Decimos que Muad’Dib se fue a un viaje a aquel país en donde andamos sin dejar las huellas de nuestros pasos.
Preámbulo al Credo de la Qizarate
Había un dique de agua contra la arena, un límite para las plantaciones del sietch. Le seguía un puente de piedra, y luego el desierto bajo los pasos de Idaho. El promontorio del Sietch Tabr dominaba el cielo nocturno tras él. La luz de ambas lunas delineaba los altos riscos. Un huerto había crecido junto al agua.
Idaho hizo una pausa al borde del desierto y contempló las florecidas ramas sobre la silenciosa agua, reflejo y realidad… cuatro lunas. El destiltraje era viscoso contra su piel. Húmedo olor a sílex invadía su olfato a través de los filtros. Había como una risa maligna en el viento que soplaba a través del huerto. Escuchó los sonidos nocturnos. Ratones canguro habitaban las frondas a la orilla del agua; una lechuza halcón lanzaba su monótona llamada a las sombras del risco; una cascada de arena producida por el viento dejaba oír su silbar en algún lugar del abierto bled. Idaho se volvió hacia aquella dirección. No podía ver ningún movimiento entre las dunas iluminadas por la luna.
Era Tandis quien había conducido a Paul hasta allá a lo lejos. Luego el hombre había regresado a dar su informe. Y Paul había seguido andando por el desierto… como un Fremen.
—Estaba ciego… realmente ciego —había dicho Tandis, como si esto lo explicara todo—. Antes de aquello tenía la visión, tal como nos había dicho… pero…
Un alzarse de hombros. Los Fremen ciegos eran abandonados en el desierto. Muad’Dib podía ser un Emperador, pero también era un Fremen. ¿No había dejado dicho que su guardia Fremen se encargara de cuidar y educar a sus hijos? Era un Fremen.
Había un desierto de esqueletos allí, sabía Idaho. Osamentas de roca iluminadas por la plateada luz de la luna emergiendo entre la arena; luego empezaban las dunas.
No hubiera debido dejarlo solo, ni siquiera por un minuto, pensó Idaho. Sabía lo que tenía en mente.
—Me dijo que el futuro ya no necesitaba de su presencia física —había informado Tandis—. Cuando lo dejé, se volvió hacia mí y me gritó algo. «¡Ahora soy libre!», fueron sus palabras.
¡Malditas sean!, pensó Idaho.
Los Fremen se habían negado a enviar tópteros o buscadores de ninguna clase. Rescatarlo iba contra sus ancestrales costumbres.
—Un gusano acudirá a por Muad’Dib —habían dicho. Y habían iniciado el canto reservado a aquellos que se comprometían con el desierto, aquellos cuya agua iba a Shai-Hulud—: Madre de la Arena, padre del Tiempo, inicio de la Vida, déjale paso.
Idaho se sentó en una roca plana y escrutó el desierto. La noche tejía sobre la arena engañosos esquemas. No había forma de saber hacia dónde había ido Paul.
—Ahora soy libre.
Idaho dijo aquellas palabras en voz alta, sorprendido por el sonido de su propia voz. Por un tiempo dejó vagar su mente, recordando aquel día cuando había conducido a Paul niño al mercado marítimo de Caladan, el brillante resplandor del sol en el agua, las riquezas del mar ofrecidas para quien quisiera comprarlas. Idaho recordaba a Gurney Halleck tocando el baliset para ellos… placer, risas. Los ritmos surgieron en su mente, lanzándola como una esclava a través de canales de recordadas delicias.
Gurney Halleck. Gurney le maldeciría por aquella tragedia.
El recuerdo de la música se desvaneció.
Las palabras de Paul surgieron de nuevo en su memoria: «Hay problemas en este universo para los cuales no hay respuestas».
Idaho empezaba a preguntarse cómo iba a morir Paul allá en el desierto. ¿Rápidamente, muerto por un gusano? ¿Lentamente, bajo el sol? Algunos de los Fremen allá en el sietch habían dicho que Muad’Dib no moriría nunca, simplemente entraría en el mundo ruh, donde existen todos los futuros posibles, que estaría presente de ahí en adelante en el alam al-mythal, vagando incluso mucho después de que su carne hubiera dejado de existir.
Va a morir, y soy impotente para prevenirlo, pensó Idaho.
Empezó a darse cuenta de que había una cierta refinada elegancia en morir sin dejar ninguna huella… ningún rastro, nada, y con todo un planeta como tumba.
Mentat, decídete, pensó.
Las palabras penetraron en su memoria… las palabras rituales del teniente Fedaykin, designando una guardia a los hijos de Muad’Dib.
