Existe un límite a la fuerza que ni siquiera los más poderosos pueden aplicar sin destruirse a sí mismos. Juzgar este límite es el auténtico arte de gobernar. Usar mal este poder es un pecado fatal. La ley no puede ser un instrumento de venganza, nunca un rehén, no una fortificación contra los mártires que ha creado. Uno no puede amenazar a una individualidad y escapar de las consecuencias.
Muad’Dib en la Ley, Comentarios de Stilgar
Chani contemplaba el desierto matutino recortándose en la hendidura bajo el Sietch Tabr. No llevaba destiltraje, y se sentía desprotegida allá en el desierto. La gruta de entrada del sietch se abría disimuladamente en algún lugar de la atormentada pared del risco, debajo y detrás de ella.
El desierto… el desierto… Tenía la sensación de que el desierto la había seguido siempre, dondequiera que hubiese ido. Volver al desierto era tan sólo algo así como volver a girar la vista para ver algo que siempre había estado allí.
Una dolorosa constricción estrujó su abdomen. El nacimiento iba a ser pronto. Luchó por rechazar el dolor, deseando en aquel momento estar sola con su desierto.
La quietud del alba se extendía por todo el paisaje. Las sombras se desplegaban a lo largo de las dunas y las terrazas de la Muralla Escudo. La luz diurna se ocultaba aún tras una alta escarpadura, tiñendo de azul todo el cielo por encima de ella. La escena emanaba un sentimiento de terrible cinismo que la había atormentado desde el momento en que había sabido de la ceguera de Paul.
¿Qué hacemos aquí?, se preguntó.
Aquello no era un hajra, un viaje de búsqueda. Paul no había venido a buscar nada allí, excepto quizá un lugar para que ella pudiera dar a luz. Se había rodeado de extraños compañeros para aquel viaje, se dijo: Bijaz, el enano tleilaxu; el ghola, Hayt, que podía ser también la reencarnación de Duncan Idaho; Edric, el Embajador Navegante de la Cofradía; Gaius Helen Mohiam, la Reverenda Madre Bene Gesserit a quien obviamente odiaba; Lichna, la extraña hija de Otheym, que no podía moverse más allá de los atentos ojos de los guardias; Stilgar, el decano de los Naibs, y su esposa favorita, Harah… e Irulan… Alia…
El sonido del viento a través de las rocas acompañaba sus pensamientos. El desierto iba iluminándose poco a poco con la luz del día, amarillo sobre amarillo, bronce sobre bronce, gris sobre gris.
¿Por qué tan extraña mezcla de compañeros?
—Hemos olvidado —le había dicho Paul, en respuesta a su pregunta—, que la palabra «compañía» significaba originalmente compañeros de viaje. Nosotros somos una compañía.
—¿Pero qué valor tienen?
—¡Esta es la cuestión! —dijo él, girando hacia ella sus órbitas vacías—. Hemos perdido esa clara y sencilla noción de la vida. Si algo no puede ser embotellado, dominado, etiquetado o almacenado, decimos que no tiene valor.
—No es a eso a lo que me refería —dijo ella, dolida.
—Ahhh, querida —dijo él, consoladoramente—, somos tan ricos en dinero y tan pobres en vida. Soy malvado, obstinado, estúpido…
—¡No lo eres!
—Eso también es cierto. Pero mis manos son azules a causa del tiempo. Pienso que he intentado inventar la vida, sin comprender que ya había sido inventada.
Y había posado sus manos sobre el abdomen de ella, para sentir la nueva vida que latía allí.
Recordando aquello, Chani colocó ambas manos sobre su abdomen y se estremeció, lamentando haberle pedido a Paul que la trajera hasta aquí.
El viento del desierto había agitado horribles hedores de las franjas de plantaciones que habían anclado las dunas al pie del risco. La superstición Fremen se aferró a ella: Malos olores, malos tiempos. Hizo frente al viento, vio a un gusano aparecer más allá de las plantaciones. Avanzaba levantando una duna como la proa de un navío demoníaco, atravesando la arena, olió el agua mortal para él, y se marchó describiendo una amplia curva.
Ella odió entonces el agua, inspiró profundamente, con el mismo miedo que el gusano. El agua, antiguamente el espíritu-alma de Arrakis, se había convertido en un veneno. El agua traía pestilencias. Tan sólo el desierto era limpio.
Bajo ella, apareció un equipo de trabajo Fremen. Trepaban hacia la entrada media del sietch, y vio que sus pies estaban manchados de barro.
¡Fremen con pies manchados de barro!
Los niños del sietch empezaron a cantarle a la mañana por encima de ella, con sus voces surgiendo de la entrada superior. Aquellas voces crearon en ella la sensación del tiempo huyendo como halcones persiguiendo al viento. Se estremeció.
¿Qué tormentas había visto Paul con su visión sin ojos?
Sintió la presencia de un hombre viciosamente loco en él, alguien cansado de canciones y polémicas.
