Dos grandes puertas oscilantes de vidrio en la entrada del edificio daban acceso a un lóbrego vestíbulo. El vidrio estaba rayado y sucio; los picaportes metálicos, picados a causa de la corrosión. Pero el rastro de dos arcos gemelos se advertía claramente en el polvo, los escombros y las hojas muertas acumulados ante la puerta.
—Alguien ha abierto recientemente estas puertas —observó Eddie.
—Sí —asintió Thorne—. Alguien que llevaba una botas Asolo. —Abrió la puerta—. ¿Entramos?
Penetraron en el edificio. En el interior se percibía un aire caliente, estancado y fétido. El vestíbulo era pequeño y discreto. El mostrador de recepción situado frente a la puerta, forrado en otro tiempo de tela gris, aparecía cubierto de una capa oscura de liquen. Detrás, en la pared, un rótulo de letras cromadas medio tapado por una maraña de hiedra rezaba: «Construimos el futuro». En la alfombra se criaba toda clase de hongos. A la derecha vieron un área de espera con una mesa de café y dos largos sofás.
Uno de los sofás estaba salpicado de manchas marrones de moho; el otro había sido protegido con un hule. Al lado de éste se hallaba la mochila verde de Levine con varios desgarrones en la tela. En la mesa había dos botellas de plástico vacías, un teléfono portátil, un pantalón corto embarrado y varios envoltorios de chocolates arrugados. Una serpiente de color verde oscuro se escabulló rápidamente cuando se acercaron.
—Así que éste es el edificio de InGen —comentó Thorne, contemplando el letrero de la pared.
—Sin duda —confirmó Malcolm.
Eddie se inclinó sobre la mochila de Levine y pasó los dedos por los desgarrones de la tela. Mientras lo hacía, una enorme rata saltó del interior de la mochila.
—¡Dios mío!
La rata huyó lanzando agudos chillidos. Eddie inspeccionó con cautela el interior de la mochila.
—No creo que a nadie le apetezcan los chocolates que quedan —dijo. Reparó en la ropa—. ¿Llega de aquí la señal? Algunas de las prendas preparadas para la expedición llevaban microsensores cosidos.
—No —contestó Thorne, moviendo el localizador de mano—. Recibo una señal pero… parece que viene de allí.
Señaló en dirección a unas puertas metálicas situadas tras la recepción. Los herrumbrosos candados habían sido forzados y estaban en el suelo.
—Vamos a buscarlo —propuso Eddie, encaminándose hacia las puertas—. ¿Qué clase de serpiente sería ésa?
—No lo sé —respondió Thorne—. ¿Era venenosa?
—No lo sé.
Las puertas se abrieron con un estridente chirrido. Daban a un desolado pasillo con ventanas rotas a un lado y hojas secas y escombros en el suelo. Las paredes estaban sucias y en varios sitios se veían manchas oscuras que podían ser sangre. A la izquierda había una hilera de puertas. Ninguna parecía cerrada con llave.
A través de los desgarrones de la alfombra crecían plantas. Cerca de las ventanas, donde había más claridad, una tupida capa de hiedra se extendía por la pared agrietada y el techo. Thorne y los otros avanzaron por el pasillo. No se oía más sonido que el de sus pies al pisar las hojas secas.
—Ahora la recibo con más intensidad —dijo Thorne, mirando el monitor—. Tiene que estar en algún lugar de este edificio. Thorne abrió la primera puerta y vio una sencilla oficina: un escritorio y una silla; un mapa de la isla en la pared; una lámpara de mesa caída bajo el peso de la hiedra; un monitor de computadora cubierto de moho; al fondo, una ventana mugrienta por la que se filtraba la luz.
Siguieron por el pasillo hasta la segunda puerta y encontraron una oficina casi idéntica: un escritorio y una silla similares, y otra ventana al fondo.
—Parece que estamos en unas oficinas —comentó Eddie con un gruñido.
