19

Vino de Alia,

¡La matriz del cielo!

¡Santo!, ¡santo!, ¡santo!

Fuego y arena unidos

confrontan a nuestro Señor.

¡Puede ver

sin ojos!

¡Hay un demonio en él!

Santo, santo, santo,

la ecuación

fue resuelta

¡por el martirio!

—La Luna Cae, Canciones de Muad’Dib

Tras siete días de febril actividad, la Ciudadela se sumergió en una calma antinatural. Por la mañana había gente en todas partes, pero hablaban en susurros, con las cabezas muy juntas, y andaban sigilosamente. Algunos se escurrían con gestos furtivos. El suspiro de un guardia personal proveniente de las estancias internas provocaba miradas interrogativas, y las idas y venidas y el ruido de las armas creaban fruncimientos de cejas. Los recién llegados captaban el ambiente del interior y muy pronto empezaban a moverse de la misma furtiva manera.

Las conversaciones acerca del quemador de piedras flotaban en el ambiente.

—Se dice que el fuego era azul verdoso y que hedía a infierno.

—¡Elpa es un estúpido! Dice que va a suicidarse antes que aceptar unos ojos tleilaxu.

—No me gusta hablar de ojos.

—¡Muad’Dib pasó por mi lado y me llamó por mi nombre!

—¿Cómo puede ver sin ojos?

—¿Has oído?, la gente está huyendo. Hay un gran miedo. Los Naibs dicen que se reunirán en el Sietch Makab para un Gran Consejo.

—¿Qué han hecho con el Panegirista?

—He visto que lo llevaban a la sala donde estaban reunidos los Naibs. ¿Imaginas? ¡Korba prisionero!

Chani se había despertado pronto, alertada por el silencio de la Ciudadela. Al abrir los ojos, vio a Paul sentado junto a ella, sus vacías órbitas dirigidas hacia algún ignoto lugar más allá de la pared de su dormitorio. Todo aquello que el quemador de piedras había arrancado con su peculiar afinidad por los tejidos del ojo, toda aquella carne arruinada, había sido tratada. Inyecciones y ungüentos habían preservado los tejidos sanos alrededor de las órbitas, pero ella sabía que las radiaciones habían actuado profundamente.

Un hambre rabiosa se apoderó de ella apenas se levantó. Había una bandeja con alimentos situada junto al lecho: pan de especia, queso seco.

Paul hizo un gesto hacia la comida.

—Mi amor, no debes privarte de esto. Créeme.

Chani sintió un estremecimiento cuando él volvió hacia ella sus vacías órbitas. Había dejado de pedirle que le explicara lo ocurrido. Él hablaba de forma tan extraña: Fui bautizado en la arena, y ello me costó el poder de creer. ¿Quién sigue comerciando con la fe? ¿Quién la comprará? ¿Quién la venderá?

¿Qué quería decir con esas palabras?

Paul se negaba a pensar siquiera en los ojos tleilaxu, pese a que se los proporcionaba generosamente a todos los hombres que habían compartido su desgracia.

Satisfecha su hambre, Chani saltó de la cama, estudió a Paul, vio lo cansado que estaba. Duras arrugas se habían formado en las comisuras de su boca. Su oscuro cabello estaba revuelto, alborotado por un sueño que no le había proporcionado ningún reposo. Se le notaba tan taciturno y lejano. La sucesión de sueño y vigilia no podía cambiar nada de aquello. Se obligó a sí misma a girar la cabeza y susurró:

—Mi amor… mi amor…

Él se inclinó, hizo que ella se recostara en la cama, besó sus mejillas.

—Muy pronto volveremos a nuestro desierto —murmuró—. Quedan ya muy pocas cosas que hacer aquí. Ella se estremeció ante el tono definitivo de su voz. El la rodeó con sus brazos, murmuró:

—No me tengas miedo, mi Sihaya. Olvida el misterio y acepta el amor. No hay misterio en el amor. Proviene de la vida. ¿Puedes sentir esto?

—Sí.

Ella apoyó su mano contra el pecho de él, contando los latidos de su corazón. Su amor le gritaba al espíritu Fremen que había en él… torrencial, absoluto, salvaje. Un magnético poder la envolvió.

