Thorne abrió la puerta del departamento de Levine y encendió las luces. Los chicos contemplaron asombrados el lugar.
—¡Parece un museo! —comentó Arby.
Era un departamento de dos habitaciones, decorado en un estilo vagamente asiático, con elegantes armarios de madera y antigüedades caras. Estaba inmaculado y la mayoría de las antigüedades se hallaban expuestas en urnas de plástico. Todo había sido minuciosamente etiquetado. Entraron despacio en la habitación.
—¿Vive aquí? —preguntó Kelly, incrédula. El departamento le parecía impersonal, casi inhumano. Y ella siempre tenía la casa tan desordenada…
—Sí —respondió Thorne a la vez que se guardaba la llave en un bolsillo—. Siempre está así. Por eso es incapaz de vivir con una mujer. No tolera que nadie le toque nada.
Los sofás del living se encontraban dispuestos en torno de una mesita de vidrio. En la mesita había cuatro pilas de libros, todas cuidadosamente alineadas con el borde. Arby leyó los títulos: Teoría de la catástrofe y estructuras emergentes, Procesos inductivos en la evolución molecular, Autómatas celulares. Metodología de la adaptación no lineal, Fases de transición en los sistemas evolutivos. Vio también algunos libros más viejos con títulos en alemán.
Kelly olfateó el aire.
—¿Hay algo en el fuego?
—No lo sé —dijo Thorne, y entró en el comedor.
Junto a la pared se extendía una placa calentadora con una hilera de platos tapados. La lustrosa mesa de madera estaba preparada para un comensal, con cubiertos de plata y una copa de cristal tallado. Había un tazón de caldo humeante. Thorne se acercó a la mesa, tomó un hoja de papel colocada junto a los cubiertos y leyó en voz alta:
—«Crema de langosta, verduras orgánicas, atún a la plancha». —Pegado a la hoja había un papel adhesivo amarillo—. «¡Espero que haya tenido un buen viaje! Romelia».
—¡Vaya! —exclamó Kelly—. ¿Viene alguien a cocinarle todos los días?
—Eso parece —contestó Thorne, que no parecía impresionado. Ojeó la correspondencia sin abrir que había junto a la placa.
Kelly examinó unos faxes que estaban en una mesa cercana. El primero era del museo Peabody de Yale, en New Haven.
—¿Esto es alemán? —preguntó, tendiéndoselo a Thorne.
Estimado doctor Levine:
El documento que nos solicitó: («Geschichtliche Forschungsarbeiten über die Geologie Zentralamerikas», 1922-1929 ) ha sido enviado hoy por correo urgente.
Dina Skrumbis, archivera
Saludos.
—No lo entiendo —reconoció Thorne—, pero creo que se refiere a algún tipo de investigación sobre la geología de Centroamérica. Y es de los años 20, así que no es precisamente de gran actualidad.
—¿Para qué lo querría? —dijo Kelly.
Sin contestar, Thorne entró en el dormitorio.
Éste ofrecía un aspecto austero. La cama, pulcramente hecha, era un futon negro. Thorne abrió el armario y vio hileras de prendas espaciadas regularmente, todas planchadas y la mayoría en fundas de plástico. Abrió el cajón superior de la cómoda y encontró calcetines plegados y ordenados por colores.
—No sé cómo puede vivir así —comentó Kelly.
—No tiene ningún mérito —aseguró Thorne—. Sólo necesitas mucamas. —Abrió rápidamente los demás cajones uno tras otro. Kelly curioseó en la mesa de luz. Encima había varios libros. El primero del montón era muy pequeño y el papel amarilleaba por su antigüedad. Estaba escrito en alemán y se titulaba Die Fünf Todesarten. Lo hojeó, fijándose en las láminas en color de indígenas con vistosas indumentarias como las que usaban los aztecas; parecía un libro infantil ilustrado.
Debajo encontró libros y artículos de periódico con la cubierta roja del Instituto Santa Fe: Algoritmos genéticos y redes heurísticas; Geología de Centroamérica; Autómatas para teselación de dimensión arbitraria. Estaba también el informe anual de InGen Corporation correspondiente a 1989. Y junto al teléfono vio una hoja con apresuradas anotaciones. Reconoció la letra clara de Levine.