Thorne prosiguió. Abrió la tercera puerta y después la cuarta. También oficinas. Abrió la quinta puerta y se detuvo. Se hallaba en una sala de reuniones sucia de hojas y escombros. Sobre la larga mesa de madera colocada en el centro se amontonaban los excrementos de animal. Un velo de polvo oscurecía la ventana del fondo. Un gran mapa que cubría toda una pared de la sala llamó la atención de Thorne. Tenía clavadas tachuelas de varios colores. Eddie entró y frunció el entrecejo. Bajo el mapa había hileras de cajones. Thorne intentó abrirlos, pero estaban todos cerrados con llave. Malcolm se paseó lentamente por la sala, mirando alrededor, sacando conclusiones.
—¿Qué representa ese mapa? —preguntó Eddie—. ¿Tiene alguna idea de qué indican las tachuelas?
Malcolm le echó un vistazo.
—Veinte tachuelas de cuatro colores distintos —observó—. Cinco de cada color. Dispuestas por toda la isla en forma de pentágono o de alguna otra figura de cinco puntas. Yo diría que se trata de una red.
—¿No dijo Arby algo sobre una red?
—Sí, así es —recordó Malcolm—. Interesante.
Bueno, olvídense de eso ahora —ordenó Thorne. Volvió al pasillo siguiendo la señal del localizador. Malcolm cerró la puerta al salir y continuaron la búsqueda. Vieron otras oficinas, pero no abrieron más puertas. Se limitaron a seguir la señal. Al final del pasillo se encontraron con dos puertas corredizas de vidrio, en las que se leía el letrero: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. Thorne escudriñó a través del vidrio, pero el polvo y las manchas sólo le permitieron entrever un amplio espacio y compleja maquinaria.
—¿Estás seguro de que sabes cuál era la función de este edificio? —preguntó a Malcolm.
—No tengo la menor duda —aseguró Malcolm—. Es una planta manufacturera de dinosaurios.
¿Quién iba a querer una cosa así? —dijo Eddie.
—Nadie —contestó Malcolm—. Por eso lo mantenían en secreto.
—No lo entiendo —admitió Eddie.
—Es una larga historia —afirmó Malcolm con una sonrisa.
Introdujo las manos entre las puertas y trató de separarlas, pero permanecieron firmemente cerradas. Lo intentó de nuevo, gruñendo por el esfuerzo, y de pronto se abrieron con un chirrido metálico. Se adentraron en la oscuridad que reinaba al otro lado, alumbrando el pasillo con las linternas.
—Para comprender el sentido de este lugar —explicó Malcolm— debemos remontarnos diez años atrás, hasta un hombre llamado Hammond y un animal conocido como cuaga.
—¿Cómo?
—Cuaga —repitió Malcolm—. Se trata de un mamífero africano muy parecido a la cebra. Se extinguió el siglo pasado, pero en la década del 80 alguien aplicó las técnicas más avanzadas de extracción de ADN a una piel de cuaga y recuperó una cantidad considerable de ADN, tanto que empezó a hablarse de la posibilidad de devolver la cuaga a la vida. Y si podía recuperarse la cuaga, ¿por qué no otros animales extintos? Por ejemplo, el dodo, el tigre de dientes de sable o incluso un dinosaurio.
—¿Y de dónde iban a sacar el ADN de dinosaurio? —inquirió Thorne.
—En realidad, hace años que los paleontólogos vienen encontrando fragmentos de ADN de dinosaurio. Nunca han hablado mucho al respecto, porque nunca han reunido material suficiente para utilizarlo como instrumento de clasificación. Por lo tanto, no parecía poseer mucho valor; era sólo una curiosidad.
—Pero para recrear un animal no bastaría con fragmentos de ADN —señaló Thorne—. Se necesitaría la cadena completa.
—Así es —confirmó Malcolm—. Y el hombre que concibió la manera de obtenerla fue un arriesgado empresario llamado John Hammond. Se dio cuenta de que cuando vivían los dinosaurios probablemente los insectos los picaban y les chupaban la sangre tal como ocurre ahora. Y algunos de esos insectos podían posarse en una rama y quedar atrapados en la resina. Y esa resina podía endurecerse formando ámbar. Hammond llegó a la conclusión de que si se perforaba a esos insectos y se extraía el contenido del estómago, tarde o temprano se encontraría el ADN de un dinosaurio.
