Thorne

Las escobillas del limpiaparabrisas se deslizaban a un lado y a otro. Thorne tomaba deprisa las curvas pese a la lluvia torrencial. Consultó el reloj. Ya habían pasado dos minutos, quizá tres. Quizá más. No estaba seguro.

El camino era un barrizal, resbaladizo y peligroso. Al atravesar los profundos charcos contenía la respiración. Los sistemas del vehículo habían sido impermeabilizados en el taller, pero con aquellas cosas nunca existían totales garantías. Cada charco era una nueva prueba, y hasta el momento las había superado todas satisfactoriamente.

Ya habían pasado tres minutos. Tres por lo menos.

Tras una curva un rayo iluminó el camino, y Thorne vio un profundo charco unos metros más adelante. Lo cruzó a toda velocidad, levantando olas de agua a ambos lados. El Explorer lo pasó y siguió adelante. ¡Siguió adelante! Al principio de una pendiente Thorne vio oscilar anormalmente las agujas de los indicadores y oyó la inconfundible crepitación que acompañaba siempre a un cortocircuito. Se produjo una explosión bajo el capó y un humo acre se elevó del radiador. El Explorer se detuvo.

Cuatro minutos.

Thorne se quedó sentado en el vehículo, escuchando el sonido de la lluvia contra el techo metálico. Intentó poner el motor en marcha de nuevo. No respondió.

No llegaba corriente.

Por el parabrisas caía una cortina de agua. Se recostó en el asiento, exhaló un suspiro y miró el camino. En el asiento contiguo sonó el chasquido de la radio.

—¿Doc? Ya casi debe de haber llegado.

Thorne miró fijo el camino, intentando adivinar dónde se hallaba. Calculó que se encontraba aún a casi dos kilómetros del tráiler, quizás un poco más. Demasiado lejos para intentarlo a pie. Maldijo y golpeó el asiento.

—No, Eddie. Ha habido un cortocircuito.

—¿Cómo?

—Eddie, el vehículo no funciona. Estoy…

Thorne se interrumpió.

Notó algo.

Al otro lado de la siguiente curva advirtió un resplandor rojo. Thorne escudriñó entre la lluvia entornando los ojos. No, no eran visiones suyas. Estaba allí, sin duda: un resplandor rojo.

—¿Doc? ¿Está ahí? —dijo Eddie.

Thorne no contestó. Tomó la radio y el rifle Lindstradt, salió del Explorer y, agachando la cabeza para protegerse de la lluvia, empezó a subir por la pendiente hacia el cruce con el camino de montaña. Al doblar la curva, vio claramente el jeep rojo, en medio del camino, con las luces traseras encendidas, una de ellas rota.

Corrió hacia el jeep, intentando ver el interior. Al caer un rayo comprobó que no había nadie adentro. La puerta del conductor no estaba cerrada y presentaba una profunda abolladura en la chapa. Thorne subió y buscó a tientas en la columna de dirección. Sí, tenía la llave en el contacto. La hizo girar y el motor arrancó.

Puso el jeep en movimiento, cambió de sentido y se dirigió hacia el claro. Después de unos cuantos recodos más avistó el tejado verde del laboratorio y dobló a la izquierda. Los haces de los faros trazaron un arco sobre la hierba y alumbraron a los dinosaurios, todavía concentrados en su empeño de empujar el tráiler.

Ante la presencia de aquellas otras luces los tiranosaurios se volvieron al unísono y bramaron en dirección al jeep. A continuación abandonaron el tráiler y emprendieron una veloz carrera por el claro. Thorne dio marcha atrás desesperadamente, pero enseguida se dio cuenta de que no se dirigían hacia él, sino hacia un árbol cercano. Se detuvieron ante el árbol con las cabezas en alto. Thorne apagó las luces y esperó. Sólo veía a los animales de manera intermitente bajo el resplandor de los rayos. Una de las veces advirtió que bajaban a la cría del árbol. Obviamente su repentina llegada les había hecho temer por la seguridad de la cría.

