El nido

El jeep Wrangler rojo se detuvo suavemente. Justo adelante se alzaba una tupida pared de follaje por la que se filtraba la luz del claro situado detrás.

Dodgson permaneció en silencio dentro del jeep, aguzando el oído. King volvió la cabeza hacia él e hizo ademán de hablar, pero Dodgson le indicó que se callara.

De pronto oyó con nitidez un ligero gruñido, casi un ronroneo. Procedía del otro lado del follaje y sonaba como un gigantesco gato montés. Y de manera intermitente percibió una leve vibración, mínima pero suficiente para que las llaves del jeep oscilasen, tintineando contra la columna de dirección. Mientras sentía la vibración, cayó en la cuenta: «Está caminando».

Era un animal enorme y caminaba.

Junto a él, King miraba al frente boquiabierto. Dodgson se volvió y advirtió que, en la parte trasera, el profesor Baselton se aferraba al asiento con los dedos blancos y escuchaba el sonido.

Ante ellos una sombra se desplazó sobre los helechos. A juzgar por la sombra, era un animal de seis metros de altura y doce de longitud. Andaba sobre las patas traseras y tenía el cuerpo voluminoso, el cuello corto y la cabeza grande.

Un tiranosaurio.

Dodgson contempló la sombra indeciso. El corazón le saltaba en el pecho. Se planteó la posibilidad de ir al siguiente nido, pero estaba convencido de que la caja volvería a surtir efecto.

—Acabemos con esto cuanto antes —decidió—. Dame la caja. Baselton se la entregó tal como había hecho antes.

—¿Están cargadas las baterías?

—Sí —confirmó King.

—Muy bien —dijo Dodgson—. Allá vamos. Todo igual que antes. Yo voy primero, ustedes me siguen y traen los huevos al jeep. ¿Preparados?

—Preparado —afirmó Baselton.

King no contestó. Seguía con la mirada fija en la sombra.

—¿Qué clase de dinosaurio es ése?

—Un tiranosaurio.

—¡Dios mío! —exclamó King.

—¿Un tiranosaurio? —repitió Baselton.

—¿Qué importa si es uno u otro? —repuso Dodgson, irritado—. Basta con atenerse al plan, como antes. ¿Listos?

—Un momento —rogó Baselton.

—¿Y si no funciona? —inquirió King.

—Ya sabemos que funciona —adujo Dodgson.

—Recientemente se hizo público un dato curioso sobre el tiranosaurio —explicó Baselton—. Un paleontólogo llamado Roxton realizó un estudio sobre la cavidad cerebral del tiranosaurio y llegó a la conclusión de que su cerebro no difería mucho del de la rana, aunque era mucho mayor. De eso se desprende que el sistema nervioso del tiranosaurio está adaptado sólo al movimiento. Si estás quieto, no te ve. Para ellos cualquier objeto inmóvil es invisible.

—¿Estás seguro? —preguntó King.

—Eso sostenía el informe, y tiene sentido. No olvidemos que los dinosaurios, pese a su intimidador tamaño, poseían una inteligencia bastante primitiva. No deja de ser lógico que un tiranosaurio tuviese el cerebro de una rana.

—No veo por qué tenemos que precipitarnos —comentó King, nervioso—. Es mucho más grande que los anteriores.

—¿Y qué? —replicó Dodgson—. Ya oíste a George. No es más que una rana gigante. Terminemos de una vez. Salgan del jeep. Y cierren las puertas con cuidado.

Al recordar ese insignificante artículo, George Baselton se había sentido muy satisfecho y seguro de sí mismo. Había desempeñado su papel habitual: proporcionar información a quienes carecían de ella. Sin embargo, cuando se acercaba al nido, advirtió con consternación que le temblaban las rodillas. Se mordió el labio y se esforzó por controlarse. No estaba dispuesto, se dijo, a, exteriorizar su miedo. Era dueño de la situación.

Dodgson se encaminaba ya hacia el nido, sujetando la caja negra como una pistola. Baselton observó a King, que se había quedado blanco como el papel y sudaba profusamente. Avanzaba a paso lento y parecía a punto de desmayarse. Baselton caminó junto a él, asegurándose de que se encontraba bien.

Dodgson echó un último vistazo atrás e indicó a Baselton y King que se apresurasen. Les lanzó una mirada feroz y atravesó el follaje. Baselton vio al tiranosaurio. ¡No, había dos! Flanqueaban un montículo de barro. Eran dos adultos: seis metros de altura, poderosos, erguidos sobre las patas traseras, piel de color rojo oscuro, fauces imponentes. Al igual que los maiasaurios, miraron a Dodgson por un momento con expresión estúpida, como asombrados de ver a un intruso. Pero de inmediato prorrumpieron en rugidos de furia, rugidos increíblemente atronadores.