—Será el solemne deber del oficial a cargo…
El pesado y pomposo lenguaje del gobierno lo irritaba. Había seducido a los Fremen. Había seducido a todos. Un hombre, un gran hombre, estaba muriendo allá afuera, pero el lenguaje seguía pesando cada vez más… y más… y más…
¿Qué les había ocurrido, se preguntó, a todos los claros significados que habían barrido lo absurdo? En algún lugar, en algún perdido lugar del Imperio que había creado, habían sido empedrados, sellados contra cualquier posibilidad de redescubrimiento. Su mente buscaba soluciones, a la manera mentat. Esquemas de conocimiento brillaban allá delante. Eran como el cabello de la Lorelei atrayendo… atrayendo al hechizado marino hacia cavernas de esmeralda…
Con un brusco despertar, Idaho se arrancó de su catatónico olvido.
¡Así!, pensó. ¡Antes que afrontar mi fracaso, desapareceré por mí mismo!
El instante de aquel despertar quedó en su memoria. Examinándolo, sintió que su vida se distendía hasta tan lejos como la propia existencia del universo. Carne real yacía condensada, finita, en la caverna de esmeralda de su consciencia, pero la vida infinita había compartido su ser.
Idaho se levantó, sintiéndose como lavado por el desierto. La arena canturreaba en el viento, golpeando contra las superficies de las hojas en el huerto tras él. Captaba el seco y abrasivo olor del polvo en el aire nocturno. Su ropa se agitó ante el impulso de una súbita brisa.
En algún lugar, lejos en el bled, debía estarse formando una madre tormenta, creando vórtices de torbellineante polvo de silbante violencia… un gigantesco gusano de polvo capaz de arrancar la carne de los huesos.
Se convertirá en uno con el desierto, pensó Idaho. El desierto será su realización final.
Era un pensamiento Zensunni derramándose como agua limpia a través de su mente. Paul avanzaría durante mucho tiempo, lo sabía. Un Atreides no se dejaría vencer completamente por el destino, ni siquiera teniendo plena consciencia de lo inevitable.
Un toque de presciencia alcanzó a Idaho en aquel momento, y vio que los hombres del futuro hablarían de Paul en términos marítimos. Pese a que su vida sería anegada en polvo, el agua lo seguiría para siempre.
—Su carne zozobró —dirían—, pero él sigue nadando. Tras Idaho, un hombre carraspeó. Idaho se volvió, para descubrir la silueta de Stilgar de pie en el puente sobre el qanat.
—No será hallado —dijo Stilgar—. Pero todos los hombres lo hallarán.
—El desierto lo toma para sí… y lo deifica —dijo Idaho—. Y sin embargo era un intruso aquí. Utilizó una química alienígena en este planeta… el agua.
—El desierto impone sus propios ritmos —dijo Stilgar—. Le dimos la bienvenida, le llamamos nuestro Mahdi, nuestro Muad’Dib, y le dimos su nombre secreto, la Base del Pilar: Usul.
—Stil, no nació Fremen.
—Y no cambia absolutamente nada el que lo hayamos considerado como tal… y que lo hayamos considerado finalmente como tal. —Stilgar puso una mano en el hombro de Idaho—. Todos los hombres son intrusos, viejo amigo.
—Tú eres uno de los profundos, ¿no es cierto, Stil?
—Bastante profundo. Puedo ver cómo creamos confusión en el universo con nuestras migraciones. Muad’Dib nos enseñó algo que no era confuso. Al final, es por eso por lo que los hombres recordarán su Jihad.
—No va a sucumbir al desierto —dijo Idaho—. Está ciego, pero no va a sucumbir. Es un hombre de honor y principios. Fue educado como un Atreides.
—Y su agua será derramada en la arena —dijo Stilgar—. Ven —tiró suavemente del brazo de Idaho—. Alia está dentro y pregunta por ti.
—¿Estaba contigo en el Sietch Makab?
—Sí… fue de una gran ayuda para poner en vereda a todos esos blandos Naibs. Ahora todos ellos obedecen sus órdenes… como yo.
—¿Qué órdenes?
—Ha ordenado la ejecución de los traidores.
—Oh —Idaho reprimió un sentimiento de vértigo al mirar hacia el promontorio—. ¿Cuáles traidores?
—El hombre de la Cofradía, la Reverenda Madre Mohiam, Korba… algunos otros.
—¿Habéis matado a una Reverenda Madre?
—Yo personalmente. Muad’Dib dejó dicho que ella fuera perdonada —se alzó de hombros—. Pero le desobedecí, y Alia sabía que lo haría.
Idaho miró una vez más hacia el desierto, sintiendo en qué se había convertido, una persona capaz de ver el esquema de lo que Paul había creado. La estrategia del juicio, lo habían llamado los Atreides en sus manuales de entrenamiento. Las gentes se hallan subordinadas al gobierno, pero los gobernados influencian a los gobernantes. ¿Tenían los gobernados alguna idea, se preguntó, de lo que habían ayudado a crear allí?