—Te prometo una cosa, mi amor —dijo él—. Nuestro hijo reinará en un Imperio tal que el mío quedará olvidado en la comparación. Las cotas que alcanzarán la vida y las artes serán tan sublimes que…

—¡Pero estamos aquí! —protestó ella, conteniendo un amargo sollozo—. Y… siento que nos queda… tan poco tiempo.

—Tenemos la eternidad, mi amor.

tienes la eternidad. Yo tan sólo tengo el ahora.

—Pero esto es la eternidad —acarició su frente.

Ella se apretó contra él, besando desesperadamente su cuello. Algo se estremeció en su seno. Notó su agitarse.

Paul también lo notó. Puso una mano en su abdomen y dijo:

—Ahh, pequeño gobernante del universo, espera a que llegue tu tiempo. Este momento es mío.

Ella se preguntó por qué él seguía hablando en singular de la vida que ella llevaba en su seno. ¿Acaso no se lo habían dicho los médicos? Buscó hacia atrás en sus recuerdos, sorprendida de que la cuestión no se hubiera planteado nunca entre ellos. Seguramente él debía saber que ella llevaba gemelos. Vaciló hasta el punto de decírselo. Él debía saberlo. Él lo sabía todo. Sabía de todas las cosas que había en ella. Sus manos, su boca… absolutamente todo.

—Sí, mi amor —dijo—. Esto es la eternidad… esto es real —y cerró apretadamente los ojos, por miedo a que la mirada de aquellas órbitas vacías arrojaran su alma del paraíso al infierno. No importaba que hubiera codificado sus vidas en la magia del rihani: su carne seguía siendo real, sus caricias no podían ser desmentidas.

Cuando se levantaron para vestirse para la jornada, Chani dijo:

—Si la gente tan sólo conociera tu amor… Pero el humor de él había cambiado.

—Uno no puede edificar la política sobre el amor —dijo—. Las gentes no se sienten interesadas por el amor; es demasiado desordenado. Prefieren el despotismo. Demasiada libertad engendra el caos. No podemos aceptar esto, ¿comprendes? ¿Y cómo puede uno conjugar el despotismo con el amor?

—¡Tú no eres un déspota! —protestó ella, anudando su pañuelo—. Tus leyes son justas.

—Ahh, leyes —dijo él. Cruzó hacia la ventana, apartó los cortinajes y miró hacia afuera—. ¿Qué es la ley? ¿Control? La ley filtra el caos y deja pasar… ¿qué? ¿La serenidad? La ley… nuestro mayor ideal y nuestra naturaleza básica. No mires a la ley desde demasiado cerca. Si lo haces, descubrirás interpretaciones racionalizadas, la casuística legal, los precedentes de la conveniencia. Encontrarás la serenidad, que es tan sólo otra palabra para describir la muerte.

Los labios de Chani se apretaron en una delgada línea. No podía negar el buen juicio y la sagacidad de él, pero aquellas crisis de humor hacían que se estremeciera. Él se volvió hacia ella y Chani captó su lucha interior. Era como si hubiera tomado la máxima Fremen: «Nunca perdones… nunca olvides», y se estuviera azotando furiosamente con ella.

Cruzó a su lado, se detuvo tras él junto a la ventana. El creciente calor del día había empezado a empujar el viento del norte fuera de aquellas protegidas latitudes. El viento había pintado un falso cielo lleno de plumas ocres y flecos de cristal, extraños diseños en tremolantes colores dorado y rojo. Alto y frío, el viento se estrellaba contra la Muralla Escudo en cascadas de polvo.

Paul sintió la tibieza de Chani junto a sí. Momentáneamente, dejó caer la cortina del olvido sobre su visión. Se limitó simplemente a permanecer inmóvil allí, con los ojos cerrados. Pero el Tiempo se negaba a permanecer inmóvil para él. Inhaló oscuridad… sin estrellas, sin lágrimas. Su aflicción había disuelto la sustancia, dejando tan sólo el asombro ante la forma en que los sonidos condensaban su universo. Todo a su alrededor se volcaba sobre su solitario sentido auditivo, retirándose tan sólo cuando tocaba algún objeto: los cortinajes, la mano de Chani… Se sorprendió a sí mismo escuchando ansiosamente la respiración de Chani.

