Levine estaba sentado en el bar del aeropuerto de San José, tomándose lentamente una cerveza mientras esperaba la salida del avión que lo llevaría de regreso a Estados Unidos. En los últimos minutos él y Gutiérrez habían caído en un incómodo silencio. Gutiérrez observó la mochila de Levine, que estaba en el suelo a sus pies. Era de un material especial de color verde oscuro e iba provista de bolsillos adicionales para el equipo electrónico.
—Una mochila preciosa —comentó Gutiérrez—. ¿De dónde la sacaste? Parece obra de Thorne.
Levine tomó un sorbo de cerveza.
—Lo es.
—Una maravilla —siguió Gutiérrez—. ¿Qué llevas ahí en la solapa superior? ¿Un teléfono portátil para comunicaciones vía satélite? ¿Y un GPS? ¿Qué se les ocurrirá la próxima vez? Muy ingenioso. Te habrá costado una…
—Marty —dijo Levine con tono irritado—, déjate de pavadas. ¿Vas a contármelo o no?
—¿Contarte qué?
—Quiero saber qué demonios pasa aquí.
—Oye, Richard, siento que…
—No —lo interrumpió Levine—. En la playa había un espécimen muy importante, Marty, y lo han destruido. No me explico por qué lo permitiste.
Gutiérrez lanzó un suspiro y echó un vistazo a los turistas que ocupaban las otras mesas.
—Esto es confidencial, ¿queda claro? —dijo por fin.
—Sí, de acuerdo.
—Se ha convertido en un grave problema para el país.
—¿A qué te refieres?
—De vez en cuando aparecen en la costa… en fin, formas aberrantes. Viene ocurriendo desde hace varios años.
—¿Formas aberrantes? —repitió Levine, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad.
—Es el término oficial para esa clase de especímenes —aclaró Gutiérrez—. En el gobierno nadie desea una definición más exacta. Empezó hace unos cinco años. Se descubrieron unos cuantos animales en las montañas, cerca de un apartado centro de investigación agrícola donde cultivaban variedades experimentales de semillas de soja.
—¿Semillas de soja?
Gutiérrez asintió con la cabeza.
—Por lo visto esos animales se sienten atraídos por las semillas y algunas clases de hierba. Se supone que necesitan a toda costa una alimentación rica en cierto aminoácido, la lisina. Pero no son más que conjeturas. Quizá simplemente les gusten ciertos cultivos…
—Marty, no me importa si les gustan la cerveza y las galletas saladas —dijo Levine—. Sólo una cosa importa: ¿de dónde proceden esos animales?
—Nadie lo sabe.
Levine pasó eso por alto, al menos por el momento.
—¿Qué sucedió con todos esos otros animales?
—Todos fueron destruidos, y que yo sepa durante varios años no se encontró ninguno más. Pero, según parece, ahora ha empezado de nuevo. En el último año encontramos los restos de otros cuatro animales, incluido el que viste hoy.
—¿Y qué se hace? —preguntó Levine.
—Las… formas aberrantes siempre se destruyen, tal como has visto. Desde el principio el gobierno tomó todas las medidas a su alcance para asegurarse de que no corra la voz. Hace unos años ciertos medios de información norteamericanos publicaron que algo raro sucedía en una isla llamada Nublar. Menéndez invitó a venir a un grupo de periodistas para realizar una visita especial a la isla… y los llevaron en avión a otra isla. No notaron la diferencia. Ya conoces esa clase de maniobras. Puedes creerme, el gobierno se ha tomado el asunto muy en serio.
—¿Por qué?
—Están preocupados —respondió Gutiérrez.
—¿Preocupados? —exclamó Levine—. No veo por qué tiene que preocuparles…
Gutiérrez levantó una mano y cambió de posición en la silla, acercándose a Levine.
—Por una enfermedad, Richard.
—¿Una enfermedad? —repitió Levine.
—Sí. Costa Rica posee uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo —explicó Gutiérrez—. Los epidemiólogos han estado buscando la causa de una extraña encefalitis que parece en aumento, especialmente en la costa.
—¿Encefalitis? ¿De qué origen? ¿Virósico?
Gutiérrez negó con la cabeza.
