—Cuando consideramos la extinción en masa como consecuencia de un impacto meteorítico —decía Richard Levine—, debemos plantearnos dos preguntas. En primer lugar, ¿existe en nuestro planeta algún cráter causado por él impacto de un meteorito con un diámetro mayor de treinta kilómetros, que es el tamaño mínimo necesario para provocar un suceso de extinción a nivel mundial? Y segundo, ¿algún cráter coincide en el tiempo con algún período de extinción conocido? Resulta que efectivamente hay en el planeta una docena de cráteres de esas dimensiones, de los cuales cinco concurren con extinciones conocidas…
Kelly Curtis, una alumna de séptimo grado, bostezó en el aula a oscuras. Se acodó en el pupitre y apoyó la barbilla en las manos, intentando no dormirse. Ya conocía de sobra todo aquello. El televisor colocado ante la clase mostraba una vista aérea de un inmenso maizal con desdibujados contornos curvos. Kelly lo reconoció; era el cráter de Manson. En la oscuridad, la voz grabada del doctor Levine explicó:
—Éste es el cráter de Manson, en Iowa, que data de hace sesenta y cinco millones de años, precisamente la época en que los dinosaurios empezaron a extinguirse. Pero, ¿fue éste el meteorito que acabó con los dinosaurios?
«No. Probablemente fue el de la península de Yucatán. El de Manson era demasiado pequeño», pensó Kelly bostezando.
—Ahora pensamos que este cráter es demasiado pequeño —prosiguió Levine—. Estableciendo un orden de magnitudes creemos que debe descartarse en favor del cráter próximo a Mérida, en Yucatán. Cuesta imaginarlo, pero el impacto vació todo el Golfo de México, provocando olas mareales de hasta seiscientos metros de altura que inundaron una gran franja de tierra. Sin embargo, este cráter también ha suscitado dudas, sobre todo en relación con la estructura anular de la sima y el ritmo de mortalidad diferencial del fitoplancton en los depósitos marinos. Aunque esto les suene complicado, no se preocupen demasiado por el momento. Otro día lo trataremos en más detalle. Así que eso es todo por hoy.
Las luces se encendieron. La profesora, la señora Menzies, se acercó a la computadora que controlaba la imagen y el sonido y la apagó.
—Bien —comentó—, es una suerte que el doctor Levine nos dejase esta grabación. Me advirtió que quizá no llegase a tiempo para la clase de hoy, pero seguramente lo tendremos de nuevo con nosotros a la vuelta de las vacaciones de primavera. Kelly, tú y Arby trabajan con el doctor Levine, ¿es eso lo que les dijo?
Kelly lanzó una mirada a Arby, que estaba acurrucado en su asiento con expresión ceñuda.
—Sí, señora Menzies —contestó Kelly.
—De acuerdo. Bien, y ahora todos presten atención. La tarea para estas vacaciones es el capítulo siete completo. —Un susurro de protesta recorrió el aula—. Incluidos todos los ejercicios del final de la primera parte, así como los de la segunda. No se olviden de traerlos terminados, cuando regresen. Que lo pasen bien. Nos veremos dentro de una semana.
Sonó el timbre. Los alumnos se levantaron arrastrando las sillas ruidosamente y un repentino bullicio llenó el aula. Arby se aproximó a Kelly y la miró con tristeza. Arby medía una cabeza menos que Kelly; era el chico más bajo de la clase. También era el más joven. Kelly tenía trece años, como los demás estudiantes de séptimo; Arby, en cambio, tenía sólo once. Por su extraordinaria inteligencia, lo habían adelantado dos años. Y corrían rumores de que quizá lo adelantasen aún más. Arby era un genio, especialmente con las computadoras.
Arby guardó el bolígrafo en el bolsillo de su camisa blanca y se reacomodó los anteojos de carey en el puente de la nariz. R.B. Benton, que así se llamaba Arby, era negro; sus padres ejercían la medicina en San José y siempre lo hacían ir muy atildado, como si fuese un universitario o algo así. Y tal como progresaba, se dijo Kelly, probablemente lo sería en un par de años.