Dodgson levantó la caja y apuntó hacia los animales. Al instante el silbido agudo y continuo inundó el claro.

En respuesta los tiranosaurios rugieron, agacharon la cabeza, alargaron el cuello y lanzaron dentelladas al aire, dispuestos para atacar. Eran enormes y el sonido no los intimidaba. Empezaron a rodear el montículo, avanzando hacia Dodgson. La tierra temblaba a cada paso que daban.

—¡Carajo! —exclamó King.

Sin embargo, Dodgson conservó la calma e hizo girar el botón de la caja. Baselton se cubrió las orejas con las manos.

El silbido aumentó de intensidad, alcanzando un volumen doloroso. La reacción no se hizo esperar: los tiranosaurios retrocedieron como si hubiesen recibido un golpe físico. Agacharon la cabeza y parpadearon a un ritmo frenético. El sonido parecía vibrar en el aire. Volvieron a rugir pero más débilmente, sin convicción. En el nido de barro se oía un terrible griterío.

Dodgson siguió adelante, apuntando directamente a los animales con la caja. Los tiranosaurios recularon, mirando alternativamente a Dodgson y al nido. Sacudían la cabeza de arriba abajo como si intentasen destaparse los oídos. Dodgson, sereno, ajustó de nuevo el botón de la caja y subió el volumen. Ahora el silbido era insoportable.

Dodgson empezó a ascender por el montículo de barro. Baselton y King treparon tras él atropelladamente. Al mirar en el interior del nido, Baselton vio cuatro huevos blancos moteados y dos crías semejantes a grandes pavos desplumados o, en todo caso, pollos gigantes. Los dos tiranosaurios permanecían al borde del claro, mantenidos a raya por el sonido. Al igual que los maiasaurios, se orinaron de terror. Pateaban con fuerza, pero no se acercaban.

Por encima del ensordecedor silbido de la caja, Dodgson gritó:

—¡Agarren los huevos!

King, aturdido, entró tambaleándose en el nido y tomó el huevo más cercano. Trató de levantarlo entre sus brazos trémulos, pero se le resbaló. Volvió a agarrarlo y retrocedió torpemente. Pisó la pata de una cría, y ésta gritó de miedo y dolor.

Ante los alaridos de la cría los adultos trataron de avanzar de nuevo. King salió apresuradamente del nido y desapareció entre el follaje. Baselton lo vio marcharse.

—¡George, agarra el otro huevo! —ordenó Dodgson, apuntando aún a los tiranosaurios con la caja.

Baselton se volvió hacia los tiranosaurios adultos y, viendo su ansiedad y su rabia, viendo sus fauces abrirse y cerrarse, presagió que con sonido o sin él aquellos animales no consentirían que nadie más irrumpiese en el nido. King había tenido suerte, pero Baselton presintió que él no la tendría.

—¡George, ahora!

—¡No puedo! —respondió Baselton.

—¡Qué imbécil!

Manteniendo en alto el arma, Dodgson se dispuso a entrar él mismo en el nido. Pero al bajar se dobló por la cintura y se desconectó la batería.

El sonido cesó repentinamente y en el claro reinó el silencio. Baselton gimió.

Los tiranosaurios sacudieron la cabeza una última vez y rugieron. Baselton vio que Dodgson se quedaba rígidamente quieto, como paralizado. Baselton también permaneció inmóvil. De algún modo logró que su cuerpo le obedeciese, que sus rodillas dejasen de temblar. Contuvo la respiración.

Y aguardó.

Al otro lado del claro los tiranosaurios comenzaron a moverse hacia él.

—¿Qué hacen? —preguntó Arby en el tráiler. Estaba tan cerca del monitor que casi rozaba la pantalla—. ¿Están locos? Se han quedado ahí quietos.

Kelly, junto a él, guardó silencio y siguió con la mirada fija en la pantalla.

—¿Ahora también te gustaría estar ahí afuera, Kel? —dijo Arby.

—¡Cállate! —replicó Kelly.

—No, no están locos —contestó Malcolm por la radio, sin apartar la vista del monitor instalado en el tablero. El Explorer traqueteaba camino abajo hacia el sector oriental de la isla. Thorne conducía. Sarah y Malcolm ocupaban el asiento trasero.

—Tendría que intentar poner otra vez en marcha ese aparato —indicó Sarah—. ¿Realmente van a quedarse ahí parados?

—Sí —respondió Malcolm.

—¿Por qué?

—Porque están mal informados —explicó Malcolm.