El cielo, observó, se había convertido ahora en un cristal gris estriado de alabastro, con extraños dibujos creados por los caprichos del viento y la arena. Una línea de un blanco incandescente en el sur atrajo su atención. Con los ojos súbitamente alerta, interpretó la señal: cielo blanco en el sur, la boca de Shai-Hulud. Una tormenta llegando, un gran viento. Sintió el aviso de la brisa, un azotar de cristalillos de arena contra sus mejillas. El incienso de la muerte llegaba con el viento: olores del agua de los qanats, vapor de arena, sílex. El agua… contra ella lanzaba Shai-Hulud sus vientos de coriolis.
Aparecieron halcones en el risco donde ella se encontraba, buscando abrigo contra el viento. Eran del mismo color amarronado que las rocas, con manchas escarlatas en sus alas. Hizo que su mente fuera hacia ellos: ellos tenían un lugar donde ocultarse; ella en cambio no.
—¡Mi Dama, el viento llega!
Se volvió, viendo al ghola llamándola desde la entrada superior del sietch. Los terrores Fremen la invadieron. Una muerte limpia, y el agua del cuerpo destilada para la tribu, era algo que podía comprender. Pero… algo venido de más allá de la muerte…
La arena arrastrada por el viento azotaba sus mejillas, enrojeciéndolas. Miró por encima de su hombro la terrible franja de polvo que cruzaba ahora el cielo. El desierto había tomado un nuevo aspecto bajo la tormenta, como algo vivo, con las dunas moviéndose como olas en simulacro de una de las tormentas que Paul le había descrito que ocurrían en los mares de otros planetas. Vaciló, presa de un sentimiento de relatividad con respecto a la vida del desierto. Medida con respecto a la eternidad, no era más que un segundo. El oleaje de las dunas golpeaba contra las rocas.
La tormenta se convirtió en algo universal para ella… con todos los animales huyendo… el desierto sumergiéndose en algo impreciso excepto por sus característicos sonidos: el crepitar de la arena contra la roca, el silbido de las ráfagas de viento, el galope de un risco arrancado repentinamente de su enclavamiento… de pronto, en algún lugar incógnito, un gusano atrapado y arrastrado tontamente por la tormenta abriéndose desesperadamente camino hacia sus secas profundidades.
Era tan sólo un momento con relación al modo como su vida medía el tiempo, pero en este momento sintió que todo el planeta era barrido por la tormenta… convirtiéndose en polvo cósmico, parte de otros oleajes.
—Debemos apresurarnos —dijo el ghola, inmediatamente detrás de ella.
Sintió el miedo que anidaba en él con respecto a su seguridad.
—Dentro de poco el viento será lo bastante fuerte como para arrancar la carne de nuestros huesos —añadió, como si pensara que necesitaba explicarle a ella lo que era una tormenta.
Sus miedos con respecto a la tormenta le hicieron olvidar la prevención que tenía hacia él, y se dejó conducir hacia los peldaños de roca que conducían al sietch. Penetraron por la puerta estanca que protegía la entrada. Unos servidores cerraron los sellos de humedad tras ellos.
Los olores del sietch invadieron su olfato. El lugar era un fermento de recuerdos nasales… el olor a caverna de los innumerables cuerpos, las ristras de esteres de los destiladores, el familiar aroma de la comida, el acre de las máquinas trabajando… y por sobre todos ellos, la omnipresente especia: la melange por todos lados.
Inspiró profundamente.
—El hogar —dijo.
El ghola apartó la mano de su brazo y se retiró a un lado, una paciente silueta ahora, como si hubiera sido desconectada mientras no se usaba. Sin embargo… observaba. Chani vaciló a la entrada del sietch, hostigada por algo que no podía nombrar. Aquel era realmente su hogar. De niña, había cazado allí escorpiones a la luz de los globos. Sin embargo, algo había cambiado…
—Quizá deberíais ir a vuestros aposentos, mi Dama —dijo el ghola.
Como prendida por aquellas palabras, una dolorosa contracción estrujó su abdomen. Hizo un esfuerzo para no evidenciarlo.
—¿Mi Dama? —murmuró el ghola.
—¿Por qué Paul siente temor ante el nacimiento de nuestros hijos? —preguntó ella.
—Es natural que tema por vuestra seguridad —dijo el ghola.
Ella apoyó una mano en su mejilla, enrojecida aún por el azote de la arena.
—¿Y no teme por los niños?
—Mi Dama, él no puede pensar en un niño sin recordar que vuestro primer hijo fue muerto por los Sardaukar.
Ella estudió al ghola… un rostro aplanado, unos indescifrables ojos de metal. ¿Era realmente Duncan Idaho aquella criatura? ¿Era tan sólo el amigo de alguien? ¿Estaba diciendo ahora la verdad?
—Deberíais estar con los médicos —dijo el ghola.
De nuevo captó en la voz de él el miedo por su seguridad. Se dio cuenta bruscamente de que su mente estaba indefensa, dispuesta a ser invadida por percutantes percepciones.