En compañía de Arby, Kelly siempre se sentía desgarbada. Ella tenía que ponerse la ropa usada de su hermana mayor, que su madre había comprado en alguna tienda barata hacía al menos un millón de años. Incluso debía llevar las Reebok viejas de Emily, tan rozadas y sucias que nunca conseguía limpiarlas del todo, ni siquiera metiéndolas en el lavarropas. Kelly lavaba y planchaba toda su ropa; su madre siempre andaba escasa de tiempo. Su madre casi nunca estaba en casa. Kelly miró con envidia la indumentaria de Arby —el pantalón caqui pulcramente planchado, los mocasines caros y lustrosos— y suspiró.
A pesar de ese resentimiento, Arby era su único amigo verdadero, la única persona que no le reprochaba su inteligencia. A Kelly le preocupaba que lo pasasen a noveno y no pudiese verlo más.
A su lado Arby seguía con el entrecejo fruncido. Levantó la vista y preguntó:
—¿Por qué no volvió el doctor Levine?
—No lo sé —respondió Kelly—. Quizás haya tenido algún problema.
—¿Qué problema?
—No lo sé. Cualquier contratiempo.
—Pero nos prometió que estaría aquí —protestó Arby—. Nos dijo que nos llevaría de excursión. Estaba todo preparado. Hasta teníamos permiso.
—¿Y qué importa? Podemos irnos igualmente.
—Pero tendría que estar aquí —insistió Arby obstinadamente. Kelly ya lo había visto actuar de aquel modo antes. Arby estaba acostumbrado a confiar en los adultos. Sus padres eran personas en quienes podía confiar. Kelly no pensaba en esas cosas.
—No le des tanta importancia, Arb —recomendó Kelly—. Vamos a ver al doctor Thorne nosotros solos.
—¿Te parece?
—Claro. ¿Por qué no? Arby vaciló.
—Quizá debería llamar antes a mi madre.
—¿Para qué? —dijo Kelly—. Te dirá que vuelvas a casa, ya lo sabes. Arb, vámonos y no le des más vueltas.
Arby seguía indeciso. Podía ser muy inteligente, pero el menor cambio de planes siempre lo perturbaba. Kelly sabía por experiencia que si ponía mucho empeño en convencerlo, Arby se quejaría y discutiría. Debía esperar a que tomase la decisión por sí mismo.
—De acuerdo —accedió por fin—. Vamos a ver a Thorne.
—Espérame en la entrada —dijo Kelly, sonriente—. No tardaré más de cinco minutos.
Cuando bajaba por la escalera desde el segundo piso, tuvo que aguantar una vez más la cantinela de siempre.
—Kelly es una agrandada, Kelly es una agrandada…
Siguió adelante con la cabeza bien alta. Era la estúpida de Allison Stone, con sus estúpidas amigas burlándose de ella al pie de la escalera.
—Kelly es una agrandada…
Pasó ante ellas como si no estuvieran. Cerca de allí vio a la señorita Enders, la encargada del orden en los pasillos, tan indiferente como de costumbre, pese a que en una reunión con los alumnos el señor Canosa, el subdirector, había prohibido expresamente las burlas. Detrás de ella las chicas continuaron molestándola.
—Kelly es una agrandada… Es la reina de la computadora… y acabará con la cara verde como el monitor…
El grupo rompió en carcajadas.
Kelly vio que Arby la esperaba en la puerta con un manojo de cables grises en la mano. Apretó el paso. Cuando llegó a su lado, Arby le aconsejó:
—No les hagas caso.
—Son una banda de idiotas.
—Exactamente.
—De todas maneras, me tienen sin cuidado.
—Ya lo sé. Olvídate de ellas.
Detrás de ellos, las chicas se rieron.
—Kelly y Arby van a una fiesta… y sólo hacen sumas y restas…
Salieron a la calle y para alivio de ambos el bullicio exterior ahogó las voces de las chicas. En el estacionamiento había transportes escolares amarillos. Los alumnos corrían escalera abajo hacia los coches de sus padres, que esperaban en fila alrededor de la manzana. Era un auténtico hervidero de gente.
Arby esquivó un disco volador que pasó con un zumbido sobre su cabeza y echó un vistazo al otro lado de la calle.
—Ahí está otra vez.
—No lo mires —instó Kelly.
—Pero si no lo miro.
—Recuerda lo que nos dijo el doctor Levine.
