Richard Levine apretó la cara contra la roca tibia del acantilado y se detuvo a recobrar el aliento. Ciento cincuenta metros más abajo el mar se agitaba y las olas blancas y resplandecientes embestían las rocas negras con un ruido atronador. El barco que lo había llevado hasta allí navegaba ya con rumbo este y no era más que una mota blanca en el horizonte. Había tenido que marcharse, porque no existía un solo puerto seguro en aquella isla inhóspita y desolada. En esos momentos se hallaban librados a su suerte.
Levine respiró hondo y miró a Diego, que subía por la pared del acantilado a unos seis o siete metros por debajo de él. Diego cargaba con la mochila que contenía todo el equipo, pero era joven y fuerte. Sonrió jovialmente y señaló hacia lo alto con la cabeza.
—¡Ánimo! —exclamó—. Ya estamos cerca.
—Eso espero —dijo Levine. Al examinar el acantilado con los prismáticos desde el barco, le había parecido un buen sitio para realizar el ascenso. Pero en realidad se trataba de una pared casi vertical, y muy peligrosa porque la roca, de origen volcánico, se desmenuzaba fácilmente.
Levine levantó los brazos y extendió los dedos buscando otro asidero. Al aferrarse a la roca, se desprendieron pequeñas piedras y le resbaló la mano. Volvió a agarrarse y ascendió un poco más. Respiraba entrecortadamente a causa del cansancio y el miedo.
—Ya sólo quedan veinte metros —lo alentó Diego—. Lo logrará.
—Por supuesto —masculló Levine—. Teniendo en cuenta la alternativa.
A medida que se acercaba a lo alto del acantilado, el viento arreciaba, silbándole en los oídos y tirándole de la ropa. Levine tenía la sensación de que intentaba arrancarlo de la pared rocosa. Miró hacia arriba y vio el denso follaje que crecía justo al borde del acantilado.
«Ya casi estamos. Casi», pensó.
Con un último esfuerzo logró encaramarse a la cima y, desfallecido, rodó entre los helechos húmedos. Todavía jadeante, volvió la cabeza y vio asomar a Diego, fresco, sin el menor indicio de cansancio. Ya en lo alto Diego se sentó en cuclillas sobre el musgo y sonrió. Levine fijó la mirada en las enormes hojas de helecho que pendían sobre su cabeza y dejó escapar la tensión acumulada durante el ascenso en forma de largas y trémulas exhalaciones. Le ardían las piernas.
Pero no le importaba: ¡Por fin estaba allí!
Contempló la selva que lo envolvía. Era un bosque primario, no alterado por la mano del hombre, exactamente tal como lo mostraban las imágenes del satélite. Levine no había tenido más remedio que fiarse de las fotografías del satélite, porque no existían mapas de las islas privadas. Aquel lugar era una especie de Mundo Perdido, aislado en medio del océano Pacífico.
Levine escuchó el silbido del viento y el rumor de las palmeras, cuyas hojas desprendían gotas de agua que le mojaban el rostro. De pronto oyó un sonido lejano, como el llamado de un ave pero más grave, más resonante. Escuchó atentamente y lo oyó de nuevo.
Un chasquido cercano lo obligó a volver la mirada. Diego acababa de prender un fósforo y se disponía a encender un cigarrillo. Levine se incorporó al instante y le apartó de un golpe la mano, indicándole su desaprobación con la cabeza.
Diego, desconcertado, frunció el entrecejo.
Levine se llevó un dedo a los labios y señaló en dirección al llamado del ave.
Diego hizo un gesto de incomprensión y lo miró con indiferencia. Aquello no lo inquietaba. No veía razón para preocuparse. Obviamente no sabía con qué se enfrentaban, pensó Levine mientras abría la mochila de color verde oscuro y empezaba a montar el imponente rifle Lindstradt. Lo habían fabricado especialmente para él en Suecia y representaba lo último en tecnología para el control de animales. Enroscó el cañón en la culata, encajó el cargador Fluger, verificó la carga de aire comprimido y le entregó el rifle a Diego, que lo tomó con otro gesto de incomprensión.
A continuación Levine sacó de la mochila la pistola enfundada, una Lindstradt negra, de metal anodizado, y se la ciñó a la cintura.
Desenfundó el arma, verificó dos veces el seguro y volvió a guardarla en la funda. Luego se puso de pie e indicó a Diego que lo siguiese. Diego cerró la mochila y se la echó a los hombros.
Se alejaron del acantilado e iniciaron el descenso por la empinada ladera. La ropa se les empapó casi de inmediato debido a la humedad de la vegetación. Apenas tenían visibilidad; la selva los rodeaba por todas partes y alcanzaban a ver apenas unos pasos por delante de ellos. Los helechos, de unos siete metros de altura y tallos ásperos y erizados, tenían enormes frondas, comparables a un hombre en longitud y ancho. Y por encima de los helechos el tupido follaje de las copas de los árboles impedía casi por completo el paso del sol. En la penumbra, avanzaron silenciosamente por la tierra húmeda y esponjosa.
