acero se desenroscaría, se alargaría y finalmente cedería.
Sólo disponían de unos minutos antes de que el tráiler se desprendiese y cayese al vacío.
Descendió de nuevo hasta donde se encontraba Malcolm y buscó un punto de apoyo firme junto a él.
—Ian.
—Ya lo sé —contestó Malcolm con un gesto de negación.
—Ian, tenemos que salir de aquí. —Lo agarró por las axilas y lo ayudó a enderezarse—. Y tú vienes conmigo.
Malcolm, derrotado, volvió a negar con la cabeza. Sarah ya había visto antes en su vida ese mismo gesto de renuncia, y lo detestaba. Ella jamás se rendía.
Malcolm lanzó un gruñido.
—No puedo…
—Tienes que hacerlo —instó Sarah.
—Sarah…
—No pienso escucharte, Ian. No tenemos nada de qué hablar. Y ahora vamos. —Tiró de Malcolm, y él gimió. Pese a todo Sarah lo obligó a erguirse y lo separó de la mesa.
El resplandor de un rayo iluminó el tráiler, y Malcolm pareció hacer acopio de energía. Consiguió mantenerse recto al borde del asiento situado frente a la mesa. Vacilaba, pero se mantenía recto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Malcolm.
—No lo sé, pero tenemos que salir de aquí… ¿Hay cuerda por alguna parte?
Malcolm asintió débilmente.
—¿Dónde? —preguntó Sarah. Malcolm señaló hacia la cabina.
—Allí. Bajo el tablero.
—Vamos, pues —ordenó Sarah.
Se inclinó y buscó apoyo para los pies en el lado opuesto. Adoptó la misma posición que un alpinista en la chimenea de una montaña. El tablero se encontraba a seis metros por debajo de ellos.
—Muy bien, Ian. Vamos.
—No puedo, Sarah. De verdad.
—Entonces apóyate en mí. Yo te llevaré.
—Pero…
—¡Ahora, maldita sea!
Malcolm se levantó y asió con mano temblorosa una manija montada en la pared. Arrastraba la pierna derecha. A continuación, repentinamente, Sarah notó todo su peso sobre ella y casi resbaló. Malcolm se aferró a su cuello, ahogándola. Sarah jadeó, se echó las manos a la espalda, agarró a Malcolm por los muslos y lo levantó en el aire mientras él se sujetaba mejor a su cuello. Finalmente consiguió respirar.
—Lo siento —se disculpó Malcolm.
—No importa —dijo Sarah—. Allá vamos.
Empezó a descender por el pasadizo vertical, aferrándose a todo aquello que encontraba. En algunos sitios había manijas, y donde no las había recurría a los tiradores de los cajones, las patas de las mesas, las fallebas de las ventanas o la alfombra del suelo. En un punto la alfombra se levantó y Sarah se deslizó hacia abajo hasta que consiguió afianzarse nuevamente con las piernas. Colgado a sus espaldas, Malcolm gemía y le temblaban los brazos.
—Eres muy fuerte —comentó él.
—Fuerte pero femenina —contestó Sarah severamente.
Ya estaban sólo a tres metros del tablero. Luego a uno. Sarah encontró una manija, se colgó y dejó ir las piernas. Apoyó los pies en el volante. Bajó y colocó a Malcolm en el tablero. Él se recostó, respirando con dificultad.
El tráiler rechinó y se balanceó. Buscó a tientas bajo el tablero y encontró un pequeño armario. Al abrirlo cayeron varias herramientas. Y encontró una cuerda de nailon de algo más de un centímetro de grosor y posiblemente unos quince metros de longitud.
Se levantó y miró por el parabrisas hacia el valle, ciento cincuenta metros más abajo. Junto a ella tenía la puerta del conductor. Al abrirla, giró completamente hacia afuera y chocó ruidosamente contra la superficie exterior del tráiler. La lluvia le azotó en la cara.
Sarah se asomó y examinó el costado del tráiler. Se componía de paneles lisos de metal, sin manijas. Sin embargo, en la parte inferior tenía que haber ejes, cajas y otros puntos de apoyo. Agarrándose de la manija húmeda de la puerta, se inclinó hacia afuera para echar un vistazo a la parte inferior del vehículo. En ese momento oyó un golpe metálico y alguien dijo:
—¡Ya era hora!
Una silueta robusta apareció de pronto ante sus ojos. Era Thorne, colgado de la parte inferior del tráiler.
—¡Por Dios! —protestó Thorne—. ¿Qué esperaban? ¿Una invitación formal? ¡Vamos!
—El problema es Ian —explicó Sarah—. Está herido.
«Muy propio de él —pensó Kelly, mientras observaba a Arby en la plataforma—. Cuando las cosas se complican, es incapaz de hacerles frente. Demasiadas emociones, demasiadas tensiones, y empieza a temblar y a comportarse de un modo extraño».
Arby había apartado la vista del precipicio hacía rato y miraba en la otra dirección, hacia el río, como si no ocurriese nada. Muy propio de él.
Kelly se volvió hacia Levine.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó.
—Thorne acaba de entrar —informó Levine.
—¿Entrar? ¿En el tráiler, quiere decir?
—Sí. Y ahora… ha salido alguien.
—¿Quién?
—Creo que es Sarah.