¿Dónde estaba la inseguridad de las cosas que tan sólo eran probables?, se preguntó a sí mismo. Su mente arrastraba una pesada carga de mutilados recuerdos. Por cada instante de realidad existían incontables proyecciones, cosas condenadas a no llegar a ser jamás. Un yo invisible en su interior recordaba los falsos pasados, cuya carga amenazaba a veces con abrumar el presente.

Chani se apoyó en su brazo.

Sintió su propio cuerpo a través de aquel contacto: carne muerta arrastrada por las corrientes del tiempo. Notó las emanaciones de recuerdos que le habían dejado entrever la eternidad. Ver la eternidad era exponerse a los caprichos de la eternidad, sentirse oprimido por infinitas dimensiones. La falsa inmortalidad del oráculo exigía su retribución: Pasado y Futuro se hicieron simultáneos.

Una vez más, la visión emergió de su negro pozo, cerrándose sobre él. Era sus ojos. Movía sus músculos. Lo guiaba hacia el próximo instante, la próxima hora, el próximo día… ¡hasta que se sintió a sí mismo siempre allí!

—Es tiempo de irnos —dijo Chani—. El Consejo…

—Alia puede ocupar mi lugar.

—¿Sabe ella lo que hay que hacer?

—Lo sabe.

La jornada de Alia había empezado con un escuadrón de guardias irrumpiendo en el patio de desfiles bajo sus aposentos. Durante unos momentos había contemplado la escena de frenética confusión, de clamorosos e intimidantes gritos. La escena tan sólo se hizo inteligible cuando reconoció al prisionero que llevaban consigo: Korba, el Panegirista.

Realizó su aseo matutino, observando ocasionalmente a través de la ventana, siguiendo los progresos de lo que ocurría allá abajo. Su mirada se sentía fascinada por Korba. Intentó recordarlo como el rudo y barbado comandante de la tercera oleada en la batalla de Arrakeen. Era imposible. Korba se había convertido en un inmaculado petimetre vestido con sedas de Parato de exquisito corte. Sus ropas estaban abiertas hasta la cintura, revelando una hermosa gorguera almidonada y una túnica interior bordada con gemas verdes. Un cinturón de color violeta ceñía su talle. Las mangas que emergían bajo la desgarrada seda habían sido cortadas en elegantes franjas de terciopelo verde oscuro y negro.

Unos pocos Naibs habían acudido a observar el tratamiento dado a su compañero Fremen. Sus clamores no habían hecho más que excitar a Korba a protestar acerca de su inocencia. Alia estudió cada uno de los rostros Fremen, intentando captar recuerdos de los hombres originales. El presente le ocultaba el pasado. Todos ellos se habían convertido en hedonistas, catadores de placeres que la mayor parte de hombres nunca llegarían a imaginar. Sus inquietas miradas, observó, se posaban a menudo en la puerta que conducía a la sala donde muy pronto iban a reunirse. Estaban pensando en la visión ciega de Muad’Dib, en la nueva manifestación de misteriosos poderes.

Según su ley, un hombre ciego debía ser abandonado en el desierto, y su agua ofrecida a Shai-Hulud. Pero los ojos ciegos de Muad’Dib veían. Además, siempre habían detestado los edificios, y se sentían vulnerables en espacios edificados verticalmente. Se hubieran sentido más seguros en una limpia caverna excavada en la roca, más relajados… pero no allí, con el nuevo Muad’Dib aguardándoles dentro.

Cuando se daba la vuelta para dirigirse al consejo, vio la carta que había dejado en la mesa, junto a la puerta: el último mensaje de su madre. Pese a la reverencia especial que se tenía hacia Caladan como lugar de nacimiento de Paul, Dama Jessica se había negado siempre a convertir su planeta en una etapa del hajj.

«No dudo que mi hijo sea una figura trascendental en la historia», había escrito, «pero no puedo ver que esto sea una excusa para someterlo a una invasión del populacho». Alia tocó la carta, experimentando una extraña sensación de contacto mutuo. Aquel papel había estado entre las manos de su madre. Era un arcaico sistema de comunicación.