Levine se detenía con frecuencia para consultar su brújula de pulsera. Bajaron por la escarpada pendiente en dirección oeste, hacia el interior. Levine sabía que la isla se había formado sobre los restos de un antiguo cráter volcánico desgastado por siglos de erosión climática. El terreno interior se componía de una serie de crestas montañosas que conducían al lecho del cráter. Pero allí donde se hallaban, en el extremo oriental, el paisaje era abrupto, irregular y engañoso.
La sensación de aislamiento, de haber regresado a un mundo primigenio, se palpaba en el aire. Levine notaba que el corazón le latía con fuerza mientras descendían por la pendiente, cruzaban un riachuelo pantanoso y empezaban a subir de nuevo. En lo alto de la siguiente cresta se abría un claro en la vegetación, y sintió una agradable brisa. Desde aquella altura se avistaba el extremo opuesto de la isla, el duro y negro contorno de una costa peñascosa a kilómetros de distancia. Entre su posición y aquellos acantilados no se veía más que la suave ondulación de la selva.
—Fantástico —comentó Diego, deteniéndose junto a él. Levine lo obligó a callar de inmediato.
—Pero si estamos solos —protestó Diego, señalando el paisaje. Levine, enojado, negó con la cabeza en un gesto de recriminación. Se lo había dicho claramente a Diego en el barco. Una vez en la isla, nada de charla. Nada de loción para el pelo, nada de colonia y nada de tabaco. La comida debía ir guardada en bolsas de plástico con cierre hermético. Todo tenía que empaquetarse con extremo cuidado. Debía evitarse cualquier olor o ruido. Había advertido a Diego una y otra vez sobre la importancia de esas precauciones.
Sin embargo, como ahora resultaba evidente, Diego no le había prestado la menor atención. No había entendido nada. Levine, furioso, le dio un codazo y volvió a negar con la cabeza.
—Por favor, aquí hay sólo pájaros —dijo Diego, sonriendo.
En ese preciso instante oyeron un sonido grave y retumbante, un grito sobrenatural que surgía de algún lugar del bosque. Al cabo de un momento se produjo un segundo grito en respuesta al anterior en otra parte de la selva.
Diego miró con los ojos muy abiertos.
—¿Pájaros? —preguntó Levine, formando la palabra con los labios sin emitir sonido alguno.
Diego guardó silencio. Se mordió el labio y observó el bosque con expresión de asombro.
Al sur las copas de los árboles empezaron a moverse, toda una sección del bosque que pareció cobrar vida de repente como agitada por el viento. Pero el resto del bosque permanecía inmóvil. No era el viento.
Diego se santiguó.
Oyeron otros gritos que se prolongaron durante casi un minuto; después se impuso de nuevo el silencio.
Levine salió del claro e inició el descenso entre la espesura, adentrándose más en la isla.
Avanzaba a paso rápido con la vista baja por temor a cruzarse con alguna serpiente cuando oyó un suave silbido a sus espaldas. Al volverse vio que Diego señalaba hacia la izquierda.
Levine retrocedió, se abrió paso entre la vegetación y siguió a Diego, que se había encaminado hacia el sur. Pasados unos minutos se encontraron con dos señales paralelas en la tierra; la hierba y los helechos habían vuelto a crecer, pero sin duda se trataba de una antigua pista de jeeps que penetraba en la selva. Naturalmente continuaron por allí. Levine sabía que el avance sería mucho más rápido por un camino ya abierto.
Con un gesto Levine indicó a Diego que dejase la mochila. Era su turno; se cargó el peso a los hombros y ajustó las correas.
En silencio, siguieron por el camino.
En algunos puntos la vegetación había vuelto a crecer de tal modo que las roderas apenas se veían. Era evidente que el sendero no se utilizaba desde hacía años, y la selva estaba siempre dispuesta a recuperar el terreno perdido. Detrás de él, Diego lanzó un gruñido e insultó en voz baja. Al volverse Levine vio que Diego levantaba una pierna con cuidado; había metido el pie hasta el tobillo en un montón de excrementos verdosos de animal. Levine retrocedió.
Diego se limpió la bota en el tallo de un helecho. Aparentemente los excrementos se componían de motas claras de heno y una masa verde. La materia, seca y vieja, pesaba poco y se desmenuzaba fácilmente. No desprendía olor.
Levine rastreó el suelo hasta dar con el resto de la excreción. Eran heces bien formadas, de unos doce centímetros de diámetro. Sin duda procedían de un herbívoro de gran tamaño.
Diego guardaba silencio pero tenía los ojos muy abiertos. Levine movió la cabeza y siguió adelante. En tanto apareciesen sólo indicios de herbívoros no había por qué preocuparse. Al menos, no demasiado. De todos modos, acarició la culata de la pistola con los dedos como para darse confianza.
Llegaron a un arroyo de márgenes lodosas. Levine se detuvo. Nítidamente marcadas en el barro advirtió unas huellas de tres dedos, algunas muy grandes. La palma de su mano extendida cabía holgadamente en una de las huellas.
Cuando Levine levantó la vista, Diego volvía a santiguarse. En la otra mano sostenía el rifle.