Cuando cayó el siguiente rayo, los tiranosaurios ya habían desaparecido. El claro estaba vacío. ¿Se habían marchado o simplemente se habían escondido? Bajó el vidrio de la ventanilla y asomó la cabeza. En ese momento oyó un chirrido continuo. Se asemejaba al gemido de un animal, pero era demasiado regular, demasiado constante. Escuchó atentamente y se dio cuenta de que era otra cosa: un sonido metálico.

Thorne volvió a encender las luces y avanzó despacio. Al parecer los tiranosaurios se habían marchado definitivamente. En el haz de luz de los faros vio el segundo tráiler.

Con un continuo chirrido metálico se deslizaba aún poco a poco por la hierba, hacia el precipicio.

—¿Qué hace? —preguntó Kelly en voz alta para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.

—Está en el vehículo —informó Levine, mirando en la oscuridad con los anteojos de visión nocturna. Desde la plataforma de observación veía los faros de Thorne en el claro—. Avanza hacia el tráiler. Y ahora…

—¿Ahora qué? —inquirió Kelly—. ¿Qué hace ahora?

—Da vueltas alrededor de un árbol —dijo Levine—. Un árbol grande situado en el límite del claro.

—¿Por qué?

—Debe de estar enrollando el cable alrededor del árbol —respondió Levine—. No se me ocurre otra razón.

Se produjo un momento de silencio.

—¿Qué hace ahora? —preguntó Arby.

—Salió del jeep y corre en dirección al tráiler.

Thorne estaba de rodillas en el barro y sostenía entre las manos el enorme gancho del jeep. Pese a que el tráiler seguía deslizándose hacia el precipicio, logró arrastrarse debajo y colocar el gancho en el eje trasero. Retiró los dedos en el preciso momento en que el gancho se trababa contra la cubierta de los frenos y rodó a un lado.

Recién sujetado, el tráiler se desplazó bruscamente de costado y las ruedas segaron la porción de hierba donde Thorne estaba tendido hacía unos instantes.

El cable metálico del cabrestante se tensó. La parte inferior del tráiler rechinó en protesta.

Pero la estructura aguantó.

Thorne salió de debajo del tráiler y lo miró bajo la lluvia con los ojos entornados. Observó atentamente las ruedas del jeep para comprobar si se movían. No. Con el cable enrollado al árbol, el jeep bastaba como contrapeso para mantener el segundo tráiler al borde del precipicio.

Regresó al jeep, subió y fijó el freno. Oyó decir a Eddie por la radio:

—Doc, Doc.

—Estoy aquí, Eddie.

—Logró detenerlo.

—Sí. Ya no se mueve.

La radio crepitó.

—Estupendo. Pero escuche, Doc. Ya sabe que el fuelle no es más que una malla metálica de cinco milímetros de grosor montada sobre espirales de acero inoxidable. No está pensada para…

—Ya lo sé, Eddie. Estoy en eso.

Thorne bajó del jeep y corrió hacia el tráiler bajo la lluvia. Abrió la puerta lateral y entró. El interior estaba completamente oscuro. No veía nada. Todo se había caído de las estanterías. Pisó fragmentos de vidrio. Todas las ventanas estaban rotas. Con la radio en la mano dijo:

—¡Eddie!

—Sí, Doc.

—Necesito una cuerda. —Le constaba que Eddie había reunido toda clase de material.

—Doc…

—Sólo dime dónde está.

—En el otro tráiler, Doc.

Thorne chocó contra una mesa en la oscuridad.

—¡Magnífico! —exclamó.

—Puede que haya una cuerda de nailon en el armario de herramientas —dijo Eddie—. Pero no sé cuánta—. No parecía muy esperanzado.

Thorne se abrió paso hasta el fondo del tráiler y llegó hasta los armarios empotrados. Las puertas estaban atrancadas. Tiró con fuerza en la oscuridad, pero finalmente desistió. El armario de repuestos estaba al otro lado del fuelle. Quizás allí había cuerda. Y en ese momento era cuerda lo que necesitaba.