Explotación

Lewis Dodgson abrió la puerta donde se leía SECCIÓN DE ANIMALES e inmediatamente todos los perros empezaron a ladrar. Dodgson siguió por el corredor entre las hileras de jaulas que se elevaban a una altura de tres metros a ambos lados. El pabellón era enorme; Biosyn Corporation de Cupertino, California, necesitaba unas amplias instalaciones para la experimentación con animales.

A su lado Rossiter, el presidente de la compañía, se limpió las solapas del traje italiano, con expresión adusta.

—No soporto este horroroso lugar —protestó—. ¿Por qué me hicieron venir aquí?

—Porque tenemos que hablar sobre el futuro —respondió Dodgson.

—Esto apesta —rezongó Rossiter, consultando su reloj—. Vamos al grano, Lew.

—Aquí podremos hablar. —Dodgson lo llevó a la cabina del vigilante, situada en el centro del pabellón.

El vidrio ahogó los ladridos, pero por las ventanas seguían viendo las hileras de animales.

—Es muy sencillo —empezó Dodgson—. Pero también muy importante.

Lewis Dodgson tenía cuarenta y cinco años. Era un hombre de facciones suaves y pelo ralo. Tenía un aspecto juvenil y un trato amable. Pero las apariencias engañaban. Dodgson, pese a su cara de niño, era uno de los genetistas más implacables y agresivos de su generación. La controversia había sido la nota dominante de su carrera. Había sido expulsado de Hopkins durante el curso de doctorado por proyectar una terapia genética aplicada a seres humanos sin solicitar permiso a las autoridades sanitarias. Más tarde, tras su incorporación a Biosyn había llevado a cabo en Chile una polémica prueba con una vacuna para la rabia; los campesinos incultos con quienes experimentó no fueron informados de que se trataba de un ensayo.

Tanto en un caso como en otro Dodgson se justificó aduciendo que era un científico con prisa y no podía refrenarse por normativas creadas para espíritus menores. Se definía como un hombre «orientado a los resultados», lo cual significaba que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de alcanzar sus objetivos. Además era un incansable vendedor de su propia imagen. En la compañía Dodgson se presentaba como investigador, pese a que carecía de aptitudes para realizar investigaciones originales y de hecho jamás había investigado. Poseía un intelecto esencialmente mimético; nunca concebía nada hasta que alguien lo había pensado primero. Su fuerte era el «desarrollo» de investigaciones, lo cual equivalía a robar el trabajo de otro en sus etapas iniciales. En este campo no tenía escrúpulos ni rivales. Durante muchos años había dirigido el departamento de contraingeniería de Biosyn, dedicado en teoría a analizar los productos de la competencia y determinar su elaboración. En la práctica, la «contraingeniería» se centraba básicamente en el espionaje industrial.

Rossiter, naturalmente, no se engañaba con respecto a Dodgson. Le inspiraba un profundo rechazo y lo eludía en la medida de lo posible. Dodgson siempre corría riesgos y buscaba atajos; lo ponía nervioso. Pero Rossiter no ignoraba que la moderna biotecnología era un campo muy competitivo. Toda compañía, para no quedar rezagada, necesitaba a un hombre como Dodgson. Y Dodgson sobresalía en su especialidad.

—No andaré con rodeos —anunció Dodgson, volviéndose hacia Rossiter—. Si actuamos deprisa, podemos adquirir la tecnología de InGen.

Rossiter lanzó un suspiro.

—Otra vez no…

—Lo sé, Jeff Conozco tu opinión al respecto, y lo reconozco: en este asunto tuvimos muchos contratiempos…

—¿Contratiempos? —lo interrumpió Rossiter—. El único contratiempo es que fracasaste. Lo intentamos por todos los medios, lícitos e ilícitos. ¡Maldita sea, incluso tratamos de comprar la compañía cuando estaba acogida al Capítulo 11 porque, según tú, era accesible! Pero resultó que no lo era. Los japoneses se negaron a vender.

—Te comprendo, Jeff; pero no olvidemos…

—Lo que no puedo olvidar —prosiguió Rossiter— es que pagamos setecientos cincuenta mil dólares a tu amigo Nedry y no sacamos nada en claro.