—No se ha encontrado ningún agente patógeno.
—Marty…
—Ya te dije, Richard. Nadie lo sabe. No es un virus, porque en los análisis no aumenta la concentración de anticuerpos ni varían los diferenciales de glóbulos blancos. No es de origen bacteriano, porque no ha habido ningún cultivo. Es un misterio. Los epidemiólogos sólo saben que afecta principalmente a campesinos, personas que viven cerca de animales y ganado. Y es una auténtica encefalitis: dolores de cabeza insoportables, confusión mental, fiebre, delirios.
—¿Y la mortalidad? —preguntó Levine.
—Hasta el momento parece autolimitarse. Dura unas tres semanas. Aun así preocupa al gobierno. Este país depende del turismo, Richard. Nadie quiere que corran rumores sobre enfermedades desconocidas.
—¿Entonces piensan que existe alguna relación con esas… formas aberrantes?
—Los lagartos transmiten muchas enfermedades virósicas —dijo Gutiérrez, encogiéndose de hombros—. Son un vector conocido. Así que tiene cierta lógica, podría haber una conexión.
—Pero tú mismo has dicho que no se trata de una enfermedad virósica.
—Sea lo que sea, creen que existe una relación —afirmó Gutiérrez.
—Mayor razón para averiguar de dónde vienen esos lagartos. Supongo que habrán buscado…
—¿Que si buscaron? —lo interrumpió Gutiérrez, echándose a reír—. ¡Claro que buscaron! Rastrearon hasta el último centímetro cuadrado del país una y otra vez. Organizaron docenas de partidas de búsqueda; yo mismo encabecé varias. Hicieron reconocimientos aéreos. Sobrevolaron la selva. Sobrevolaron las islas. Eso sólo ya representa un trabajo enorme. Hay muchas islas, ¿sabes?, sobre todo frente a la costa occidental. ¡Por Dios, rastrearon incluso las que son propiedad privada!
—¿Hay islas de propiedad privada? —preguntó Levine.
—Unas cuantas. Tres o cuatro. Como isla Nublar, que tuvo alquilada durante años una compañía norteamericana, InGen.
—Pero, según tú, esa isla fue rastreada.
—De arriba abajo, y nada.
—¿Y las otras?
—Veamos —dijo Gutiérrez, y empezó a enumerarlas con ayuda de los dedos—. Está isla Talamanca, en la costa este; ahí hay una urbanización del Club Méditerranée. Está también Sorna, en la costa este; ésa la tiene en alquiler una compañía minera alemana. Luego tenemos Morazan, al norte, que pertenece a una acaudalada familia costarricense. Y puede que haya otra que no recuerdo.
—¿Y cuál fue el resultado de las búsquedas? —quiso saber Levine.
—Nulo —contestó Gutiérrez—. No han encontrado nada. Se supone, por lo tanto, que los animales salen de algún recóndito lugar en la selva. Y por eso aún no los hemos encontrado.
—En ese caso, buena suerte —comentó Levine con un gruñido.
—Sí, ya sé, la selva es un entorno idóneo para ocultarse. Una partida de búsqueda podría pasar a diez metros de un animal grande sin llegar a verlo. Y ni siquiera los sensores de tecnología más avanzada sirven de mucho, porque deben traspasar múltiples capas: nubes, las copas de los árboles, la flora de bajo nivel. En resumen, el gobierno está desesperado. Y el gobierno no es la única parte interesada, naturalmente.
Levine alzó la vista al instante.
—¿Y eso?
—Sí —prosiguió Gutiérrez—. Por alguna razón, esos animales han despertado mucho interés.
—¿Qué clase de interés? —preguntó Levine, aparentando toda la despreocupación posible.
—El pasado otoño el gobierno concedió permiso a un equipo de botánicos de Berkeley para realizar un reconocimiento aéreo de la fronda tropical en las tierras altas del centro del país. Cuando las tareas de reconocimiento llevaban ya un mes en marcha, surgió una disputa en relación con una factura de combustible para avión o algo así. El caso es que un burócrata de San José llamó a Berkeley para quejarse. Y en Berkeley le dijeron que no sabían nada de ese equipo de reconocimiento. Para entonces el equipo había salido ya del país.