—¿Y lo encontró?
—Sí —contestó Malcolm—. Lo encontró. Y fundó InGen para desarrollar su descubrimiento. Hammond era un hombre emprendedor, y su verdadero talento consistía en reunir dinero. Se planteó cómo conseguir dinero suficiente para llevar a cabo la investigación que permitiría pasar de la cadena de ADN a un animal vivo. No existían fuentes de financiación claras, porque si bien recrear un dinosaurio podía resultar apasionante, no era precisamente un remedio contra el cáncer. De manera que decidió convertirlo en una atracción turística. Planeó recuperar la inversión destinada a los dinosaurios exhibiéndolos en un zoológico o un parque donde se cobraría una entrada.
—¿Es una broma? —dijo Thorne.
—No. Hammond llegó a hacerlo. Construyó el parque en una isla llamada Nublar, al norte de aquí, y se proponía abrirla al público a finales de 1989. Yo lo visité poco antes de la fecha de inauguración prevista. Pero surgieron problemas. Los sistemas del parque fallaron y los dinosaurios quedaron en libertad. Varios visitantes resultaron muertos. Después de eso el parque y todos los dinosaurios fueron destruidos.
Pasaron ante una ventana desde donde se veía la llanura y los dinosaurios que pacían junto al río.
—Si los exterminaron, ¿qué representa esta isla? —preguntó Thorne.
—Esta isla —aclaró Malcolm— es la trampa subrepticia de Hammond, la cara oscura de su parque.
Siguieron avanzando por el pasillo.
—En el parque de Hammond de isla Nublar se mostraba a los visitantes un imponente laboratorio genético con computadoras, secuenciadores de genes y toda clase de instalaciones para incubar y criar jóvenes dinosaurios. Se decía a los visitantes que los dinosaurios eran creados allí mismo, en el parque. Y el recorrido por el laboratorio era plenamente convincente.
»Pero de hecho la visita introductoria al parque se salteaba varios pasos del proceso. En una sala Hammond explicaba cómo se extraía el ADN de los dinosaurios. En la siguiente mostraba huevos a punto de abrirse. Era fascinante, pero ¿cómo había obtenido un embrión viable a partir del ADN? Esa fase crítica permanecía oculta. Se presentaba simplemente como algo que había ocurrido, entre una sala y la otra.
»En realidad, el espectáculo de Hammond era demasiado bueno para ser verdad. Por ejemplo, tenía un criadero, donde los pequeños dinosaurios salían del cascarón mientras los visitantes observaban asombrados. Pero nunca surgían contratiempos. Ni crías muertas ni malformaciones ni complicaciones de ninguna clase. En la presentación de Hammond esta deslumbrante tecnología se aplicaba sin el menor tropiezo.
»Y si uno se detiene a pensarlo, eso era imposible. Según Hammond, allí se fabricaban animales extintos utilizando tecnología de punta. Pero con cualquier tecnología manufacturera los resultados iniciales son lentos, del orden de un uno por ciento como mucho. Así que Hammond debía de producir miles de embriones por cada nacimiento con éxito. Eso implicaba una enorme operación industrial, y no el pequeño e impecable laboratorio que nos mostraron.
—Es decir, esta planta —adivinó Thorne.
—Sí. Aquí, en otra isla, lejos de la mirada del público y en secreto, podía llevar a cabo libremente su investigación y hacer frente a la ingrata realidad que se escondía tras su precioso parque. El zoológico genético de Hammond no era más que una fachada. La verdad se hallaba en esta isla. Aquí era donde se fabricaban los dinosaurios.
—Y si se eliminaron los animales del zoológico —comentó Eddie—, ¿por qué no se los destruyó también en esta isla?
—Una pregunta crucial —dijo Malcolm—. Posiblemente en unos minutos conozcamos la respuesta. —Apuntó a lo lejos con la linterna y la luz se reflejó en una pared de vidrio—. Porque, si no me equivoco, el primer punto de la cadena de producción se encuentra ante nosotros.