El pensamiento de su madre afectaba a Alia con una ya conocida turbulencia interior. La transformación de la especia que había mezclado las psiques de madre e hija la obligaba a veces a pensar en Paul como en un hijo al que ella hubiera dado a luz. La cápsula-complejo de identidades le presentaba también a veces a su padre como un amante. Sombras fantasmales rondaban por su mente, esencias de posibilidades.

Alia revivió la carta mientras descendía por la rampa de su antecámara, donde esperaban las amazonas de su guardia.

«Producís una paradoja mortal», había escrito Jessica. «Un gobierno no puede ser al mismo tiempo religioso y coercitivo. La experiencia religiosa necesita una espontaneidad que la ley suprime inevitablemente. Y uno no puede gobernar sin leyes. Vuestras leyes pueden reemplazar finalmente la moralidad, reemplazar la consciencia, reemplazar incluso la religión en nombre de la cual creéis gobernar. El ritual sagrado tan sólo puede florecer de la loa y de los anhelos de santidad que rechazan violentamente cualquier moralidad significativa. El gobierno, por otra parte, es un organismo cultural particularmente inclinado a las dudas, preguntas y contradicciones. Veo llegar el día en que la ceremonia ocupará el lugar de la fe y el simbolismo reemplazará a la moralidad».

El aroma del café de especia recibió a Alia en la antecámara. Cuatro guardias amazonas en uniformes verdes se cuadraron cuando entró. Se colocaron a un paso tras ella, manteniéndose firmes con la arrogancia de su juventud, sus ojos alertas ante cualquier eventualidad. Sus fanáticos rostros no expresaban la menor emoción. Irradiaban una especial cualidad Fremen de violencia: podían matar de la forma más natural del mundo, sin el menor sentimiento de culpabilidad.

En eso soy distinta a ellas, pensó Alia. El nombre de los Atreides ya está manchado sin necesidad de esto.

Su llegada había sido anunciada. Un paje que permanecía aguardando se apresuró a avisar a la guardia apenas ella entró en el vestíbulo inferior. El vestíbulo permanecía con las ventanas cerradas y en penumbra, iluminado tan sólo por algunos globos aislados. Bruscamente, las puertas que daban al patio de desfiles se abrieron, y la luz del día entró torrencialmente. Los guardias, con Korba en el centro, eran tan sólo siluetas a contraluz en mitad del patio.

—¿Dónde está Stilgar? —preguntó Alia.

—Ya está dentro —dijo una de las amazonas. Alia penetró en la sala. Era uno de los lugares más preciosos de la Ciudadela. Una alta galería con hileras de mullidos sillones ocupaba uno de sus lados. Frente a esta galería, los cortinajes color naranja enmarcaban los altos ventanales. La brillante luz del sol penetraba por ellos, proveniente de un amplio jardín con una fuente. Al extremo de la sala, a la derecha, había un dosel con un único y enorme sillón.

Avanzando hacia él, Alia miró a su alrededor y hacia arriba, observando que la galería estaba llena de Naibs.

Los guardias de la casa estaban agrupados en el espacio libre bajo la galería. Stilgar se movía entre ellos, dedicando una palabra tranquilizadora aquí, una orden allí. No dio ninguna señal de haber visto entrar a Alia.

Korba fue conducido al interior, y sentado ante una mesa baja flanqueada de almohadones, en la parte baja del estrado del dosel. Pese a su distinción, el Panegirista tenía ahora el aspecto de un hosco viejo adormilado, hundido en sus ropas como si se preparara a afrontar un tremendo frío. Dos guardias ocuparon posiciones tras él.

Stilgar se acercó al dosel donde se había sentado Alia.

—¿Dónde está Muad’Dib? —preguntó.

—Mi hermano me ha delegado para que presida como Reverenda Madre —dijo Alia.

Al oír aquello, los Naibs de la galería alzaron vehementes voces de protesta.

—¡Silencio! —ordenó Alia. En la repentina quietud, dijo—: ¿No exige la ley Fremen que sea una Reverenda Madre quien presida cuando se halle en juego la vida y la muerte?

