Puerto Cortés

—¿No hay vuelos? —protestó Sarah Harding—. ¿Cómo que no hay vuelos?

Eran las once de la mañana. Harding llevaba quince horas volando, la mayor parte del tiempo en un transporte militar estadounidense que la había trasladado de Nairobi a Dallas. Estaba agotada. Se sentía sucia; necesitaba ducharse y cambiarse de ropa. Y en vez de eso estaba obligada a discutir con un terco policía en un miserable pueblo costero de Costa Rica. Afuera había cesado de llover, pero el cielo seguía gris y las nubes flotaban a baja altura sobre el desierto aeródromo.

—Lo siento —se disculpó Rodríguez—. No es posible concertar ningún vuelo.

—Pero, ¿y el helicóptero que transportó antes a esos hombres?

—Hay un helicóptero, sí.

—¿Y dónde está? —preguntó Harding.

—No está aquí.

—Me doy cuenta. Pero, ¿dónde está?

—Se fue a San Cristóbal —respondió Rodríguez, abriendo las palmas de las manos.

—¿Cuándo volverá?

—No lo sé. Mañana o quizá pasado.

—Señor Rodríguez —dijo Harding con firmeza—, tengo que estar en esa isla hoy.

—La entiendo. Pero no está en mis manos ayudarla.

—¿Qué me sugiere?

—No se me ocurre nada —contestó Rodríguez con un gesto de indiferencia.

—¿Hay algún barco que pueda llevarme?

—No sé de ningún barco.

—Esto es un puerto —insistió Harding, señalando por la ventana—. Ahí fuera veo varias embarcaciones.

—Lo sé. Pero dudo de que zarpe alguno hacia las islas. Las condiciones meteorológicas no son favorables.

—Y si voy a…

—Sí, por supuesto —admitió Rodríguez con un suspiro—. Claro que puede preguntar.

Fue así como poco después de las once de aquella lluviosa mañana Sarah Harding se encontró en el precario muelle de madera con su mochila a la espalda. Había cuatro barcos amarrados, y todos despedían un intenso olor a pescado. Sin embargo, no se veía a nadie en las inmediaciones. Toda la actividad se desarrollaba al otro extremo del muelle, donde se encontraba atracado un barco mucho mayor. En esos momentos se disponían a cargar un jeep Wrangler rojo, junto con varias cajas de provisiones y unos grandes bidones metálicos. Harding contempló el jeep con admiración; incluía modificaciones especiales y tenía el tamaño de un Land Rover Defender, el vehículo más codiciado para la investigación de campo. Pensó que las alteraciones de aquel jeep debían de ser muy caras, asequibles sólo a investigadores con mucho dinero.

De pie en el muelle, dos norteamericanos con sombreros de ala ancha daban instrucciones mientras una vieja grúa izaba el jeep ladeado para depositarlo en la cubierta del barco.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó uno de ellos cuando el jeep aterrizó bruscamente en la cubierta de madera—. ¡Maldita sea, un poco más de atención!

Varios estibadores empezaron a cargar las cajas en el barco. La grúa giró nuevamente hacia el muelle para recoger los bidones. Harding se acercó al hombre más próximo y dijo educadamente:

—Disculpe, pero quizá podría ayudarme.

El hombre la miró de reojo. Era de estatura mediana, con la piel rojiza y facciones suaves; la indumentaria caqui de safari no le sentaba bien. Estaba tenso.

—Ahora estoy ocupado —contestó—. ¡Ojo, Manuel! ¡Ahí hay material muy delicado!

—Perdone la molestia —insistió ella—, pero me llamo Sarah Harding e intento…

—No me interesaría aunque fuera Sarah Bernhardr… ¡Manuel! ¡Maldita sea! —Agitó los brazos—. ¡Eh, tú! ¡Sí, tú! ¡Coloca esa caja de pie!

—Intento llegar a isla Sorna.

Al oír esto el hombre cambió de actitud radicalmente.

—¿Isla Sorna? —preguntó—. ¿Tiene algo que ver por casualidad con el doctor Levine?

—Sí.

