Richard Levine contemplaba las manadas con los prismáticos desde lo alto de la plataforma. Malcolm y los otros habían vuelto al tráiler y lo habían dejado solo. Levine disfrutaba observando aquellos extraordinarios animales y era consciente de que Malcolm no compartía su ilimitado entusiasmo. De hecho, Malcolm siempre parecía tener en mente otras consideraciones, y era evidente que lo impacientaba el acto de observación: deseaba analizar los datos pero no le gustaba reunirlos.
Entre científicos eso representaba una conocida diferencia de personalidades. Los físicos ofrecían un ejemplo perfecto. Los experimentalistas y los teóricos vivían en mundos aparte; cruzaban papeles continuamente pero tenían muy poco en común. Casi daba la impresión de que cultivasen disciplinas distintas.
Y en cuanto a Levine y Malcolm las diferencias de enfoque se habían puesto pronto de manifiesto ya durante sus primeras conversaciones en Santa Fe. Los dos estaban interesados en la extinción, pero Malcolm abordaba el tema de manera global, desde un punto de vista puramente matemático. Su objetividad y sus fórmulas inexorables habían fascinado a Levine en un principio, y ambos iniciaron un intercambio informal durante frecuentes almuerzos: Levine enseñó paleontología a Malcolm; Malcolm enseñó a Levine matemática no lineal. Empezaron a extraer conclusiones provisionales que entusiasmaron a los dos. Pero también surgieron las primeras discrepancias. En más de una ocasión les pidieron que abandonasen el restaurante a causa de sus exacerbadas discusiones; entonces salían al calor de Guadalupe Street y regresaban hacia el río sin dejar de vociferar mientras los turistas, al verlos acercarse, se apresuraban a cambiar de acera.
Finalmente sus diferencias entraron en un terreno personal. Malcolm consideraba a Levine pedante y puntilloso, preocupado sólo por detalles nimios. Levine nunca veía las cosas en conjunto.
Nunca calculaba las consecuencias de sus actos. Levine, por su parte, no dudaba en acusar a Malcolm de engreído y distante, reprochándole su indiferencia ante los detalles.
—Dios está en los detalles —le recordó una vez Levine.
—Tu Dios quizá —replicó Malcolm—. No el mío. El mío está en el proceso.
De pie en la plataforma de observación Levine pensó que ésa era exactamente la respuesta que cabía esperar de un matemático. Levine seguía convencido de que los detalles lo eran todo, al menos en biología, y el error más frecuente de sus colegas era descuidar los detalles.
En cuanto a él, vivía siempre pendiente de los detalles y nunca pasaba nada por alto. Como con el animal que lo había atacado al llegar a la isla con Diego. Levine había pensado en ello a menudo, reviviendo la escena una y otra vez, porque algo no terminaba de encajar.
El animal había atacado rápidamente, y Levine se había quedado con la idea de que poseía la forma básica de un terópodo —erguido sobre las patas posteriores, cola rígida, cráneo grande, lo usual—, pero durante el breve instante en que vio a la criatura le pareció advertir también una peculiaridad en torno de las órbitas, que le indujo a pensar que podía tratarse de un Carnotaurus sastrei, de la formación de Gorro Frigio, en la Argentina. Por otra parte, la piel era muy poco común, de un vivo color verde y moteada, pero había algo…
Desistió con un gesto de resignación. La idea que lo inquietaba flotaba en el fondo de su mente pero no conseguía precisarla. Le era imposible.
De mala gana volvió a concentrarse en la manada de parasaurios que pacía en la orilla del río junto a los apatosaurios. Escuchó el característico bramido de los parasaurios. Levine reparó en que con frecuencia los parasaurios emitían un sonido de corta duración, una especie de bocinazo retumbante. En ocasiones varios animales producían ese sonido simultáneamente o con breves intervalos de separación, así que debía de ser una manera audible de indicar la posición de todos los miembros de la manada. Sin embargo, a veces emitían una llamada mucho más larga y perentoria. Este sonido era poco frecuente y provenía sólo de los dos animales más grandes de la manada, que alzaban la cabeza y producían aquel trompeteo sonoro y prolongado. Pero, ¿qué significaba aquel sonido?
Inmóvil bajo el sol, Levine decidió llevar a cabo un pequeño experimento. Ahuecó las manos en torno de la boca e imitó la llamada del parasaurio. No había sido una gran imitación, pero de inmediato el jefe de la manada levantó la vista y buscó alrededor. A continuación lanzó un grave bramido en respuesta a Levine. Levine volvió a imitar el sonido.
El parasaurio contestó nuevamente.
Complacido por el resultado del experimento, Levine tomó nota en su cuaderno. Pero cuando miró de nuevo hacia la llanura, advirtió con sorpresa que la manada de parasaurios se separaba de los apatosaurios. Se agruparon y, en fila, se encaminaron hacia la plataforma de observación.
Levine empezó a sudar. ¿Qué había hecho? En algún rincón de su mente se preguntó si habría imitado una llamada de apareamiento. Sólo le faltaba eso, atraer a un dinosaurio en celo. ¿Quién sabía cómo actuaban aquellos animales en el apareamiento? Con creciente desasosiego los observó acercarse. Lo mejor era llamar a Malcolm para pedirle consejo. Pero considerando esa posibilidad cayó en la cuenta de que al imitar aquel bramido había interferido en el medio ambiente, había introducido una variable nueva, que era precisamente lo que, como había asegurado a Thorne, no pretendía hacer. Había sido un acto irreflexivo, desde luego. Y si bien no repercutiría seguramente de manera esencial en la marcha de las cosas, Malcolm sin duda iba a ensañarse con él. Levine bajó los prismáticos y contempló el rebaño. En el aire resonó un grave bramido, tan intenso que le hirió los oídos. La tierra empezó a temblar y la plataforma se tambaleó precariamente.
«¡Dios mío! ¡Vienen directo hacia mí!», pensó. Se inclinó y buscó la radio a tientas en la mochila.