A medida que la gravedad de aquella afirmación penetraba en ellos, el silencio se extendió sobre los Naibs, pero Alia captó coléricas miradas en las hileras de rostros. Grabó sus nombres para futuras discusiones en el Consejo: Hobars, Rajifiri, Tasmin, Saajid, Umbu, Legg… Los nombres arrastraban consigo fragmentos del propio Dune: Sietch Umbu, Sink Tasmin, Garganta Hobars…

Dedicó de nuevo su atención a Korba.

Notando esta atención, Korba levantó la cabeza y dijo:

—Declaro mi inocencia.

—Stilgar, lee los cargos —dijo Alia.

Stilgar tomó un amarronado pergamino de papel de especia y avanzó unos pasos. Empezó a leer, con un tono solemne en su voz, como si siguiera un oculto ritmo. Pronunció sus palabras de forma incisiva, claras y llenas de honestidad:

—… que habéis conspirado con traidores para llevar a cabo la destrucción de nuestro Señor y Emperador; que habéis mantenido contactos clandestinos con diversos enemigos del reino; que habéis…

Korba agitaba la cabeza con una expresión de dolorida cólera.

Alia escuchaba ensimismadamente, la barbilla apoyada en su mano izquierda, la cabeza inclinada hacia el mismo lado, el otro brazo extendido a lo largo del brazo del sillón. Retazos del procedimiento formal llegaban hasta ella a través de su consciencia, enmascarados por sus propios sentimientos de inquietud.

—… venerable tradición… soporte de las legiones y de todos los Fremen en cualquier lugar… violencia por violencia de acuerdo con la Ley… la majestad de la Persona Imperial… pérdida de todos los derechos a…

Todo aquello era absurdo, pensó. ¡Absurdo! Todo aquello… absurdo… absurdo…

—Así es como debe ser emitido el juicio —terminó Stilgar.

En el silencio inmediato, Korba se inclinó hacia adelante, las manos sujetando sus rodillas, su venoso cuello tenso como si se preparara a saltar. Su lengua silbó entre sus dientes al hablar.

—¡No he sido traidor a mis votos de Fremen ni en palabras ni en hechos! —dijo—. ¡Pido ser confrontado a mi acusador!

Una simple protesta, pensó Alia.

Pero se dio cuenta de que había producido un considerable efecto entre los Naibs. Todos ellos conocían a Korba. Era uno de los suyos. Para convertirse en un Naib, había tenido que probar su valor y su prudencia Fremen. Nunca había sido brillante, pero sí de confianza. Tal vez nunca hubiera sido capaz de conducir un Jihad, pero su elección como oficial ayudante sería un acierto. No era ningún cruzado, pero permanecía fiel a las viejas virtudes Fremen: La Tribu es lo más importante.

Las amargas palabras de Otheym, tal como Paul se las había transmitido, cruzaron la mente de Alia. Miró hacia la galería. Cada uno de aquellos hombres podía verse en el lugar de Korba… algunos de ellos por buenas razones. Pero un Naib inocente era tan peligroso como podía serlo uno culpable.

Korba también se daba cuenta de ello.

—¿Quién me acusa? —preguntó—. Tengo el derecho Fremen de confrontar a mi acusador.

—Quizá os acusáis vos mismo —dijo Alia.

Antes de que pudiera disimularlo, un terror místico apareció en el rostro de Korba. Era algo que cualquiera podía leer: Con sus poderes, Alia podía acusar en su propio nombre, diciendo que poseía las pruebas en la región de las sombras, el alam al-mythal.

—Nuestros enemigos tienen aliados Fremen —forzó Alia—. Han sido destruidas trampas de agua, volados qanats, envenenadas plantaciones y saqueadas depresiones de almacenamiento…

—¡Y ahora… han robado un gusano del desierto y lo han trasladado a otro mundo!

Aquella voz que acababa de intervenir era conocida de todos ellos… Muad’Dib. Paul acababa de entrar en la sala, avanzando entre la doble hilera de guardias y dirigiéndose hacia donde estaba Alia. Chani lo acompañaba, algo apartada de él.

—Mi Señor —dijo Stilgar, evitando mirar directamente al rostro de Paul.

Paul giró sus órbitas vacías hacia la galería, luego las centró en Korba.

—Y bien, Korba… ¿no hay palabras de alabanza?