—¡Por Dios! ¡Qué coincidencia! —exclamó, y de pronto asomó a sus labios una cálida sonrisa. Tendiéndole la mano, añadió—: Soy Lew Dodgson, de Biosyn Corporation, en Cupertino. Éste es mi compañero Howard King.

—Hola —saludó el otro hombre. Howard King era más joven y alto que Dodgson, y atractivo según los patrones de California.

Sarah lo clasificó de inmediato: un eterno subordinado, servil hasta la médula. A la vez advirtió algo extraño en su comportamiento hacia ella: se apartó un poco, aparentemente tan incómodo en su presencia como Dodgson cordial.

—Y allí —continuó Dodgson, señalando hacia el barco— está nuestro otro acompañante, George Baselton.

Harding vio en la cubierta a un hombre fornido inclinado sobre las cajas que se encontraban ya a bordo. Tenía las mangas de la camisa empapadas de sudor.

—¿Son amigos de Richard? —preguntó Harding.

—Ahora precisamente íbamos a verlo —respondió Dodgson. Por un instante titubeó, frunciendo el entrecejo—. Pero… no nos ha hablado de usted…

Sarah Harding tomó conciencia súbitamente de su propio aspecto: una mujer de unos treinta años, de baja estatura, vestida con una camisa arrugada, un pantalón corto de color caqui y unas robustas botas. Estaba sucia y despeinada después de tantas horas de vuelo.

—Conocí a Richard a través de Ian Malcolm —declaró—. Ian y yo somos viejos amigos.

—Ya veo… —dijo Dodgson, mirándola como si desconfiase de ella.

Harding se sintió obligada a dar explicaciones:

—He estado en África. Decidí venir a último momento. Me llamó Doc Thorne.

—Ah, sí. —Dodgson pareció relajarse, como si de pronto todo encajase—. Doc, cómo no.

—¿Richard está bien? —preguntó Harding.

—Espero que sí, porque todo este material es para él.

—¿Salen ahora hacia Sorna? —quiso saber Harding.

—Sí, enseguida, si el tiempo se mantiene —respondió Dodgson, echando un vistazo al cielo—. Estaremos listos dentro de cinco o diez minutos. Si quiere venir con nosotros, será bienvenida —añadió alegremente—. No nos vendrá mal la compañía. ¿Dónde están sus cosas?

—Sólo llevo esto —contestó Harding, levantando la pequeña mochila.

—Viaja con poco equipaje, ¿eh? Bueno, señorita Harding, bienvenida a la fiesta.

Tanta amabilidad contrastaba notablemente con su actitud inicial. Sin embargo, advirtió que el hombre más atractivo, King, seguía actuando con recelo. King le volvió la espalda y simuló estar muy ocupado, advirtiendo a los estibadores que cargasen con cuidado las últimas cajas, que llevaban estampado el rótulo «Biosyn Corporation». Harding tuvo la clara impresión de que la eludía. Por otra parte, apenas había visto al tercer hombre, el de la cubierta. Por un momento vaciló.

—¿Seguro que no hay inconveniente…?

—¡Claro que no! —repuso Dodgson—. ¡Estamos encantados! Además, si no viene con nosotros, ¿cómo va a llegar a la isla? No hay aviones y el helicóptero se ha ido.

—Sí, ya lo sé. Pregunté…

—Bueno, ya lo sabe. Si desea ir a la isla, mejor será que nos acompañe.

Harding miró el jeep y comentó:

—Creo que Doc ya debe de estar allí con su equipo.

Al oír esto el segundo hombre, King, de repente volvió la cabeza visiblemente alarmado. Dodgson se limitó a asentir.

—Sí, eso creo. Salió hacia allí anoche, según tengo entendido.

—Eso me dijo —confirmó Harding.

—Muy bien —aprobó Dodgson—. Entonces estará allí. Al menos eso espero.

Desde la cubierta llegaron gritos. Al cabo de un instante el capitán, vestido con un mameluco mugriento, se asomó y anunció:

—Señor Dodgson, todo a punto.

—Perfecto —dijo Dodgson—. Excelente. Suba a bordo, señorita Harding. ¡Nos vamos!