—Pero, Jeff…

—Y luego pagamos quinientos mil a ese alcahuete del Banco Dai-Ichi. Tampoco de ahí obtuvimos beneficio. Todos nuestros intentos de adquirir la tecnología de InGen han sido un estrepitoso fracaso. Eso sí que no puedo olvidarlo.

—Pero la cuestión —insistió Dodgson— es que esos intentos se deben a una buena razón. Esa tecnología es vital para el futuro de la compañía.

—Si tú lo dices…

—El mundo está cambiando, Jeff. Te hablo de resolver uno de los mayores problemas con que deberá enfrentarse esta compañía en el siglo XXI.

—¿Cuál?

Dodgson señaló hacia los perros que ladraban al otro lado del vidrio.

—La experimentación con animales. No nos engañemos, Jeff, cada año recibimos mayores presiones para que interrumpamos los ensayos con animales. Cada año tenemos más manifestaciones en contra, más intrusiones y peor prensa. Al principio eran sólo los fanáticos y las celebridades de Hollywood. Pero ahora son multitudes; hasta los filósofos de universidad sostienen ya que no es ético someter a las atrocidades de la investigación en laboratorios a los monos, los perros e incluso las ratas. Nos han llegado quejas sobre la «explotación» que padecen los calamares por nuestra causa, pese a que se sirven para la cena en todo el mundo. Jeff, esta tendencia no va a modificarse. Al final alguien dirá que ni siquiera podemos utilizar bacterias para elaborar productos genéticos.

—Vamos, no exageres.

—Tú espera y verás. Y nos obligarán a cerrar. A menos que dispongamos de un animal genuinamente creado. Piensa, por ejemplo, en un animal extinto que devolvemos a la vida; a efectos prácticos no sería un animal. No podría tener derechos. Ya se ha extinguido. Por lo tanto, si existe es porque nosotros lo creamos. Lo creamos, lo patentamos y es de nuestra propiedad. Y cumple todos los requisitos para la experimentación. Y creemos que los sistemas enzimáticos y hormonales de los dinosaurios son idénticos a los de los mamíferos. En el futuro podrían probarse los fármacos en pequeños dinosaurios tan satisfactoriamente como ahora con los perros y las ratas… y con muchos menos riesgos legales.

—Eso crees —dijo Rossiter, negando con la cabeza.

—Tengo la total seguridad. En esencia son lagartos grandes, Jeff. Y a nadie le gustan los lagartos. No son como esos perritos encantadores que te lamen la mano y conquistan tu corazón. Los lagartos no tienen personalidad. Son serpientes con patas.

Rossiter lanzó un suspiro.

—Jeff. Hablamos de libertad real. Ya que por el momento todo lo que tiene que ver con animales vivos está sujeto a limitaciones morales y legales. Los cazadores no pueden disparar contra un león o un elefante, los mismos animales que sus padres y abuelos mataban para fotografiarse después posando orgullosamente junto a la pieza. Ahora hay solicitudes, permisos, gastos… y mucho sentido de culpabilidad. En estos tiempo no te atreverías a cazar un tigre y después contarlo. En el mundo moderno se considera más grave matar a un tigre que a tus padres. Los tigres tienen abogados. Pero ahora imagina una reserva de caza especialmente abastecida, quizás en algún lugar de Asia, donde la gente rica e importante pudiese cazar tiranosaurios y triceratops en un marco natural. Sería una atracción en extremo apetecible. ¿Cuántos cazadores tienen una cabeza de reno disecada en la pared? Muchísimos. En cambio, ¿cuántos pueden alardear de tener una cabeza de tiranosaurio con las fauces abiertas colgada sobre el bar?

—No hablas en serio —dijo Rossiter.

—Sólo quiero que entiendas una cosa, Jeff esos animales son totalmente explotables. Podemos hacer con ellos lo que queramos. Rossiter se metió las manos en los bolsillos, suspiró y miró a Dodgson.

—¿Esos animales existen todavía?

Dodgson asintió lentamente.

—¿Y sabes dónde están? Dodgson asintió de nuevo.

—Muy bien —accedió Rossiter—. Adelante. —Se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se detuvo y volvió la cabeza—. Pero que quede claro, Lew. Nunca más. Ésta es la última vez. O consigues esos animales, o se acabó. ¿Entendido?

—No te preocupes —dijo Dodgson—. Esta vez los conseguiremos.