Algunos murmullos llegaron desde la galería. Se hicieron más intensos, más distintos, convirtiéndose en audibles retazos de frases:

—… ley para el ciego…

—… la tradición Fremen…

—… en el desierto…

—… aquel que rompe…

—¿Quién dice que estoy ciego? —preguntó Paul. Hizo frente a la galería—. ¿Tú, Rajifiri? Veo que vienes vestido de oro hoy, pero esa túnica azul que llevas bajo tus ropas está manchada del polvo de las calles. Siempre has ido sucio.

Rajifiri hizo un gesto defensivo, levantando tres dedos para protegerse del demonio.

—¡Apunta esos dedos hacia ti mismo! —restalló Paul—. ¡Todos sabemos dónde está el demonio! —Se giró nuevamente hacia Korba—. Hay culpa en tu rostro, Korba.

—¡No es mi culpa! Quizá me haya asociado con los culpables, pero yo no… —se interrumpió, lanzando una aterrorizada mirada hacia la galería.

Siguiendo el camino marcado por Paul, Alia se puso en pie, descendió del estrado, avanzó hacia un lado de la mesa de Korba. Desde una distancia aproximada de un metro, miró con fijeza al Panegirista, silenciosa e insinuante.

Korba se encogió bajo el peso de aquella mirada. Se estremeció, lanzó ansiosas ojeadas a la galería.

—¿Qué ojos buscas ahí arriba? —preguntó Paul.

—¡Vos no podéis ver! —gimió Korba.

Paul experimentó un momentáneo sentimiento de piedad hacia Korba. Aquel hombre estaba atrapado en la trama de la visión mucho más estrecha y definitivamente que cualquier otro de entre los presentes. Interpretaba un papel, nada más.

—No necesito ojos para verte —dijo Paul. Y empezó a describir a Korba, cada movimiento, cada gesto, cada alarmada y suplicante mirada hacia la galería.

La desesperación hizo presa en Korba.

Alia supo que iba a derrumbarse de un momento a otro. Alguien en la galería debía darse cuenta también de lo cerca que estaba del desmoronamiento, pensó. ¿Quién? Estudió a los Naibs, observando pequeños signos reveladores en las máscaras de sus rostros… odios, miedos, dudas… culpabilidades.

Paul permaneció en silencio.

Korba adoptó un lastimoso aire de dignidad para pedir:

—¿Quién me acusa?

—Otheym te acusa —dijo Alia.

—¡Pero Otheym está muerto! —protestó Korba.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paul—. ¿Te lo ha comunicado tu red de espionaje? ¡Oh, sí! Lo sabemos todo acerca de tus espías y correos. Sabemos quién trajo el quemador de piedras desde Tarahell hasta aquí.

—¡Era para la defensa de la Qizarate! —gimió Korba.

—¿Y cómo ha ido a parar a manos traidoras? —preguntó Paul.

—Fue robado, y nosotros… —Korba se interrumpió, deglutió. Su mirada vagó a derecha e izquierda—. ¡Todos nosotros sabemos que he sido la voz del amor para Muad’Dib! —Miró a la galería—. ¿Cómo puede un hombre muerto acusar a un Fremen?

—La voz de Otheym no está muerta —dijo Alia. Iba a decir algo más, pero se detuvo cuando Paul tocó su brazo.

—Otheym nos ha enviado su voz —dijo Paul—. Nos ha dado los nombres, los actos de traición, los lugares de reunión y los momentos. ¿No notas la ausencia de algunos rostros en el Consejo de Naibs, Korba? ¿Dónde están Merkur y Fash? Kebe el Cojo tampoco está entre nosotros hoy. Y Takim, ¿dónde se encuentra?

Korba agitó la cabeza.

—Han abandonado Arrakis con el gusano robado —dijo Paul—. Incluso si yo te dejara libre ahora, Korba, Shai-Hulud tendría tu agua por la parte que has tenido en esto. ¿Por qué no dejarte libre, Korba? Piensa en todos esos hombres que han perdido sus ojos y que no pueden ver como yo. Tienen familias y amigos, Korba. ¿Dónde podrás ocultarte de todos ellos?

—Fue un accidente —se lamentó Korba—. Y de todos modos, los tleilaxu pueden… —se interrumpió de nuevo.

—¿Quién conoce la esclavitud que crean esos ojos de metal? —preguntó Paul.