—Hayt, tengo miedo —murmuró—. ¿Dónde está mi Usul?
—Lo retienen asuntos de estado —dijo el ghola.
Ella asintió con la cabeza, pensando en el aparato del gobierno que lo había acompañado en una gran escolta de ornitópteros. Bruscamente, se dio cuenta de lo que la inquietaba en el sietch: la presencia de olores ajenos a él. Los administradores y ayudantes habían traído consigo sus ropas distintas, de objetos distintos de uso personal. Había allí una contracorriente de olores.
Chani agitó la cabeza, conteniendo una amarga risa. ¡Incluso los olores cambiaban con la presencia de Muad’Dib!
—Hay asuntos importantes que no puede dejar para luego —dijo el ghola, interpretando erróneamente su vacilación.
—Sí… sí, entiendo. Yo también he venido con todo ese enjambre.
Recordando el vuelo desde Arrakeen, se admitió a sí misma que no había esperado sobrevivir a él. Paul había insistido en pilotar su propio tóptero. Sin ojos, había conducido la máquina hasta allí. Tras esta experiencia, sabía que nada de lo que pudiera hacer él la sorprendería ya.
Otro espasmo de dolor estrujó su abdomen.
El ghola notó su contenido aliento, la tirantez de los músculos de sus mejillas.
—¿Ha llegado el momento? —dijo.
—Yo… sí, creo que sí.
—No debemos retrasarnos —dijo él. Tomó su brazo y la condujo apresuradamente a través de la gran sala. Notando el pánico en él, Chani dijo:
—Aún hay tiempo.
Él pareció no oírla.
—La forma Zensunni de aguardar el nacimiento —dijo, urgiéndola a ir más aprisa— es esperar sin ningún propósito definido en un estado de mayor tensión. No hay que luchar contra lo que está ocurriendo. Luchar es prepararse al fracaso. No hay que dejarse atrapar por la necesidad de completar algo. Siguiendo este camino, uno lo completa todo.
Mientras hablaba, alcanzaron la entrada de sus apartamentos. Apartó los cortinajes que cubrían el acceso, gritó muy alto:
—¡Harah! ¡Harah! ¡Ha llegado el momento! ¡Llama a los médicos!
Su llamada provocó carreras precipitadas. Hubo un gran revuelo de gente en medio de la cual Chani se sentía como en una aislada isla de calma… hasta que llegó el próximo dolor.
Hayt, saliendo de nuevo al pasillo, se tomó su tiempo para pensar en sus propias acciones. Le parecía hallarse fijado en algún punto del tiempo donde todas las verdades no podían ser más que temporales. El pánico yacía bajo sus acciones, se dio cuenta. Un pánico centrado no en la posibilidad de que Chani podía morir, sino en que Paul podía acudir luego a él… abrumado por el dolor… para decirle que su amada se había ido… ido… ido…
Algo no puede emerger de la nada, se dijo a sí mismo el ghola. ¿De dónde emerge este pánico?
Sintió que sus facultades de mentat habían sido ablandadas, y lanzó un profundo y vibrante suspiro. Una sombra psíquica pasó por encima de él. Bajo su oscuridad emocional, se vio a sí mismo esperando algún sonido absoluto… el chasquido de una rama en una jungla.
Suspiró de nuevo. El peligro había pasado sin herir.
Lentamente, dominando sus poderes, rechazando asomos de inhibición, se puso en trance de consciencia mentat. Se forzó a él… no del mejor modo posible, pero sí como algo necesario. Sombras fantasmales se movieron en su interior, ocupando el lugar de gente. Era ahora una estación de transferencia y selección para cualquier dato que hubiera recibido. Su espíritu estaba habitado por criaturas de posibilidades. Pasó revista a todas ellas, comparándolas, juzgándolas.
La transpiración empapaba su frente.
Pensamientos como hilachas se hundían en las tinieblas de lo desconocido. ¡Infinitos sistemas! Un mentat no puede funcionar sin darse cuenta de que trabaja en un complejo de infinitos sistemas. El conocimiento fijado no puede ceñir el infinito. El por todas partes no puede ser afrontado bajo una perspectiva finita. Hay que convertirse en el infinito… al menos momentáneamente.
En un espasmo gestalt lo consiguió, viendo a Bijaz sentado ante él, oscilando en el centro de algún fuego interior.
¡Bijaz!
¡El enano había hecho algo en él!
Hayt se vio a sí mismo oscilando en el borde de un abismo mortal. Proyectó su línea de computadora mentat hacia afuera, viendo lo que podía producir el desarrollo de sus propias acciones.
—¡Una compulsión! —jadeó—. ¡Han inscrito en mí una compulsión!
Un correo vestido con ropas azules que pasaba cuando Hayt habló se detuvo y vaciló.
—¿Me decís algo, señor? —preguntó.
Sin mirar hacia él, el ghola negó con la cabeza.
—Ya lo he dicho todo —murmuró.