Eran las dos de la madrugada cuando Ed James llegó al estacionamiento casi vacío del restaurante Marie Callender, en Carter Road. El BMW negro ya se encontraba allí, estacionado junto a la entrada. A través de la vidriera vio a Dodgson en el interior, sentado ante una mesa con una expresión ceñuda que desfiguraba sus suaves rasgos. Dodgson nunca estaba de buen humor. En ese momento hablaba con el hombre robusto que lo acompañaba y consultaba su reloj. El hombre robusto era Baselton, el profesor que salía por televisión. James siempre experimentaba una sensación de alivio cuando Baselton se hallaba presente. Dodgson le ponía los pelos de punta, pero le costaba imaginar a Baselton envuelto en algo turbio.
James apagó el motor e inclinó el espejo retrovisor para verse mientras se abotonaba el cuello de la camisa y se subía la corbata. Se miró en el espejo: un hombre cansado y mal peinado con barba de dos días. Pero, ¿por qué demonios no iba a parecer cansado? Era plena noche. Dodgson siempre lo citaba en plena noche, y siempre en aquel horroroso restaurante, el Marie Callender. James no alcanzaba a entenderlo; el café era espantoso. Pero tampoco entendía muchas otras cosas.
Agarró el sobre marrón, salió del coche y cerró la puerta con fuerza. Se dirigió hacia la entrada moviendo la cabeza en un gesto de hastío. Desde hacía semanas Dodgson venía pagándole quinientos dólares diarios por seguir a unos cuantos científicos de un lado a otro. Al principio James supuso que se trataba de espionaje industrial. Pero ninguno de los científicos trabajaba en una empresa; sólo desarrollaban actividades académicas, y en áreas aburridísimas. Por ejemplo, la paleobotánica Sattler, especializada en los granos de polen prehistóricos. James había asistido a una de sus clases en Berkeley, y le había costado un verdadero esfuerzo no dormirse. Mientras se sucedían una diapositiva tras otra de pequeñas esferas claras semejantes a bolas de algodón ella hablaba sin parar de los ángulos de enlace de los polisacáridos y el límite campaniensemaestrichtiense. Había sido soporífero.
Sin duda aquello no valía quinientos dólares al día, pensó. Al entrar en el restaurante parpadeó deslumbrado por la luz y se acercó a la mesa. Se sentó, saludó a Dodgson y Baselton con un gesto y levantó la mano para pedirle un café a la camarera.
—No tengo toda la noche —dijo Dodgson, lanzándole una mirada colérica—. No perdamos más tiempo.
—Muy bien —respondió James, bajando la mano—. Sí, de acuerdo. —Abrió el sobre y empezó a sacar hojas y fotografías que iba entregándole a Dodgson mientras hablaba—. Alan Grant: paleontólogo de Montana. Ahora está con licencia y se encuentra en París dando un ciclo de conferencias sobre los últimos hallazgos de dinosaurios. Según parece, ha desarrollado la nueva hipótesis de que los tiranosaurios se alimentaban de carroña y…
—No me interesa —ordenó Dodgson—. Pasemos a otra cosa.
—Ellen Sattler Reiman —prosiguió James, deslizando una fotografía sobre la mesa—. Botánica. Tiempo atrás mantuvo relaciones con Grant; ahora está casada con un físico de Berkeley y tiene dos hijos. Trabaja medio día en la universidad y pasa el resto del día en su casa porque…
—El siguiente, el siguiente —lo interrumpió Dodgson.
—Bien. Casi todos los otros han fallecido. Donald Gennaro, abogado… murió de disentería en un viaje de negocios. Dennis Nedry, experto en sistemas informáticos integrados… también fallecido. John Hammond, el fundador de International Genetic Technologies… murió durante una visita a las instalaciones de su compañía en Costa Rica. Lo acompañaban sus nietos; los niños viven ahora con su madre en el Este y…
—¿Alguien se ha puesto en contacto con ellos? —preguntó Dodgson—. ¿Alguien de InGen?
—No, nadie. El chico está ya en la universidad y la niña termina este año la secundaria. Y al morir Hammond, InGen se acogió a la protección del Capítulo 11. El asunto está en manos de jueces desde entonces. Finalmente las posesiones materiales se han puesto en venta. De hecho, en estas últimas dos semanas.