Se leía:
«ENCLAVE B»
Vulkanische
¿Tacaño?
¿Nublar?
¿Una de cinco Muertes?
¿en las mtñas? ¡¡¡No!!!
quizá Gutiérrez
cautela.
—¿Qué es el Enclave B? —inquirió Kelly—. Aquí hay algo anotado al respecto.
Thorne se acercó a mirar.
—Vulkanische. Eso, si no me equivoco, significa «volcánico» explicó. Y tacaño y nublar… parecen topónimos. Podemos verificarlo en un atlas…
—¿Y esto de «una de cinco muertes»?
—Ni idea —contestó Thorne.
Mientras intentaban descifrar la hoja, Arby entró en el dormitorio y preguntó:
—¿Qué es el Enclave B?
Thorne levantó la vista.
—¿Por qué lo preguntas?
—Mejor será que venga a la oficina —sugirió Arby.
Levine había acondicionado la segunda habitación como oficina. Al igual que el resto del departamento, estaba admirablemente ordenada. Contenía un escritorio con papeles dispuestos en pulcras pilas junto a una computadora cubierta por un plástico. Un enorme tablero de corcho abarcaba casi toda la pared situada tras el escritorio, y allí Levine había clavado mapas, gráficos, recortes de prensa, imágenes de satélite y fotografías aéreas. En lo alto del tablero había un gran rótulo que rezaba: ¿enclave b?
Al lado se veía una instantánea borrosa y ajada de un chino con anteojos y bata de laboratorio en plena selva junto a un letrero de madera que indicaba: enclave b. Tenía la bata desabrochada y debajo llevaba una remera con una inscripción en el pecho.
Junto a la fotografía había una ampliación de la remera tal como aparecía en el original. Era difícil descifrar la inscripción, que se hallaba parcialmente cubierta a uno y otro lado por la bata, pero parecía leerse:
«nGen Enclave B
entro de Investig»
Con su cuidada caligrafía, Levine había anotado: «¿InGen Enclave B Centro de Investigación? ¿Dónde?».
Inmediatamente debajo había puesto una hoja extraída del informe anual de InGen, donde aparecía marcado con un círculo el siguiente párrafo:
Además de la sede central de Palo Alto, donde InGen mantiene un modernísimo laboratorio de investigación de 18.000 metros cuadrados, la compañía supervisa la actividad de campo de otros tres laboratorios en distintos lugares del mundo: un laboratorio geológico en Sudáfrica, donde se obtienen ámbar y otros especímenes biológicos; una granja experimental en las montañas de Costa Rica, donde se cultivan variedades exóticas de plantas; y unas instalaciones en isla Nublar, a doscientos kilómetros al oeste de Costa Rica.
Al lado Levine había escrito: «¡No hay B! ¡Mentirosos!».
—Está realmente obsesionado con ese Enclave B —observó Arby.
—Desde luego —convino Thorne—. Y piensa que está en alguna isla.
Aproximándose al tablero, Thorne examinó las imágenes de satélite. Advirtió que, pese a estar impresas en colores falsos y distintos grados de ampliación, aparentemente todas correspondían a la misma área geográfica: una costa rocosa y varias islas mar adentro. En el litoral se veía una playa y una densa selva; podía ser Costa Rica, pero era imposible saberlo con certeza. En realidad, había al menos una docena de lugares semejantes en todo el mundo.
—Por teléfono dijo que estaba en una isla —señaló Kelly.
—Sí —dijo Thorne con un gesto de impotencia—, pero eso no nos sirve de gran ayuda. Ahí debe de haber unas veinte islas o más. Thorne reparó en un memorándum situado en la parte baja del tablero.
