Con los anteojos de visión nocturna el mundo se revestía de un color verde fluorescente en todas sus tonalidades. Sarah Harding contempló la sabana de África. Adelante, por encima de la alta hierba, veía un promontorio rocoso. Unos diminutos puntos verdes resplandecían sobre los peñascos. Probablemente se trataba de damanes, pensó, o de algún otro pequeño roedor.
De pie en el jeep, envuelta en una camisa para protegerse del aire frío de la noche, giró lentamente la cabeza, notando el peso de los anteojos. Oía unos gañidos en la noche y quería localizar su procedencia.
Sabía que pese a hallarse sobre el vehículo y disfrutar, por lo tanto, de una vista más amplia, no sería fácil divisar a los animales, que trataban de permanecer ocultos a toda costa. Se volvió despacio hacia el norte, buscando algún movimiento en la hierba. No vio nada. De pronto se dio media vuelta, y por un momento aquel mundo verde se convirtió en un torbellino. Miraba hacia el sur.
Y entonces los vio.
La hierba se rizaba formando un complejo dibujo mientras la manada avanzaba rápidamente, aullando y ladrando, dispuesta para el ataque. Vio por un instante a la hembra que llamaba Cara Uno o C1. C1 se diferenciaba de las demás por una veta blanca entre los ojos. C1 avanzaba deprisa con el peculiar trote de las hienas. Mostraba los dientes y volvía la cabeza, observando la posición de los otros miembros de la manada.
Sarah Harding, con ayuda de los anteojos, rastreó en la oscuridad la zona hacia donde se dirigían. No tardó en ver la presa: un rebaño de búfalos africanos hundidos en la hierba hasta el vientre. Estaban nerviosos; se oían sus bramidos y el ruido de sus patadas contra el suelo.
Los aullidos de las hienas se hicieron más intensos; era un sonido destinado a desorientar a la presa. Corrieron entre los búfalos con la intención de disgregar la manada y separar a las crías de sus madres. Los búfalos, pese a su apariencia de torpeza y estupidez, son en realidad criaturas poderosas y fieras provistas de puntiagudos cuernos. Se encuentran entre los grandes mamíferos más peligrosos de África. Las hienas sabían que eran incapaces de abatir a un búfalo adulto a menos que estuviese herido o enfermo.
Pero intentarían llevarse una cría.
Sentado al volante del jeep, Makena, su ayudante, preguntó:
—¿Quiere que nos acerquemos más?
—No, ya está bien.
De hecho, ocupaban una posición ideal. El jeep se hallaba en lo alto de una ligera elevación y disfrutaban de una vista mucho mejor que de costumbre. Con un poco de suerte grabaría toda la maniobra de ataque. Encendió la videocámara, montó el trípode a una altura de un metro y medio por encima de su cabeza, y empezó a dictar rápidamente en el grabador.
—C1 al sur; C2 y C5 en los flancos, a veinte metros. C3 en el centro. C6 describe un amplio círculo por el este. No veo a C7. C8 avanza en círculo por el norte. C1 avanza en línea recta, alborotando al rebaño. Los búfalos se revuelven, cocean. Ahí está C7. De frente. C8 traza un ángulo desde el norte. Se abre y continúa avanzando en círculo.
Ése era el comportamiento clásico de las hienas. Los animales de cabeza atravesaban el rebaño mientras los otros lo rodeaban para después estrechar el círculo. De ese modo la presa no podía seguir la trayectoria de su atacante. Siguió oyendo los bramidos de los búfalos incluso cuando, aterrorizados, rompieron su apretada formación. Los animales de mayor tamaño, separados del grupo, se volvían y vigilaban. Harding no veía a las crías; las tapaba la hierba. Pero oía sus lastimeros quejidos.
Las hienas acometieron de nuevo. Los búfalos lanzaban coces y agachaban las enormes cabezas amenazadoramente. La hierba volvió a rizarse mientras las hienas envolvían al rebaño aullando y ladrando de un modo cada vez más entrecortado. Avistó por un instante a la hembra C8, que tenía ya las fauces ensangrentadas. Sin embargo, Harding no había visto el ataque.
El rebaño de búfalos se alejó hacia el este, reagrupándose a corta distancia. Un búfalo hembra permanecía apartado del resto, bramando sin cesar a las hienas. Debían de haber capturado a su cría. Harding sintió frustración. Había ocurrido todo muy deprisa —demasiado deprisa—, y eso sólo podía significar que las hienas habían tenido suerte o que la cría estaba herida. O quizás era muy joven, tal vez incluso recién nacida; para esa época aún parían algunas hembras. Tendría que revisar la cinta e intentar reconstruir lo sucedido. Ésos eran los riesgos de estudiar animales nocturnos de rápidos movimientos, pensó.
Pero sin duda habían atrapado un animal. Todas las hienas se apiñaban en un mismo punto entre la hierba; gañían y brincaban. Vio a C3 y luego a C5 con los hocicos rojos. Empezaban a acercarse sus propios cachorros, reclamando su parte del animal muerto con agudos gritos. Las hienas adultas les abrieron paso de inmediato y los ayudaron a comer. A veces arrancaban trozos de carne y se los ofrecían a las más jóvenes.