—¿Se incluye el Enclave B en la venta? —preguntó Baselton, que hasta entonces había permanecido en silencio.
—¿El Enclave B? —repitió James con cara de incomprensión.
—Sí. ¿Nadie le mencionó el Enclave B todavía?
—No, ésta es la primera noticia que tengo. ¿Qué es?
—Si oye algo acerca del Enclave B —advirtió Baselton—, queremos saberlo.
Sentado junto a Baselton, Dodgson fue pasando una por una las fotografías y hojas de datos; al acabar, las apartó con un gesto de impaciencia. Levantó la vista y miró a James.
—¿Qué más tiene?
—Eso es todo, doctor Dodgson.
—¿Esto es todo? —dijo Dodgson—. ¿Y Malcolm? ¿Y Levine? ¿Son aún amigos?
James consultó sus anotaciones.
—No estoy muy seguro.
—¿Que no está seguro? —preguntó Baselton con el entrecejo fruncido—. ¿Cómo que no está seguro?
—Malcolm conoció a Levine en el Instituto Santa Fe —explicó James—. Coincidieron allí durante un tiempo hace un par de años. Pero Malcolm no ha vuelto por Santa Fe últimamente. Aceptó un puesto de profesor visitante en la Facultad de Biología de Berkeley. Da un curso sobre modelos matemáticos en el campo de la evolución. Y al parecer ya no tiene contacto con Levine.
—¿Se han enemistado?
—Puede ser. Según mis informaciones, discutieron por la expedición de Levine.
—¿Qué expedición? —inquirió Dodgson, inclinándose.
—Levine lleva ya alrededor de un año preparando una expedición a alguna parte. Encargó vehículos especiales a una empresa llamada Mobile Field Systems. Es un pequeño negocio de Woodside dirigido por un tal Jack Thorne. Thorne equipa jeeps y camiones destinados a científicos en investigaciones de campo. Muchos científicos usan sus vehículos en África, Sichuan, Chile, y todos confían plenamente en ellos.
—Entonces, ¿Malcolm está al tanto de esa expedición?
—Debe de estarlo. Visita de vez en cuanto el taller de Thorne. Una vez al mes, más o menos. Y naturalmente Levine va por allí casi a diario. Así es como terminó en la cárcel.
—¿En la cárcel? —dijo Baselton.
—Sí —confirmó James, y echó un vistazo a sus notas—. Veamos. El 10 de febrero Levine fue detenido por conducir a ciento noventa en un tramo donde el límite de velocidad era de veinticinco, justo frente al instituto de Woodside. El juez ordenó el embargo de su Ferrari, le retiró el permiso de conducir y lo condenó a realizar servicios para la comunidad, básicamente dar clases en el instituto.
—¡Richard Levine dando clases a adolescentes! —exclamó Baselton sonriendo—. Me gustaría verlo.
—Se lo ha tomado muy en serio. De todos modos, ha pasado mucho tiempo con Thorne. Es decir, hasta que se marchó del país.
—¿Cuándo se marchó? —preguntó Dodgson.
—Hace dos días. Fue a Costa Rica. Un viaje corto. Debía estar de vuelta esta mañana temprano.
—¿Y dónde está ahora?
—No lo sé, y me temo… que va a ser difícil averiguarlo.
—¿Por qué?
James tosió, vacilante.
—Porque —dijo por fin— estaba en la lista de pasajeros del vuelo procedente de Costa Rica, pero no se encontraba en el avión cuando aterrizó. Según mi contacto en Costa Rica, dejó su habitación en un hotel de San José antes del vuelo y no volvió. Y no ha salido de la ciudad en ningún otro vuelo. Así que por el momento, me temo que el paradero de Richard Levine es desconocido.
Se produjo un largo silencio. Dodgson se reclinó contra el respaldo, dejando escapar aire entre los dientes con un siseo. Miró a Baselton, que negó con la cabeza. Dodgson tomó con sumo cuidado las hojas de papel y formó un pulcro montón golpeándolas suavemente por el borde contra la mesa. Las introdujo en el sobre y se las devolvió a James.
—Y ahora escúcheme, pedazo de idiota —dijo Dodgson—. A partir de este momento sólo le pido una cosa. Es muy sencilla. ¿Me oye?
James tragó saliva.
—Sí.
Dodgson se inclinó sobre la mesa y ordenó:
—Encuéntrelo.