—Alia… —dijo Stilgar, carraspeando. Parecía incómodo—. Necesita el consuelo de tu presencia.
—Y ella es el gobierno —murmuró Idaho.
—Tan sólo una regente.
—La fortuna pasa por todos lados, como decía a menudo su padre —murmuró Idaho.
—Hemos negociado con el futuro —dijo Stilgar—. ¿Vendrás ahora? Necesitamos tu ayuda aquí. —Pareció de nuevo incómodo—. Ella está… alterada. Tan pronto insulta a su hermano por unos instantes, como lo llora al momento siguiente.
—Ahora mismo —prometió Idaho. Oyó a Stilgar alejarse. Permaneció dando la cara al chirriante viento, sintiendo los granos de arena chocar contra su destiltraje.
Su consciencia mentat proyectaba los fluctuantes esquemas hacia el futuro. Las posibilidades lo deslumbraron. Paul había puesto en movimiento un torbellineante torbellino, y nada iba a quedar en su lugar a su paso.
La Bene Tleilax y la Cofradía habían ido demasiado lejos y habían perdido, quedando desacreditadas. La Qizarate se había hundido con la traición de Korba y los demás que habían conjurado con él. Y el último acto voluntario de Paul, su aceptación final de sus costumbres, había asegurado la lealtad de los Fremen a él y a su casa. Ahora era uno de ellos para siempre.
—¡Paul se ha ido! —la voz de Alia sonaba excitada y sorprendida. Se había acercado silenciosamente hasta donde estaba Idaho, y ahora permanecía inmóvil junto a él—. ¡Cometió una estupidez, Duncan!
—¡No digáis eso! —restalló él.
—Todo el universo lo dirá, de uno a otro extremo.
—¿Por qué, por el amor del cielo?
—Por el amor de mi hermano, no del cielo.
La penetración Zensunni dilató su consciencia. Podía sentir que ya no había ninguna visión en ella… no desde la muerte de Chani.
—Practicáis un extraño amor —dijo.
—¿Amor? Duncan, ¡le hubiera bastado dar un paso fuera de la senda! ¿Qué importaba que el resto del universo se derrumbara tras él? Él hubiera estado a salvo… ¡y Chani con él!
—Entonces… ¿por qué no lo hizo?
—Por el amor del cielo —susurró ella. Luego, más fuerte, añadió—: Toda la vida de Paul fue una lucha por escapar al Jihad y a su deificación. Al final consiguió librarse de ello. ¡Eso fue lo que eligió!
—Ah, sí… el oráculo. —Idaho agitó maravillado su cabeza—. Incluso la muerte de Chani. Su luna cayendo.
—Era un estúpido, ¿no, Duncan?
La garganta de Idaho se contrajo con un súbito dolor.
—¡Qué estúpido! —gimió Alia, sintiendo que su control se desmoronaba—. ¡Vivirá para siempre, mientras que nosotros moriremos!
—Alia, no debéis…
—Es tan sólo dolor —dijo ella, con voz muy baja—. Sólo el dolor. ¿Sabes lo que voy a hacer por él? Voy a perdonarle la vida a la Princesa Irulan. ¡A ella! Deberías oír su dolor. Lloriquea, da su humedad al muerto; jura que ella lo amaba y que él no lo supo nunca. Reniega de su Hermandad, dice que va a consagrar su vida a educar a los hijos de Paul.
—¿La creéis?
—¡Apesta a sinceridad!
—Ahhh —murmuró Idaho. El esquema final se desplegaba ante su consciencia como un dibujo sobre una tela. La deserción de la Princesa Irulan era el último paso. La Bene Gesserit ya no tenía ninguna palanca que poder usar contra los herederos Atreides.
Alia sollozó, apoyándose en él, su rostro apretado contra el pecho del hombre.
—¡Oh, Duncan, Duncan! ¡Se ha ido! Idaho besó sus cabellos.
—Por favor —susurró. Sintió que su propio dolor se mezclaba con el de ella como dos cursos de agua penetrando en el mismo estanque.
—Te necesito, Duncan —sollozó ella—. ¡Ámame!
—Te amo —murmuró él.
Ella levantó la cabeza, observó el perfil de su rostro, pálido a la fría luz de las dos lunas.
—Lo sé, Duncan. El amor reconoce al amor.
Aquellas palabras produjeron un profundo estremecimiento en él, un sentimiento de constricción en su propio yo. Había acudido allí en busca de una cosa y había encontrado otra. Era como penetrar en una estancia llena de gente familiar y descubrir cuando ya era demasiado tarde que no conocía a ninguno de los presentes.
Ella se apartó de él, tomó su mano.
—¿Vendrás conmigo, Duncan? —preguntó.
—Vayas donde vayas —dijo él.
Ella lo condujo, a través del qanat, hacia la oscuridad que rodeaba el macizo y su Lugar de Seguridad.