Los Naibs, en la galería, empezaron a intercambiar susurrados comentarios, hablando tras las pantallas de sus manos. Ahora miraban fríamente a Korba.

—La defensa de la Qizarate —murmuró Paul, volviendo al argumento de Korba—. Un instrumento que puede destruir un planeta o producir rayos J capaces de cegar a todos aquellos que se hallen en sus proximidades. ¿Cuál de esos efectos, Korba, concebías como defensa? ¿Confiaba la Qizarate en detener los ojos de todos los observadores?

—Era una curiosidad, mi Señor —gimió Korba—. Conocíamos la Vieja Ley que decía que sólo las Familias podían poseer atómicas, pero la Qizarate obedecía… obedecía…

—Te obedecía a ti —dijo Paul—. Una curiosidad, realmente.

—Incluso si se trata tan sólo de la voz de mi acusador, ¡debéis enfrentarme con ella! —dijo Korba—. Un Fremen tiene sus derechos.

—Habla con la verdad, Señor —dijo Stilgar.

Alia lanzó una cortante mirada a Stilgar.

—La ley es la ley —dijo Stilgar, consciente de la protesta de Alia. Empezó a citar la Ley Fremen, intercalando sus propios comentarios acerca de su interpretación.

Alia experimentó la extraña sensación de que oía las palabras de Stilgar antes de que éste las pronunciara. ¿Cómo podía ser tan crédulo? Stilgar nunca se le había aparecido tan oficial y conservador, tan interesado en adherirse al Código de Dune. Su mentón estaba agresivamente erguido. Su voz era tajante. ¿Realmente no había nada más en él que aquella arrogante pomposidad?

—Korba es un Fremen, y debe ser juzgado según la Ley Fremen —concluyó Stilgar.

Alia se volvió, contemplando las sombras derramándose a lo largo de las paredes al otro lado del jardín. Se sentía vacía por la frustración. Todo aquello les había consumido media mañana. ¿Y ahora qué? Korba se había relajado. Los modales del Panegirista decían que era víctima de un injusto ataque, que todo lo había hecho por amor a Muad’Dib. Lo estudió, sorprendiendo una mirada de furtiva autosuficiencia que cruzaba su rostro.

Parecía haber recibido un mensaje, pensó. Había actuado como un hombre que acaba de oír a sus amigos gritar: ¡No os mováis! ¡Los auxilios están llegando!

Por un instante, había tenido todo aquello entre sus manos… la información proveniente del enano, los indicios de los demás que se hallaban en el complot, los nombres de los informadores. Pero el momento crítico se había desvanecido. ¿Stilgar? No, seguramente no Stilgar. Se volvió, mirando fijamente al viejo Fremen.

Stilgar sostuvo la mirada sin un parpadeo.

—Gracias, Stil —dijo Paul— por recordarnos la Ley.

Stilgar inclinó la cabeza. Se acercó a ellos, desgranando silenciosas palabras que sólo Paul y Alia podían comprender. Le arrancaré toda la verdad y me encargaré de todo lo demás.

Paul asintió e hizo una seña a los guardias detrás de Korba.

—Llevad a Korba a una celda de máxima seguridad —dijo—. Ningún visitante excepto el consultor. Como consultor nombro a Stilgar.

—¡Dejadme elegir mi propio consultor! —exclamó Korba.

Paul se volvió.

—¿Niegas la rectitud y el buen juicio de Stilgar?

—Oh, no, mi Señor, pero…

—¡Lleváoslo! —restalló Paul.

Los guardias arrancaron a Korba de sus almohadones y lo arrastraron fuera.

Con nuevos murmullos, los Naibs empezaron a abandonar su galería. Los servidores entraron en la sala, avanzaron hacia las ventanas y corrieron los cortinajes color naranja. La sala se sumergió de pronto en la penumbra. —Paul —dijo Alia.

—Precipitaremos la violencia —dijo Paul— cuando tengamos su completo control. Gracias, Stil; has representado bien tu parte. Alia, estoy seguro, ha identificado a los Naibs que estaban con él. No podían escapársele.

—¿Lo habéis preparado todo entre vosotros? —preguntó Alia.