Permanecieron inmóviles junto al arroyo, escuchando el suave gorgoteo de la corriente. Un objeto que brillaba en el agua llamó la atención de Levine. Se agachó y lo tomó. Era un fragmento de un tubo de cristal poco mayor que un lápiz. Tenía un extremo roto. A un lado se veían aún las marcas de una escala de medición. Comprendió que se traba de una pipeta como las que se usan en cualquier laboratorio del mundo. Levine la alzó y la miró al trasluz, haciéndola girar entre los dedos. Aquello le extrañó. Una pipeta como aquella implicaba…
Levine giró y de reojo percibió un movimiento, algo pardo y pequeño que se escabullía por el lodo de la orilla. Algo del tamaño de una rata.
Diego emitió un bufido de sorpresa. El animal desapareció en la espesura.
Levine avanzó unos pasos y se puso en cuclillas junto al arroyo. Examinó el rastro dejado por el minúsculo animal. Las pisadas tenían tres dedos, igual que las huellas de un ave. Vio otras pisadas, algunas mucho mayores, de varios centímetros de ancho.
Levine ya había visto antes huellas semejantes en senderos como el del río Purgatoire, en Colorado, donde la antigua costa se había fosilizado y las pisadas de los dinosaurios se conservaban en la piedra. Pero las pisadas que tenía ante sus ojos en esos instantes estaban impresas en barro, y pertenecían a animales vivos.
Aún agachado, Levine oyó un chirrido a su derecha. Miró en esa dirección y observó que los helechos se agitaban ligeramente. Se quedó muy quieto, aguardando.
Al cabo de un momento un pequeño animal asomó entre las hojas. Aparentemente no era mucho mayor que un ratón; tenía la piel suave y sin pelo, y los grandes ojos situados muy atrás en la cabeza. Era de un color pardo verdoso y emitía un continuo y furioso chirrido, como si pretendiese ahuyentar a Levine, que permanecía inmóvil, sin atreverse siquiera a respirar.
Naturalmente, reconoció a aquella criatura. Era un musaurio, un pequeño prosaurópodo del triásico tardío. Sólo se habían encontrado esqueletos en Sudamérica. Era uno de los dinosaurios conocidos de menor tamaño.
«Un dinosaurio», pensó.
Si bien aquello confirmaba sus expectativas, no por eso era menos sobrecogedor tener delante a un miembro vivo de los Dinosauria. Especialmente uno tan pequeño. Era incapaz de apartar la mirada del animal. Estaba fascinado. Después de tantos años, después de tantos esqueletos polvorientos… ¡por fin un dinosaurio vivo!
El diminuto musaurio se aventuró a abandonar la protección del follaje, y Levine comprobó que en efecto no era mayor de lo que había pensado en un principio. Medía unos diez centímetros de longitud y tenía una cola asombrosamente gruesa. En conjunto se asemejaba mucho a un lagarto. Se hallaba sentado sobre las patas traseras en una de las grandes hojas de helecho. Levine advirtió en su caja torácica el rítmico movimiento de la respiración. Agitaba sus pequeños miembros anteriores en dirección a Levine y chirriaba una y otra vez.
Despacio, muy despacio, Levine alargó la mano.
La criatura volvió a chirriar pero no huyó. En realidad, por el modo en que ladeaba la cabeza, como suelen hacerlo los animales muy pequeños, parecía sentir curiosidad por la mano que se le acercaba.
Cuando los dedos de Levine rozaron la punta de la hoja, el musaurio se irguió sobre las patas traseras manteniendo el equilibrio con ayuda de la cola y, sin el menor indicio de miedo, se posó en la palma de su mano. Tan liviano era que Levine apenas notaba su peso. El musaurio se paseó por la mano y olfateó los dedos. Levine sonrió embelesado.
De pronto la pequeña criatura, con un silbido de furia, saltó de la mano y desapareció entre las palmeras. Levine parpadeó sin comprender su reacción.
Al cabo de un instante le llegó un olor repugnante acompañado de un intenso rumor entre los arbustos. Se oyó un apagado gruñido y de nuevo el rumor.
Por un breve instante Levine recordó que los carnívoros en libertad cazaban a orillas de los arroyos, atacando a sus presas mientras bebían, cuando más vulnerables eran. Pero comprendió su error demasiado tarde; oyó un alarido aterrador, y al volverse vio que Diego gritaba desesperadamente mientras algo lo arrastraba hacia los arbustos. Diego forcejeó y las ramas se agitaron con violencia. Levine vio por un momento un enorme pie con una uña curva y corta en el dedo medio. El pie desapareció y los arbustos siguieron agitándose.
De repente el bosque entero estalló en pavorosos rugidos. Levine advirtió de reojo que un gran animal arremetía contra él. Dio media vuelta y echó a correr, sintiendo la descarga de adrenalina provocada por el miedo, sin saber adónde ir, consciente sólo de que cualquier intento era inútil. Sintió un brutal zarpazo que le desgarró la mochila y cayó de rodillas en el barro. En ese momento comprendió que, pese a toda su planificación, pese a sus perspicaces deducciones, aquello iba a terminar en una tragedia, y estaba a punto de morir.