—¿Así que nadie sabe quiénes eran realmente?
—No. Y después —continuó Gutiérrez— un par de geólogos suizos aparecieron por aquí para recoger unas muestras de gas en las islas costeras, como parte de un estudio, afirmaron, sobre la actividad volcánica en Centroamérica. Todas esas islas son de origen volcánico y la mayoría siguen activas en cierto grado, de modo que parecía una petición razonable. Luego resultó que los supuestos «geólogos» trabajaban en realidad para Biosyn, una compañía norteamericana especializada en genética, y buscaban… animales grandes en las islas.
—¿Por qué habría de estar interesada una compañía de la industria biotecnológica? —comentó Levine—. No tiene sentido.
—Para ti y para mí quizá no —dijo Gutiérrez—, pero Biosyn tiene unos antecedentes especialmente deplorables. Su jefe de investigaciones es un tal Lewis Dodgson.
—Ah, sí —recordó Levine—. Lo conozco. Es el individuo que probó una nueva vacuna contra la rabia hace unos años. El que expuso a unos campesinos a la rabia sin advertírselo.
—El mismo. También puso en el mercado a modo de prueba una clase de papa producida mediante ingeniería genética sin hacer público que estaba manipulada. Provocó diarreas leves entre los niños; un par acabaron en el hospital. Después de eso la compañía tuvo que contratar a George Baselton para limpiar su imagen.
—Por lo visto, todo el mundo recurre a Baselton —observó Levine.
—Hoy en día los profesores universitarios de renombre se dedican a la asesoría —comentó Gutiérrez con un gestó de indiferencia—. Forma parte del trato. Y Baselton es el rector de biología. La compañía lo necesitaba para salir del aprieto, porque Dodgson tiene la mala costumbre de violar la ley. Dodgson tiene gente que trabaja para él en todo el mundo. Roba íntegramente las investigaciones de otras compañías. Se dice que Biosyn es la única compañía de la industria biogenética con más abogados que científicos.
—¿Y por qué se han interesado en Costa Rica? —inquirió Levine.
—No lo sé —respondió Gutiérrez, encogiéndose de hombros—, pero la actitud general respecto de la investigación ha cambiado, Richard. Aquí resulta muy evidente. Costa Rica posee una de las ecologías más ricas del mundo. Existe medio millón de especies en doce hábitats medioambientales distintos. El cinco por ciento de todas las especies del planeta se hallan representadas aquí. Este país es un centro de investigación biológica desde hace años, y te aseguro que las cosas han cambiado. Antes venían científicos entregados a su trabajo, con el único objetivo de conocer algo por sí mismo, ya fuesen los monos aulladores, las avispas del papel o la planta sombrilla. Esas personas habían elegido su campo de estudio porque les atraía. Obviamente no pretendían enriquecerse. Ahora, en cambio, todo en la biosfera posee un valor potencial. Nadie sabe de dónde saldrá el próximo medicamento, así que las empresas farmacéuticas financian toda clase de investigaciones. Quizás el huevo de un ave incluye en su composición una proteína que lo hace impermeable al agua. Quizás una araña produce un péptido que inhibe la coagulación de la sangre. Quizá la superficie cerosa de un helecho contiene un sedante. Se ve cada vez con más frecuencia una nueva actitud hacia la investigación. La gente ya no estudia el mundo natural, lo explota. Se ha impuesto la mentalidad del saqueador. Cualquier cosa nueva o desconocida suscita interés automáticamente, porque podría ser valiosa. Podría valer una fortuna. —Gutiérrez se interrumpió para terminar la cerveza. Luego añadió—: El mundo está patas arriba, y el hecho es que hay mucha gente interesada en saber qué son esos animales aberrantes… y de dónde vienen.
Por los altavoces anunciaron el vuelo de Levine. Cuando se levantaron de la mesa, Gutiérrez preguntó:
—¿Mantendrás todo esto en secreto? Me refiero a lo que has visto hoy.
—Para serte sincero —respondió Levine—, no sé qué vi hoy. Podría tratarse de cualquier cosa.
Gutiérrez sonrió.
—Buen viaje, Richard.
—Cuídate, Marty.