Luchó por salir a flote y finalmente consiguió asomar a la superficie, pero sólo vio agua alrededor, grandes olas de cinco metros de altura. La fuerza del mar era inmensa. La corriente la arrastró de un lado a otro haciendo inútiles sus esfuerzos. No vio el barco, sólo un mar espumoso por todas partes. No vio la isla, sólo agua y más agua. Trató de vencer la opresiva sensación de pánico.
Intentó nadar contra la corriente, pero las botas le pesaban como el plomo. Volvió a sumergirse y logró salir de nuevo, tragando bocanadas de aire. Tenía que quitarse las botas. Respiró hondo y hundió la cabeza bajo el agua para desatarse las botas. Los pulmones le ardían mientras forcejeaba con los cordones. El mar la zarandeaba sin cesar.
Se quitó una bota, tomó aire y volvió a hundir la cabeza. Tenía los dedos entumecidos a causa del frío y el miedo. Desprenderse de la otra bota le resultó una tarea interminable. Por fin, con las piernas libres, contuvo la respiración y nadó torpemente. A merced de las olas se elevó y volvió a bajar. No veía la isla. El pánico la asaltó otra vez. Se volvió en el agua y una ola la alzó de nuevo. En ese instante vio la isla.
El acantilado se hallaba cerca, aterradoramente cerca. Las olas embestían las rocas con un ruido atronador. Estaba a menos de cincuenta metros, y el mar la arrastraba inexorablemente hacia la rompiente. En la cresta de la siguiente ola logró ver la cueva, unos cien metros a su derecha. Trató de nadar en esa dirección, pero era imposible. Sus fuerzas no bastaban para moverse en medio del gigantesco oleaje. Notaba sólo la potencia del mar, que la llevaba hacia el acantilado.
Con el miedo se le aceleró el corazón. Sabía que su muerte era inminente. Una ola le pasó por encima; tragó agua de mar y tosió. Se le nubló la vista. Sintió náuseas y un profundo terror.
Agachó la cabeza y empezó a nadar, lanzando un brazo tras otro y empujándose con los pies tan fuerte como podía. No tenía sensación de movimiento, salvo por el tirón oblicuo de las olas. No se atrevía a levantar la vista. Se impulsó aún con más fuerza. Cuando alzó la cabeza para respirar, advirtió que se había desplazado un poco hacia el norte. Se encontraba algo más cerca de la cueva.
Eso la alentó, pero no disipó el pánico. Estaba al límite de sus fuerzas. Las piernas y los brazos le dolían. Le ardían los pulmones. Su respiración era apenas un jadeo entrecortado. Volvió a toser, tomó aire nuevamente, hundió la cabeza y siguió nadando.
Aun con la cabeza bajo el agua oía el estruendo de las olas contra el acantilado. Nadó con ahínco. Las corrientes y el oleaje la arrastraban a izquierda y derecha, adelante y atrás. Era inútil. Igualmente lo intentó.
Gradualmente el dolor de los músculos se convirtió en una molestia regular y difusa. Tuvo la sensación de haber convivido siempre con aquel tormento y gradualmente dejó de notarlo siquiera. Continuó nadando, ajena a todo.
Al percibir que una ola volvía a levantarla, alzó la cabeza para tomar aire. Sorprendida, vio que la cueva se hallaba muy cerca. Unas cuantas brazadas más y estaría adentro. Había esperado que la corriente fuese menos intensa en las inmediaciones de la cueva, pero no era así. A ambos lados de la entrada las olas embestían a gran altura y el agua subía por la pared del acantilado para después resbalar nuevamente hasta el mar. No vio el barco por ninguna parte.
Agachó la cabeza una vez más y, reuniendo las últimas fuerzas, siguió braceando. Una creciente sensación de debilidad se adueñaba de todo su cuerpo. No aguantaría mucho más. Sabía que el mar la empujaba hacia el acantilado. Oía más cerca el ruido de la rompiente. De pronto la levantó una ola enorme y la llevó hacia el acantilado. De nada servía resistirse. Alzó la cabeza para mirar y sólo vio oscuridad, una oscuridad absoluta.
Agotada y dolorida, comprendió que se encontraba en el interior de la cueva. Las olas la habían arrastrado hasta allí. El estruendo de la rompiente le llegaba hueco y resonante. La oscuridad era tal que no veía las paredes. La corriente era fuerte y la empujaba hacia adentro. Jadeó y trató en vano de nadar en contra. Rozó las rocas y sintió un dolor penetrante. A continuación la corriente siguió impulsándola hacia las profundidades de la cueva. Pero ahora había una diferencia. De lo alto llegaba una tenue luz y el agua parecía resplandecer alrededor. El oleaje amainó. Le costaba menos mantener la cabeza sobre el agua. De pronto vio enfrente un luz viva, muy viva: el final de la cueva.
La corriente siguió empujándola y, como por arte de magia, se encontró de pronto al aire libre, en medio de un ancho río lodoso, rodeada de un denso follaje. Hacía calor y no soplaba ni la más leve brisa. Oyó los reclamos lejanos de las aves.
Delante, en un recodo del río, asomó la popa del barco de Dodgson, ya amarrado. No vio a nadie, ni lo deseaba.
Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, nadó hacia unos mangles que crecían apretadamente en el agua junto a la orilla. Demasiado débil para seguir, se asió a una raíz y flotó de espalda en la suave corriente, mirando al cielo y respirando hondo. Pasado un rato, recobró fuerzas suficientes para desplazarse por el agua agarrándose a las raíces de los mangles hasta llegar a una brecha en el follaje que conducía a un pequeño claro en la orilla. Mientras salía a rastras del río advirtió en el barro varias huellas de animal bastante grandes. Eran unas extrañas pisadas de tres dedos, cada uno de los cuales terminaba en una enorme uña.
Se agachó para examinarlas de cerca y de pronto notó que la tierra vibraba bajo sus manos. Una descomunal sombra se proyectó sobre ella. Cuando levantó la vista, vio perpleja el vientre claro y curtido de un gigantesco animal. Estaba demasiado débil para reaccionar e incluso para alzar la cabeza. Lo último que vio fue un pie enorme y correoso que se hundía en el barro junto a ella; a la vez oyó un blando resoplido. Entonces, vencida súbitamente por el cansancio, se desplomó de espaldas y perdió el conocimiento.