Kelly se esforzó por ver algo en la oscuridad. La lluvia había amainado y ya sólo caía una fina llovizna. Al otro lado del valle el tráiler colgaba aún en el vacío. Kelly creyó distinguir una figura agarrada a la parte inferior del vehículo. Pero no estaba segura.
—¿Qué hace?
—Trepa.
—¿Sola?
—Sí —respondió Levine—. Sola.
Sarah Harding salió de la cabina, contorsionándose bajo la lluvia. No miró abajo. De sobra sabía que el valle se hallaba a ciento cincuenta metros. Notó que el tráiler se balanceaba. Llevaba la cuerda enrollada al hombro. Giró, bajó la pierna y se apoyó en la caja de cambios. Buscó a tientas con la mano, agarró un cable y quedó colgada en parte inferior.
Thorne, desde la cabina, dijo:
—No conseguiremos sacar a Malcolm sin una cuerda. ¿Puedes subir?
Al resplandor de un relámpago Sarah levantó la vista y examinó la parte inferior del tráiler. Vio brillar la grasa. La oscuridad reinó de nuevo.
—Sarah, ¿podrás subir?
—Sí —contestó Sarah. Alargó un brazo y empezó a trepar.
En la plataforma de observación, Kelly preguntó:
—¿Dónde está? ¿Qué pasa? ¿Está bien?
Levine miraba hacia el precipicio con los anteojos de visión nocturna.
—Está subiendo —anunció.
Arby no prestaba atención a sus voces. Contemplaba el río que surcaba el oscuro llano. Aguardó con impaciencia el siguiente rayo para comprobar si sus ojos no lo habían engañado segundos antes.
Sarah no sabía cómo pero, pese a resbalar una y otra vez, había llegado al borde del precipicio. No había tiempo que perder; desenrolló la cuerda y se arrastró bajo el segundo tráiler. Pasó la cuerda por una manija de metal y la ató rápidamente. A continuación volvió al borde del precipicio y lanzó la cuerda al vacío.
—¡Doc! —avisó.
Asomado a la puerta del tráiler, Thorne agarró la cuerda y ató con ella a Malcolm, quien gimió.
—Vámonos —anunció Thorne. Rodeó a Malcolm con el brazo y giró con él hasta que los dos estuvieron apoyados en la caja de cambios.
—¡Dios mío! —exclamó Malcolm al mirar hacia arriba. Pero Sarah tiraba ya de él.
—Utiliza sólo los brazos —indicó Thorne.
Malcolm empezó a subir. En cuestión de segundos se hallaba ya a tres metros de Thorne.
Thorne empezó a trepar, buscando puntos de apoyo firmes para los pies. La parte inferior del tráiler era en extremo resbaladiza. «Deberíamos haber usado material antideslizante. Pero, ¿quién demonios usa material antideslizante en la parte inferior de un vehículo?», pensó.
Mentalmente vio rasgarse el fuelle… lentamente… abriéndose cada vez más.
Siguió trepando. Una mano tras otra. Un pie tras otro. Cayó un rayo, y Thorne vio que ya estaban cerca.
Sarah, de pie al borde del precipicio, tendió las manos para ayudar a Malcolm, cuyas piernas colgaban fláccidas. Subía sólo con la fuerza de los brazos, pero no se daba por vencido. Sarah lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él.
Thorne vio que desaparecía sobre el borde del precipicio. Siguió trepando. Resbalaba una y otra vez y le dolían los brazos.
Sin embargo, continuó subiendo. Sarah alargaba los brazos hacia él.
—Vamos, Doc —dijo.
Sarah le tendía las manos.
Con un ruido metálico la tela del fuelle se rasgó totalmente y el tráiler descendió tres metros, sujeto sólo por las espirales, cada vez más extendidas.
Thorne trepó más deprisa, mirando a Sarah, que le tendía la mano.
—Aún puedes lograrlo, Doc…
Thorne trepó, cerró los ojos y trepó, agarrándose a la cuerda, aferrándola firmemente. Le dolían los brazos, le dolían los hombros y la cuerda pareció estrecharse entre sus manos. Se la enrolló en el puño, para asirse mejor. Pero en el último momento empezó a resbalar, y de pronto notó un vivo dolor en el cuero cabelludo.
—Lo siento, Doc —dijo Sarah, tirándole del pelo. El dolor era intenso pero no le importó; de hecho, apenas lo notó porque estaba ya a la altura del fuelle y veía desprenderse las espirales como un corsé a punto de reventar. El tráiler descendió aún más, pero Sarah no lo soltó. Era una mujer extraordinariamente fuerte. Por fin Thorne tocó con los dedos la hierba húmeda y se encaramó al borde del precipicio. Estaba a salvo.
Bajo ellos se produjo una serie de estallidos metálicos a medida que se rompían una tras otra las espirales, y finalmente, con un último gemido, el fuelle se rompió y el tráiler cayó al vacío, haciéndose cada vez más pequeño, hasta estrellarse contra las rocas. A la luz del siguiente rayo lo vieron yacer al pie del precipicio como una bolsa de papel arrugada.
Thorne se volvió y miró a Sarah.
—Gracias.
Sarah se dejó caer al suelo junto a él. La sangre rezumaba del vendaje que le cubría la frente. Abrió la mano y soltó un puñado de pelo gris, que cayó al suelo formando un húmedo haz.
—¡Qué nochecita! —dijo Sarah.