—Por favor, Kel. Lo recuerdo.
Junto a la otra acera había estacionado un Ford Taurus gris que habían visto en varias ocasiones durante los últimos dos meses. Tras el volante, fingiendo leer un periódico, se hallaba el mismo hombre de siempre. Era un individuo de barba desprolija que vigilaba al doctor Levine desde que empezó a dar clases en Woodside. Kelly sospechaba que aquel hombre era la verdadera causa de que el doctor Levine hubiese propuesto a ella y a Arby actuar como ayudantes suyos.
Levine les había explicado que su trabajo consistiría en acarrear el equipo, fotocopiar los ejercicios para la clase, recoger los trabajos y otras tareas de rutina semejantes. Ellos pensaron que sería un gran honor colaborar con el doctor Levine —o por lo menos que sería interesante ayudar a un auténtico científico profesional—, así que aceptaron.
Después resultó que nunca había nada que preparar para la clase; el doctor Levine se ocupaba de todo personalmente. En lugar de eso, recurría a ellos para pequeños encargos. Y había insistido en que se mantuviesen alejados a toda costa del hombre de la barba. Hasta el momento no había sido difícil; como eran niños, aquel hombre nunca se fijaba en ellos.
Según el doctor Levine, el hombre de la barba lo vigilaba por algo relacionado con su detención, pero Kelly no le creyó. Su propia madre había sido detenida dos veces por conducir en estado de ebriedad y nunca la había vigilado nadie. Por lo tanto, aunque ignoraba por qué seguía aquel hombre a Levine, tenía la certeza de que éste llevaba a cabo una investigación secreta y no deseaba que nadie lo averiguase. De una cosa estaba segura: al doctor Levine no le entusiasmaba demasiado la clase que dictaba. Por lo general, improvisaba y en algunas ocasiones entraba por la puerta principal del colegio, les entregaba la clase grabada y salía por la parte de atrás.
Por entonces Kelly y Arby no sabían aún adónde iba.
También sus encargos eran muy misteriosos. Una vez fueron a Stanford a recoger de manos de otro profesor cinco objetos cuadrados de plástico. Era un plástico muy liviano, de textura similar a la gomaespuma. En otra ocasión pasaron a buscar un artefacto triangular por una tienda de electrónica del centro de la ciudad, y notaron muy nervioso al hombre que los atendió, como si se tratase de algo ilegal. Otra vez recogieron un tubo metálico semejante a un estuche de cigarros. Incapaces de reprimir la curiosidad, lo abrieron y descubrieron con cierta inquietud que contenía cuatro ampollas precintadas, de plástico, con un líquido de color pajizo. Todas llevaban el símbolo internacional de las tres hojas para sustancias de peligro biológico y un rótulo donde se leía: ¡MÁXIMA PRECAUCIÓN! ¡TOXICIDAD LETAL!
Pero la mayor parte de sus tareas eran sumamente triviales. Con frecuencia los enviaba a las bibliotecas de Stanford a fotocopiar trabajos sobre los temas más diversos: la fabricación de espadas japonesas, la cristalografía por rayos X, los vampiros de México, los volcanes de Centroamérica, las corrientes marinas de El Niño, los hábitos de apareamiento de la oveja montés, la toxicidad de la holoturia, los arbotantes de las catedrales góticas…
El doctor Levine nunca les explicaba la razón de su interés en tales temas. A menudo los enviaba un día tras otro en busca de más material hasta que de pronto abandonaba el tema y no volvía a mencionarlo jamás. Entonces pasaban a otra cosa.
Naturalmente, entendían algunas de sus peticiones. Parte de sus dudas guardaban relación con los vehículos que el doctor Thorne construía para la expedición del doctor Levine. Pero en la mayoría de los casos los temas eran un misterio.
Kelly se preguntaba de vez en cuando qué podía sacar en claro de todo aquello el hombre de la barba y si acaso sabía algo que ellos ignoraban. Pero en realidad aquel hombre parecía bastante perezoso. Por lo visto, no se había enterado siquiera de que Kelly y Arby hacían recados para el doctor Levine.
En ese preciso momento el hombre de la barba echó un vistazo hacia el colegio sin prestarles atención. Caminaron hasta el final de la calle y se sentaron en el banco a esperar el ómnibus.