Aquel comportamiento era de sobra conocido para Sarah Harding, que en los últimos años se había convertido en la mayor experta en hienas del mundo. Cuando informó por primera vez sobre sus hallazgos, se encontró con la incredulidad e incluso las impertinencias de sus colegas, que cuestionaron sus observaciones en términos muy personales. La agredieron por ser mujer, por ser atractiva y por ofrecer «una perspectiva despóticamente feminista». La universidad le recordó que aún no era profesora titular. Sus colegas rechazaron sus afirmaciones con gestos de desdén. A pesar de todo Harding perseveró y con el paso del tiempo, a medida que acumulaba datos, su visión de las hienas fue aceptándose.
No obstante, las hienas nunca despertarían simpatía, pensó viéndolas comer. Eran desgarbadas, tenían la cabeza grande y el cuerpo caído, el pelo desigual y jaspeado, caminaban torpemente, y emitían un sonido que recordaba demasiado una risa desagradable. En un mundo cada vez más urbano de rascacielos de hormigón, los animales salvajes, vistos desde una perspectiva irreal, eran clasificados en nobles e innobles, en héroes y villanos. Y en ese mundo dominado por los medios de comunicación las hienas no eran suficientemente fotogénicas para suscitar admiración. Etiquetadas desde hacía mucho tiempo como los risueños villanos de las llanuras africanas, no se las había considerado dignas de un estudio sistemático hasta que Harding inició su investigación.
Sus descubrimientos presentaban a las hienas bajo una luz muy distinta. Valientes en la caza y atentas con sus crías, habían desarrollado una estructura social muy compleja, basada además en el matriarcado. En cuanto a sus famosos gañidos, representaban en realidad una elaborada forma de comunicación.
De pronto oyó un rugido y a través de los anteojos de visión nocturna vio acercarse el primer león al animal muerto. Era una hembra de gran tamaño, y empezó a dar vueltas alrededor de la manada. Las hienas ladraban e intentaban arañar a la leona, apartando a la vez a las crías y ocultándolas entre la hierba. En cuestión de minutos aparecieron otros leones y comenzaron a devorar la presa ganada por las hienas.
«Ahora leones», pensó. Ésa sí era una bestia repugnante. Pese a ser considerado el rey de todos los animales, los leones actuaban con verdadera mezquindad y…
Sonó el teléfono.
—Makena —dijo Harding.
El teléfono volvió a sonar. ¿Quién podía ser a esas horas? Arrugó la frente. Vio que los leones levantaban la cabeza en la oscuridad.
Makena buscó a tientas el teléfono bajo el tablero. Sonó otras tres veces antes de que lo encontrara.
Harding lo oyó decir:
—Jambo, mzee. Sí, la doctora Harding está aquí. —Le pasó el auricular—. Es el doctor Thorne.
De mala gana se quitó los anteojos y tomó el teléfono. Conocía bien a Thorne; le había diseñado la mayor parte del equipo que llevaba en el jeep.
—Doc, más vale que sea algo importante —advirtió.
—Lo es —repuso Thorne—. Te llamo por algo relacionado con Richard.
—¿Qué le pasa? —Harding percibió la inquietud de Thorne, pero no se imaginó la causa. Últimamente Levine se había convertido en una auténtica molestia. Llamaba casi a diario desde California para extraerle toda clase de información sobre el trabajo de campo con animales. La asaeteaba con preguntas sobre puestos de observación, protocolos de datos, registro de información y un sinfín de cuestiones más.
—¿Te dijo alguna vez qué se proponía estudiar? —preguntó Thorne.
—No —respondió Harding—. ¿Por qué?
—¿No te ha dado siquiera algún indicio?
—No —repitió Harding—. Es muy reservado. Pero deduzco que ha localizado una población animal que podría utilizarse para demostrar algo sobre los sistemas biológicos. Ya sabes lo obsesivo que es. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque desapareció —explicó Thorne—. Malcolm y yo creemos que está en apuros. Lo localizamos en una isla de Costa Rica y salimos en su busca ahora mismo.
—¿Ahora?
—Esta noche. Dentro de unas horas tomamos el avión a San José. Ian viene conmigo, y querríamos que nos acompañases.
—Doc —protestó Harding—, aun cuando tomase el vuelo de Seronera a Nairobi mañana a primera hora, tardaría casi un día en llegar allí. Y eso con suerte. Quiero decir que…
—Tú decides —la interrumpió Thorne—. Te daré los detalles, y resuelve lo que consideres conveniente.
Thorne le proporcionó la información, y ella la anotó en un cuaderno que llevaba colgado del cinturón. A continuación Thorne colgó.
Inmóvil, Harding contempló la noche africana, sintiendo en la cara la brisa fría. En la oscuridad oía los gruñidos de los leones mientras devoraban la presa. Su trabajo estaba allí. Su vida estaba allí.
—¿Doctora Harding? —dijo Makena—. ¿Qué hacemos?
—Volvamos —ordenó ella—. Tengo que preparar el equipaje.
—¿Se marcha?
—Sí —contestó Harding—. Me marcho.