ENCLAVE B @#$#A TODOS LOS DEPARTAMENTOS DE[ ]****
VERTENCIA SOBRE%$#Ces#!NECESIDAD DE EVITAR LA DIVULG******
El señor Hammond desea recordar a todos. **** tras*&de mercado*%** Una estrategia de mercado a largo plazo*&A&A%
En cuanto a las instalaciones recreativas propuestas, por razones comerciales la tecnología del PJ no debe revelarse difundirse darse a conocer en toda su complejidad. El señor Hammond desea recordar a todos los departamentos que el centro de producción no se incluirá en ningún caso entre los temas asuntos tratados en informes de prensa o discusiones. El centro de producción/fabricación no puede#@#$# referencia alguna a la localización de la isla de prod. Isla S. sólo en referencias internas tringir***A%$** de prensa a las instrucciones generales.
—Qué raro es esto —comentó Thorne—. ¿Te dice algo? Arby se acercó y observó el memorándum pensativamente.
—¿Les ves algún sentido a todas esas letras que faltan y a esos signos? —preguntó Thorne.
—Sí —respondió Arby. Chasqueó los dedos y se dirigió al escritorio de Levine. Descubrió la computadora y dijo—: Lo suponía. Contra lo que Thorne habría imaginado, no se trataba de un equipo moderno. Era una voluminosa computadora con varios años de antigüedad y tenía la superficie bastante rayada. Una banda negra estampada en la caja incluía un rótulo que rezaba: «Design Associates, Inc». Y más abajo, en una reluciente placa metálica colocada a la altura del interruptor de encendido, se leía: «Propiedad de International Genetics Technology, Inc., Palo Alto, CA».
—¿Qué es esto? —inquirió Thorne—. ¿Levine tiene una computadora de InGen?
—Sí —contestó Arby—. Nos mandó a comprarla la semana pasada. Estaban liquidando el equipo informático.
—¿Y los envió a ustedes?
—Sí. A mí y a Kelly. Prefirió no ir él personalmente. Sospecha que lo siguen.
—Pero esto es un sistema CAD/CAM y debe tener cinco años por lo menos —afirmó Thorne. Los sistemas CAD/CAM eran utilizados por arquitectos, diseñadores gráficos e ingenieros mecánicos—. ¿Para qué lo quería Levine?
—No nos lo dijo —respondió Arby a la vez que accionaba el interruptor de encendido—. Pero ahora ya lo sé.
—¿Ah, sí?
—Ese memorándum —aclaró Arby señalando hacia la pared con la barbilla—. ¿Sabe por qué ha salido así? Porque es un archivo informático recuperado. Levine recuperó los archivos de InGen de esta computadora.
Como Arby explicó, todas las computadoras vendidas por InGen aquel día habían sido reformateadas para eliminar cualquier información reservada de los discos rígidos. Pero los sistemas CAD/CAM eran una excepción. Aquella clase de computadoras contenían un software especial instalado por el fabricante. Ese software era introducido específicamente en cada computadora, utilizando códigos particulares. Por esa razón resultaba engorroso reformatearlas, pues el software habría tenido que reinstalarse después computadora por computadora y eso hubiera implicado horas de trabajo.
—O sea que no lo hicieron —adivinó Thorne.
—Exacto —confirmó Arby—. Se limitaron a borrar los directorios antes de vender las máquinas.
—Por lo tanto, los archivos originales siguen en el disco.
—Así es.
El monitor resplandeció. En la pantalla se leía: total de archivos recuperados: 2.387.
—¡Vaya! —exclamó Arby. Se inclinó y miró atentamente con los dedos suspendidos sobre el teclado. Pidió el directorio y una interminable columna de archivos empezó a deslizarse por la pantalla. En total, más de dos mil.
—¿Cómo vas a…? —preguntó Thorne.
—Un momento —lo interrumpió Arby, y comenzó a teclear rápidamente.
—Muy bien, Arb —lo alentó Thorne. Le divertía la actitud apremiante que Arby adoptaba cuando se ponía ante una computadora. Parecía olvidar su corta edad, y su habitual timidez desaparecía. En el mundo electrónico se hallaba sin duda a sus anchas. Y era consciente de su propia destreza—. Cualquier dato que nos facilites puede servirnos… —agregó.
—Por favor, Doc —protestó Arby—. Vaya y… ayude a Kelly o haga lo que quiera.
Luego se volvió y siguió tecleando.