—Los Naibs hubieran comprendido y aceptado que yo hiciera ajusticiar inmediatamente a Korba —dijo Paul—. Pero este proceso formal que no se ajustaba estrictamente a la Ley Fremen… les hubiera hecho sentir que sus derechos eran traicionados. ¿Qué Naibs estaban con él, Alia?

—Rajifiri seguro —dijo ella, con voz muy baja—. Y también Saajid, pero…

—Dale a Stilgar la lista completa —dijo Paul.

Alia deglutió dificultosamente en su reseca garganta, compartiendo el miedo general hacia Paul en aquel momento. ¡Poder ver sin ojos, captar sus formas en la atmósfera de su visión! Se sintió a sí misma como una imagen reflejada que flotaba para él en un tiempo sideral cuyo acoplamiento con la realidad dependía enteramente de sus palabras y actos. ¡Los tenía a todos ellos en la palma de la mano de su visión!

—Es ya tarde para vuestra audiencia de la mañana, Señor —dijo Stilgar—. Hay mucha gente… curiosa… temerosa…

—¿Tú también me temes, Stil? La respuesta fue apenas un susurro:

—Sí.

—Tú eres mi amigo y no tienes que temer nada de mí —dijo Paul.

Stilgar deglutió.

—Sí, mi Señor.

—Alia, encárgate de la audiencia de la mañana —dijo Paul—. Stilgar, da la señal. Stilgar obedeció.

Una ráfaga de movimiento brotó de las grandes puertas. La primera oleada de gente fue empujada hacia atrás para permitir la entrada a los oficiales. Luego ocurrieron varias cosas al mismo tiempo. Los guardias de la casa hicieron retroceder a la masa de Suplicantes e Intercesores con ropas de ceremonia que intentaban entrar entre gritos y maldiciones. Los Intercesores agitaban los papeles de sus llamamientos. El Clérigo de la Asamblea se abrió paso entre ellos y atravesó el cordón de guardias, llevando consigo la Lista de Preferencias, con los nombres de aquellos a quienes se les permitiría acercarse al Trono. El Clérigo, un nervudo Fremen llamado Tecrube, tenía un aspecto de profundo cinismo, acentuado por su cabeza afeitada y por la hirsuta perilla que dominaba su rostro. Alia lo interceptó, dando tiempo a Paul para desaparecer con Chani a través del pasillo privado tras el dosel. Notó una momentánea desconfianza en Tecrube en el modo como éste observó la marcha de Paul.

—Hoy hablo en nombre de mi hermano —dijo—. Deja que los Suplicantes se acerquen uno a uno.

—Sí, mi Dama. —Se volvió hacia el gentío.

—Puedo recordar un tiempo en el que vos hubierais comprendido más rápidamente los propósitos de vuestro hermano —dijo Stilgar.

—Estaba alterada —dijo ella—. Pero se ha producido un cambio dramático en ti, Stilgar. ¿De qué se trata?

Stilgar se envaró, sobresaltado. Uno cambiaba, por supuesto. ¿Pero dramáticamente? Era un extraño modo de ver las cosas. El drama era algo equívoco. Importar artistas de dudosa lealtad y más dudosa virtud era dramático.

Los enemigos del Imperio empleaban el drama en sus intentos de agitar a las gentes. Korba había roto con las virtudes Fremen y había empleado el drama para la Qizarate. Y moriría por ello.

—Os estáis mostrando perversa —dijo Stilgar—. ¿Desconfiáis de mí?

La angustia en su voz suavizó la expresión de ella, pero no su tono.

Sabes que no desconfío de ti —dijo—. Tanto yo como mi hermano hemos considerado siempre que lo que estaba en manos de Stilgar estaba tan seguro que podíamos olvidarnos de ello.

—Entonces, ¿por qué decís que he… cambiado?

—Te estás preparando para desobedecer a mi hermano —dijo ella—. Puedo leerlo en ti. Tan sólo espero que eso no os destruya a los dos.

El primero de los Intercesores y Suplicantes se estaba acercando a ellos. Alia se alejó de Stilgar antes de que éste pudiera responder. Sin embargo, pudo leer en el rostro de él las mismas cosas que había captado en la carta de su madre… la sustitución de la moralidad y la consciencia por la ley.

Producís una paradoja mortal.